Tolerancia. Sobre el fanatismo, la libertad y la comunicación entre culturas Centro de Estudios Filosóficos © Centro de Estudios Filosóficos, 2015 De esta edición: © Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2015 Av. Universitaria 1801, Lima 32- Perú Teléfono: (511) 626-2650 Fax: (511) 626-2913 feditor@pucp.edu. pe www.fondoeditorial.pucp.edu. pe Diseño, diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP Primera edición: abril de 2015 Tiraje: 500 ejemplares Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2015-04305 ISBN: 978-612-317-078-3 Registro del Proyecto Editorial: 31501361500415 Impreso en Tarea Asociación Gráfica Educativa Pasaje María Auxiliadora 156, Lima 5, Perú Javier Muguerza 1 Universidad Nacional de Educación a Distancia 1 España Verdad, consenso y tolerancia: la incomodidad de «el lugar del otro» Un colega de mi país, y sin embargo amigo, ha trazado el siguiente «mapa conceptual» del tema de la tolerancia, en el que reconocidamente es un experto: «La tolerancia está de moda. La intolerancia, ciertamente, también. Así como discutir acaloradamente sobre los límites de lo tolerable o de lo intolerable [ .. . ] Los debates se suceden y, con ellos, nuestras perplejidades aumentan. Hay quien opina que es progresista ser tolerante con las diferencias culturales y quien sostiene (arguyendo idénticas razones) que el multiculturalismo es reaccionario. Hay quien cree que la tolerancia con los intolerantes es un deber moral y quien esgrime que semejante tolerancia no es sino barbarie. Hay quien afirma que la tolerancia prudencial es insuficiente cuando se aplica a inmigrantes fundamentalistas y excesiva cuando se habla de la extrema derecha, o viceversa. O quien reivindica que la tolerancia implica dejar hacer, o indiferencia, o respeto a lo diferente, o neutralidad frente a opciones de vida igualmente válidas (o inválidas), o[ ... ] Tenemos, como puede verse, de todo menos claridad. O quizás no. La confusión, al menos, es clarísima»1 . Por lo que a mí respecta, no quisiera contribuir más de la cuenta a aumentar tal confusión. Y, lejos de tomar la invitación a hablar del «estado de la cuestión» como una autorización para extenderme en la prolijidad de sus detalles, me limitaré en lo que sigue a echar mano con exclusividad de un buen ejemplo que nos ayude a comprenderlo. Consiga o no consiga mi propósito en el tiempo de que dispongo para ello, el ejemplo elegido me parece lo suficientemente bueno como para que merezca la pena que centremos en él la discusión. Se trata, para ir derecho al grano, de esa suerte de modelo de consenso de que se sirve Rawls para hacer frente al «hecho del pluralismo» (fact of pluralism), modelo delineado sobre la base de una idea central---<>-, a diferencia de las plurales, y a menudo enfrentadas entre sí, concepciones particulares del bien, esto es, a diferencia de lo que solo es «bueno para algunos», o según algunos, de acuerdo con las razones asimismo particulares o «no-públicas» que puedan aducir los individuos y grupos de individuos en el 1 ÁGUILA, Rafael del. «La tolerancia». En A. Arteta, E. García Guitián y R. Maíz (editores). Teoría política: poder, moral y democracia. Madrid: Alianza, 2003, pp. 362-380. 1. Vigencia de la tolerancia 53 Javier Muguerza seno de la sociedad civil; en cuyo caso nos asalta la pregunta acerca de si, y cómo, serán compaginables tales razones públicas y no públicas: por acudir a un socorrido ejemplo, las diferentes concepciones de lo bueno de católicos y no-católicos en una sociedad civil como la de mi país no tienen por qué coincidir en lo tocante a una cuestión como la del aborto, pero ello no debiera impedir al Estado español, en cuanto representativo de nuestra sociedad política, la promulgación de una ley de interrupción del embarazo que de veras se acomodase a la voluntad mayoritaria de la ciudadanía, ley que naturalmente habría de respetar los derechos de las minorías concernidas que se opongan a ella, como en el caso, supongamos, de los médicos que por motivos de conciencia se nieguen a colaborar en la realización de prácticas abortivas. Asegurar, en casos como este, la primacía de las razones públicas sobre las razones no-públicas vendría a ser el cometido del «consenso por superposición» (overlapping consensus) que Rawls sugiere, el cual tiende a permitir a los ciudadanos