BIBLIOTECAS Y CULTURA LETRADA EN AMÉRICA LATINA SIGLOS XIX Y XX Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore Editores BIBLIOTECAS Y CULTURA LETRADA EN AMÉRICA LATINA Siglos XIX y XX Bibliotecas y cultura letrada en América Latina Siglos XIX y XX Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore, editores © Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore, editores, 2018 De esta edición: © Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2018 Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú feditor@pucp.edu.pe www.fondoeditorial.pucp.edu.pe Diseño, diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP Fotografía de carátula: Interior of the Real Gabinete Português de Leitura in Rio de Janeiro, Brazil. https://www.flickr.com/photos/uwephilly/3301983/ Primera edición: junio de 2018 Tiraje: 500 ejemplares Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2018-07060 ISBN: 978-612-317-364-7 Registro del Proyecto Editorial: 31501361800481 Impreso en Tarea Asociación Gráfica Educativa Pasaje María Auxiliadora 156, Lima 5, Perú BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ Centro Bibliográfico Nacional 027.08 B Bibliotecas y cultura letrada en América Latina : siglos XIX y XX / Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore, editores.-- 1a ed.-- Lima : Pontificia Universidad Católica, Fondo Editorial, 2018 (Lima : Tarea Asociación Gráfica Educativa). 364 p. : il., facsíms. ; 24 cm. Ensayos del coloquio "Bibliotecas de las Américas: poder, capital cultural y circulación de conocimientos, 1800-2000", realizado en la Universidad Torcuato di Tella (Buenos Aires, Argentina) el 19 y 20 de agosto de 2014. Incluye bibliografías. Contenido: Bibliotecas y formación del Estado-Nación -- Bibliotecas y cultura letrada -- Bibliotecas, museos y prácticas científicas y culturales -- Bibliotecas, movilización política y proyectos revolucionarios. D.L. 2018-07060 ISBN 978-612-317-364-7 1. Bibliotecas - América Latina - Historia - Siglos XIX-XX 2. Bibliotecas públicas - América Latina - Siglos XIX-XX 3. Bibliotecas privadas - América Latina - Siglos XIX-XX 4. Bibliotecas y sociedad - América Latina 5. América Latina - Vida intelectual - Siglos XIX-XX I. Aguirre, Carlos, 1958-, editor II. Salvatore, Ricardo D, editor III. Pontificia Universidad Católica del Perú BNP: 2018-127 Contenido Agradecimientos 9 Introducción Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore 11 Parte 1: Bibliotecas y formación del Estado-nación «Un verdadero templo alzado al saber humano»: Ricardo Palma y la Biblioteca Nacional del Perú Pedro M. Guibovich Pérez 31 Paul Groussac frente a la Biblioteca Nacional de Argentina (1885-1929) Paula Bruno 53 Las bibliotecas nacionales de América Central durante los siglos XIX y XX Iván Molina Jiménez 73 De los gabinetes de lectura a la Biblioteca Carnegie: política y cultura entre dos soberanías. El caso de Puerto Rico, 1835-1918 José E. Flores Ramos 105 Parte 2: Bibliotecas y cultura letrada La gran travesía de la Biblioteca Real Portuguesa: libros, libertad y el poder simbólico de las bibliotecas Lilia Moritz Schwarcz 133 Vicente Quesada, la Biblioteca Pública de Buenos Aires y la construcción de un espacio para la práctica y sociabilidad de los letrados Pablo Buchbinder 149 Los intelectuales y sus bibliotecas en el Perú del siglo XX Carlos Aguirre 167 Parte 3: Bibliotecas, museos y prácticas científicas y culturales La Biblioteca Nacional de Antropología e Historia de México: un legado del nacionalismo porfiriano Christina Bueno 205 Ciencias del archivo, lenguas indígenas argentinas y tecnología del papel: las bibliotecas personales como espacio de producción erudita en la antropología argentina, 1860-1910 Máximo Farro 225 Políticas de negociación y estrategias de intercambio en la trayectoria de la Biblioteca del Museo Nacional de Río de Janeiro en el siglo XIX Maria Margaret Lopes 251 Parte 4: Bibliotecas, movilización política y proyectos revolucionarios Las bibliotecas durante el peronismo, 1946-1955 Flavia Fiorucci 281 Bibliotecas y Revolución en Cuba Ricardo D. Salvatore 307 Cultura y resistencia: las bibliotecas de presos políticos en Uruguay (1968-1985) Alfredo Alzugarat 335 Sobre los autores 361 9 Agradecimientos El origen de este volumen se remonta al coloquio titulado «Bibliotecas de las Américas: poder, capital cultural y circulación de conocimientos, 1800-2000» que organizamos en la Universidad Torcuato di Tella el 19 y 20 de agosto de 2014. La mayoría de autores aquí incluidos (Aguirre, Alzugarat, Bruno, Buchbinder, Farro, Fioriucci, Guibovich, Lopes y Salvatore) presentaron versiones preliminares de sus ensayos en ese evento, en el que también participaron Horacio Tarcus y Bernardo Subercasseaux, a quienes agradecemos su valiosa contribución. Un subsidio de la Oficina del Vicepresidente para Investigación, Innovación y Estudios Graduados de la Universidad de Oregon (en la forma de un «RIGE Idea Award») y el apoyo logístico y financiero del Departamento de Historia de la Universidad Torcuato di Tella hicieron posible dicho coloquio. Nuestro agradecimiento a ambas instituciones. En la Universidad Torcuato di Tella recibimos el apoyo del rector, Ernesto Schargrodsky, y del director del Departamento de Historia, Lucas Llach. Karina Galperin, Darío Roldán, Alejandra Plaza, Juan Pablo Scarfi, Damián Dolcera y Cecilia Bari colaboraron de distintas maneras con la organización del evento. A los ensayos presentados en el coloquio se sumaron los de Bueno, Flores Ramos, Molina Jiménez y Schwarcz, quienes aceptaron nuestra invitación a incorporarse al proyecto y nos permitieron ampliar la cobertura temática y geográfica del volumen. Cecilia Gil Marino tradujo los ensayos de Lopes y Schwarcz y María Claudia Huerta se encargó de revisar y corregir el manuscrito completo. A ambas les expresamos nuestra gratitud por su estupendo trabajo. Un subsidio del Oregon Humanities Center de la Universidad de Oregon nos permitió contar con la ayuda 10 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX de ambas. Julia Simic, en el Digital Scholarship Center de la Universidad de Oregon, nos ayudó con la digitalización de algunas de las imágenes aquí reproducidas. Patricia Arévalo, directora del Fondo Editorial de la Universidad Católica en Lima, acogió con entusiasmo el proyecto y supervisó todo el proceso de producción. Nuestra más sincera gratitud a ella y a todo el equipo del Fondo Editorial. Finalmente, y como siempre, el apoyo y comprensión de nuestras esposas, Mirtha y Laura, y nuestros hijos, Carlos, Susana, Diana y Alejo, han sido nuestro mayor estímulo para culminar este proyecto. (Y nadie mejor que ellos sabe lo que los libros y las bibliotecas significan para nosotros). Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore 11 Introducción Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore El origen de las bibliotecas en América Latina se confunde con la historia de los procesos de colonización, evangelización, conquista e imposición de un nuevo orden político, legal, moral y racial que se iniciaron a fines del siglo XV y se consolidaron a partir del siglo XVI. Si dejamos de lado los relativamente pequeños acervos individuales de algunos conquistadores y colonizadores europeos (Leonard, 1992), las primeras bibliotecas americanas fueron colecciones formadas por órdenes religiosas para ayudar en las tareas de evangelización. Los materiales reunidos en estas colecciones pertenecían, sobre todo, a la teología, la filosofía y la historia religiosa (Osorio Romero, 1986; Millares Carlo, 1970; Medina, 1958; Guibovich, 2001). La circulación de libros en la América colonial, como es sabido, estaba sujeta a censura inquisitorial pero, como han demostrado varios estudios, existió un tráfico clandestino de libros que permitió el acceso a obras prohibidas (Guibovich, 2013). A las bibliotecas conventuales se irían sumando gradualmente importantes colecciones privadas pertenecientes a teólogos, juristas, cronistas y otros miembros de la ciudad letrada colonial (Novoa, 2013); por otro lado, se formaron también bibliotecas en instituciones educativas, sobre todo universidades, en aquellas pocas ciudades que contaban con ellas. Las bibliotecas en la América Latina colonial fueron, casi sin excepción, colecciones restringidas que contribuyeron a la imposición de modelos intelectuales, ideológicos y sociales occidentales. En otras palabras, funcionaron como elementos de sustento a la conformación de lo que Ángel Rama denominó «la ciudad letrada» (Rama, 1984). Luego de las guerras de independencia, los recién formados Estados-nación se dieron gradualmente a la tarea de erigir bibliotecas nacionales, formadas gracias a importantes donaciones privadas y a los acervos expropiados de instituciones religiosas: Argentina y Brasil (1810), Chile (1813), Uruguay (1816), 12 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX Perú  (1821), Venezuela (1833) y México (1833) estuvieron entre los primeros países independientes en crear bibliotecas nacionales1. Luego seguirían, en la segunda mitad del siglo XIX, República Dominicana (1869), El Salvador (1870), Guatemala (1879), Costa Rica (1889) y Panamá (1892) (Moreno de Alba, 1995). Entre la inmediata posindependencia —cuando se crearon bibliotecas nacionales en Sudamérica— y la era del progreso —cuando se formaron las bibliotecas centroamericanas— hubo un periodo intermedio de guerras civiles, fragmentación política e intervenciones externas que hizo que los Estados nacionales tardaran en afianzarse como agentes fiscales y como garantes del orden público y social. Durante ese largo periodo de cincuenta o sesenta años, la violencia política, las pugnas caudillistas, el bandidismo y otras formas de inseguridad hicieron inestable e improbable cualquier forma de acumulación libresca, privada o estatal. Este retraso se dio al mismo tiempo que en Europa y en Estados Unidos florecían las primeras bibliotecas públicas y avanzaban las colecciones privadas y estatales de libros, documentos y periódicos. El carácter «nacional» de esas bibliotecas, sin embargo, tendría que ser puesto en cuestión, tanto en lo que concierne a la naturaleza de las colecciones —abrumadoramente formadas por publicaciones foráneas— como al hecho de que existían sobre todo en las grandes ciudades, dejando fuera de su ámbito operativo amplios sectores del país; por otro lado, aunque en teoría se trataba de bibliotecas «públicas» —es decir, no privadas y abiertas al público—, funcionaban en la práctica como instituciones cerradas y elitistas que, más allá de los buenos deseos de algunos intelectuales, poco o nada ofrecían a las masas de habitantes, que seguían siendo en su mayoría iletrados. Al mismo tiempo, esas bibliotecas nacionales padecían de falta de recursos para la adquisición de materiales, constantes robos y otras formas de destrucción y merma en sus colecciones, y ausencia de personal calificado y técnicas de catalogación. Durante la era del progreso (1870-1920), las élites intelectuales tuvieron un acceso más directo al Estado —un Estado más centralizado y ya con cierta división interna del trabajo—, lo que significó un impulso a proyectos de educación popular y a ciertos programas para afincar las ciencias naturales y humanísticas en América Latina. Surgieron entonces sociedades científicas, geográficas e históricas, se fundaron museos de ciencias naturales e historia, se crearon nuevas universidades y, desde ámbitos privados o públicos, se lanzaron publicaciones locales que intentaban replicar las publicaciones científicas y humanísticas europeas. Pero, como veremos 1 Debe aclararse que, en el caso de México, si bien la formación de la Biblioteca Nacional se decretó en 1833, debido a la constante inestabilidad política y a las varias guerras que tuvo que enfrentar ese país aquella recién se materializó en 1884 (Osorio Romero & Berenzon Gorn, 1995). 13 Introducción / Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore en varios de los ensayos de este volumen, el impulso hacia la educación popular no fue de la mano de un intento de construir en América Latina proyectos de educación e investigación superior y universitaria que promovieran la acumulación de fondos bibliográficos. A lo largo del siglo XX, y de forma paralela al surgimiento de regímenes nacionalistas, populistas y revolucionarios, las bibliotecas nacionales pudieron convertirse, en algunos países de la región, en instrumentos valiosos para la investigación y la promoción de contenidos y valores nacionalistas, si bien casi siempre continuaron priorizando el servicio a las élites intelectuales por encima de su supuesta tarea de contribuir a la formación de una ciudadanía instruida y, por tanto, de una sociedad democrática. Las bibliotecas privadas —tanto aquellas que pertenecían a individuos como a instituciones— continuaron cumpliendo un rol importante en la acumulación libresca. El coleccionismo de libros se consolidó como una práctica de carácter intelectual —hacía falta reunir materiales que permitieran a sus dueños el acceso al conocimiento que las bibliotecas públicas no ofrecían—, pero también como un símbolo de estatus. El prestigio y reputación que los miembros de la