Aménca bajo lo Austna 
economía, cultura y sociedad 

Héctor Noejovich Ch. ( Editor 

50° Congreso Internacional de Americanistas 
Varsovia, Polonia - 2000 

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~~E Pontificia'Universidad Católica del Perú 1 Fondo Editorial 2001 w -

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Anzérica bajo los Austrias: economía, cultura y sociedad 
Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, 
total o parcialmetne, sin premiso expreso de los editores. 

Derechos reservados 
Impreso en Perú - Printed in Peru 
Primera edición: noviembre de 2001 
ISBN: 9972-42-447-2 
Depósito Legal: 1501052001-4328 



La cruz y la espada 
vigilancia en las márgenes del Imperio 

Guy Rozat Dupeyron 
1 NAH, Veracruz, México 

En los confines de ese imperio de los Austrias sobre el cual el sol jamás se acuesta, 
unos cuantos hombres combaten y vigilan. Tocando las misteriosas puertas de China 
o del reacio Cipango, intentando evangelizar bárbaros del septentrión novohispano y 
de la Patagonia, o reconquistar teITitorios perdidos en la Europa del no1te, esos vigilantes 
jesuitas, franciscanos, dominicos o de cualquier obediencia, no descansan ni de día ni 
de noche, conscientes de que la lucha que pelean es total, sin cuartel, contra el maligno 
y si tienen que morir, jubilosos, ofrecen sus vidas por la más grande gloria de Dios y de 
su majestad católica. 

De esas centenas de personajes que trabajaron por el engrandecimiento del imperio 
español y su mantenimiento, la historia ha conservado sólo la memoria de algunos. 
Suertudos son los que pudieron dejar un testimonio escrito sobre su estancia en esos 
confines, la historia sigue mencionado sus nombres . El padre Pérez de Ribas S.J. 
perteneció algún tiempo a ese cuerpo selecto de los guardianes de los límites del 
imperio, y si después de sus años mozos transcurridos en la frontera evangelizando 
bárbaros americanos fue destinado a funciones más altas en la Compañía, su testimonio, 
una voluminosa crónica, nos permite entender un poco sobre lo que fue la vida y las 
esperanzas de esos forjadores de imperios 1• 

l. La gran lucha de la milicia de Cristo. Dios y el diablo, el jesuita y el indio 

El padre Pérez de Ribas se presenta a sí mismo como el evangelizador de los feroces 
yaquis, y con esa taijeta de presentación, pudiéramos pensar que en el relato de su 
crónica tendríamos suficiente información corno para nutrir una buena etnografía de 
esos indios, particularmente famosos en la antropología mexicana. El problema es que 
fuera de algunos datos generales muy escuetos, no sabremos mucho de sus evangelizados. 
Pensarnos que esa «ausencia» y esa decepción que podemos sentir al leer su testimonio 

PÉREZ DE RrnAs, Andrés S.J., Historia de los Triwnphos de Nuestra Santa Fe entre gentes las más 
bárbaras y fieras del nuevo orbe. Madrid: 1645, 764 p. 



Guy Rozat Dupeyron 

proviene, no de algo que le falló al jesuita, sino de un eITor contemporáneo, un error de 
juicio muy nuestro. Somos nosotros los que nos interesamos en los indios, o por lo menos, 
es lo que pretendemos y proclamamos, sin explicitar mucho a veces las ambigüedades 
de ese amor por el indio. El jesuita, mucho más coherente en su proyecto, no se interesa 
realmente en ellos, no se interesa en su cultura, en los componentes de su alteridad, sino 
al contrario, concibe su tarea evangelizadora como una homogeneización, la destrucción 
de todo elemento autóctono, para introducir a sus ovejas al término del proceso de evan­
gelización a unos valores e identidades c1istianas universales. En ese sentido, el evangeliza­
dor solo ve a los indios como proyecto, como futuras mieses de algo que aún no es, y que 
solamente con la evangelización y el bautizo éstos toman nombre, existen realmente, lo 
anterior es demoniaco y «el indio» pertenece al demonio como el niño antes del bautizo. 