alcanzar un «acuerdo razonable» sobre una concepción política de lo justo que, por así decirlo, se superponga a las diversas y presuntamente discordantes concepciones civiles del bien sustentadas en lo privado por aquellos, lo que convierte a tal acuerdo o tal consenso en una forma de tolerante concordia discors o «concordia discorde» y, de este modo, en un epítome del liberalismo político tal y como lo entiende nuestro autor. Como es bien sabido, la propuesta de Rawls ha dado lugar, entre otros muchos, a un debate con Habermas2 en el que aquí no nos es dado detenernos, pero al que quería referirme para mencionar siquiera de pasada una importante diferencia entre el modelo rawlsiano y el modelo de «consenso racional» (rationaler Konsens) sobre el que aquel último basa su propuesta de una «democracia deliberativa». Mientras el consenso rawlsiano adolecería para Habermas de un claro «déficit de racionalidad», toda vez que no pasa de propiciar un mero «acuerdo fáctico» y en él no se explicita el procedimiento mediante el cual habría de ser posible «dar razón» del susodicho acuerdo razonable, en el modelo habermasiano se da por el contrario en suponer que si la deliberación en el espacio público pudiera ser llevada a cabo en condiciones ideales de racionalidad --condiciones tales como que todos los participantes en ella gozaran de irrestricto acceso a esta con idénticas oportunidades · de intervenir en su curso, así como que todos los asuntos de interés general fueran objeto de semejante deliberación sin restricciones, etcétera-se abriría al uso público de la razón, siquiera de manera ideal, la posibilidad de llegar a la postre a algún consenso racional digno de dicho nombre sobre cualquier asunto relativo a nuestra praxis y, por ende, susceptible de ser unánimemente aceptado como «válido» o «cuasi-verdadero» -en el sentido un tanto peculiar en el que quepa hablar en términos veritativos dentro 2 HABERMAS, Jürgen y John RALws. Debate sobre el liberalismo político (incluye, en traducción de G. Vilar, los textos de Habermas «Politischer Liberalismus. Eine Auseinandersetzung mit Rawls» y« Vernünftig versus Wahr, oder die Moral der Weltbilder», procedentes ambos de Die Einbeziehung des Anderen. Frankfurt: Suhrkamp, 1996, así como el de Rawls «Reply to Habermas». The Journal of Philosophy, XCII, 3, 1995), introducción de F. Vallespín, Barcelona, Buenos Aires y México, 1998. 54 Tolerancia. Sobre el fanatismo, la libertad y la comunicación entre culturas Verdad, consenso y tolerancia: la incomodidad de «el lugar del otro» de los dominios de la razón práctica- por la totalidad de los deliberantes sin más coerción que la coerción de «los mejores argumentos». Como se echa de ver, lo peor de tal modelo no es la enojosa idealidad de sus supuestos de partida, que de por sí ya constituye un serio inconveniente, sino el hecho de que Habermas propenda a concebirlo de modo indebidamente epistémico o «cuasi­ epistémico», esto es, sobre la base del modelo de una competición entre teorías científicas en litigio, solo «una» de las cuales podría acabar acreditándose como «la verdadera», propensión en la que lamentablemente se detecta una reminiscencia de la idea sostenida por Peirce de que los miembros de una comunidad de investigadores que se valieran solo de su razón -por lo demás la misma para todo&- no tendrían más remedio, siquiera sea «a la larga» (in the lOng run), que ponerse de acuerdo sobre una común «opinión final» (ultimate opinion), desembocando como no podía ser menos en un consenso tautológicamente racional, es decir, racional por definición. Cualquiera que sea el acierto, más bien discutible, de dicha idea en los dominios de la razón teórica o la ciencia, resulta desde luego harto dudoso que sea ese el modelo al que se ajuste la discusión sobre cuestiones morales como la del aborto o, análogamente, la eutanasia, que son «cuestiones de vida o muerte» en las que se hallan implicadas nuestras más profundas convicciones, nuestras posiciones ideológicas más irreductibles y hasta nuestras más amplias concepciones del mundo, convicciones, posiciones y concepciones, que tanto Habermas como Rawls calificarían sin ambages de «metafísicas» y cuya disputa, por consiguiente, no puede resolverse fácilmente en términos de «verdad o falsedad». En cambio, el modelo político de consenso que Rawls