La verdad nos hace libres. Sobre las relaciones entre filosofía, derechos humanos, religión y universidad Miguel Giusti, Gustavo Gutiérrez y Elizabeth Salmón (editores) © Miguel Giusti, Gustavo Gutiérrez y Elizabeth Salmón, 2015 © Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2015 Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú Teléfono: (51 1) 626-2650 Fax: (51 1) 626-2913 feditor@pucp.edu.pe www.fondoeditorial.pucp.edu.pe Diseño de cubierta: Gisella Scheuch, sobre la base de la escultura Logos, de Margarita Checa, fotografiada por Alicia Benavides Diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP Primera edición: junio de 2015 Tiraje: 500 ejemplares Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2015-08108 ISBN: 978-612-317-114-8 Registro del Proyecto Editorial: 31501361500583 Impreso en Tarea Asociación Gráfica Educativa Pasaje María Auxiliadora 156, Lima 5, Perú TEMOR DE DIOS Mario Montalbetti, Pontificia Universidad Católica del Perú Razonemos juntos Isaías, 1, 18 1. Hay 100 maneras de leer el temor de Dios (genitivo objetivo). Escojo una, la que a mi juicio es la más interesante: Isaías, 33, 6 dice que es un tesoro. Podemos comenzar tomando esta idea en serio, seguirle la pista. Pero en las versiones bíblicas que nos llegan de ese pasaje hay dudas sobre de quién es el tesoro. En la Biblia del Oso de Casiodoro de Reina y en la Biblia de Jerusalén se dice que el tesoro es nuestro (de los seres humanos). Pero en la de Reina Valera y en la del Rey Jaime se dice que el tesoro es suyo (de Dios). Es aquí que me inclino por la idea más interesante: supongamos que el tesoro es de Dios. Lo que sigue son las consecuencias de esta elección. Hay dos sustantivos claves en todo esto: «temor» y «tesoro». La  primera definición de «tesoro» que aparece en el Diccionario de la lengua española (DRAE, 2014) es: «Cantidad de dinero, valores u objetos preciosos, reunida y guardada». En la constitución de un tesoro hay que poner en relación un valor y un lugar. Tesoro no es meramente un objeto de valor; tesoro es un objeto de valor colocado en un sitio determinado, en un lugar, es decir, guardado. Guardado supone un lugar seguro… y algo más. Una moneda de oro en el bolsillo de mi pantalón no es un tesoro, pero sí lo es si la coloco en una caja fuerte. Si el temor de Dios es un tesoro, entonces lo es exactamente en ese sentido, que es valioso en un lugar, es valioso si está guardado, seguro. Fuera de ese lugar no es un tesoro. Y ese tesoro (el temor de Dios) es suyo, no nuestro. Un tesoro se abre, entonces, a la cuestión del lugar. ¿Qué lugar es ese? ¿Dónde se guarda, dónde está seguro, el temor de Dios? En principio en cualquier lugar, pero en última instancia solo hay dos lugares que cuentan: Él o nosotros. El temor de Dios se guarda en Dios o en nosotros. 672 LA VERDAD NOS HACE LIBRES Pero no puede guardarse en nosotros. El argumento es el siguiente: si el temor de Dios se guarda en nosotros pero no es valioso para nosotros, entonces no tiene nin- gún interés. Seríamos una especie de alcancía divina, espléndidamente indiferentes a los tesoros que Dios guarda en ella. Si  el temor de Dios es valioso para noso- tros y además se guarda en nosotros, entonces, por definición, el tesoro es nuestro. Pero no lo es. Por tanto, el temor no puede guardarse en nosotros. Queda Dios entonces: Dios es el lugar en el que el temor de Dios se atesora. El temor de Dios es algo valioso para Dios y que Él guarda en sí mismo. Dios es el lugar en el que el temor de Dios es un tesoro. En nosotros el temor de Dios no es un tesoro; puede, tal vez debe, ser un objeto valioso pero no es un tesoro. ¿Por qué el temor de Dios no es un tesoro nuestro? ¿Por qué es que la versión de la Biblia de Jerusalén termina siendo una versión débil, si no banal, del asunto? Dos respuestas. La primera es que si temer a Dios, cualquier cosa que esto sea, es un tesoro nuestro, ese temor sería un mero problema psicológico cuando en verdad no lo es (o no debería serlo). Y esto porque un temor meramente psicológico no nos pone en relación con Dios sino solo con nosotros mismos, con nuestra subje- tividad. Puesto más simplemente: si temer a Dios se reduce a temer su amenazante omnipotencia, entonces ese temor no difiere, sino en grado, de otros temores que experimentamos como seres humanos; temer a Dios sería un artículo más en el largo catálogo de cosas que nos asustan1. Sin duda, hay razones de sobra para temer el poder amenazante de Dios. De ese poder hay muestras numerosas en la Biblia, desde el episodio más bien cósmico del diluvio («Y dijo Jehová: Raeré de sobre la faz de la tierra a los hombres que he creado», Génesis, 6, 7) hasta el episodio más bien local de los dos osos que envió Jehová a despedazar a 42 muchachos que se burlaron del profeta Eliseo (2 Reyes, 2, 23-24). Hay, por tanto, sobradas razones para temer semejante omnipotencia. Pero el punto es otro: el temor de Dios no puede nacer del poder amenazante de la omni- potencia divina porque desharía todo lo que dicho temor tiene de valioso. No sé nada de dioses, pero no concibo un Dios que atesore el temor que le tienen ciertas criaturas como resultado de que Él las amenaza. Tampoco sé gran cosa de seres humanos, pero no concibo que atesoremos temor, a no ser por una cierta condición psicológica. Concibo que consideremos que el temor sea ocasionalmente valioso, pero no que lo elevemos a la dignidad de tesoro, no que lo guardemos en un lugar que esté fuera de nosotros. 1 Me alejo, por tanto, de aquellas interpretaciones que, aunque perfectamente permisibles desde el punto de vista filológico, sostienen que el temor de Dios es ante todo un temor físico/material de su presencia (véase Dinh Anh Nhue Nguyen, 2006, pp. 210-211). 