Es por eso que estos evangelizadores están conscientes de que no luchan solamente 
contra bárbaros, sino que luchan contra huestes demoníacas, y Pérez de Ribas miembro 
de la milicia de Cristo, está convencido de participar en la gran lucha cósmica del mal 
contra el bien, y que nada se hace sin que Dios lo quiera. Si a cada éxito de los 
evangelizadores o de los militares españoles el texto reconoce que todo se debe a la 
voluntad de Dios, no se trata de ninguna fórmula retórica, ellos se sienten realmente 
en el centro de ese combate contra el enemigo del género humano. Esa presencia 
diabólica es tal en ese lejano norte que en cada página de la crónica aparece esa 
figura, a tal punto, que parecería que es ella la que organiza el discurso del padre 
jesuita. Y no es en un Congreso de Americanistas donde se deba recordar que José 
de Acosta, otro eminente jesuita, casi su contemporáneo, escribió varias decenas de 
páginas, todo el Libro Quinto para explicar cómo el demonio expulsado por la universal 
evangelización de los apóstoles y sus seguidores se .habían refugiado y apoderado de 
América, y por lo tanto, escondió durante siglos ese continente y reinó sin competencia, 
de manera absoluta y tiránica sobre los infelices indios2

. 

En ningún momento veremos al texto intentar exponernos la complejidad cultural e 
histórica de la alteridad de esos otros, que se va encontrando el autor en su trabajo de 
redacción de la memoria jesuita, cómo hubiera podido transmitir por escrito a sus 
lectores los detalles de los embustes diabólicos para engañar a los indios y mantenerlos 
en la barbarie, eso forma parte de lo indecible. 

Un imperio cristiano 

Para él está claro que solamente la desaparición de todas estas alteridades repug­
nantes y diabólicas permitirá augurar que los misioneros lograrán construir su parte de 
lo que se espera será un imperio universal cristiano. Desarrollar ese tema sería el pre­
texto para disquisiciones eternas, sobre el fundamento forzosamente milenarista de la 

DE AcosTA, Joseph, Historia natural y moral de las Indias ... México: Fondo de Cul tura Económica, 
1940, Libro V, pp. 217-279. 



La cruz y la espada 

evangelización americana, por eso mejor aquí lo dejamos, llamando a testificar solo al 
padre Sahagún cuando reconoce ya a fines del siglo XVI que había una contradicción 
fundamental entre el antiguo mundo indio y la construcción de un imperio cristiano: 

«Necesario fue destruir todas las cosas idolátricas y todos los edificios idolátricos y aún las 
costumbres de la república que estaban mezclados con ritos de idolatría y acompañadas de 
ceremonia idolátricas lo cual había casi en todas las costumbres que tenían en Ja república 
con que se regía, y por esta causa fue necesario desbaratarlo todo y ponerles de otra manera 
de policía .... » 3. 

2. Un espacio moral rnás que geográfico 

En el siglo XVIII la tierra de las misiones jesuitas de Nueva España es tierra de 
confines, tierra de fin del mundo, de disolución de lo conocible. Allí todas las categorías 
más seguras de la existencia occidental no parecen tener prisa sobre lo real, el más 
allá, es un lugar vacío, indecible, «un hoyo negro», y para rellenarlo, Occidente pone 
allí todavía en este siglo XVII, las tierras extrañas donde viven los seres fabulosos de 
la mitología medieval, heredada de los antiguos grecolatinos. 

