La ilusión de un país distinto Cambiar el Perú: de una generación a otra © Luis Pásara, 2017 © Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2017 Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú feditor@pucp.edu.pe www.fondoeditorial.pucp.edu.pe Diseño, diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP Primera edición: junio de 2017 Tiraje: 1000 ejemplares Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2017-07453 ISBN: 978-612-317-274-9 Registro del Proyecto Editorial: 31501361700693 Impreso en Tarea Asociación Gráfica Educativa Pasaje María Auxiliadora 156, Lima 5, Perú BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ Centro Bibliográfico Nacional 985.004 I La ilusión de un país distinto: cambiar el Perú: de una generación a otra / [testimonios, Abelardo Oquendo, José Alvarado Jesús, Héctor Béjar ... et al.]; Luis Pásara, [entrevistas].-- 1a ed.- - Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2017 (Lima: Tarea Asociación Gráfica Educativa). 396 p.; 24 cm. Incluye referencias bibliográficas. D.L. 2017-07453 ISBN 978-612-317-274-9 1. Realidad peruana - Siglo XXI 2. Intelectuales - Perú - Entrevistas 3. Celebridades - Perú - Entrevistas 4. Problemas sociales - Perú 5. Participación política - Perú 6. Perú - Política y gobierno - Siglo XXI 7. Perú - Condiciones sociales - Siglo XXI 8. Perú - Condiciones económicas - Siglo XXI I. Oquendo, Abelardo, 1930- II. Alvarado Jesús, José III. Béjar Rivera, Héctor, 1935- IV. Pásara, Luis, 1944- V. Pontificia Universidad Católica del Perú BNP: 2017-1864 75 Max Hernández «¿Cómo conjugar esas utopías nuestras, que tenían una lógica colectivista, con utopías que permitan el pleno despliegue de las potencialidades individuales?». Nací en 1937, hijo de una española y un limeño. La guerra civil española se ini- ció en 1936 y, desde muy chico, debo haber sentido —antes que escuchado— las disensiones en el entorno más español de la familia, en el que había quienes eran pro nacionales y quienes eran pro república. Vivíamos en Jesús María y en mi barrio había italianos, judíos, árabes, españoles, catalanes, etcétera. Cada uno por su lado, hablaba de lo que había pasado en la guerra. Mi casa siempre ha sido muy democrática, en un montón de sentidos. Mi padre era un republicano convencido, bastante antifranquista, pro aliado militante, nos hablaba del miserable de Goebbles —que lo pronunciaba correctamente— y de la alegría que tuvo al finalizar la guerra. Le escuchaba citar a un embajador de España —Jaime Morante creo que se llamaba— que decía: «Que no, que no la Madre Patria, que la hermana España». Cuando terminó la Segunda Guerra Mundial, mi padre salió felicísimo a celebrar el triunfo de los aliados. Mi madre, más bien cercana a los nacionales, por el lugar donde ella había nacido y porque la mayor parte de su familia se alineó con los nacionales, pero nunca con odios, que había en esa época —incluso acá mismo— contra los republicanos, ni participaba de los odios de los amigos repu- blicanos contra Franco. Mi padre tenía, como mucha gente, alguna simpatía por el aprismo. El abogado de la familia era don Ismael Biélich, que llegó a ser senador por el APRA y en la cuadra siguiente de mi casa vivía don José Gálvez, el poeta. A mi padre se le hubiera podido llamar apristón, como se decía en aquella época. En el colegio, a mi promoción le pusieron «Manuel Apolinario Odría». Cuando entro a la universidad, a finales del gobierno de Odría, descubro que el padrino de mi promoción había metido a una cantidad de gente presa; se contaban las historias del heroísmo en la cárcel, las vesanias carcelarias. Descubro entonces el significado más profundo de la represión odriísta. La bonanza en el país fue acompañada de una feroz dictadura y me acuerdo de unos afiches del gobierno en los cuales había La ilusión de un país distinto 76 un  soldado con una escoba que barría a los reptiles, que eran APRA y comunismo. Ese afiche me produjo un inmenso fastidio. Recordar que Hitler llamaba ratas o gusanos — würmer— a los judíos… Todo eso fue generando cierta rebeldía. Apenas entré a la universidad hubo una gran huelga. Viajo a Europa, convencido de que la huelga va durar mucho más tiempo, voy a visitar las cuchillerías