673 Temor de Dios / Mario Montalbetti La segunda respuesta (a la pregunta de por qué el tesoro no es nuestro) se sigue de una versión radical sobre la naturaleza de este tesoro. En la sección 33 del tratado talmúdico Berajot dice Rabi Janina: «todo está en manos de Dios menos el temor de Dios». Una forma de entender esta aseveración es como lo hace Levinas en una de sus lecturas talmúdicas (2006): el temor de Dios es el único tesoro de Dios. Y es único porque, al no «estar en sus manos», no depende de Él. Dicho en otras palabras, el temor de Dios es lo único que no está en manos de Dios, lo único que Él no decide. Por eso lo atesora. Contrariamente, si el temor de Dios dependiera de Él no tendría ningún valor ni sería ningún tesoro (para Él). Una vez más, el temor de Dios no puede nacer del poder amenazante de Dios porque Dios no podría atesorar eso; y no lo podría atesorar porque ese sería un tesoro que depende enteramente de Él. Solo se puede atesorar aquello que no depende enteramente de uno. Esta es la paradoja: el temor de Dios no depende de Él, depende de nosotros; pero justamente por eso es un tesoro Suyo y no nuestro. Sea Dios, entonces, un lugar2. Esta suposición, de que Dios es un lugar, es distinta de aquella que sostiene a la pregunta constante de dónde está Dios (por ejemplo, Salmos, 42, 3) o a la idea del Deus absconditus. En estos casos, lo que se pregunta es en qué lugar está Dios. Lo que nosotros ahora nos abocamos a considerar es qué lugar es Dios. Dios, ciertamente, no es cualquier lugar sino el lugar en el que se deposita el temor de Dios, el lugar en el que el temor de Dios es un tesoro. Pero si Dios es un lugar, si es ese lugar (esto es, el lugar en el que el temor de Dios es un tesoro), entonces el temor de Dios es el temor de ese lugar. Puesto llanamente: el temor de Dios sería el temor de ese lugar que es Dios. ¿Qué lugar puede ser ese? Ciertamente no es el temor a una cueva oscura, ni a un sótano profundo, ni a un bosque desconocido, ni a un laberinto intrincado, ni… a nada por el estilo. En todos estos casos el lugar puede hacerse no temeroso, el lugar puede iluminarse, hacerse claro, etcétera. Dios como lugar, en cambio, es irremedia- blemente oscuro y opaco a nuestra inteligencia —y a nuestro corazón también—; es oscuro y opaco a nosotros. El segundo sustantivo que debemos considerar es «temor». Si bien el tesoro es de Dios, el temor mismo es nuestro. Dios no teme; nosotros lo hacemos. 2 En el Talmud uno de los nombres de Dios es HaMakom que se traduce por «El Lugar» (véase Mishna Avot, 11, 14). 674 LA VERDAD NOS HACE LIBRES La raíz Indo Europea de nuestro término «temor» (tem ) originalmente significa «oscuro, ciego, intempestivo» (véase Watkins, 2000). El sentido de esa raíz se man- tiene en castellano en palabras como «temerario» y «temeridad». Pero temerario es, curiosamente, aquel que no tiene miedo, que no le hace caso al riesgo, que actúa intempestivamente. A diferencia de temer, que es una condición psicológica, ser temerario es una forma de actuar. Ahora bien, no es exactamente correcto decir del temerario que actúa sin miedo. Actuar temerariamente supone una doble articulación: primero, conside- rar un riesgo, valorarlo, hacer del temor un objeto de valor; y, luego, desestimarlo. El temerario es aquel que ejecuta esta extraña paradoja, la de actuar considerando y no considerando el riesgo. Es porque considera el riesgo (dándole valor al riesgo) que el temerario no es un inconsciente. No hay animales temerarios. Solo el ser humano puede serlo. Al no considerar el riesgo, al actuar con imprudencia, el temerario no le hace caso al riesgo, lo desestima. Como ha escrito Jacques Lacan, el temor de Dios es lo contrario a un temor (1981[1955-1956], sesión del 6 de junio de 1956). Si el temor de Dios no es temor (de su poder amenazante) entonces el temor de Dios debe entenderse como temeridad…, con Dios, respecto de Dios. La  temeridad, además, no tiene objeto gramatical. Por eso decimos, incómo- damente, temeridad-con, temeridad-respecto-de, pero no temeridad-de, Dios. La  temeridad no tiene objeto. Uno simplemente considera y desestima un cierto riesgo. Y luego, un acto. Esto es indispensable. La temeridad se resuelve en un acto. Ser temerario (respecto de Dios) es establecer que nuestra relación con Dios es temeraria. Y ser temerarios implica, una vez más, considerar y desestimar el riesgo que dicha relación supone. ¿Qué riesgo? El riesgo de Dios; el riesgo de Dios como lugar. Dios es un riesgo que el temerario considera y desestima. Y esta temeridad es un tesoro para Dios, que Dios reúne/guarda en Dios. Si el temor de Dios es su único tesoro y ese único tesoro no está en sus manos sino en las nuestras, esa es, entonces, la base de toda relación con Dios. No el amor, no el miedo, no la negociación, sino el temor libre de Dios, la temeridad. Temer libremente es asumir y desestimar el riesgo de Dios. Nada valora Dios más que eso; tanto, que lo guarda en sí; tanto que es su único tesoro. Hemos visto que las raíces semánticas de «temer» aluden a lo oscuro, a lo ciego, a lo intempestivo. Lo oscuro, lo ciego, lo intempestivo, esa es una buena caracteri- zación de lo que a veces se denomina el Otro, el Otro como aquello radicalmente distinto al ser humano. Karl Barth entendía a Dios como das ganze Andere, como totaliter aliter, es decir, un Dios «distinto de todo» (2012[1922]). A ese Otro se le concede la «O» mayúscula —el gran Otro—. 675 Temor de Dios / Mario Montalbetti El Otro se distingue del otro (con o-minúscula, el prójimo, el pequeño otro). La distinción entre Otro y otro parte de un dato lingüístico: «otro x» supone la existencia de una clase plural de objetos que son x. Si decimos «otro perro» (u «otra tarde», «otro lenguaje», etcétera) suponemos que hay una clase de perros (o tardes o lenguajes) dentro de la cual designo alguno que no es este. Decir «otro x» supone más de un x. Y si decimos «el otro» siempre asumimos que es «el otro x», así no se mencione. Lo que se postula con el Otro es distinto. Se trata de un otro que no tiene otro: de otro que no es otro x, sino simplemente otro. A ese otro que no es otro x se le denomina Otro. Y esto porque hay un solo Otro. Ese Otro no tiene otro (ni, por supuesto, Otro). Como sabemos, decir que Otro no tiene otro (ni Otro) es lo mismo que decir que no hay metalenguaje. El Otro no tiene Otro y en tanto tal es radicalmente distinto al ser humano. El ser humano es un otro. ¿Un otro qué? Un ser humano es un otro ser lingüístico. Y esto es fundamental para la