ciudad letrada derivaban de la posesión de importantes colecciones impulsó muchas veces a privilegiar esta forma de acumulación libresca. El concepto de «capital simbólico» en sus varias formas, incluyendo «prestigio, carisma y encanto», resulta particularmente relevante aquí (Fernández Fernández, 2013, p. 38). Como han subrayado varios estudiosos, las bibliotecas contribuían, junto a otros indicadores como el patrimonio material y económico, la educación, el lenguaje y los lazos matrimoniales y de amistad, a reforzar el estatus de sus propietarios y a dar forma y sentido a las estructuras y relaciones sociales (Barbier, 2015; Knox, 2014)2. Además, algunas bibliotecas privadas se convirtieron en centros de sociabilidad intelectual que a veces contrastaban con la inactividad y silencio de las bibliotecas públicas. Durante la «era del progreso», las bibliotecas privadas atravesaron un periodo de expansión temática y geográfica que las diferenciaba de las bibliotecas privadas coloniales: incorporaron una mayor diversidad disciplinaria —más allá de la teología, el derecho y la historia— y aspiraron a ser mucho más comprehensivas, abriéndose a las grandes corrientes del pensamiento universal. Importantes colecciones privadas terminarían luego integradas a bibliotecas nacionales o universitarias3, pero algunas fueron 2 El capital simbólico de las bibliotecas no se limitará a los miembros de las élites sociales e intelectuales. En periodos posteriores, los Estados-nación, movimientos políticos y grupos subalternos, entre otros agentes, buscarán adquirir capital simbólico a través de la formación de bibliotecas que, en su percepción, ayudaban a consolidar sus respectivas agendas. 3 Fue el caso, por ejemplo, de las bibliotecas de Andrés Bello en Chile (Jaksic, 2014), Ángel Justiniano Carranza en Argentina, José María Lafragua en México y Félix Cipriano Coronel Zegarra en Perú. 14 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX objeto de saqueo o compra por parte de instituciones extranjeras interesadas en aquello que Ricardo Salvatore ha llamado «la empresa del conocimiento» (Salvatore, 1998; Meneses Tello, 1993; Osorio Romero & Berenzon Gorn, 1995). En el caso de las bibliotecas científicas, mientras que en las universidades de investigación de Europa y Estados Unidos los gabinetes de ciencia tenían cada uno su propia biblioteca asociada —en materias como matemáticas, física, química, mineralogía y astronomía—, en América Latina fueron los museos de historia natural los que presionaron por la adquisición de bibliotecas científicas, como fue el caso de Brasil y México. En otros países también se formaron sociedades científicas que acumularon libros, folletos y revistas científicas para sus miembros; ese fue el caso de la Sociedad Científica Argentina. El préstamo de libros a domicilio, una de las características centrales de las bibliotecas tal como funcionaban en los países de Europa y en Estados Unidos, no parece haber sido una práctica muy extendida en la región, aunque sí hubo esfuerzos por expandir la lectura y el acceso a los libros. Hacia la segunda mitad del siglo XIX, varios países de América Latina llevaron adelante reformas educativas con el objeto de avanzar la alfabetización de sus poblaciones. En los países que siguieron con empeño este sendero fue necesario acompañar estos proyectos educativos con bibliotecas escolares, municipales, barriales y «populares»4. Uno de los pioneros en impulsar la difusión de bibliotecas populares como apoyo a la enseñanza elemental fue Domingo F. Sarmiento en Argentina en la década de 1870 (Planas, 2008). En este proceso de elevación intelectual y cultural de las clases populares también participaron los gremios obreros y las sociedades de ayuda mutua, pues formaron pequeñas bibliotecas —algunas de acceso gratuito, otras aranceladas— que se dieron en llamar «bibliotecas obreras» y, en ocasiones, «bibliotecas populares» (Tripaldi, 1996; Tarcus, 2013). Ellas representaban un desafío a la ciudad letrada entendida como baluarte de las élites políticas y sociales: bibliotecas obreras anarquistas y socialistas, por ejemplo, sirvieron para cohesionar cultural e ideológicamente al naciente movimiento obrero. La trayectoria de las bibliotecas latinoamericanas contrasta, en algunos aspectos centrales, con la de las sociedades más desarrolladas de Europa y Estados Unidos. En el caso de las bibliotecas nacionales, ellas surgieron en esos países como auxiliares de una rama del gobierno para luego expandirse en múltiples direcciones. Algunas continuaron sirviendo de soporte documental a los gobiernos y sus colecciones se concentraron en aquellas disciplinas que se consideraban necesarias para la 4 En el México posrevolucionario hubo un sostenido esfuerzo estatal por aumentar la alfabetización de la población. Esto trajo consigo un aumento concomitante del número de bibliotecas públicas (Quintana, Gil & Tolosa, 1988). 15 Introducción / Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore formación de sujetos nacionales: la historia, geografía y literatura de la propia nación. Otras, muy pocas, se transformaron en «bibliotecas globales», como fue el caso de la Biblioteca del Museo Británico y la Biblioteca del Congreso en Estados Unidos5. Esta última, desde un comienzo —desde la compra de la biblioteca de Thomas Jefferson en 1815—, fijó su norte hacia una colección doble: abarcar todos los registros de la expansiva democracia norteamericana y adquirir materiales sobre todos los temas y todos los países del mundo (Cole, 1998). La idea original de Jefferson de que los miembros de una democracia podrían demandar información y saberes sobre una cantidad ilimitada de temáticas y lugares fue mantenida por más de un siglo por los directores de la biblioteca, desde Herbert Putnam hasta Daniel Boorstin, pasando por Archibald MacLeash. Y lo mismo puede decirse del corolario que surge de aquella concepción: que la Biblioteca del Congreso debía ser una biblioteca abierta a todo tipo de lectores. Como ha sostenido John Y. Cole (2005), esta biblioteca universal ha servido para difundir la idea de la democracia dentro y fuera del país. Esas impresionantes colecciones fueron pensadas para su uso futuro, porque estaba claro que ellas no serían de inmediato útiles a los académicos y científicos locales. Al expandir el límite de sus colecciones hacia otros países, culturas y lenguas, estas mostraron una ambición de universalidad no compartida por las otras bibliotecas nacionales, incluidas, por supuesto, las latinoamericanas. Al mismo tiempo, la premisa —compartida por la Biblioteca del