El más allá del norte, intuye el Padre Pérez de Ribas, es la tiena donde América se 
confunde con las periferias asiáticas, espacio de nada y de nadie, abierto y vacío, 
donde los hombres pueden pasar libremente de uno al otro. La hipótesis de ese paso 
no debe se interpretada sólo como una inteligencia geográfica propia de Pérez de 
Ribas sino más bien como una consecuencia de la forma en corno los occidentales de 
esa época concebían, ordenaban y relataban el espacio. Probablemente están ahí al 
acecho los feroces pueblos de Gog y Magog, que irrumpirán cuando los tiempos se 
acerquen a su fin, proximidad evidente si se considera la ferocidad de los bárbaros del 
septentrión novohispano, sus primos. 

Para los soldados de Cristo esta tierra sin fin, es como una aspiradora que los lleva 
cada día más lejos del mundo conocido, del mundo cristiano, volviendo más endeble esa 
relación . Pero esa soledad los acerca a Dios, en la indefinición posible donde la criatura 
desaparece en la acción evangélica, sublimándose en la fusión con el creador. Esta 
atracción hacia el norte, esa disolución en el vacío provoca en algunos misioneros como 
una especie de jubi leo místico que aspira a vivir esta aniquilación/sublimación del ser. 

A medida que se pierden de la vista y después del recuerdo fos marcadores de la 
civilización; campos cultivados, ciudades, rutas y caminos, etc., más grandes se alzan 
los soldados de Cristo. Pero no están solos, sobre la espalda de estos hombres 
angustiados del siglo XVII, sin rumbo ni mapas, se posa la mano de la divina Providencia 
que indica el camino que ha de ser seguido. En estos soldados, aislados en un espacio 
sin sentido, el trabajo de disolución del ser está probablemente en acción y fascina a 

C i ta de SAHAGUN en MORENO TOSCANO, A lejandra. «El siglo de la Conquista» en His toria de México, 

T.I Méxivo: Col mex, 1982, p. 51. 



Guy Rozat Dupeyron 

muchas de sus víctimas. Desaparece el hombre de carne y hueso y el hombre espiritual 
fundido en el conocimiento de Dios, puede afrontar peligros y privaciones sin titubear. 
Esto explica, tal vez en parte la constancia y la santa necedad de estos varones que 
consagran su vida a la evangelización de los confines, así como también la seguridad 
con la cual, sin ninguna vacilación, destruyen costumbres y prácticas indígenas, despla­
zan poblaciones, mandan castigar a veces incluso con la muerte, a individuos o grupos 
enteros. 

3. El jesuita frente al desierto 

En el relato de Pérez de Ribas el escenario de la hazaña misionera no parece 
ordenarse según la lógica de un espacio real, geográfico diríamos hoy, sino corno un 
espacio moral y simbólico, construido alrededor de la oposición paraíso-infierno. Por 
eso son tan marcadas las oposiciones entre las descripciones frescas y coloridas de 
tipo paradisíaco de Sinaloa donde reina la paz cristiana en los primeros establecimientos 
españoles, y los riscos y quebradas, secos, hostiles y desérticos, donde se refugian los 
renegados y donde los brujos y nigromantes bárbaros siguen aferrados a rendir tributo 
a los demonios. 

A «los valles amenos y poblados de la costa o de los esteros, donde chopos y 
álamos componen frescas alamedas, donde _festejan codornices, tórtolas, faisanes, 
grullas, papagayos, patos, anates, sin olvidar todo tipo de pescados, lizas, robalos ... », 

se oponen los desiertos llenos de peligros y de bestias salvajes, ya fuera el desierto de 
la imagen clásica bíblica, seco y pedregoso, como las «tierras llanas, cubiertas de 
selvas a veces impenetrables donde abundan animales feroces». En las descripciones 
paradisíacas tal vez deberíamos ver más que recuerdos gratos o una marca de cariño 
hacia el teatro de sus hazañas en sus años mozos, más bien la recuperación retórica 
de esos «lugares comunes» heredados de la Edad Media y la Antigüedad grecolatina. 
Al espacio paradisíaco y fecundo del paraíso que manifiesta la dulzura y la bondad 
paternal del creador se opone la malicia seca, arisca, y estéril del demonio que tiene 
estas tierras bajo su imperio. 