temeridad. Puede haber temor sin lenguaje pero no puede haber temeridad sin lenguaje. Un perro puede temer a su amo pero no puede ser temerario respecto de él. Es más, un perro podría temer a Dios (si el temor de Dios se redujera a una mera cuestión psicológica) pero nunca podría ser temerario respecto de Él. Es indispensable tener lenguaje para ser temerario; es absolutamente indispensable tener lenguaje para ser temerario con Dios3. El Otro, escrito con mayúscula, no es el prójimo. El Otro es inconmensurable- mente distinto a uno. El Otro es oscuro (es insondable); el Otro es ciego (no me ve); el Otro es intempestivo (es siempre a destiempo), como si fuera imposible un encuen- tro con Él. En efecto, dicho encuentro es imposible. Dios, como Otro, no es solamente un lugar, entonces, sino también un tiempo; un tiempo que no coincide, intempestivo, un resto —como en Romanos, 11, 5—. Por contraste, Jesús suele ser visto como un prójimo4; es un otro, escrito con «o» minúscula —el pequeño otro—. Jesús es conmensurable. Es uno de los nues- tros, es un prójimo («se hizo hombre»5). No es ni oscuro, ni ciego, ni intempestivo. 3 Aquí asumo que el lenguaje que hay tener para la temeridad es lo que se denomina un lenguaje natu- ral, lenguaje que ni los perros ni, sin duda, las lámparas poseen. Walter Benjamin ha sugerido en «Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los hombres» (1916) que todo, lo animado y lo inanimado, tiene un lenguaje en el cual se expresa (véase Collingwood-Selby, 1997). Sin discutir los méritos de la propuesta benjaminiana reduzco el lenguaje relevante al lenguaje natural de los humanos. 4 La atribución, sin embargo, no deja de ser problemática. Hay, por ejemplo, un Jesús que es y no es un prójimo al mismo tiempo, un Jesús otro y Otro, que es el reconstruido por Hans Küng (2008; 2014). 5 Esa puede ser una respuesta a la pregunta que se hace Agustín en De Trinitate (XI, 20) de por qué solo la segunda persona se hizo carne: si lo hubiera hecho toda la Trinidad, hubiera dejado de ser Otro. De hecho, la Trinidad parece ejecutar en sí misma la oposición Otro/otro, incorporando al Espíritu Santo como resto. 676 LA VERDAD NOS HACE LIBRES Al contrario, es transparente, caritativo, y dispuesto al encuentro. Con Jesús hay una relación horizontal. No hay temeridad respecto de Jesús. Nadie habla de temor de Jesús. Más bien, cuando Jesús pregunta «¿por qué me has abandonado?» (Mateo, 27, 46) eje- cuta exactamente el temor de Dios: Jesús le habla a lo inconmensurablemente distinto aun respecto de él, le habla al Otro. Al Otro como absoluto en su acepción original: separado. Pero el Otro, sabemos, no responde. No está en su naturaleza hacerlo —y aun si lo hiciera lo haría a destiempo, en un tiempo que no coincide con el nuestro—. De paso, no establezco ninguna diferencia entre el Otro y lo Otro. No son distin- guibles. No debe leerse en la expresión «el Otro» (ni en el uso del pronombre «Él») una personificación. El Otro no es una persona, es un lugar. Ya hemos adelantado que Dios es un lugar y aun esta determinación, como veremos, no está libre de problemas. Y esto porque ese lugar no es co-extensivo con nuestro lugar; no es simplemente un «más allá»; es inconmensurablemente allá, un allá que no es exactamente referible por la deixis adverbial. Como con la intempestividad de Dios (del Otro), ese lugar que es Dios (que es el Otro) no coincide con el nuestro. Ese lugar, el lugar que es Dios/el Otro es un lugar indispensable para nosotros como seres lingüísticos. Es más, es un lugar indispensable independientemente de si uno «cree» o no en Él, es decir, en ese lugar. Es también el lugar en el que el temor de Dios (ahora, la temeridad con Dios, con ese lugar) es un tesoro. Vemos, por tanto, cómo Dios, lugar, tesoro, temeridad y Otro están todos invo- lucrados con el lenguaje. 2. Podemos volver a preguntarnos, entonces, ¿qué lugar es ese, qué es Dios como lugar? La primera respuesta que quiero sugerir es que es un lugar que el lenguaje y sola- mente el lenguaje abre. En un momento diré qué entiendo por abrir en este contexto. Ahora bien, si Dios es un lugar que el lenguaje y solamente el lenguaje abre, esto es así porque en el mundo no hay lugar para Dios. ¿Qué quiere decir esto? El rabino cabalista Isaac Luria sostuvo en el siglo XVI que, como uno de los atributos de Dios era la omnipresencia, literalmente no había lugar para crear el mundo. Dios, entonces, se retrajo y en el espacio vacío resultante colocó el mundo. La  consecuencia inmediata más notable de la teoría luriana es que el mundo es el único lugar donde no hay Dios. El mundo es la ausencia de Dios, el lugar que Dios vacó para poder darle un lugar al mundo6. Por tanto, todo lo que vemos, 6 Para una exposición más detallada remito a Gershom Scholem (1995), especialmente la séptima conferencia. La doctrina de Luria es ciertamente más compleja e incluye restos de la retracción divina y un rayo de luz (kav) con el que Dios se conecta con el mundo. Me interesa aquí la figura de la retracción misma y del vacío-de-Dios resultante. 677 Temor de Dios / Mario Montalbetti los árboles y los ríos, las montañas, los hipocampos y los seres humanos, no es sino un testimonio de la ausencia de Dios; un panteísmo negativo, si se quiere. Entre Dios y el mundo hay una discontinuidad radical, una no contigüidad, una incongruencia. Si  en el mundo no hay lugar para Dios y si Dios es un lugar que el lenguaje (y solamente el lenguaje) abre, entonces lo primero que uno podría pensar es que el lenguaje no está en el mundo. Esto no es imposible, pero no es fácil argumentar cómo es que algo extra-mundano resulte tan cómodamente accesible al ser humano. Hay otra posibilidad: el lenguaje es un límite entre el mundo y ese lugar (Dios). El lenguaje hace límite, pero lo hace de una manera peculiar. Es necesario distinguir hacer límite en el lenguaje de hacerlo a través del lenguaje. Nosotros hacemos límite a través del lenguaje, estableciendo prohibiciones, trazando marcas lingüísticas en el mundo. También es posible hacer marcas en el lenguaje. Pero irremediablemente lo hacemos a través del lenguaje (esto tiene