propone tendría que ver, según su expresa confesión, con el modelo de la concurrencia de diferentes credos religiosos, todos los cuales podrían coexistir pacífica e indefinidamente bajo condiciones de mutua tolerancia y sin necesidad de plantearse de manera excluyente la cuestión de su respectiva verdad. Contra lo sostenido con frecuencia a propósito de la «tolerancia religiosa», de ahí tampoco se sigue necesariamente que quienes profesen tales credos se tengan que desentender de la verdad de sus creencias, sino que la dejan sin más de lado a la hora de «ponerse de acuerdo», aunque no sea más que sobre «la razonabilidad de su recíproco desacuerdo» e incluso si desaprueban lo que creen los creyentes de las restantes religiones. Que es más o menos lo que se desprende de la sentencia del juez de la célebre «parábola de los tres anillos» en la obra teatral Natán el sabio del ilustrado Lessing, sentencia interpretable como una invitación a los creyentes de las tres grandes religiones monoteístas - la judía, la cristiana y la musulmana- a proseguir su convivencia en paz y armonía, cada uno de ellos convencido de la verdad de su propia religión, pero dispuesto a posponer la resolución de una cuestión tan ardua como la de «cuál de las tres -sea de verdad la verdaderamente verdadera» hasta que algún lejano día un juez más sabio, que presumiblemente habría de coincidir con el buen Dios, se digne pronunciarse a tal respecto. Para ser exactos, y comprimiendo hasta el abuso el argumento de la obra, el juez citado es visitado 1. Vigencia de la tolerancia 55 Javier Muguerza por los tres atribulados hijos de un padre que -poseedor de un anillo transmitido de generación en generación de su familia por el progenitor a su hijo predilecto, mas renunciando él por su parte a hacer distingos entre los suyos dado que los amaba por igual- había mandado sacar otras dos copias exactas del anillo y legado un anillo a cada hijo, asegurándoles respectivamente que se trataba del auténtico; y a la pregunta acerca de cuál de ellos sea «el anillo auténtico», el juez responde: «Mi consejo sería que tomarais las cosas como se os presentan. Puesto que cada uno de vosotros recibió un anillo de su padre, lo mejor es que crea que el suyo es el auténtico. Quizás vuestro padre, en resumidas cuentas, no haya querido que en su casa reinase la tiranía del anillo único»; a lo que añade «Un nuevo emplazamiento ante este tribunal para dentro de millones de años, en que se sentará en mi silla alguien más capaz que yo3. En cuanto al relato de la parábola-que Lessing toma del Decamerón de Boccaccio, pero cuyo origen se remonta al parecer a un judío español del reino de Aragón en la Alta Edad Media- constituye a su vez la respuesta del sabio Natán, ¿trasunto acaso de Maimónides?, a la pregunta del sultán Saladino acerca de la posible preeminencia de alguna de las religiones del libro desde el punto de vista de la verdad revelada, alusión esta a la «verdad» que inevitablemente hay que asociar a otro pasaje de Lessing en el que este explicita su posición ante el «problema de la verdad» mediante el dictum, tan célebre al menos como la parábola, que reza «Si Dios tuviese en su mano izquierda la tendencia a la verdad y en su mano derecha la verdad misma, y si yo pudiera elegir entre las dos, le diría: Señor, dame la tendencia a la verdad ... pues la verdad está hecha solo para Ti». En mi opinión, el dictum de Lessing no es en rigor menos irónico que la parábola misma, lo que excluiría su interpretación a lo Popper como una «aproximación asintótica» a la verdad que -aunque nos obliga a contentarnos con un mayor o menor grado de verosimilitud en cada caso- no renuncia, no obstante, a absolutizar la verdad misma, con lo que la mano izquierda de Dios siempre sabía lo que estaba haciendo su derecha, esto es, cuando la «verosimilitud» alcanza a convertirse en «la» verdad. Pero tampoco me parece, y por la misma razón, que proceda interpretarlo en términos de una verificación en el tiempo, así se trate de una «Verificación escatológica»; verificación que obligaría a tomarse en serio la citación del juez de la parábola para dentro de millones de años o la remisión a lo Peirce a the long run4 • De semejante remisión cabe decir tan solo que a la larga «todos estaremos calvos» -además, con seguridad, de epistemológicamente desganados-, tanto si el plazo se estipula en millones de años cuanto si se reduce a cien, como quería el economista John Maynard Keynes, sin excluir, por descontado, otros acortamientos de ese plazo como el que afecta a quien les habla. 