El desierto no es sólo una tierra vacía de la presencia occidental como lo será en 
los libros de geografía del siglo XIX que acompañan y legitiman la expansión colonial. 
El desierto era entonces el anti-edén, al cual fue lanzado el hombre después del pecado 
original. Caos originario entregado al hombre para que con su sudor, lágrimas y trabajo 
lo transformara, espejo en el cual se ven y se miden los progresos del hombre en su 
regeneración. Pero también el desierto es para los patriarcas, sitio de afinación y 
predilección, allí el Pueblo de Dios tiene que transitar 40 años para su purificación, allí 
Moisés verá a Dios en un encuentro inaudito y recibirá las tablas de la ley. 

Es cierto que también el desierto era la morada predilecta del demonio, pero es allí 
donde los padres del desierto, las primeras generaciones de ermitas cristianos, 
encuentran la felicidad, el paraíso, el triunfo sobre la carne y el mundo, pero tienen que 
ganárselo batallando contra terribles tentaciones. Es también de una muy alta montaña 



La cruz y la espada 

escondida en el desierto desde donde el demonio vigila el universo, es a ese lugar, 
según el Nuevo Testamento, que el demonio trasladó a Cristo para tentarlo. 

Pero también es en el desierto donde Juan el Bautista anuncia un progreso inminente 
y decisivo para el genero humano y desde el centro mismo del imperio del demonio 
donde anuncia el fin de su reino. 

Así, para los jesuitas el desierto es también el crisol de la santidad, una vez vencida 
la tentación del orgullo, abandonándose a la voluntad de Dios, el jesuita podrá domesticar 
como los padres del desierto a las fieras, a esos «bárbaros más feroces del orbe». 

4 . Pérez de Ribas frente la guerra. Guerra necesaria y presidios 

Vigilante y heraldo del imperio, Pérez de Ribas sabe cuan efímeras pueden ser las 
conquistas sobre los espacios antiguamente dominados por el demonio. Para conservar 
el imperio que Dios entregó a su majestad católica por mandato de su vicario apostólico, 
y al pueblo español, el nuevo pueblo elegido, en estas lejanas tierras donde está en su 
clímax el enfrentami,ento con las huestes demoníacas se necesita sobre todo poder 
contar fuerzas militares y con lugares seguros. Es por eso que el padre Pérez de 
Ribas en varios capítulos de su obra emprende una defensa sistemática de los presidios 
y de los soldados españoles. 

Si bien reconoce que la conquista evangélica debe ser fundamentalmente una obra 
de paz, si hay tanto furor guerrero en su crónica, es que la situación local lo amerita. 
Si bien los soldados de Cristo no andan armados y van sin miedo, solos, o con un 
compañero por los montes y los desiertos, amparados en la protección divina, ¿qué 
hacer para proteger a las comunidades de neófitos quienes tocados por la gracia en 
paz y espontáneamente se juntan alrededor de los misioneros, cuando sus enemigos o 
renegados quieren destruirlas? Es evidente que la paternal responsabilidad del rey, 
que recibió su homenaje está en juego. El rey patrono de América debe defender las 
misiones, a sus fieles, así como al pequeño tejido de población española que lo 
acompañan. El mejor elemento de esta estrategia es el presidio. En el toda la grey 
cristiana, neófitos, misioneros y españoles encuentran refugio y salvedad protegidos 
por las armas de los soldados españoles. ¿Cómo perseguir a los perseguidores?,¿ «como 
dejar impune la insolencia de los enemigos del fe»? pregunta nuestro autor. Solo una 
tropa armada podrá perseguir a los perseguidores y así podrá reinar la paz en esas 
regiones. 