alemanas de las que mi familia traía mercadería a Lima. Fui a Suecia a visitar a un gran amigo, Miguel Roggero. Suecia era en ese momento la gran metáfora de la socialdemocracia. Subo a un ómnibus un día y veo un montón de gente en smoking y vestidos largos. Le pregunto a Miguel quiénes eran y me dice que eran los miembros de un sindicato obrero. Yo digo: «Caramba, los obreros se pueden vestir de smoking y las obreras o sus mujeres, de vestido largo». Y en ese momento me entra un bicho de que las cosas podrían ser así de ordenadas, maravillosas, liberales, etcétera. Comienzo entonces a tener una suerte de inclinación, leo unos libros que mi padre tenía en casa —las obras de José Ingenieros—, me reúno un poco más con los amigos republicanos de mi padre y, ya en San Marcos, el descubrimiento es total. Estar en el General de San Marcos, asistir a algunos mítines, ver a Lucho de la Puente ser detenido, una cantidad impresionante de cosas. Es un momento que galvaniza a la juventud, no era solo la revolución cubana. Hubo algunos profesores que me marcaron muchísimo. Uno de ellos es el hermano Noé Zevallos, que en ese momento todavía no era un hombre de la Teología de la libe- ración, pero sí era un cura —en rigor, los hermanos de La Salle no eran curas, pero les llamábamos curas— que desbordaba los marcos de lo que creíamos que era un cura. Tenía afición a la poesía, nos planteaba el valor del ideal y tenía una fe extraordinaria en la juventud. Esa persona me marcó mucho, mucho, pero mucho. En términos de figuras… Grau, por supuesto, en mi casa siempre ha habido una enorme admiración por él y ciertamente ha tenido en mí una significación muy grande. Recuerdo frases que decíamos en San Marcos, por aquí y por allá, frases lapidarias de González Prada y que creíamos firmemente en ellas: «Mi generación no tuvo maestros, a todos los vio claudicar»; «los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra». Un compañero, un hombre de derecha, muy correcto, muy simpático, dijo: «Cómo podemos decir eso en un mitin, ¿y nuestros papás?». Lo acallaron y lo abuchearon. Había algo de edípico en esa genera- ción, lo digo menos como clave del pensamiento psicoanalítico que como metáfora del hombre moderno, que tiene que abrirse camino contra los mayores y contra la tradición. En la universidad me alineé muchísimo con la reforma universitaria, como ideal. Si a algunas personas las marcó esencialmente la Teología de la liberación, a mí lo que me marcó fue la reforma universitaria. Esta idea de que la universidad es la comunidad de quienes enseñando aprenden y quienes aprendiendo enseñan, me parecía el resumen de lo mejor que podíamos hacer. En la universidad comencé a participar de los mítines. Max Hernández 77 De esa época, un personaje que para mí significó mucho fue Pablo Durán. Tenía una librería, que con esta suerte de delirio de grandeza que hay en cada trotskista, se lla- maba Cosmobiblión; quedaba en Azángaro, frente a la Cripta de los Héroes. Le había puesto a su hijo Gavroche, en homenaje al personaje de Los miserables — otro libro que me marcó— que recogía casquillos para llenarlos de nuevo y dárselos a los revo- lucionarios, y los revolucionarios de Los miserables eran universitarios. Pablo Durán era un hombre que hablaba de la revolución a la vuelta de la esquina. En un momento dado, mis amigos, no los políticos aún, me plantean: «Por qué no postulas a la delegación de la clase», a una delegatura, como se llamaba en esa época. Yo  era muy amigo de Lucho Pesce, el hijo de don Hugo Pesce, médico extraordinario e íntimo amigo y médico de José Carlos Mariátegui; era uno de esos comunistas enormemente cultos, había estudiado en Italia, en la universidad, y tenía una elegancia singular. Ocasionalmente, nos invitaba a conversar a su hijo, a Moisés Lemlij, y a mí, no a los políticos, sino a los compañeros de su hijo. Yo ya sentía que la izquierda iba a transformar el mundo, la cultura, etcétera. «QUISIERA UNA SOCIEDAD DE INDIVIDUOS SOLIDARIOS Y NO UNA SOCIEDAD DE INDIVIDUOS GREGARIOS». Creía que la revolución implicaba una profunda transformación, en la cual tal vez la violencia era una anécdota evitable. Los  amigos comunistas me apoyaron en la elección a la presidencia de la