Museo Británico y la Biblioteca del Congreso— de que las bibliotecas debían contribuir a la creación de una ciudadanía libre y a la conformación de una esfera pública (Joyce, 2003, pp. 128-137) tampoco tuvo su correlato en los países de la periferia, donde las colecciones de libros servían más bien para reforzar jerarquías sociales y excluir a las mayorías nacionales. Las bibliotecas universitarias también forman parte de esta historia. Las universidades de los países del centro forjaron sus propios modelos de bibliotecas. Algunas bibliotecas centrales se formaron de la concentración de los recursos bibliográficos de varios colleges, a lo que se fueron agregando sucesivas donaciones y fondos para adquisiciones. Este fue el caso de la biblioteca del Harvard College y de la Bodleian Library en Oxford (Craster 1952; Hamlin, 1981). Sus acervos permanecieron por un tiempo limitados al uso de los departamentos y colleges a los cuales servían. Estas bibliotecas solo saltaron a otro nivel de complejidad y escala de operaciones cuando la propia universidad se modernizó y se transformó en una research university, con organización departamental, gabinetes de investigación, profesores a tiempo completo y programas de posgrado (Geiger, 1986). Este cambio organizativo y cualitativo animó esfuerzos más sostenidos y ambiciosos en 5 Sobre los orígenes de la Biblioteca del Museo Británico, veáse Harris, 1999, pp. 134-135. 16 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX materia de adquisiciones bibliográficas. Según Bivens-Tatum (2011), la Universidad de Berlín, fundada en 1810, fue la primera research university en el mundo y el modelo en el que se inspirarían universidades norteamericanas ya existentes, como Yale y Harvard, o recién creadas, como Cornell (1868) y Johns Hopkins (1876), para convertirse en poderosas instituciones de producción de conocimientos. Con ello, la necesidad de contar con bibliotecas especializadas y de gran envergadura se volvió una prioridad. Y aquí es donde la historia de las bibliotecas universitarias de estas sociedades avanzadas y aquella de las bibliotecas privadas e institucionales latinoamericanas se cruzan: la expansión de las primeras se hizo, muchas veces, a expensas de las segundas. Como sucedió también con el arte, la arqueología y los documentos manuscritos, la acumulación en el centro tenía su correlato en la pérdida de patrimonio en la periferia. Las bibliotecas y sus historias, por tanto, tienen mucho que enseñarnos sobre prácticas imperiales, formas de dominación y situaciones de subalternidad en las relaciones entre los países del norte y aquellos situados en las zonas económicamente menos desarrolladas del mundo (Salvatore, 2008). Aunque las formas de adquisición y los objetivos eran similares a aquellos en América Latina, las dimensiones del coleccionismo privado fueron abismalmente diferentes en Estados Unidos y Europa6. Además, el fenómeno de formar bibliotecas entre hombres de negocios no necesariamente vinculados al quehacer intelectual está prácticamente ausente en América Latina. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, en Estados Unidos e Inglaterra, ricos hombres de negocios e intelectuales comenzaron a forjar bibliotecas privadas de 10 000, 20 000 y hasta 50 000 volúmenes. Entre ellas están las de John Jacob Astor, Hubert H. Bancroft y Archer M. Huntington en Estados Unidos, y las de Edward Gibbon, John R. Abbey y Richard Copley Christie en Gran Bretaña (Pearson, 2006; Connell, 2000). Un fenómeno similar se dio en otros países europeos como Alemania y Francia. El coleccionismo de obras raras fue uno de los pasatiempos preferidos de burgueses e intelectuales de la era del progreso. Aparte de la pasión por impresos raros que movió a estos coleccionistas, sus valiosas colecciones privadas les otorgaban una especial forma de capital simbólico y social. Con el tiempo, muchas de estas grandes colecciones privadas terminaron formando parte del acervo de bibliotecas universitarias, ya sea por donación o compra. Por otro lado, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, existieron durante el siglo XIX las así llamadas free libraries, subscription libraries o association libraries, asociaciones civiles que financiaban la compra de libros a través de subscripciones o 6 Véase, por ejemplo, Salvatore, 2014, donde se contrastan procesos de acumulación de libros en Lima y San Francisco. 17 Introducción / Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore cuotas entre sus socios (Allan, 2015). Esta forma de biblioteca no fue muy diferente de lo que en el resto de Europa se conoció como «círculos literarios» o «gabinetes de lectura»7. Y de nuevo volvemos a Nueva Inglaterra para encontrar, a mediados del siglo XIX, las primeras bibliotecas públicas financiadas con impuestos y votadas por las legislaturas locales. Este fue el caso de la Boston Public Library y, más tarde, de la New York Public Library (Wiegand, 2015). Este tipo de bibliotecas públicas municipales ha existido en diversos países latinoamericanos, pero la inestabilidad política, la falta de recursos y una concepción más bien elitista de la cultura impidieron que se convirtieran en instrumentos al servicio de la ciudadanía. *** Los ensayos reunidos en este volumen contribuyen a enriquecer la historia de la acumulación libresca que hemos resumido muy sumariamente en los párrafos precedentes y ofrecen una muestra variada y representativa de las complejas y cambiantes historias detrás de la formación de bibliotecas privadas, institucionales, nacionales y científicas en América Latina. La primera parte, «Bibliotecas y formación del Estado-nación», se abre con el ensayo de Pedro Guibovich, que nos presenta a la Biblioteca Nacional del Perú como una institución pensada como un gabinete de lecturas de la élite ilustrada, un ámbito exclusivo del «lector serio». Su director durante veintinueve años, el literato e historiador Ricardo Palma, se esforzó por minimizar el número de lectores de novelas y de poesía, géneros que él consideraba propicios para el entretenimiento de holgazanes. Su larga permanencia al frente de la biblioteca estuvo relacionada con su heroica tarea de reconstruir el acervo de la biblioteca, arrasado por los soldados chilenos durante la invasión de 1881-1883, pero también con el distanciamiento de Palma de las vicisitudes de la política peruana. La biblioteca fue un refugio donde Palma pudo leer y escribir, además de socializar con los miembros de la ciudad letrada peruana. El ensayo de Paula Bruno se centra en la figura descollante de Paul Groussac, un intelectual de origen francés que dirigió la Biblioteca Nacional argentina por 44 años, de 1885 a 1929. Groussac ordenó y modernizó una biblioteca que había permanecido desordenada y anticuada debido a los vaivenes de la vida política argentina: comandó la confección de un catálogo general, organizó un fichero para la consulta del público, recogió importantes fuentes de archivo y mudó las colecciones a un edificio más amplio. Bruno se concentra en la figura de Groussac 7 De hecho, las «salas de lectura» de los Cartistas ingleses eran en realidad bibliotecas cooperativas que compitieron con las así llamadas subscription libraries. Sin embargo, en breve, estas bibliotecas fueron reemplazadas por las bibliotecas públicas. En Inglaterra, la primera fue la Manchester Public Library, creada en 1852 (Battles, 2015, pp. 135-137). 