Por otra parte y siempre en relación con su visión moral de la historia, el presidio, 
dice Pérez de Ribas, es también un lugar donde los indios que siempre han vivido «sin 
leyes ni sociedad política», aprendan lo que es la jerarquía, que vean un lugar donde 
reina la justicia, la obediencia y el orden. Por otra parte, apunta el jesuita, en los 
presidios los indios podrán ver en acción y aprenderán de los españoles con los buenos 
modales el respeto que se merece y se debe a los evangelizadores. 

Por otro lado, los triunfos militares de los españoles, considerando su pequeño 
numero, no se deben a la valentía y prudencia de esos soldados, sino que está claro 



Guy Rozat Dupeyron 

que es Dios quien los apoya en todo momento. Y si Dios apoya a esos soldados, es 
porque también apoya la creación de presidios . Soldados que Dios parece haber 
escogido para tales fines, de tan cristianos «esforzados y valerosos». Aunque a veces 
hay alguna que otra oveja negra que puede ser objeto de escándalo para los recién 
convertidos, pero esos eran una minoría, explica el buen jesuita. 

Finalmente termina su defensa del presidio con un argumento financiero general 
que no se esperaría en un escrito de ese genero, pero que en aquella época debía estar 
siempre presente en las polémicas sobre la evangelización. Por su real patronato el 
tesoro real debía proporcionar los gastos para la evangelización, pero, ¿podría sufragar 
los costos del establecimiento de presidios en esas lejanas y aisladas regiones ? 

La conclusión de Pérez de Ribas es bastante elegante. El rey ganaba de la conversión 
de tantas almas una gloria inmortal, pero no debía olvidar que Dios había sido bastante 
generoso con los españoles. Los españoles habían sacado muchas riquezas del nuevo 
orbe y si se quería seguir gozando de las riquezas americanas se necesitaba la paz y 
ésta sólo era posible a la sombra de los presidios, para asegurar el desarrollo de las 
futuras haciendas y la explotación y descubrimiento de nuevos reales de minas de las 
cuales había muchos índices. 

Pérez de Ribas concluye finalmente que si la Divina Providencia interviene de 
manera tan clara y tan frecuente para dar la victoria a las armas españolas y proteger 
a los Padres y su obra de sus enemigos, no debemos confiar solamente en milagros 
para la defensa de la Fe en esas regiones. No debemos tentar a Dios, porque su bené­
vola intervención la hace cuando El la juzga necesaria, y teniendo a mano los medios 
humanos de defender la evangelización, con los presidios, no se debe buscar lo extra­
ordinario. 

5. Pérez de Ribas frente al indio 

Heredero de la tradición occidental y de la narrativa de los confines a la cual 
pertenece su obra, se observa en ella una disminución de la calidad humana de sus 
habitantes a medida que se alejan geográficamente del centro civilizado, de la ciudad 
española, o en su defecto, del presidio o la misión. En las crónicas de Nueva España 
del siglo XVI vemos que ya funcionaba ese eje descriptivo. En el Anahuac vivían los 
indios civilizados, en sociedad política jerarquizada, con formas urbanas complejas, 
división del trabajo, escritura, clero, etc., y más allá, empezaba, a las puertas mismas, 
el espacio de los chichimecas, enemigos de cualquier cultura. Así no todos los indios 
eran iguales y si algunos habían mutado radicalmente y eran ya criaturas de Dios, los 
del más allá eran y seguían siendo criaturas del demonio. La ferocidad descrita no 
obedece solo a una realidad observada por el testigo, sin razones que pertenecen al 
orden del discurso. En el caso de los yaquis, por ejemplo, la insistencia en la ferocidad 
casi absoluta es evidente, esa ferocidad corresponde a una necesidad que pertenece 
a la retórica del relato de evangelización, a mayor ferocidad mayor gloria para el 
evangelizador y si finalmente sólo es Dios quién permite y ordena esas mutaciones, 



La cruz y la espada 

éstas muestran el favor especial de Dios hacia ese evangelizador. Por otra parte, es 
interesante apuntar la mutación repentina que el agua del bautismo puede lograr en esas 
almas bárbaras, violentas y sanguinarias. No es menos extraño ver cómo otras veces 
esos mansos borregos engañados por el demonio y sus secuaces pueden aullar de nuevo 
como lobos feroces. Todo pasa como si la descripción de Jos indios mansos, bautizados, 
más o menos sedentarizados, tuviera como función de dar cuenta y esforzar por contraste 
el salvajismo y la violencia de los demás. El superlativo repetitivo de los buenos se opone 
a la parquedad y monopolización de los malos, como si con ellos se alcanzara el límite de 
Jo decible. 