Federación de Estudiantes de San Marcos y se portaron estupendamente bien conmigo, aunque hay algunas anécdotas un poquito menos amables, digamos así. Sí recuerdo cómo cuando comienzo a tener lecturas, voy descu- briendo lo incómodo de un régimen como el régimen estalinista. Estoy hablando de los años 1959, 1960, cuando las cosas del horror estalinista estaban bastante visibles. Me acuerdo de un Congreso Latinoamericano de Estudiantes al que llegó un estudiante húngaro, de los refugiados, que hablaba un español masticado y trajo El fantasma de Stalin, un libro del Jean-Paul Sartre que en ese momento era crítico de Stalin, y que después ha desaparecido, o poco menos, de la bibliografía de Sartre. Comienzo enton- ces a tener serias reservas con el asunto, que se agravaron con el tiempo. Mi idea de la revolución era una idea dorada. Cuando durante una huelga de hambre, en un enfrentamiento, escucho a alguien cercano al Partido Comunista decir: «Pucha, necesitamos un muerto», a mí se me congeló el alma. Era «necesitamos un muerto» La ilusión de un país distinto 78 porque con un muerto el movimiento ya tiene un mártir. Eso me trajo abajo; a mí me distanció. No soy un anticomunista, soy un crítico y comienzo a ver algunas cosas del verticalismo. Me hago entonces más y más cercano al psicoanálisis y viene el golpe de estado de 1962, de Lindley. Ya no era presidente de la Federación. Estoy en el Hospital Loayza y me avisan que hay un golpe. Nos reunimos en el aula magna del Hospital Loayza y me lanzo radicalmente contra el golpe. Se acerca una persona que hasta ahora es muy amigo mío, hombre del Partido Comunista, y me dice: «No Max, hay que apoyar el golpe». La razón que daba era que el golpe era contra Haya de la Torre, que había pactado con Odría. En ese momento, estoy por la democracia, hago las arengas, y mis amigos del PC me dicen que no, que eso es darle el triunfo a Odría. A mí eso me revienta. Yo era un ferviente creyente de la democracia, eso que mis amigos de izquierda definían como «la democracia formal» a mí me parecía mucho mejor que la dictadura informal, por hacer un juego de palabras. Estoy saliendo del hospital y un amigo del barrio, médico o estudiante de medi- cina también conmigo, ve a un pata del barrio que sabíamos que era de la PIP, y me dice «Max, tira, vuelve al hospital». Regreso al hospital y son los alumnos de la Cayetano Heredia los que me llevan al lado de un quirófano, me prestan un mandil, una gorra de cirujano y una mascarilla; otro amigo de San Marcos trae su carro y me meto así vestido, salimos y él dice: «Tenemos que ir a operar de inmediato». Así pude escapar y estar un par de semanas escondido. Esto también marcó mi inflexión por la democracia y atemperó muchísimo mi vocación revolucionaria, mi inclinación por el cambio radical y sustantivo que llevaría a la felicidad humana. Comencé a tener, y tengo desde entonces, una relación muy ambivalente con la política. Sé que en la democracia hacer política es absolutamente necesario, esencial y sé también que la política implica concesiones y una serie de cosas que no son tan simpáti- cas. Exigencias, reales o imaginarias, hacen que la gente vaya dejando de lado principios que, desde la perspectiva de un individuo, son absolutamente irrenunciables. La política se va a resumir en aquello de «París bien vale una misa». Uno dice: no quiero eso. Yo qui- siera una sociedad de individuos solidarios y no una sociedad de individuos gregarios. «DESDE MUY PRONTO TUVE MUY CLARA CONCIENCIA DE LO QUE SIGNIFICABA LA MUERTE, DE QUE TRAS EL HEROÍSMO DE UNOS CUANTOS HABÍA EL SUFRIMIENTO DE MUCHÍSIMOS». Max Hernández 79 Nunca milité en un partido. Una agrupación en la cual podría haber militado era el social-progresismo, pero ni siquiera ahí. Soy de un desorden tal que no podría aceptar la disciplina partidaria. Soy un hombre de instituciones, creo en los partidos y pienso que si un partido llega al poder tendría que tener disciplina a la hora de votar y me revienta al transfuguismo. Pero yo no podría ser un hombre de partido. Para inscribirte como militante, sea de una iglesia, de un partido, de una institución, muchas veces tienes que hacer el sacrificio consciente de tu individualidad. Para mí eso