18 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX como promotor cultural, polemista y árbitro estético del mundo intelectual local. El director usó las revistas publicadas por la institución —La Biblioteca y Anales de la biblioteca— para traer novedades científicas y literarias al pequeño núcleo de lectores ilustrados a quienes estas publicaciones iban destinadas8. A partir de la biblioteca, el intelectual franco-argentino construyó para sí un enorme prestigio como árbitro estético y cultural de la nación en la era del progreso. Su crítica severa a jóvenes escritores y sus recurrentes polémicas con intelectuales formados generaron distancia y recelo entre el núcleo de la ciudad letrada que este tipo de biblioteca trataba de integrar. Groussac tenía una opinión negativa sobre los intelectuales locales y atribuía muchas de sus falencias a su relación con la política partidaria. Como Ricardo Palma, el intelectual franco-argentino también supo mantenerse alejado de los vaivenes políticos. Esta circunstancia, unida a su prestigio intelectual, le permitió una larga permanencia al frente de Biblioteca Nacional. En su capítulo, Iván Molina Jiménez presenta un panorama general del estado y crecimiento de las bibliotecas de Centroamérica. El ensayo muestra claramente que estas bibliotecas fueron el resultado del esfuerzo de gobiernos liberales durante la era del progreso (1870-1920). Los cinco países —Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua y Costa Rica— fundaron este tipo de instituciones entre 1879 y 1888, en un contexto en el que se discutía como problemas centrales de la construcción de la identidad nacional la escasez de obras de autores centroamericanos y la inexistencia de repositorios bibliográficos. El derrotero de la acumulación de libros y documentos fue diferente. En algunos países, la confiscación de colecciones conventuales (Guatemala) y la compra de bibliotecas cardenalicias (El Salvador) dieron lugar a colecciones ricas en materiales coloniales y religiosos. En los otros, por compra o donación, se adquirieron colecciones más bien pequeñas —de entre 14 000 y 24 000 volúmenes—, con un predominio de obras en francés y otros idiomas extranjeros —89% de los títulos provenían de Europa—. Aunque creadas para promover la difusión del libro nacional, las obras de autores centroamericanos constituían el 5% o menos de estas colecciones. La más exitosa de estas bibliotecas nacionales fue sin duda la de Costa Rica, que acumuló más de 100 000 volúmenes. Este crecimiento debió su impulso a una fuerte campaña estatal de alfabetización que redujo rápidamente las tasas de analfabetismo en centros urbanos y generó un fuerte aumento del número de lectores y de la demanda de libros. La Biblioteca Nacional de Costa Rica fue tal vez la única biblioteca de la región provista de gran variedad de materiales y abierta a la consulta de todo tipo de público, incluyendo escolares, lectores de novelas y toda persona que necesitara información práctica. 8 A diferencia de Palma, Groussac logró publicar revistas de calidad comparable con las de Europa, publicaciones pioneras que dieron albergue a los escritos de literatos, historiadores y hombres de ciencia, además de contener valiosos materiales para el estudio de la historia. 19 Introducción / Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore El ensayo de Flores Ramos traza el desarrollo de las bibliotecas de Puerto Rico en un contexto colonial. Examina el devenir del Gabinete de Lectura de la ciudad de Ponce durante la dominación española (1835-1898) y luego la Biblioteca Insular de San Juan, que pasaría a llamarse Biblioteca Carnegie gracias al apoyo financiero de la Fundación del mismo nombre hacia 1916-1917. El primer proyecto refleja el esfuerzo de un grupo de liberales y autonomistas por dotar a la ciudad de Ponce de un espacio de lectura para sus residentes letrados. Esta institución adquirió la forma de una subscription library; se trataba de una pequeña colección construida en base a la suscripción de sus socios-usuarios. Esta biblioteca nunca excedió los 3500 volúmenes y el número de lectores fue más bien bajo. El segundo proyecto fue producto de la nueva administración norteamericana. El gobierno de ocupación creó la San Juan Free Library, una biblioteca por suscripción pensada como un instrumento para la educación popular. Esta biblioteca catalogó sus obras bajo el sistema Dewey y obtuvo donaciones de obras en inglés del gobierno de Estados Unidos. En 1903 se transformó en la Biblioteca Insular, una combinación de biblioteca pública y archivo de documentos gubernamentales. Esta nueva organización acrecentó su acervo hasta poseer más de 25 000 volúmenes, parte de los cuales conformaban la Colección Puertorriqueña. En 1916, con un subsidio importante de la Fundación Carnegie, la biblioteca pudo construir un edificio moderno y mudar allí sus fondos bibliográficos. Al frente de ella se nombró al primer puertorriqueño graduado en bibliotecología en Estados Unidos. Para el autor, la modernidad colonial que Estados Unidos propuso a Puerto Rico hizo de la Biblioteca Carnegie un instrumento más del proceso de «americanización» y, por tanto, un momento de despolitización de la educación y la cultura en la isla. La segunda sección, «Bibliotecas y cultura letrada», empieza con el ensayo de Lilia Schwarcz, que narra el traslado de la Biblioteca Real de Portugal a la nueva sede del gobierno en Río de Janeiro, Brasil (1810-1811). Una biblioteca anterior con el mismo nombre y propósito había sido destruida por el devastador terremoto que azotó a Lisboa en 1755, y luego reconstruida bajo el reinado de José I. Esta biblioteca reconstruida y agrandada llegó a ser una de las mayores y más variadas de Europa, conteniendo todo tipo de libros, incluso aquellos prohibidos por la Inquisición. La biblioteca fue transportada por barco a Río de Janeiro en varias etapas. Luego, cuando Brasil declaró su independencia —en circunstancias en que el rey debió regresar a Lisboa—, el emperador Pedro I debió pagar una enorme suma de dinero para indemnizar al reino de Portugal por la pérdida de la biblioteca. A un lado y otro del Atlántico, la Biblioteca Real —luego Imperial— fue un emblema que representaba una tradición de monarcas ilustrados y coleccionistas de libros, mapas y documentos. No es sorprendente, entonces, que los avatares de la biblioteca siguieran de cerca las transformaciones que sufrió la monarquía en Portugal y en Brasil. 