6. los resultados de · za evangelización 

El padre Pérez de Ribas, respondiendo a críticas que en la orden misma cuestionaban 
que la Compañía desperdiciara tantos recursos humanos y materiales en la conquista 
espiritual de esos bárbaros, cuando había tanto quehacer en Europa o en Asia, insiste en 
su relato sobre los éxitos de la evangelización logrados por lo padres en el Norte. Vale la 
pena examinar este balance de la acción misionera, expresado por un responsable jesuita. 
Para Pérez de Ribas hay un paralelo absoluto entre vida cristiana y «vida racional y de 
hombre», aún más, faltando lo cristiano falta todo lo demás; sin el bautismo no hay 
hombres posibles sino bestias e infrahumanos. Nuestro jesuita está muy orgulloso de la 
«brillante» obra realizada. La nación yaqui «aún más maleada que otras y obscurecida 
en costumbres y vicios gentilicios[ ... ] se ha mejorado en gran pa11e en lo moral y político». 
Pero, ¿en qué se mejoró?, -podría preguntar el lector- a lo que el soldado de Cristo 
responde, «gobiemanse ya todos sus pueblos por gobernadores, alcaldes, fiscales de 
Iglesia y otros ministros de justicia de su misma nación, con orden, sujeción y obediencia»4

. 

Por fin Jos yaquis viven en sociedad política, ya se acabó Ja anarquía, Jos caciques habían 
sido incapaces de imponerse, «estos caciques (que) no tienen autoridad con sus gentes 
para castigar en ellos delitos que cometen»5

. 

Si la figura del cacique aparece periódicamente en la obra, como amigo o como 
enemigo, jamás sabremos cómo esas personas estructuran el campo poi ítico en aquellos 
grupos. En ningún momento menciona las complejas relaciones políticas entre las 
rancherías, ni entre los diferentes grupos, ni tampoco en cómo se volvían caciques, o 
sobre su democrática proximidad con la base, «todos son labradores», constata el 
autor. Los pocos elementos que podríamos recoger de su testimonio no nos permiten 
construir una antropología política de los yaquis de antes de. Lo que interesa al padre 
jesuita es resaltar el buen funcionamiento de la nueva organización política de los 
pueblos yaquis. Las autoridades, los caciques, cuyo poder había sido hasta esa fecha 
limitado y controlado por el grupo, ya no son elegidos por él según sus reglas culturales 

Ibídem., p. 339. 
Ibídem., p. 319. 



Guy Rozat Dupeyron 

propias. Al contrario, «las unas son puestas por el capitán, las otras fiscales de Iglesia, 
por el ministro de doctrina»6

. Nada extraño que estos tiendan a separase de su grupo, 
su función ya no es la de servir al grupo, sino que tienen el «cargo de avisar al padre 
de todo lo que pertenece a la Iglesia», de acompañarlo en el pueblo o a otros pueblos, 
si fuera necesario, pero también de, «darle aviso si se ofrece pecado público o escanda­
loso contra la ley y costumbres cristianas» 7. En lo civil esas autoridades juegan el 
mismo papel con el Capitán. Así no hay duda de que el orden reina en esos pueblos, 
pero es un orden extranjero que obedecerá a una lógica colonial. 