era irrenunciable. Y me sentía mal por decir eso porque me hacían sentir que era algo burgués, una suerte de irresponsabilidad. Para salir del paso me aprendí una frase maravillosa de Unamuno, con la cual me desprendía de quienes querían que militara: «Soy un hombre entero, mal puedo estar en partidos». En  términos de institución, estaba inmensamente feliz en la Secretaría del Acuerdo Nacional, en tanto que su propuesta permanente era la búsqueda de con- senso. Quizá es una vocación que tiene un lado de quien no se quiere comprometer —como me dicen algunos amigos— o de quien tiene la fantasía de que puede cua- drar el círculo. Probablemente las dos cosas tengan algún sentido. Para mí el tema de la política es cada vez menos la militancia en un grupo de interés y más bien la posibilidad de facilitar acuerdos, consensos, cosas viables. Se ha afirmado, claramente para mí, que el gran método de transformación es la democracia. Este método de transformación trueca el salto revolucionario por una suerte de gradualidad evolutiva. En  eso se requiere consensos que impulsen una creciente afirmación de la democracia, como método y proceso, y una creciente ampliación de la democracia a ámbitos mayores, con el fin de recuperar espacios para grupos marginados, no solamente por la pobreza sino por la incomprensión. En el Perú ha habido cambios muy importantes, que han ocurrido en momentos democráticos. No obstante, una paradoja de nuestra historia es que algunos gobiernos dictatoriales democratizaron al país. Con Leguía hubo el ingreso de la mesocracia y de la provincia. Con Odría comenzaron a aparecer las primeras barriadas. Con Fujimori, la informalidad fue el humus del cual surgiría después el emprendedurismo que pro- dujo una democratización. Y el gobierno de Velasco, también un gobierno dictatorial, cambió radicalmente un imaginario señorial por un imaginario un tanto más demo- crático: una frase como «campesino, el patrón no comerá más de tu pobreza» fue una suerte de eslogan con una capacidad de movilización emocional muy fuerte. Desde muy pronto tuve muy clara conciencia de lo que significaba la muerte, de que tras el heroísmo de unos cuantos había el sufrimiento de muchísimos, incluso de los que estaban al lado de los héroes. En ese sentido, eso de que la violencia es la partera de la historia, nunca me gustó. He mantenido esa manera de pensar, de decir: «hagamos todos los cambios que podamos hacer, pero hay determinadas realidades que no podemos superar», como la finitud de la existencia. La ilusión de un país distinto 80 Admitiría haber hecho un viraje si hubiera tenido un camino claro. Pero lo que yo tenía era una meta clara, que era la transformación, cuanto más pronta y más amplia, mejor. Tengo esta meta y probablemente, más que un viraje, he adaptado mi caminar a una topografía muy complicada, donde he encontrado muros imposibles de ser escalados sin grave daño a mí y a otros. De repente tenía que hacer una curva para pasar el muro, pero sí creo que siempre he mantenido esa meta. Es cierto, por supuesto, que para mis amigos de derecha sigo siendo una especie de rojillo sospe- choso. Pero para mis amigos de izquierda, «el pobre Max se perdió». No siento haber hecho un viraje. Siempre he tenido algún ideal y lo mantengo. Creo que soy un demócrata sincero, creo que me revientan las segregaciones. Y digo creo porque a veces yo mismo las practico, sin darme mucha cuenta, pero quisiera no tener esos rasgos negativos excluyentes, abusivos, que todavía persisten. Por lo tanto, me siento alguien que puede defender perfectamente la absoluta igualdad de los géneros, estar por la terminación de los embarazos no deseados y por el matrimonio homosexual, etcétera. Simplemente, porque creo que hay que extender los beneficios de la igualdad a todo el mundo. Sí, he cambiado. Estoy más viejo y, como más viejo, mucho más sosegado. No me apasionan una cantidad de cosas que antes me apasionaban, pero con una franja escéptica que nunca he perdido, ni siquiera con lo que hago. Me definiría ahora como un socialdemócrata. Tal vez he afinado una suerte de liberalismo, que viene de mis viejas lecturas anarquistas, que compartí en la Facultad de Medicina con un grupo muy querido de amigos. He