3 LFSSING, G. E. Natán el sabio. Madrid, Espasa Calpe, 1985. 4 Sobre estos puntos puede verse mi trabajo «La indisciplina del espíritu crítico», en Volver a pensar la educación. Madrid: Morata, 1995, 2 vols., vol. I, pp. 11-33; recogido como epílogo en I. Kant. El conflicto de las facultades. Edición de R. R. Aramayo, Madrid: Alianza, 2003. 56 Tolerancia. Sobre el fanatismo, la libertad y la comunicación entre culturas Verdad, consenso y tolerancia: la incomodidad de «el lugar del otro» Aun cuando sobre la parábola de los tres anillos tendrá mi compañero Reyes Mate bastantes más y mejores cosas que decir en su intervención del próximo día, prometo, ello no obstante, retomarla por un momento antes de concluir, si bien ahora quisiera dedicar todavía una palabra al modelo de consenso que hemos atribuido a Rawls. Siendo, como lo es, bastante menos superferolítico que el de Habermas y no hallándose en modo alguno destinado a zanjar de una vez por todas cualquier conflicto; sin embargo, dicho «modelo de consenso» podría llegar a ser tan engañoso como siempre amenaza serlo el consensualismo, pues no parece haber previsto, desde luego, qué hacer con los excluidos que nunca faltan en ningún consenso; el caso, por proseguir con nuestro símil, de los agnósticos, o los increyentes, y no digamos los ateos. No hay que olvidar que un texto clásico en defensa de la tolerancia como el de Locke, A Letter Concerning Toleration, excluía en el siglo XVII al ateísmo de los beneficios de esta a causa de su supuesta peligrosidad para la moralidad pública, una experiencia a decir verdad nada insólita en pequeñas localidades de la llamada deep America o «Usamérica profunda», donde da realmente lo mismo la confesión religiosa que se profese, a condición de que cada quien profese alguna, debiendo en caso contrario atenerse a las consecuencias, desde la desconfianza a la reprobación social. Por suerte o por desgracia, ya se ha dicho, ningún consenso parece ser omnicomprensivo -comenzando por el consenso acerca de si hay de hecho, o podría haberlo, un consenso omnicomprensivo- y de ahí quizá la oportunidad de recurrir a algún «modelo de disenso» en correspondencia con el consensual, rawlsiano o no. Como yo mismo he sugerido en alguna ocasión, cabría incluso pensar que un tal modelo de discordia concors o «discordia concorde» fuera el más indicado en orden a dar cuenta de la historia de la conquista de los derechos humanos, derechos que-antes de verse recogidos, como derechos fundamentales, en los textos de ciertas constituciones desde los comienzos de la Modernidad a nuestros días y alcanzar reconocimiento internacional con la Declaración Universal de las Naciones Unidas de 1948, más los diversos pactos de derechos firmados desde entonces por los estados miembros de esa organización- alimentaron, en tanto que exigencias morales, las reclamaciones y, consiguientemente, las luchas de individuos y grupos de individuos disidentes a quienes un consenso antecedente les negaba su condición de sujetos de tales derechos5 • Las cristalizaciones constitucionales de las revoluciones norteamericana y francesa del siglo XVIII no procedieron de ningún consenso previo del conjunto de la sociedad, sino por el contrario del «disenso» de un sector de esta -como la burguesía en ascenso- que se sentía excluido del orden social vigente, ya se debiese la exclusión al sistema colonial impuesto por la corona británica en los territorios ultramarinos o a los privilegios estamentales del antiguo régimen sancionados en Francia por la monarquía absoluta. Y, lo que no es menos decisivo, el nuevo consenso instituido tras la exitosa consolidación de ambas revoluciones resultaría a su vez no menos excluyente de otros sectores de la sociedad, como la población negra esclava 5 Cf. MuGUERZA, Javier. «La lucha por los derechos (Un ensayo de relectura libertaria de un viejo texto liberal)». Revista Internacional de Filosofía Política, 15, 2000, pp. 43-60. 