La lógica espacial de los asentamientos también está radicalmente transformada, 
«los pueblos están dispuestos en muy buena forma, sin quedar ya un solo asiento vivo 
en sus sementeras, ni rancherías antiguas». El padre Pérez de Ribas es testigo de lo 
duro que fue para los yaquis dejar sus lugares para concentrarse en pueblos, pero eso 
era necesario y es pensado como una auténtica ruptura con la tradición cultural anterior. 

La cristianización y el contacto con los españoles imponen nuevos modelos de 
comportamiento y de identidad: muchos yaquis utilizan caballos que les fueron regalados 
por el Capitán como premio a su fidelidad y apoyo al sometimiento de otros grupos. 
Los que posteriormente deseara poseer uno tendrá que comprarlo y para ello deberá 
apropiarse de más tierras y obtener un excedente intercambiable con los españoles 
que llegan a sus pueblos para «rescatar productos de la tierra». Así la rica tierra yaqui 
se volverá el centro de un próspero comercio. Por otra parte, el odio del cristianismo 
al cuerpo desnudo, corno las marcas de diferenciación en el vestir de la sociedad 
españolizada impulsará a los yaquis a sembrar más algodón. Para satisfacer las nuevas 
necesidades del cuerpo vestido, los padres habían introducido ovejas, pero esto se 
revela insuficiente para las necesidades, y «por ganar un vestido y más porque sea 
algo galano, dejan sus tierras y sus mujeres y salen a veces cincuenta y más leguas de 
la provincia a buscarlo con su trabajo»8. 

Es así como nuestros guerrero-labradores yaquis independientes y orgullosos, ellos, 
que hablaban fuerte incluso en presencia de los padres, se van a «los reales de minas 
donde los jornales son más crecidos» y poco a poco, «e hacen a la vida entre españoles 
y quedan con ellos» . Es así como la nación yaqui, la más belicosa, según el padre 
Pérez de Ribas, cristianizada, hispanizada, no es más que la sombra de lo que fue . La 
población está en franca disminución, el incremento de los contactos con los españoles 
multiplica las epidemias y así, la antigua cultura yaqui a escasos años de la reducción, 
empieza una larga agonía. 

Angustias y asunóón de un guardián del imperio 

Es en la defensa de la grandeza de las tareas apostólicas que se desarrollan en las 
misiones, escrita sin duda para confortar el ánimo de los jóvenes jesuitas, en donde 

Ibídem., p. 339. 
lbíde111., p. 339. 
PÉREZ DE R 1BAS. Op. cil., p. 339. 



La cruz y la espada 

afloran algunas de las angustias de esos vigilantes del imperio. ¿Tiene sentido estar 
tan lejos , entre naciones tan bárbaras, donde a cada momento se arriesga la vida ? 

¿Qué pasaría si un padre jesuita fuera asesinado malévolamente, sería un crimen 
ordinario, equivalente a la muerte de un hombre cualquiera, o la muerte gloriosa del 
martirio? 

«Porque harto triste caso fuera que, después de haberse deste1ndo un religioso de su 
patria, de conocidos y amigos y de la dulce compañía de sus hermanos y peregrinando en 
tantos caminos y trabajos de mar y tierra sin otras innumerables fatigas. Que todo eso 
viniera a parar en morir a manos de un bárbaro como muere el venado o la fiera del carnpo»9

. 

Para el padre Pérez de Ribas está claro que si morir por Cristo era para un misionero 
casi un deber, la manera en como se moría en ese siglo XVII era algo muy importante. 
El espectáculo que el hombre se presenta a sí mismo y al mundo en el momento 
último, va mucho más allá del hecho material de morir, y el relato posterior que será 
hecho de él puede magnificar o casi borrar el hecho: la muerte del héroe como apoteosis 
discursiva, el silencio construido sobre la muerte del traidor como aniquilamiento del 
sujeto. 