visto que mucha gente de mi generación sí cambió radicalmente. Hicieron un viraje absolutamente radical, casi, casi de 180 grados. Nunca he hecho tal viraje, pro- bablemente como nunca milité, como nunca he sido un creyente consumado en nada. En un breve periodo estuve convencido de los valores cristianos, pero no duró mucho, por razones de la adolescencia y varias otras cosas —descubrí cosas en la Iglesia—; salvo ese periodo, no he sido un gran creyente. Practico el psicoanálisis y probable- mente sea lo único que sé hacer de a verdad, bien, profesionalmente. No hablo de los resultados de mi trabajo, pero lo hago bien. Ni siquiera en el análisis creo con esa fe. En la universidad mis amigos que no eran tan de izquierda me decían: «tú eres un izquierdista mal acostumbrado, porque te gusta la buena vida». Es cierto y, como analista que soy, creo que uno no puede librarse de determinaciones muy tempranas, que te marcan de forma tal que van a estar presentes, te inclines a un lado o a otro. En mi caso, estas determinaciones tempranas me hicieron valorar mucho la vida. ¡Soy un militante de la vida! Hay una frase maravillosa de Quevedo: «Nada me desengaña, el mundo me ha hechizado». Yo también, queriendo cambiar el mundo, en algún rincón de mi corazón decía: «Tan mal, tan mal no está». Uno puede ubicarse Max Hernández 81 en el mundo amablemente, puede ubicarse de manera incómoda o puede ubicarse de manera antagónica. Siempre he pensado que hay maneras de ubicarse frente al mundo que no impliquen permanentemente un choque frontal, el buscar permanen- temente un lado oscuro de las cosas. «QUE LOS JÓVENES SEAN TAN AUTOCENTRADOS NO ME PARECE MAL, SI ESTÁN TRAYENDO CONSIGO VALORES DE AUTENTICIDAD MAYORES». A los jóvenes adultos los veo cuando dicto clases o en algunos seminarios vinculados al psicoanálisis. Me parece que aprendo muchísimo de ellos y me hacen sentir que les soy útil, en alguna medida importante, con las cosas que puedo traer de antes. Siempre he creído que sin tradición no hay transformación. Es fundamental man- tener vínculos con la tradición, que tiene una cantidad de cosas lamentables pero es nuestra tradición. No podemos negar ese pasado que sigue presente de muchas maneras, pero que también se ha transformado. Esta gente joven tiene esa intención de situarse en una gran corriente, que proviene de hace mucho y que se dirige no sabemos exactamente a dónde ni por qué meandros o curvas. Veo a mis nietos y los amigos de mis nietos, que son gente joven, de los 16 para abajo. Veo una libertad mayor que la que yo tuve, una libertad de pensar, una suerte de ausencia de criterios tradicionales y de prejuicios. Noto que hay poca preocu- pación por el pasado. Me aterra que no les gusten los clásicos porque siempre he creído que sin una dosis, así sea mínima, de Cervantes, de Shakespeare, de Garcilaso y de Dante —para hablar de los que estamos celebrando su aniversario—, y sin una mirada a cómo se fue forjando el canon occidental —ya que el mundo oriental no lo conozco y es una ausencia feroz en mi formación—, sin conocer y apreciar el pasado precolombino, sin eso uno sí va a la deriva. La construcción de utopías es algo natural en el ser humano. El  tema son las utopías colectivas; cómo conjugar esas utopías nuestras, que tenían una lógica colectivista, con utopías que permitan el pleno despliegue de las potencialidades individuales, porque muchas de ellas entran en colisión con los diseños propios de las utopías colectivistas. Para mí, por ejemplo, y en eso sigo a Charles Taylor, que los jóvenes sean tan autocentrados no me parece mal, si —como dice Taylor— están trayendo consigo valores de autenticidad mayores que los que nosotros teníamos. La ilusión de un país distinto 82 Mi analista era descendiente de John Donne, el gran poeta metafísico inglés. Por supuesto en virtud de la transferencia, más que de una gran curiosidad intelectual, comencé a leer la obra de Donne y el famoso «cuando doblan las campanas no pre- guntes por quién doblan, porque doblan por ti» o el no man is an island son cosas en las que creo fervientemente. Creo, pues, que no man is an island, pero la humanidad no es un continente; la humanidad es una suerte de colección de individuos.