1. Vigencia de la tolerancia 57 Javier Muguerza en el primero de los dos casos o las clases trabajadoras, campesina y obrera, en el segundo; sin olvidar que en él, como las feministas saben bien, se excluyó igualmente a las mujeres: a la francesa Olympe de Gouges le costaría jugarse la cabeza en la guillotina la simple ocurrencia de proponer una «Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana» paralela a la de los varones»6 • La lucha por la consecución de las sucesivas «generaciones» de derechos humanos-derechos civiles y políticos, económicos y sociales, culturales, medioambientales o de género, etcétera- podría, en fin, ser descrita como una lucha contra la exclusión de estos o aquellos sectores de la sociedad interesados en su reconocimiento, hayan sido o sean burgueses o clases asalariadas, pueblos colonizados o marginados metropolitanos, grupos étnicos o minorías de preferencia sexual. Y lo realmente significativo en todos esos casos de discordia concorde -es decir, de discordia ante lo que se tenga por una «concordia injusta» como vía para lograr una concordia que sea «más justa» que esa- no ha sido ni será nunca tanto el consenso de los seres humanos acerca de la justicia del reconocimiento de sus derechos cuanto el disenso ante la injusticia de su falta de reconocimiento, de suerte que la lucha por los derechos humanos vendría a tener por principio rector lo que Luis Villoro ha llamado el principio de la injusticia más bien que el de la justicia7• Por lo demás, la historia que acabamos de describir podría ser asimismo relatada como la historia de una lucha contra la intolerancia, lucha que habría sido sin duda menos enconada y hasta tal vez del todo innecesaria si la implantación de aquellos derechos hubiera tenido lugar en situaciones de tolerancia generalizada. Pero, por la misma regla de tres, la conquista de los derechos humanos, al parecer definitivamente consumada en nuestros días a partir de la Declaración Universal de 1948, pudiera dar la sensación de haber tornado ociosa la virtud de la tolerancia que, por así decirlo, habría «muerto de éxito» para pasar a ser sustituida por la normatividad jurídica en vigor, tanto a escala nacional-como las cartas de derechos incorporadas en los diversos sistemas constitucionales de nuestro mundo de hoy­ cuanto internacional. Tengo para mí que dicha sensación sería errónea si de su concomitante orla cenestésica se derivasen implicaciones tales como la posibilidad de prescindir de consideraciones éticas al respecto y su reemplazo, sea hegeliano o iuspositivista, por el recurso en exclusiva a la facticidad normativa del derecho. Para empezar, ya hemos dado a entender que - salvo para quien adhiera a un trasnochado iusnaturalismo-los derechos humanos no son derechos en rigor hasta tanto no haber cobrado positivación jurídica a título de derechos fundamentales en algún texto legal, mereciendo con anterioridad, lo que no es poco, la consideración tan solo de exigencias morales que aspirarían a ser reconocidas como tales derechos. 6 Cf. PuLEo, Alicia (editora) . La ilustración olvidada: la polémica de los sexos en el siglo XVIII. Barcelona, Anthropos, 1993. 7 Cf. VILLORO, Luis. «Sobre el principio de la injusticia: la exclusión». Isegoría, 22, 2000, pp. 103-142. 58 Tolerancia. Sobre el fanatismo, la libertad y la comunicación entre culturas Verdad, consenso y tolerancia: la incomodidad de «el lugar del otro» Como ha señalado Luigi Ferrajoli, invocando la concepción agonista de los derechos de von Ihering, ningún «derecho fundamental» nació ya redactado de antemano ni cayó llovido del cielo en la mesa de algún despacho constitucionalista, y su promulgación hubo de verse precedida de una lucha por el derecho o, más exactamente, la justicia que no sería sostenible sino movida por un impulso moral8• Y es que, en definitiva, tampoco cabe confundir «el hecho del derecho» en cuanto institución y la justicia, cuya índole no es fáctica sino utópica y ----como la utopía­ se aleja de nosotros a medida que tratamos de aproximarnos a ella: así como de esta se ha podido decir que solo sirve para hacernos «caminar hacia delante», tampoco aquella serviría más que para hacer «avanzar a los derechos» en pos de una mayor justicia cada día. De ahí que, según gustaba de advertir José Luis Aranguren, la democracia misma como institución, y no solo el derecho, necesite del complemento de una «democracia como moral» que habría que concebir, a la manera de la moral kantiana, como una tarea infinita9• Todo