sentido, esto no tiene sentido; esto es gramatical, esto es agramatical, etcétera). Pero, ¿es posible concebir un límite en el lenguaje que no haya sido trazado con el lenguaje? ¿Un límite que viene con el lenguaje? Tal vez, pero habrá de ser un subproducto inevitable del lenguaje. ¿Qué límite se traza con/en el lenguaje? Varios límites son posibles y por muy distintas razones (véase Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, § 499), pero tal vez el más conocido sea el que aparece en el prólogo del Tractatus. Ahí, Wittgenstein trata de trazar un límite al pensamiento, o mejor, no al pensamiento, sino a la expresión del pensamiento; porque para trazar un límite al pensamiento tendríamos que ser capaces de pensar ambos lados del límite (esto es, tendríamos que ser capaces de pensar lo que no se puede pensar). Este límite, por lo tanto, solo puede ser trazado en el lenguaje y todo cuanto quede al otro lado del límite será simplemente un sinsentido (2007[1922]). El  límite de Wittgenstein en el Tractatus se traza en el lenguaje para distinguir entre expresiones que tienen sentido y expresiones que no lo tienen. El criterio no importa en este momento; nos atenemos a la forma general. Los lingüistas ejecutan una división similar pero no idéntica; trazan un límite en el lenguaje para distinguir entre expresiones bien formadas (gramaticales) y expresio- nes mal formadas (agramaticales). «Gramatical» y «con sentido» no expresan lo mismo, pero el espíritu es similar: distinguir paja de trigo. Los criterios para la división pueden ser distintos (lógicos o gramaticales) pero, al final de cuentas, de todas las expresiones posibles de un len- guaje hay algunas que están bien formadas y otras que no, unas que expresan sentido y otras que no, unas que son pensables y otras que no, etcétera. 678 LA VERDAD NOS HACE LIBRES Al  trazar este tipo de límite hablamos inexorablemente de lados: un lado del límite y el otro lado. Y todo lo que queda al otro lado está (bajo algún criterio) mal formado y/o es impensable. Así, el lenguaje es el límite entre lo que está en el mundo y lo que no está en el mundo. Lo que no está en el mundo es inexpresable e impensa- ble. Lo que no está en el mundo es el otro lado. Pero el punto que no debemos perder de vista es que el lenguaje mismo no indica qué límite está trazando7. Los tropos pueden variar. Yo hablo de estar fuera del mundo para seguir con la imagen de Luria y Wittgenstein. Es posible también hablar del lado oscuro del mundo siguiendo una metáfora lunar, de tal forma que el otro lado está en el mundo pero es oscuro, es decir, inaccesible, impensable, incomunicable, etcétera. En cual- quier caso, siempre es necesario ser sumamente cautelosos con este tropo que en muchos casos no hace sino conducirnos a una ciénaga que, si bien puede cultivar vegetación interesante, es finalmente insalubre. Dicho esto, hay, pues, un lado del lenguaje que está de cara al mundo. En ese lado, los ejercicios lingüísticos tradicionales son los que mantienen el orden del lenguaje: la referencia, la representación, el principio de no contradicción (Aristóteles), la semiótica estoica, la significación, la comunicación, el diálogo, la lingüística misma. Ese lado del lenguaje no solo está de cara al mundo sino que es para el mundo, para los otros —y, para la ciencia—. Pero, por así decirlo, no es para Dios. Una vez embarcados en esta forma general de trazar límites, la de trazar lados, el deseo humano de cruzar física o mentalmente hacia el otro lado resulta incontrolable, especialmente si el límite ha sido trazado para expulsar al sinsentido y la agramatica- lidad (pero también si el límite es de velocidad, peso, aforo, etcétera). Esa es la figura de «arremeter contra los límites» que Wittgenstein hiciera cono- cida en su Conferencia sobre la ética: [V]eo ahora que estas expresiones carentes de sentido no carecían de sentido por no haber hallado aún las expresiones correctas, sino que era su falta de sentido lo que constituía su mismísima esencia. Porque lo único que yo pretendía con ellas era, precisamente, ir más allá del mundo, lo cual es lo mismo que ir más allá del lenguaje significativo. Mi único propósito —y creo que el de todos aquellos que han tratado alguna vez de escribir o hablar de ética o religión— es arremeter con- tra los límites del lenguaje. Este arremeter contra las paredes de nuestra jaula es perfecta y absolutamente desesperanzado (1989, pp. 42-43). 7 Es más, desde Platón el límite no capta la quididad sino que la rodea (véase Carta VII, 342b): hacer límite distingue, pero lo hace perimetralmente. 679 Temor de Dios / Mario Montalbetti Arremeter es una posibilidad. La otra, que es la que estamos sugiriendo aquí, es abrir; abrir espacios que no responden a los ejercicios lingüísticos tradicionales y que, si vistos desde aquella perspectiva que traza límites para desecharlos, corresponden a la agramaticalidad y el sinsentido. De  la «desesperanza» de Wittgenstein parece derivarse la suposición de que con el sinsentido o la agramaticalidad no hay nada que hacer sino desecharlos. Decimos, con la mesura requerida, que el otro lado del lenguaje está de cara a lo que está fuera del mundo. Pero al decir esto debemos reconocer inmediatamente dos cosas: primero, que la frase anterior no tiene sentido, que está hecha con palabras del lenguaje que le da la cara al mundo y que pretenden inútilmente (desesperanza- damente) referir a lo extramundano; y segundo que, sin embargo, el sinsentido de la frase anterior es una posibilidad real del lenguaje. En otras palabras, es una posibilidad real producir expresiones que, vistas desde este lado, no tienen sentido. Con el lenguaje también no se nombra. Con el lenguaje también no se hace sentido. Con el lenguaje también no se refiere. Lo que llamamos el otro lado es un espacio que el lenguaje mismo abre. Un espacio sin cosas. El otro lado no está poblado de objetos imposibles de referir. Simplemente, no hay tal referencia. No hay nada que referir, nada que nombrar. Referir, nombrar, son ejercicios que solamente se hacen en el mundo. No son ejercicios que se hacen en los espacios que el lenguaje