Uso bélico de la neurociencia y el rol de los derechos humanos
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Abstract
La historia nos muestra los conflictos entre Estados poderosos y su obsesión por tener un
ejército cada vez más eficiente. Para ello han recurrido a diversos métodos, tales como
los entrenamientos desde edad infantil, la insensibilización al terror o la promoción de la
crueldad en grupos de élite de varias culturas.
En el tiempo que nos ha tocado vivir, este interés del mejoramiento militar ya no se fija
exclusivamente en el uso de la fuerza física o de armas cinéticas. El avance de las
ciencias ha revolucionado de forma rápida el paisaje social en todas sus manifestaciones,
obviamente estas se producen en países industrializados con la capacidad tecnológica y
económica. Una de las áreas con mayor desarrollo ha sido la neurociencia, ciencia
encargada de estudiar “el sistema nervioso central (cerebro y la médula espinal) y
periférico (redes nerviosas en todo el cuerpo) así como de la evolución de la comprensión
del pensamiento humano, la emoción y el comportamiento” (Society for Neuroscience,
2012). Tal es el grado de descubrimientos, que la inversión por parte de las potencias y
empresas en esta área se ha incrementado a partir de la segunda mitad del siglo XX.
Si bien este uso bélico de las neurociencias no es un evento espontaneo y totalmente
novedoso, podemos ubicar su punto de partido a mediados del siglo pasado, época en la
cual se producen experimentos de resistencia física y mental, en la mayoría de casos sin
consentimiento del sujeto, o como lo ocurrido en Reino Unido durante la década del
cincuenta, reseñado en el informe Brain Waves , cuando se inició los estudios de agentes
químicos incapacitantes, en especial psicotrópicos para programas militares, resaltando
los trabajos en Porton Down con productos químicos, tales como los derivados de
glicolato, que actúan sobre el sistema nervioso parasimpático. (Royal Society, 2012)
En los últimos años, la desclasificación del Proyecto 112 (De Martos, 2012), muestra las
pruebas que se hacían en soldados con el incapacitante BZ o el alucinógeno LSD, así
como otros compuestos químicos para probar antídotos, medir su potencial destructivo y
determinar si era posible controlar el cerebro humano, todo ello orquestado por la Agencia
Central de Inteligencia (CIA) y el Ejército de Estados Unidos, comprometiéndose a varios
científicos de la Universidad de Oklahoma. (Bonete 2010)