dc.description.abstract | En el umbral de la adolescencia, los hombres de mi generación descubrimos en los textos escolares y periódicos a los hombres del 98. De otro lado, los diarios nos mostraban aspectos de su vida pública, pues algunos de ellos tenían representación política, y los acontecimientos europeos los perfilaban empeñados en hacerse oír. Hablar para nosotros de Azorín o de Valle Inclán, mencionar a don Miguel de Unamuno, eran cosas distintas de cuando hablábamos ciertamente de Moliere, de Milton o Rousseau. De vez en cuando, algún noticioso europeo nos regalaba, aunque fugazmente, con su voz. A algunos de ellos alcanzamos a conocer; y cuando puedo reconstruir ahora la húmeda y temblorosa mano con que Azorín estrechaba la nuestra, o la tosca, pero segura y cálida, de don Ramón Menéndez Pidal, en su casa de Chamartí, he aquí que nos damos con este centenario y comprendemos cómo el tiempo ha ido cincelando matices y perfiles y cómo ha adquirido robustez y consistencia propia la obra de cada cual. No «las obras», con esa clasificación que tanto entusiasmó a quienes viven empeñados en analizar argumentos, disecar influencias e intuir designios. No las obras, ya fueran de ensayo o de teatro, en prosa o en verso. No el producto sino el procedimiento, el «saber hacer», el instrumento lingüístico. | es_ES |