Así pues la muerte de un padre jesuita no puede jamás ser un mero accidente: que 
muera de muerte violenta a manos de un bárbaro enemigo, descalabrándose en el 
monte, o de viejo ganando almas para Cristo. En primer lugar, como lo explica Pérez 
de Ribas, si la Iglesia reconoce las palmas del martirio a los que mueren cuidando 
enfermos en las grandes epidemias europeas, tanto más las reconocerá a los que han 
pasado por tantas penas para poder llegar a las misiones y lograr evangelizar bárbaros 
en medio de tantos peligros. No hay duda de que su muerte será gloriosa. Por otra 
parte, tampoco hay ninguna duda de que estos fallecimientos de los padres sean 
accidentales, sino el resultado del «Gran Enfrentamiento», que fue «muy pensado y 
tratado con sus· diabólicos conciliábulos de hechiceros que instigados del demonio se 
oponen y persiguen a nuestra santa y divina ley» . 

Los jóvenes predicadores que deseen dedicarse a las misiones no deben temer, las 
palmas del martirio serán sin duda su recompensa, con o sin muerte violenta. 

Pero esta esperanza en una recompensa en la otra vida, no impide a los evange­
lizadores el sentirse irremediable y dramáticamente solos en medio de su ovejas; la 
obra de Pérez de Ribas es atravesada por un sentimiento desesperado de lejanía y de 
incomprensión frente a estos bárbaros. 

A primera vista parecería como poco digno de un sacerdote, de un ungido ·del 
señor, el deber de vivir en tales condiciones paupérrimas, sin ninguno de los beneficios 
y socorros de la vida en sociedad. Pérez de Ribas ofrece corno un ideal de superación 
de estas carencias, cierto, todo falta en estas misiones, nada de «trato y conversación 
humana», nada de libros ni medicinas, nada de alimentos sazonados, sino siempre los 
mismos nutrimientos insípidos y groseros, vivir en jacales o al descampado, etc., todo 

Ibídem., p. 415. 



Guy Rozat Dupeyron 

esto es cierto, afirma, pero esto no tiene nada humillante, sino todo lo contrario, porque 
era para el servicio divino. Superar esas carencias, aceptar con humildad vivir en esas 
condiciones inhumanas, «aquilata» la vida del evangelizador y «le adquiere sublimes 
méritos». 

A manera de conclusión 

Para concluir nos gustaría mencionar brevemente, cómo, a pesar de estar viviendo 
en medio de sus indios durante años, tenemos la impresión de que estos padres no 
solamente se encuentran en parajes desérticos, sino que la soledad moral que invade 
a estos soldados, es casi absoluta. El relato del Padre Pérez de Ribas sugiere un senti­
miento desesperado de extrañeza y lejanía frente a estos bárbaros, aún cristianizados. 

Pero es sólo sublimando esas carencias y esa soledad como el evangelizador atesora 
las palmas celestes. Porque si no, se pregunta: 

«¿Qué sentido tendría el dejar sus colegios, trocar su vivienda y compañía para ir a vivir 
con tan agrestes indios buscando aquesta gente inhumana en asperís imos caminos? 
¿Qué los empujaría a vivir de raíces y frutas silvestres, expuestos a las inclemencias del 
cielo, sin reparo de casa para e l frío, ni contra los ardientísimos calores del sol, y durmiendo 
a misma una tierra llena de sabandijas ponzoñosas y víboras? ¿Qué otro motivo permite 
soportar esto?, sino un ardientisimo amor a Cristo y bien de estas almas» 1º. 

Bibliografía 

DE AcosTA, Joseph, Historia natural y moral de las Indias ... México: Fondo de 
Cultura Económica, 1940, Libro V. 

MORENO TOSCANO, Alejandra. «El siglo de la Conquista» en Historia de México, T.I 
México: Colmex, 1982. 

PÉREZ DE RmAs, Andrés S.J., Historia de los Triumphos de Nuestra Santa Fe entre 
gentes las más bárbaras y fieras del nuevo orbe. Madrid: 1645. 

1 0 PÉREZ DE RIB/\S . Op. cit., p. 419.