20 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX El trabajo de Pablo Buchbinder relaciona el desarrollo de la Biblioteca Pública de la Provincia de Buenos Aires (1871-1879) con el difícil proceso de formación de una sociabilidad intelectual autónoma que giraba alrededor de bibliotecas privadas. En la década de 1860, la debilidad del Estado y la inestabilidad del periodo que siguió a Caseros hicieron que letrados e intelectuales formaran importantes bibliotecas privadas e intercambiaran entre ellos libros y documentos. El análisis de algunas de estas colecciones —Mitre, Lamas y Gutiérrez— muestra la existencia y funcionamiento de una importante red transnacional de intelectuales cuya vocación colectiva fue formar «bibliotecas americanas». Intentos anteriores de crear ámbitos de sociabilidad intelectual habían fracasado. Por ello, cuando Vicente Quesada asumió la dirección de la Biblioteca Pública de Buenos Aires, quiso hacer de esta un espacio para la interacción de intelectuales que sirviera para fomentar las disciplinas humanísticas. La biblioteca, tal como Quesada la concebía, debía servir exclusivamente a «los estudiosos», no al público en general. Las tareas de alfabetización debían apoyarse en otro tipo de bibliotecas, las así llamadas «bibliotecas populares». Su posición un tanto elitista chocó con la de Domingo F. Sarmiento, quien, en su intento de promover la educación elemental, favorecía las bibliotecas de libre acceso, con préstamos domiciliarios. Quesada se negaba a dejar que libros o documentos salieran de la sede de la Biblioteca Pública. El ensayo de Carlos Aguirre examina la naturaleza, evolución y destino de las bibliotecas privadas de una muestra de veintisiete intelectuales peruanos durante el siglo XX. El autor encuentra que si bien los medios económicos facilitaron la tarea de los coleccionistas, hubo otros factores tal vez más importantes. Buena parte de estos intelectuales construyeron «bibliotecas de trabajo», algunas grandes, otras medianas y otras pequeñas. La expansión de estos patrimonios librescos tuvo que ver más con las trayectorias personales de los autores, con sus exilios, viajes y separaciones, que con la tenacidad u obsesión con el objeto-libro. En general, estas bibliotecas sirvieron para el trabajo de investigación y lectura de sus propietarios. Fueron muy pocos los autores que convirtieron sus bibliotecas en ámbitos de socialización y circulación de materiales. De las veintisiete colecciones examinadas, solo tres fueron vendidas al extranjero; la mayor parte fueron transferidas —total o parcialmente— a instituciones de la cultura en Perú: universidades, institutos y bibliotecas públicas. Un grupo pequeño de estas colecciones privadas «desapareció» o fue desintegrada en múltiples lotes y regalada o vendida. Si bien la Biblioteca Nacional y, en general, las agencias del Estado peruano no tuvieron una política clara con respecto a las colecciones privadas, una serie de factores contribuyeron a que estos fondos biblio- gráficos permanecieran en el Perú. Para mostrar los senderos sinuosos que siguieron algunas de estas bibliotecas, Aguirre analiza en detalle el devenir de cinco de estas colecciones: las de José Carlos Mariátegui, Luis Alberto Sánchez, Félix Denegri Luna, 21 Introducción / Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore Mario Vargas Llosa y Julio Ramón Ribeyro. Estos ejemplos muestran la importancia de los cambios políticos y sociales que afectaron la vida de estos intelectuales en la acumulación de libros: situaciones desagradables como prisiones, exilio, separacio- nes de pareja y pobreza afectaron la integridad y continuidad de estas colecciones. Aguirre concluye con algunas reflexiones en torno a las dificultades existentes para la formulación de políticas públicas consistentes y viables para la preservación del patrimonio bibliográfico acumulado por personas privadas. En el primer ensayo de la tercera sección, «Bibliotecas, museos y prácticas científicas y culturales», Christina Bueno narra la rápida transformación de la Biblioteca del Museo de México —más tarde el Museo Nacional de Antropología— durante el Porfiriato. Francisco del Paso, uno de sus directores, juega en esta historia un rol crucial. Este intelectual y coleccionista pasó veinte años de su vida en repositorios europeos copiando fuentes sobre la antigüedad indígena y el periodo colonial. Esto hizo que, con el tiempo, la Biblioteca del Museo de México se transformara en una de las más ricas del mundo, en posesión de una valiosa colección de códices mesoamericanos y otros libros y documentos raros. Un nuevo Estado centralizado, promotor del orden y el progreso y con suficientes recursos, dio apoyo a este proceso de acumulación de textos y objetos que en el futuro servirían para escribir la historia patria. Se buscaba reducir los «muchos Méxicos» a una única nación, México, orgullosa de mostrar al mundo una continuidad desde el periodo precolombino. El Estado porfirista apoyó este proceso de invención de la nación, tanto en el museo como en la escritura de la historia. Por esa época, el Museo y su biblioteca promovieron un desarrollo sin precedentes de la arqueología y la antropología y permitieron revertir en cierta medida la «diáspora bibliográfica» generada por siglos de saqueo al patrimonio cultural de México. Poscolonialistas antes de su tiempo, los constructores del Museo de México se dieron cuenta de que para contar la larga historia de la nación mexicana se necesitaba escarbar en bibliotecas y museos europeos. Máximo Farro, en su estudio de las bibliotecas privadas de dos intelectuales argentinos del siglo XIX —Bartolomé Mitre y Samuel Lafone Quevedo—, señala la existencia de bibliotecas paralelas hechas de papeles de investigación, a saber: una serie de cuadernillos, fichas, transcripciones, correspondencia, listados, resúmenes de obras, etc. Estas colecciones de papeles de