abre hacia el otro lado. El otro lado no es un invento del lenguaje. Es, más bien, su consecuencia invo- luntaria. Si hay referencia, nombre, significación, sentido, entonces hay otro lado. Y esto porque el lenguaje como mecanismo que genera expresiones no distingue por sí mismo sentido de sinsentido, referencia de no referencia, etcétera. Si el lenguaje es un límite, el lenguaje mismo como límite no dice qué es lo que está dividiendo (tal como observó Wittgenstein). El otro lado no está poblado de los seres imaginarios que sí inventamos (unicor- nios, dioses, marcianos…). Es, más bien, un sub-producto del lenguaje de la misma forma en la que un spandrel no es un invento del trasdós de dos arcos contiguos sino su consecuencia inevitable8. Al trazar el límite entre sentido y sinsentido (o entre gramaticalidad y agramatica- lidad) nosotros hacemos del lenguaje un límite. Un límite que, sin embargo, resulta indispensable. Porque es solo si trazamos ese límite que podemos liberar al lenguaje para poder abrirse a algo distinto, a un lugar distinto. 8 Hay un extraño pasaje en Isaías, 45, 6-7 en el que Dios admite ser el creador del bien y del mal. ¿Cómo entenderlo? Una posibilidad: no es dable crear el bien sin crear el mal como subproducto. No es que Dios haya creado (deliberadamente) el mal. Digamos, creó el bien… pero vino con una sombra, con la sombra negativa del no-bien. 680 LA VERDAD NOS HACE LIBRES Retomamos, así, una pregunta anterior: ¿qué es Dios como lugar? ¿Qué es Dios como lugar que el lenguaje (y solamente el lenguaje) abre? Y, ¿qué ejercicios lingüís- ticos son los que lo abren? No son ejercicios que descubren nuevos significados, ni nuevos nombres, ni nuevos objetos que vayan con ellos. Dios está a la espalda del lenguaje (Éxodo, 33, 23) —o quizás es su espalda misma—. ¿Qué lugar es ese, entonces; qué es Dios como lugar? No se trata de un lugar pleno poblado de objetos a los que referimos; no se trata tampoco de un lugar pleno de significaciones. Una posibilidad, proveída por Jacques Lacan, es que el lugar está vacío; o mejor, que es vacío. Dice Lacan: «Hay allí un agujero y ese agujero se llama el Otro. El Otro en tanto que lugar donde la palabra, por estar depositada, funda la verdad»9. Esto ha de desempacarse con cuidado. Cuando Lacan dice que «hay allí un agu- jero» no está diciendo simplemente que hay un agujero, sino que está distinguiendo «agujero» de «allí». El Otro es ese agujero pero no es allí. El Otro hace agujero allí. El Otro es un lugar pero es un lugar vacío, es un hueco allí. ¿Pero dónde es allí? Allí es el lenguaje. El Otro hace agujero en el lenguaje. Y, si se deposita la/una palabra en el agujero que el Otro hace en el lenguaje, ese depósito funda la verdad. Adviértase de paso que la de depósito es una figura cercana a la de tesoro. ¿Qué significa «hacer agujero» en este contexto? El  contexto es el siguiente: el Otro hace agujero/el lenguaje hace límite. Hacer agujero es, entonces, hacer agujero al límite. No hay agujero sin lenguaje. Esto es lo que Nicolás de Cusa llamaba la operación del non-aliud y que Agamben ha tipificado como «dividir la división». 3. Según Plinio el Viejo (Historia Natural, 35, 81-83), el pintor Apeles viajó a Rodas (alrededor del año 300 a. C.) a visitar a Protógenes pero, como no lo encontró, pintó una línea muy fina sobre una tabla que el artista había dejado en su taller. Al regresar, Protógenes vio la tabla y entendió que Apeles había venido. Entonces, pintó otra línea aún más fina dentro de la línea que Apeles había pintado en la tabla. Cuando este volvió al taller, tomó un pincel y dibujó una línea más fina aun al medio de la línea de Protógenes; tan fina, en verdad, que ninguna línea podía dividirla más. La tabla con las tres líneas pasó a la colección de Protógenes y luego al Palacio de César en el monte Palatino, donde el fuego la destruyó durante un incendio hacia el año 4 d. C. 9 «Il y a là un trou et ce trou s’appelle l’Autre, […] L’Autre en tant que lieu où la parole d’être déposée […] fonde la vérité» (1975[1972-1973], sesión del 8 de mayo de 1973). 681 Temor de Dios / Mario Montalbetti La historia narrada por Plinio es la historia de tres líneas que distinguiremos de la siguiente forma: a la primera línea trazada por Apeles la llamaremos A1, a la línea de Protógenes P1 y a la segunda línea de Apeles, la que trazó dentro de la línea de Protógenes, A2. Es el trazo A2 el que se conoce como el corte de Apeles10. Plinio habla de las tres líneas como visum effugientes; literalmente, líneas que huyen de la vista. No debemos leer esta huida como la convergencia de las tres líneas hacia un mismo punto de fuga sino más bien a la extrema finura (subtilitas) de las mismas, tal vez en progresión: cada línea más fina que la anterior. Como veremos, este punto no es irrelevante. Supongamos que la primera línea (A1), divide en dos la tabla. En realidad, no lo sabemos. Asumimos, para efectos de lo que sigue, que A1 va de un extremo al otro de la tabla, marcando una partición completa de la superficie. Por tanto, A1 debió verse de la siguiente manera* (exagero el grosor de la línea por razones de explicación): A1 A1 traza un límite, entonces, entre una región de la tabla y otra. A continuación, Protógenes traza una línea muy fina dentro de A1 (in illa ipsa). Es decir, P1 encuen- tra un grosor suficiente en A1 como para bisecarla. (A1) P1 (A1) Finalmente Apeles, encontrando grosor suficiente en P1, traza un segundo corte (A2) dividiendo la línea de Protógenes en dos. Esta segunda línea de Apeles (A2) no deja lugar a ser a su vez dividida (nullum relinquens amplius subtilitati locum). 10 El término aparece en los Passagenwerk (N fragmento 7a, 1) de Walter Benjamin como dem apoll[i] nischen Schnitt, una errata obvia (véase Agamben, 2006, p. 56). * Todos los gráficos y tablas han sido elaborados por el autor. 