Número 3 Año 2, agosto 2009 El pasajero del buitre Ramón Arce* Te contaré lo que me sucedió cuando era niño en mi pueblo, Luya, en los Andes amazónicos. Yo tenía seis años de edad y era pequeño —mi mamá decía que era sietemesino—. Un día, mis padres me acompañaron en el camino al colegio. Junto al tercer recodo del camino, nos sentamos un momento. Ellos me aconsejaron lo que debía hacer si venía la lluvia por el cerro Chipurik; me dijeron: «Corres rápido y te metes en la cueva de don Eulogio, que está en la parte alta del cerro, sobre el camino. Allí te quedas hasta que pasen la lluvia, los truenos y los relámpagos». Exactamente cuando regresaba por la tarde, comenzó una lluvia fuerte: caían unas gotas gordas que humedecían el camino. Corrí desesperadamente a la cueva indicada por mi papá. Llegué cansado y sin aliento. Mi sorpresa fue tal cuando me di cuenta de que en la cueva había un buitre (cóndor), que al notar mi presencia se asustó más que yo. El buitre abrió sus alas con fuerza, haciendo un ruido al rozarlas en la bóveda de la cueva. Recuerdo que me desmayé junto a sus patas. La fiera vio una buena presa, carne para llevar allá arriba junto a las nubes, a la cueva que tenía en las rocas, donde quizás sus polluelos piaban abriendo sus húmedos picos, cerrando sus ojos, pidiendo comida. Sus garras las metió en la pretina de mi pantalón y alzó vuelo llevándome consigo. Cuando me desperté del desmayo, estaba en el aire y me columpiaba haciendo círculos cada vez más grandes. Hacía esfuerzos para sacar sus garras de la pretina de mi pantalón; con mis pequeñas uñas pellizcaba sus alas, lloraba, pedía auxilio a los únicos santos que conocía: San Pedro, San Pablo y San Juan, que era el patrón del pueblo, que hicieran un milagro para salvarme. Cuando el buitre volteaba su cabeza para mirar, al sentir los pellizcos que le daba, podía yo ver sus ojos grandes y sus pestañas rizadas; parecían las pestañas de mi tía Trinidad: eran de un color rosado con un círculo delgado celeste cristiano. Su pescuezo era rojo y tenía unas pequeñas plumas blancas que lo rodeaban como un pañuelo. Yo lloraba: estaba nervioso, asustado, indeciso. En mi desesperación, me agarré de una de sus patas, mientras mi pequeño poncho tapaba mi cara. Supongo que él nunca había sentido                             Número 3 Año 2, agosto 2009 algo así y mi reacción lo sorprendió de tal manera que el animal descendió haciendo círculos cada vez más chicos. Abrió sus garras, me dejó caer con las piernas y los brazos abiertos; mi poncho parecía un paracaídas. Así caí entre plantas de maíz en flor, zapallos, caigüas enredadas, y frejoles verdes. Una llovizna con viento acariciaba mi cara y se llevó mi angustia y mi dolor. Con la desesperación, no sentía malestar; salí del maizal y corrí a contar a mi mamá y a mi papá lo que me había sucedido. Este hecho ocurrió en mi niñez, en el año 36 del siglo pasado, cuando gobernaba el Perú el mariscal Oscar Raymundo Benavides. Jamás me olvidaré, quizás cuando esté muerto me acordaré. Estuve enfermo en cama un mes. En mi pueblo no había médico ni enfermeros; tampoco botica ni Mejoral, pero existía una anciana llamada Evangelina Vela, la curiosa del pueblo. Hacia ella me llevó mi mamá, bien envuelto en su pañolón negro de escuchar misa los domingos. La curiosa, después de examinarme a través del pañolón en que estaba envuelto, dijo: «¡El niño está por demás asustado!». Mi mamá le contó lo que me había sucedido con el buitre. Entonces, dijo la curiosa: «Primero, un baño todos los martes y viernes en la noche durante un mes, después de rezar diez padrenuestros a San Valentín; este baño debe ser con hoja de hierba santa shil shil, hierbabuena en flor, remojadas desde la víspera con dos o tres pedazos de piedra pedernal —esa piedra que se raspa con un pedazo de metal y una yesca para hacer chispas y candela— que hay a espaldas del cementerio. Luego, estar al tanto de que alguien en el pueblo mate una vaca o un toro. Ni bien maten al animal, antes de que se enfríe, debe tomar el enfermo un pocillo de vinagre caliente y, cuando extraigan las vísceras, meterlo desnudo en la panza y cerrar, mientras que los acompañantes rezan diez avemarías. Luego, sacarlo envuelto en una frazada gruesa de un solo color y no cambiar la frazada durante tres días; después, bañarlo en el río con agua corriente y jabón de lavar ropa, y esperar tres meses para ver si el resultado es favorable», decía la curiosa. Antes de que me lleve el buitre, salía con mi pelota de trapo a jugar con mis amigos en las noches, cuando la luz de la luna nos alumbraba. Al año siguiente de lo sucedido, no quería salir de mi casa ni jugar con mis amigos. No quería ir al colegio porque mis compañeros, mis amigos, mis familiares y hasta mi profesor me preguntaban por el buitre y me pusieron varios apelativos como «la sobra del buitre», «la bolsa del buitre», «el pucho del buitre».                             Número 3 Año 2, agosto 2009 Me decían: «¡Cuenta lo del buitre!», «¿Cómo es?», «¡En la esquina hay un buitre!». Estaba muy avergonzado, lloraba por las noches. Mi papá y mi mamá se reunieron con los vecinos, los familiares y el profesor un día domingo en mi casa y acordaron no hablar más de lo del buitre. En esos días visitó nuestro pueblo el ilustrísimo obispo de Chachapoyas, Octavín Ortiz Arrieta —que hoy está en proceso de canonización—. Mi papá y mi mamá hablaron con él para que en el sermón de la misa dominical recomendase al pueblo olvidarse de lo sucedido, por el bien del niño, para que siga jugando en el riachuelo, cogiendo sus mariposas amarillas y haciendo volar su cometa. Hoy, a los 78 años de vida, no tengo ninguna enfermedad, ningún malestar. Quizá los momentos vividos me envuelven con un manto de protección. *Ramón Nonato Arce (Perú). Nació en 1929 en la ciudad de Luya, departamento de Amazonas, en el seno de una familia humilde. Ha desempeñado diversos oficios tanto en su tierra natal como en Lima. Actualmente tiene 78 años de edad, goza de buena salud y desde hace tres años estudia en el Programa Universidad de la Experiencia (UNEX), de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Es un destacado alumno del Taller de Literatura de la UNEX e integrante de la Asociación de Alumnos y Ex Alumnos UNEX-PUCP. De su pluma y creatividad podemos disfrutar de dos de sus maravillosos cuentos.