trabajo reflejan el uso de las bibliotecas privadas como espacios de producción de conocimientos. Farro muestra cómo Bartolomé Mitre usó su colección de libros y documentos sobre lenguas americanas para imaginar un tratado sobre los indígenas del Río de la Plata y otro sobre los indígenas de Sudamérica. A partir de múltiples obras de su colección, Mitre extrajo y sistematizó conocimientos utilizando fichas y resúmenes. Paralelamente, Lafone Quevedo utilizó su valiosa colección de etnografía andina para separar vocablos de 22 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX lenguas indígenas y tabularlos en listados de dos columnas. De allí pudo extraer proposiciones generales sobre partículas pronominales y sobre los mecanismos de aglutinación de las lenguas indígenas. Desde sus gabinetes-bibliotecas, ambos intelectuales contribuyeron a la conformación de una primera etnografía lingüística en el Río de la Plata. Farro sugiere que, desde su Catamarca natal y utilizando una colección privada formada sobre la base de obras de autores europeos, Lafone Quevedo pudo participar en la empresa transnacional de descubrimiento de las culturas indígenas de la región. En su estudio de la Biblioteca del Museo de Río de Janeiro, Maria Margaret Lopes se ocupa de la problemática de las bibliotecas científicas. Durante las primeras dos o tres décadas de existencia, el Museo careció de libros sobre historia natural para contrastar y clasificar sus colecciones de minerales, plantas, peces y animales. Sus directores carecían de presupuesto para la compra de libros y, de hecho, las pocas compras que se realizaron se hicieron a través de los fondos de la Biblioteca Pública de Río, la cual les transfería luego las obras. Fue el establecimiento de la Comisión de Exploración a las Provincias del Norte lo que, a partir de 1856, dio al museo la posibilidad de adquirir las previamente demandadas obras clásicas. Un experto fue enviado a Europa para contactar libreros y realizar los pedidos. Los libros adquiridos tenían altos precios pues algunos eran obras clásicas de las cuales quedaban muy pocos ejemplares para la venta, o se buscaban ediciones con las mejores ilustraciones. Hacia 1863, el museo ya poseía un caudal importante de volúmenes científicos: cerca de 1200. Pero fue la publicación de la revista del museo, Archivos do Museo, lo que posibilitó adquirir, por medio del canje, las principales revistas científicas de Estados Unidos, Europa, Medio Oriente y África. Esta colección, estrictamente científica, permaneció a disposición de los funcionarios del Museo de Río y se usó para clasificar los especímenes traídos por la propia Comisión de Exploración a las Provincias del Norte. La última sección del libro, «Bibliotecas, movilización política y proyectos revolucionarios», se inicia con el ensayo de Flavia Fiorucci sobre el impacto de las políticas culturales del peronismo en las bibliotecas argentinas. Fiorucci enfatiza la continuidad del ideario liberal en la vida de las bibliotecas argentinas a lo largo del primer peronismo. Durante gran parte del gobierno peronista (1946-1955), estuvo al frente de la Biblioteca Nacional Gustavo Martínez Zuviría, un nacionalista católico con fama de antisemita. En su visión, la preservación de las colecciones de la biblioteca era la primera prioridad y ellas serían útiles para investigadores serios y no para escolares o gente sin ocupación. Esta posición contradecía la doctrina igualitaria del peronismo. Martínez Zuviría pudo resistir diversos intentos del gobierno de hacer que la Biblioteca se alineara con la nueva doctrina y la revolución justicialistas, al punto de negarse a contribuir con proyectos o actividades para el 23 Introducción / Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore Plan Quinquenal. Tal vez por eso, el gobierno peronista invirtió mayores fondos para apoyar las adquisiciones de las bibliotecas populares, con la idea de que el libro llegara a las masas. Pero también en este terreno la autora detecta una cierta continuidad. Entre 1944 y 1949, dirigió la Comisión de Bibliotecas Populares (CONABIP) un poeta católico, Carlos Obligado, quien continuó el proyecto original de Sarmiento de educar al pueblo ciudadano en completa libertad, sin censuras ni presiones. De hecho, CONABIP, ahora receptora de cuantiosos recursos para la compra de libros, pudo mantener la autonomía de las bibliotecas populares en la selección del material de lectura. Su sucesor, un escritor peronista que provenía del mundo obrero, Horacio Velázquez, curiosamente mantuvo la misma política de adquisiciones. En sus charlas citaba con mayor frecuencia a Sarmiento que a Eva o Juan Perón. Fiorucci sostiene que, en materia de acumulación libresca, el peronismo no intentó o no pudo utilizar a las bibliotecas como instrumentos de propaganda de su doctrina. En cierto sentido, la Biblioteca Nacional y las bibliotecas populares fueron bastiones o fortalezas del liberalismo cuyas torres Perón no pudo derribar. En su ensayo, Ricardo Salvatore revisa los cambios que trajo la Revolución cubana al sistema bibliotecario y las prácticas de lectura en la isla. Fidel Castro prometió que la Revolución haría que cada campesino y obrero tuviese una biblioteca en su casa. En realidad, ocurrió lo contrario: luego de la Revolución se produjo una importante concentración de colecciones —antes privadas— en la Biblioteca Nacional de Cuba. Se constituyó un sistema de bibliotecas que incluía bibliotecas escolares y municipales, pero bajo el rígido control del comisariado cultural de la Revolución. El nuevo régimen produjo un cambio de gran trascendencia en materia de escolarización. La campaña de alfabetización de 1961 elevó rápidamente el número de lectores en la isla y así creó un público que demandaría libros en el futuro. La Biblioteca Nacional de Cuba se transformó en una gran biblioteca por sus colecciones aumentadas, su nueva Sala Martí de autores cubanos y su dedicación a hacer llegar el libro al pueblo trabajador y campesino. Su directora, María Teresa Freyre de Andrade, hizo mucho para transformarla en una institución moderna al servicio de la construcción del socialismo. Pero los funcionarios castristas pronto descubrieron el lado liberal de esta militante comunista y eso determinó su escandalosa separación en 1967. Freyre de Andrade creía en el socialismo y la revolución, pero también creía que los lectores debían escoger sus propias lecturas. La Revolución, por otro lado, creó un virtual monopolio en la producción de libros. La Imprenta Nacional, a cargo de Alejo Carpentier, publicó una selección de obras