682 LA VERDAD NOS HACE LIBRES Las versiones en castellano hablan de una línea «imposible de más sutil». La línea A2 ya no tiene el grosor suficiente como para ser bisecada, es indivisible. (A1) (P1) A2 (P1) (A1) A2 es el corte de Apeles. Ahora bien, lo primero que debemos hacer es distinguir P1 de A2; es decir, pre- guntarnos por qué P1 no es «un corte de Apeles». Para hacerlo, debemos establecer que el corte de Apeles tiene dos propiedades: (a) divide una división anterior (bise- cándola longitudinalmente); y (b) no permite, a su vez, ser bisecada (es indivisible en los términos de la propiedad anterior). Si bien P1 cumple con (a), no cumple con (b). El corte de Apeles es dos cortes entonces: uno que divide una división ante- rior y otro que impide cualquier división posterior. Hasta aquí hemos entendido la imposibilidad de divisiones subsiguientes como una cuestión puramente material. La propiedad (b) se daría cuando una línea no tiene «grosor suficiente» como para dibujar otra dentro. Esto puede ocurrir porque una línea ha alcanzado algún límite mínimo o porque, no habiéndolo alcanzado, el artista no tiene la destreza suficiente como para dibujar una línea en su interior. Hay otra forma, más interesante, de entender la propiedad (b): como una propie- dad lógica, no material. Para ello, debemos distinguir entre «dividir lo dividido» y «dividir la división (misma)». Giorgio Agamben utiliza la noción del corte de Apeles para comentar 1 Corintios, 9, 20-23. Agamben señala que el apóstol crea un corte apélico que divide la división judío/no-judío «con la singular progresión: como sin ley, no sin la ley de Dios, sino en la ley del mesías (hos ánomos, me on ánomos theoû all’énnomos christoû)» (2006, p. 57). El resultado de esta operación es un resto, que Agamben tipifica como no no-judío. El esquema que ofrece Agamben es el siguiente: Judíos No-judíos Judíos según el soplo/espíritu Judíos según la carne No-judíos según el soplo/espíritu No-judíos según la carne No no-judíos No no-judíos 683 Temor de Dios / Mario Montalbetti Pero, ¿se trata de una «división de la división» como sostiene Agamben? Más bien, parece tratarse de una división de lo dividido. La división judío/no-judío ha sido dividida a su vez en cada campo: en el campo judío ha sido dividida por la nueva divi- sión «judíos según el soplo/judíos según la carne». Lo mismo en el campo no-judío. Obsérvese que se incluye algo nuevo aquí: a la división anterior judíos/no-judíos se le agrega dos nuevos predicados (según el soplo/según la carne) en cada campo. No se trata estrictamente de una división de la división misma, entonces, sino de una división de los campos divididos por la división anterior. Otra versión, más formal (sin incluir nuevos predicados como «según el soplo/ según la carne») de ese mismo procedimiento (de dividir lo dividido, no la división) explica el resto como no no-judío. Imaginemos una división entre a/–a: La división del campo en a/–a (primer corte) ha sido a su vez dividida por un corte apélico (la línea más fina). La pregunta es: ¿qué ha sido realmente dividido? Según la interpretación de Agamben, lo que se ha dividido es el campo a en a/–a y el campo –a en –a/a, tal vez siguiendo el siguiente esquema, a –a a –a –a a – –a – –a Dejemos de lado por el momento la expresión del resto como – –a. Lo que se ha dividido manifiestamente es lo dividido y no la división misma y eso pone en duda si el corte ha sido verdaderamente apélico. El punto es que si dividimos lo dividido, esta operación puede repetirse indefinidamente y semeja a las particiones infinitesimales de Zenón. Cualquier campo puede continuar dividiéndose. Dentro de la división «según el soplo/según la carne» uno podría imaginar nuevas divisiones. Pero si esto es así, el corte no es apélico porque no pone fin a subsecuentes divisiones, condición que tomo como esencial para diferenciar un corte de Apeles (A2) de uno que no lo es (P1) —la propiedad (b) antes mencionada—. Para evitar la posibilidad de más divisiones —intento de evitar que ahora esta- mos tratando como lógico y no como material— lo que debemos hacer es dividir 684 LA VERDAD NOS HACE LIBRES la división y no meramente lo dividido. Pero, una vez más, ¿qué significa dividir la división? Tiene que ser lo siguiente: dividir lo que se divide de lo que no se divide. El problema es que, como la división que divide a/–a tiene pretensión de totalidad (es decir, una vez que se ejecuta la división entre a/–a no queda nada no dividido—o se es a o –a, tertium non datur—), es difícil entender la división de la división como dividir lo que se divide de lo que no se divide porque, en principio, no habría nada no dividido. Es aquí donde aparece el trabajo insólito del corte de Apeles. Primero digamos cómo no debemos entenderlo. No se trata de agregar algo a la división original (como es el caso con «según el soplo/según la carne» en Agamben). No es que hay algo que la división original pasó por alto y quedó no dividido y que ahora es introducido por el corte de Apeles, porque si así fuera entonces el nuevo ele- mento sería a su vez a o –a y el trabajo del corte de Apeles resultaría vacuo. No se trata tampoco de agregar el todo indiviso (a + –a) a la partición a/–a, entre otras cosas, por- que (a + –a) ya es una creación de la división original. Es más, la división a/–a puede verse (tal vez, debe verse) como la creación de una totalidad donde antes no la había. Toda división a/–a tiene pretensión de totalidad: al hacer la partición se sanciona al mismo tiempo que no hay una tercera opción. Pero también, tiene pretensión de reificar, indicando que hay a (pero solamente porque hay –a). Finalmente, tampoco se trata, como hemos visto, de seguir dividiendo lo divido porque lo dividido siempre puede, lógicamente, seguir siendo dividido. Por supuesto, si el corte de Apeles es una división (de cualquier naturaleza) parece lógicamente imposible impedir que ocurran nuevas divisiones dentro de ella. Ese es nuestro problema ahora. Necesitamos, por tanto, otra articulación para entender el sentido radical del corte de Apeles. Es claro que no se trata de agregar nada nuevo de afuera porque eso se reduce siem- pre a dividir lo dividido. Se trata, más bien, de lo opuesto, de agregar desde adentro; en otras palabras, de crear un resto. Esta es la estrategia: subvertir la pretensión de totalidad de la partición a/–a de tal forma que ahora lo divido no coincida consigo mismo porque ha surgido un resto que escapa a la división; pero, que no escapa porque se ha introducido un nuevo elemento (predicado, categoría, etcétera) sino porque, dejando lo dividido tal como está, se crea una condición que hace que ahora a la división a/–a se le escape algo, un resto. ¿Cómo hacerlo? Justamente, dividiendo la división a/–a en dos, en lo que dicha división divide y aquello que no divide. Primero el resultado, luego la operación misma. Como señala Agamben, el resultado del corte de Apeles es la creación de un resto que puede expresarse como «– –a»11. Es crucial observar que – –a ≠ a. Hay dos pasos, 11 La fórmula aparece en Agamben (2006), quien la toma del non-aliud de Nicolás de Cusa (2008). 