lo cual nos lleva a concluir que la mera legalidad de los derechos humanos - reconocidos como derechos fundamentales por un Parlamento, o blindados por una Constitución, o tutelados por una Corte Suprema- no significaría absolutamente nada sin sujetos morales, esto es, sin individuos y grupos de individuos resueltos a luchar por ellos, ya sea para conquistarlos, ya sea para preservarlos una vez conquistados, ya sea para profundizar en ellos y ampliarlos tras haber conseguido su consolidación. Y eso es lo que cabría decir, incluso si algún día la garantizase la efectiva jurisdicción global de un Tribunal Penal Internacional, de la Declaración Universal de Derechos Humanos de la Asamblea General de las Naciones Unidas respaldada por un sedicente consensus omnium gentium que para Bobbio representaba el «no va más» de su legitimación10: ante la archifamosa y celebrada confesión de sus redactores, según la cual «se hallaban de acuerdo en lo tocante a los derechos enumerados en la lista, pero a condición de que no se les preguntara por qué», la filosofía moral no puede renunciar a esa pregunta ni a la obligación de aventurar para ella una respuesta, a cuyo efecto hay que reivindicar de nuevo «el papel de la tolerancia». Volvamos, ya para terminar, a la parábola de los tres anillos. El reciente adaptador de la versión española de Natán - Juan Mayorga, filósofo él mismo además de autor teatral- resume como sigue su labor: «¿Cómo recibir hoy el cuento de los anillos?[ ... ] Sigue en boca de Natán, pero quien lo escucha ya no es una audiencia ilustrada, sino el fragmentado público de la crisis de la Ilustración ... Natán el sabio consigue hoy, representando el tiempo de las Cruzadas, poner en escena el tiempo de Lessing, tan lleno de promesas, y el nuestro, tan oscuro», resumen precedido de una importante distinción que no habría que pasar por alto: «Vista desde hoy ... 8 Cf. FERRAJOLI, Luigi. Diritto e ragione. Bari: Laterza, 1989. (Existe la traducción al español de P. Andrés Ibáñez y otros. Madrid: Trotta, 1995). 9 Cf. ARANGUREN, José Luis. Etica y política. En F. Blásquez (ed.). Obras completas. Madrid: Trotta, 1995, vol.m. 10 Cf. MuGUERZA, Javier. Ética, disenso y derechos humanos, en conversación con Ernesto Garzón Valdés. Madrid: Arges, 2000. 1. Vigencia de la tolerancia 59 Javier Muguerza la idea de tolerancia sostenida por N atán puede ser criticada como abstracta. El hombre no viene al mundo en un limbo natural, sino nace en una lengua y ligado a unas tradiciones. Así lo han señalado los críticos de Lessing, empezando por Franz Rosenzweig. Este nos ha enseñado a distinguir dos nociones de tolerancia. La primera, la más cercana a Natán, viene a decir que no somos diferentes en lo esencial. La de sus críticos puede afirmar que lo esencial es que somos diferentes, y la custodia de la diferencia del otro es la mejor garantía de que mi propia diferencia sea respetada ... Esta segunda noción de tolerancia quizá pueda librarse de la acusación de abstracta que merece la primera»11 • ¿En qué estriba, pues, la distinción entre las dos? La primera noción de tolerancia insiste en que los seres humanos son «iguales en lo fundamental», a saber, su común humanidad. Pero solo con la segunda aparece en rigor «el otro» -tanto el otro «generalizado» (el alius) como el otro «concreto» (el alter) con sus diferencias, del que habla por ejemplo Seyla Benhabib-12 y con él su lugar, la placed' autrui, «el lugar del otro». Por lo demás, las diferencias impuestas por la otredad no siempre comportan desigualdades fundamentales: las diferencias culturales, por lo pronto, no tendrían por qué hacerlo así, tal y como sucede -o debiera suceder- con la lengua y las tradiciones; por lo que a estas últimas se refiere, el juego de las «protecciones externas» de unas tradiciones frente a otras y de las «restricciones internas» que protegen a los individuos dentro de cada tradición, apuntado por Will K ymlicka, bastaría a mi entender para desactivar al menos buena parte de la peligrosidad atribuida en ocasiones al «multiculturalismo» por sus adversarios. Pero algunas de tales diferencias no solo comportan de hecho «desigualdades fundamentales» sino asimetrías intolerables -a no confundir con las inofensivas propuestas federalistas de Charles Taylor, que solo causan alarma en las asustadizas esferas