685 Temor de Dios / Mario Montalbetti entonces, para entender el sentido de la fórmula: primero, la fórmula –a leída como «no-a» es el resultado de la división original y expresa una negación que surge de la oposición respecto de a; segundo, la negación que niega «–a» (– –a) es de naturaleza distinta porque no está negando en lo dividido sino la división misma. Ahora, es claro que «– –a» no es reducible a «a». Y también debería ser claro que «– –a» no divide lo dividido. Más bien, intenta dividir la división misma. La expresión «– –a» como resultado del corte apélico no divide lo dividido por a/–a (ni en lo dividido por a/–a) sino la división misma entre a/–a y aquello que no es dividido por a/–a, digamos, –(a/–a); puesto en otras palabras, entre P1 y –P1. Solo que, y esto es crucial, el lugar que se abre con –(a/–a) no está afuera sino adentro de la división original (a/–a). Daré un ejemplo gramatical para explicarme. Hay una figura retórica llamada litotes que suele ser tomada como una forma de atenuación, muchas veces vincu- lada al uso del doble negativo. Así, podemos decir que cierto poema «no está mal» en lugar de decir que «está bien» o que cierta persona «no es alta» en lugar de decir que «es baja». Tomemos, para ejemplificar, la oposición fácil/difícil12. Podemos decir de un problema de álgebra que «no es fácil» en lugar de decir que «es difícil» o, a la inversa, que «no es difícil» en lugar de decir que «es fácil». Hay un sentido en el cual, en efecto, con «no-fácil» queremos decir «difícil». Pero, si uno se fija con cuidado, hay otro por el que «no-fácil» y «difícil» no expresan lo mismo. Más bien, «no-fácil» expresa una atenuación de la facilidad pero no logra proclamar la dificultad. Es cru- cial en todo esto entender al mismo tiempo que «no-fácil» no es una nueva división en lo fácil (o entre lo fácil y lo difícil): es simplemente un resto de la división anterior. Este es el sentido que nos interesa. Dos comentarios más a la expresión «– –a». Uno, no se opone a nada. Así como «no-fácil» no se opone ni a «fácil» ni a «difícil» ni, esto es importante, a «no-difícil» (de hecho, «no-fácil» = «no-difícil»), «– –a» no se opone a nada. Dos, uno podría probar negarla, por ejemplo, –(– –a); pero dicha negación no constituye un corte ni una división de la división. Ello solamente sería posible si negamos con la negación exterior: –(– –a). Pero, como veremos, esto se reduce a la fórmula original «– –a». Regresemos al corte de Apeles. Hemos dicho que tiene dos propiedades definitorias: (a) divide una división anterior (bisecándola longitudinalmente); y (b) no permite, a su vez, ser bisecada (es indivisible en los términos de la propiedad anterior). Ambas propiedades están relacionadas y ambas están expresadas en la fórmula «– –a». Lo que esta expresión niega es el que se divida y lo hace planteando una no-división como si fuera una división. Pero, si esto último es correcto, si lo que la expresión niega es que 12 El parecido entre a/–a y fácil/difícil es mayor de lo que parece a primera vista. Fácil y difícil provienen de la misma raíz (< Lat. facilis < Lat. facere («hacer») < I.E. dhe-k-li < I.E. dhe- («hacer, poner…») ––véase Ing. deed—). La forma difícil es esencialmente la misma que la de fácil con el prefijo negativo di(s)-. 686 LA VERDAD NOS HACE LIBRES el corte de Apeles sea una división (y, por ende, una «división de la división»), ¿cómo es que el corte apélico cumple con la propiedad (a), la de dividir una división anterior? Para responder a esto debemos ensayar una nueva lectura del episodio de Apeles y Protógenes narrado por Plinio. Cuando Protógenes ve A2 ve una línea que ya no puede ser dividida. Pero exactamente, ¿qué ve Protógenes? Según Plinio ve una línea visum effugiens, una línea que huye de la vista, que le escapa. Tanto, que Protógenes ni siquiera hace el intento de bisecarla. ¿Por qué? ¿No cree en su propia destreza téc- nica? Tal vez lo que Protógenes «vio» fue una línea invisible, una línea que no pudo ver; al menos, que no pudo ver con sus ojos pero que sí pudo intuir con su mente. La invisibilidad de A2 no se debe, pues, a la extrema finura de la línea. Una vez más, el problema no es material (no es el grosor de la línea) sino lógico. Creo que la intuición lógica de Protógenes le hizo ver que la línea A2 de Apeles no estaba ahí. Y que, como no estaba ahí, no podía ser bisecada. ¿Dónde estaba? Era ante- rior a su propia línea P1. Recordemos que la historia de Plinio es la historia de tres líneas y que estas son presentadas en el siguiente orden: A1 – P1 – A2. El corte de Apeles (A2) es presentado como la tercera y última línea. Pero, en verdad, es la primera. Y esto fue lo que Protógenes «vio», la intuición lógica que lo llevó a conceder que A2 ya no se podía dividir más. La línea A2 «divide» exactamente el que se divida del que no se divida. Pero es una línea que aparece invisiblemente solo si se realiza una división real, no antes. Cuando Apeles dibujó A1 ya había dibujado A2, solo que A2 es invisible a la vista y solo visible al intelecto si se traza A1. A2 es una condición de posibilidad de A1. La narración de Plinio es la de un crimen perfecto. X es encontrado muerto y luego de una exhaustiva investigación se llega a la conclusión fehaciente de que el asesino de X fue Y. Cuando se va a buscar a Y para detenerlo se lo descubre muerto. Luego de una exhaustiva investigación se llega a la conclusión fehaciente