gubernamentales españolas-13 como las que se puedan dar entre oprimidos y opresores, explotados y explotadores, víctimas y verdugos. Lo que está en juego aquí no es otra cosa que la clase de universalidad moral en que se habría de sustentar la apelación, si la hubiere, a «la común humanidad» de unos y otros, habida cuenta de la obvia irreversibilidad de sus respectivas ubicaciones. El «universalismo abstracto» de la común humanidad --desmentido en el momento mismo de pergeñarse su formulación por la propagación a nivel mundial de la 11 MAYORGA, Juan. «Natán el sabio: la Ilustración en escena». En Reyes Mate y otros. Religión y tolerancia: en torno a «Natán el Sabio» de G. E. Lessing. Madrid: Espasa Calpe, 2003, pp. 75-79. (Cf. asinúsmo Reyes Mate. «El Nathan de Lessing y el Nathan de Rosenzweig», en la misma obra, pp. 15-40.) 12 BENHABIB, Seyla. «The Generalized and the Concrete Other». Praxis International, 5, 1986, pp. 243-275. (Véase sobre el particular SÁNCHEZ MUÑoz, Cristina. «Seyla Benhabib: hacia un universalismo interactivo». En R. Maíz (editor). Teorías políticas contemporáneas. Valencia: Tirant lo Blanch, 2001, pp. 263-288). 13 Cf. TAYLOR, Charles. Reconciling the Solitudes: Essays on Canadian Federalism and Nationalism, Montreal: McGill-Queen's University Press, 1993. (Véase sobre el particular THIEBAUT, Carlos. «Charles Taylor: democracia yreconocinúento». En R. Maíz (ed.). Teorías políticas contemporáneas. Valencia. Tirantlo Blanch, pp. 209-225). 60 Tolerancia. Sobre el fanatismo, la libertad y la comunicación entre culturas Verdad, consenso y tolerancia : la incomodidad de «el lugar del otro» opresión, la explotación y la victimación- fue un producto típicamente ilustrado del que Lessing no es sino una muestra, cabiendo asimismo registrarlo, entre otros muchos ilustrados, en el Kant de las dos primeras Críticas, desde el del «Canon de la razón pura» al de la doctrina del imperativo categórico en su «Teoría de la razón pura práctica». Y no es tan sorprendente como suele creerse que, a la hora de buscarle una alternativa dentro del propio pensamiento kantiano, Hannah Arendt pensara en acudir a la tercera Crítica, la de la «capacidad de juzgar» o el «discernimiento», como prefiere llamarla entre nosotros Roberto Rodríguez Aramayo: la máxima de «pensar en el lugar de cada otro» (an der Stelle jedes anderen denken), que para Kant descansa en una suerte de sensus communis de la especie humana, prometería dar paso a un universalismo de la reciprocidad, llamado a veces «interactivo», el cual - si es que pretende ir más allá de la retórica invitación a proyectarnos imaginativamente en los demás mediante la adopción eventual de sus puntos de vista- tendría de hecho que implicar, en un sentido real y no meramente virtual, la resolución de intercambiar «lugares» con el otro y, por lo pronto, de «ponernos» literalmente en «el lugar del otro»14. Pero esta operación resulta ser, con todo, más fácil de planear que de ejecutar, pues ponerse en el lugar del otro podría significar para ese otro una indeseable «ocupación de su lugar», esto es, una invasión o usurpación de este -y no estoy hablando de figuraciones, como se le alcanza a cualquiera que contemple la actual exportación manu militari de los valores de nuestra civilización occidental al Próximo Oriente, preludio no ya de un «choque de civilizaciones» sino del choque, presuntamente definitivo, entre «la civilización» y «la barbarie>>--, en tanto que, por otro lado, la reciprocidad nunca será completa si no comporta al mismo tiempo la firme voluntad de dejarle a ese otro «Ocupar nuestro lugar» -esto es, de poner al otro en nuestro lugar- , permitiéndole compartir con nosotros las bases materiales que aseguren el disfrute universal de los derechos humanos, algo que a decir verdad no sé si quienes en plenitud gozamos de ellos dentro del Primer Mundo estaríamos realmente dispuestos a hacer con nuestros semejantes del Segundo, Tercer y Cuarto Mundos. Mientras eso no ocurra, el lugar del otro seguirá siendo un lugar incómodo y de nosotros dependerá que se convierta en razonablemente confortable o en un inhóspito infierno. 14 Cf. ARENDT, Hannah. Lectures on Kant's Political Philosophy. Chicago: The University of Chicago Press, 1982. (Hay traducción al español de C. Corral, Barcelona: Paidós, 2003). 1. Vigencia de la tolerancia 61