de que el asesino de Y fue Z. Cuando se va a buscar a Z para detenerlo se lo descubre muerto. Y luego de una exhaus- tiva investigación se llega a la conclusión fehaciente de que el asesino de Z fue… ¡X! Similarmente, lo que Protógenes entendió («vio») fue que su línea fue bisecada por una línea anterior a la suya. Es así que el corte de Apeles «divide» una división anterior y ya no puede dividirse más. El corte anterior a cualquier corte (A2) solo es visible con los cortes posteriores (A1, P1) de los cuales depende pero de los cuales, simultáneamente, es condición de posibilidad. El  resultado es designado por Agamben adecuadamente como un resto, expresable por la expresión – –a. El corte de Apeles instaura el límite estructu- ral de toda oposición de la forma a/–a. La expresión – –a puede, sin duda, negarse (– (– –a)), pero esto ya no significa ni una oposición ni un corte. Así como no hay otro (ni Otro) del Otro, no hay resto del resto. El primer corte (A2) es al mismo tiempo el último. 687 Temor de Dios / Mario Montalbetti 4. Si Dios es un lugar, ha de ser un lugar peculiar. Ciertamente no es un lugar en el que se sitúan, colocan o instalan cosas, ni un lugar por el que se transita o, para tal caso, en el que se trazan límites… Una posibi- lidad es la de un lugar inconmensurablemente más allá del mundo, fuera del mundo, al otro lado del mundo (a condición de permanecer siempre atentos al trabajo de las cursivas). Otra posibilidad es la de un lugar no más allá, fuera, ni al otro lado del mundo, sino un resto de este mundo; un lugar gracias al cual este mundo no se nos aparece como un todo que hace uno consigo mismo, sino como un mundo perforado por el resto de su no coincidencia. En otras palabras, si Dios es un lugar, ha de ser el resultado de operaciones lingüísticas inauditas como las del corte de Apeles. El corte de Apeles no hace lugar, hace hueco. O, si se prefiere, restaura el hueco original de la retracción divina planteada por Luria, pero a condición de entenderlo en su más radical negatividad. No se descubre a Dios en los campos divididos, en la oposición a/–a sino en el hueco que es condición de la oposición misma. Más allá de su carácter puramente formal, es posible decir, en los términos pro- pios del corte de Apeles, que Dios es un – –lugar. Pero antes de caer en la tentación banalizadora de aplicar el corte ad nauseam13, no olvidemos que el caso interesante es aquel en el que la división a/–a se interpreta como sentido/–sentido porque ese es justamente el caso que sanciona lo que se puede decir/pensar de lo que no se puede decir/pensar, descartando como indecible/impensable lo que reside más allá, fuera, al otro lado, del mundo14. Si el temor de Dios es el temor de un lugar (lugar en el que nuestro temor es valioso) entonces es el temor de ese no no-lugar que se abre con el corte de Apeles. Pero temor de Dios es temeridad respecto de Dios, respecto de ese lugar; temeridad que supone considerar el riesgo de ese lugar y luego su desestimación. Considerar el riesgo es considerar hablar con/sin sentido, considerar las cursivas que adornan el discurso wittgensteiniano. Desestimar el riesgo, hemos dicho, supone un acto. Pero no hay ningún acto, nada que podamos hacer, ningún arremeter material, que cons- tituya una desestimación de ese riesgo. 13 Admito, sin embargo, que la tentación banalizadora tiene un aspecto nada banal, el de subvertir en cada momento toda aspiración totalizadora: existe/–existe, creo/–creo, etcétera. 14 Ese proyecto fue incubado por Aristóteles en el Libro Gamma de la Metafísica, al distinguir significar, ficción y homonimia (véase Cassin, 2008, especialmente el capítulo V) y llega a nosotros como Esencia, pero esta vez bajo el nombre de Sentido. 688 LA VERDAD NOS HACE LIBRES A menos que pensar sea dicho acto: pensar el crimen perfecto, la división anterior a cualquier división que solo es posible si hay una división. El riesgo y su desestima- ción son ahora claros. Cualquier coherencia alcanzada, cualquier sentido, es posible solo si es una coherencia, si es un sentido, que no es uno consigo mismo; que exhibe un hueco que solamente un lenguaje empapado en una insondable voluntad de nada puede pensar. Esa voluntad será necesariamente anterior al referir o no referir. Küng se pregunta cómo ha de ser Dios si Jesús tiene razón y se responde «extraño», «peligroso» y «en el fondo, imposible» (2014, pp. 139, 144). Nuestra pregunta para- frasea la de Küng: ¿qué lugar ha de ser Dios si el lenguaje tiene razón? Y la respuesta es la misma: ha de ser un lugar extraño, peligroso, imposible. Kung añade: «no es el Dios de los temerosos de Dios, sino el Dios de los sin Dios». En efecto, no es el Dios (el lugar) de los temerosos de Dios sino el Dios (el lugar) de los temerarios que corren el riesgo de pensarlo. Bibliografía Agamben, Giorgio (2006). El tiempo que resta. Madrid: Trotta. Barth, Karl (2012[1922]). Carta a los Romanos. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos. Cassin, Barbara (2008). El efecto sofístico. Buenos Aires: FCE. Collingwood-Selby, Elizabeth (1997). Walter Benjamin. La lengua del exilio. Santiago de Chile: ARCIS. Cusa, Nicolás de (2008). Acerca de lo no-otro o de la definición que todo define. Traducción de Jorge M. Machetta. Buenos Aires: Biblos. Dinh Anh Nhue Nguyen (2006). Figlio mio, se il tuo cuore è saggio. Roma: Pontificia Universidad Gregoriana. Küng, Hans (2008). Ser cristiano. Madrid: Trotta. Küng, Hans (2014). Jesús. Madrid: Trotta. Lacan, Jacques (1975[1972-1973]). Encore (S. XX). París: Le Seuil. Lacan, Jacques (1981[1955-1956]). Les psychoses (S. III). París: Le Seuil. Levinas, Emmanuel (2006). Del lenguaje religioso al temor de Dios. En Más allá del versículo. Buenos Aires: Lilmod. Sholem, Gershom (1995). Major Trends in Jewish Mysticism. Nueva York: Schocken Books. Watkins, Calvert (2000). The American Heritage Dictionary of Indo-European Roots. Boston: Houghton Mifflin Company. Wittgenstein, Ludwig (1989). Conferencia sobre ética. Barcelona: Paidós. Wittgenstein, Ludwig (2007[1922]). Tractatus Logico-Philosophicus. Traducción de Charles Kay Ogden. Nueva York: Cosimo.