de la literatura universal para ponerlas a disposición de los nuevos alfabetizados. Casa de las Américas y otras instituciones lanzaron también ediciones masivas de autores cubanos y latinoamericanos. Pero los requerimientos del sistema educativo y el énfasis en cuestiones tecnológicas y de planificación —producto del acercamiento 24 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX al socialismo soviético— hizo que la Imprenta Nacional se concentrara, sobre todo, en la producción de manuales escolares y obras técnicas. Aunque la Imprenta Nacional publicó millones de ejemplares por año, una porción reducida de su presupuesto era destinada a la literatura. Por ello, los cubanos «devoraban» cada nuevo libro de literatura que salía al «mercado» —agotaban cada nueva impresión en materia de días—, lo que hacía que los estantes de la Cuba socialista parecieran estar siempre semivacíos. Finalmente, Alfredo Alzugarat nos presenta un análisis sorprendente de las bibliotecas carcelarias de Uruguay durante el periodo 1968-1974. Nos informamos aquí de las prácticas educativas y de lectura de los presos militantes que colmaban ciertos penales uruguayos. En esta época, muchos guerrilleros y guerrilleras fueron apresados y remitidos a cárceles de mediana y alta seguridad: los penales de Libertad, Punta Carretas y Punta de Rieles. Al principio, los presos gozaron de amplia discreción para organizar bibliotecas, distribuir libros y dictar cursos a sus compañeros. Con el objetivo central de formar cuadros militantes para la futura revolución, los presos formaron bibliotecas con predominio de textos marxistas —y algo también de filosofía, política y sociología— y establecieron escuelas de cuadros dentro del penal. Pero, con el golpe militar de junio de 1973, se introdujo la censura de las lecturas en las bibliotecas de las cárceles, se requisaron los libros que los presos tenían en sus celdas y muchos de estos libros —aquellos considerados inconvenientes o prohibidos— fueron quemados en piras o calderas. Entonces los presos guerrilleros optaron por crear pequeñas bibliotecas clandestinas. Estas estaban compuestas por pequeños librillos manuscritos, microcopiados en hojas de papel de fumar y luego protegidos por bolsitas de plástico. Así preparados, estos libros-cápsula se escondieron en retretes y patas de camas o se enterraron en las paredes de las celdas. Con el tiempo, la represión se hizo extrema. Entonces, los presos volvieron a leer obras tradicionales de la literatura universal, tomadas prestadas de la biblioteca central de la prisión. De esta manera, los presos políticos se internaron en un proceso de reflexión y autoconocimiento y se encontraron con el placer estético de la lectura, a la vez que se alejaban de la lectura instrumental de obras marxistas. *** Los ensayos incluidos en este volumen, como el lector puede apreciar en los resúmenes precedentes, exploran el rol de las bibliotecas públicas y privadas en relación con la formación de los Estados-nación en América Latina y la circulación y adopción de modelos bibliotecarios extranjeros. Al mismo tiempo, examinan la función de las bibliotecas como repositorios de capital simbólico y autoridad institucional. Al igual que otras instituciones, las bibliotecas contribuyeron a procesos 25 Introducción / Carlos Aguirre y Ricardo D. Salvatore de acumulación y difusión del conocimiento y, en este sentido, desempeñaron un rol crucial en la formación de los Estados-nación en el hemisferio. La fundación de bibliotecas nacionales representó una instancia fundamental en la construcción del orden republicano y en los esfuerzos —muchas veces fallidos— por formar ciudadanos ilustrados y virtuosos. Sin embargo, las bibliotecas representan un tipo de acumulación de conocimiento —fundamentalmente occidental— que acompañó la imposición o reforzamiento de jerarquías sociales, raciales y culturales. Como elementos centrales de la cultura de la ilustración, a partir de finales del siglo XVIII y sobre todo comienzos del XIX, las bibliotecas estaban en principio concebidas para instruir a todos los ciudadanos, pero se enfrentaron con enormes obstáculos para cumplir ese rol, puesto que amplios sectores de la población —iletrados, campesinos, trabajadores y otros grupos subalternos— no tenían acceso a ellas. La historia de las bibliotecas también nos permite abordar la importante problemática de la democratización de la lectura y del acceso a los bienes culturales. Como puede apreciarse en el ensayo de Alzugarat, aún entre los grupos armados de los años setenta hubo militantes muy versados en filosofía, política, sociología e historia que enseñaban a otros militantes semianalfabetos. Unos y otros descubrieron dentro de la prisión su pasión por la lectura, lo que es indicativo del fracaso del aparato educativo estatal ya muy entrado el siglo XX. Las bibliotecas privadas y no estatales también forman parte de esta historia. Valiosísimas y muchas veces masivas colecciones privadas de libros y documentos —pertenecientes a miembros de las élites sociales y culturales o a académicos e intelectuales— constituían fuentes de conocimiento, pero también de prestigio y estatus y, por tanto, ayudaban a perpetuar nociones preexistentes sobre el valor superior de los libros y la cultura impresa en relación con productos culturales orales, tradicionales o no occidentales. Bibliotecas conectadas a instituciones científicas, educativas y culturales —universidades y museos, por ejemplo— se convirtieron en repositorios fundamentales para la circulación, adopción y producción de conocimiento, si bien lo hicieron dentro de las limitaciones económicas, sociales e institucionales propias de la época. Por otro lado, desde comienzos del siglo XX se empezaron a formar bibliotecas más modestas en tamaño y con un carácter y una significación distintos, pues apuntaban a la democratización de la cultura y los libros. Es el caso de las bibliotecas de sindicatos, clubes de barrio, iglesias, partidos políticos y otros tipos de organizaciones de la sociedad civil. Grupos subalternos y activistas vieron en las bibliotecas fuentes de ilustración y educación que podrían ayudarlos a superar los estigmas y exclusiones que experimentaban en la vida cotidiana. 26 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX Finalmente, diversos proyectos políticos que buscaban transformar el statu quo y empoderar o al menos movilizar a amplios sectores de las clases populares —dos ejemplos saltantes son el peronismo en Argentina y la Revolución cubana— recurrieron también a la promoción de la lectura y a la creación o consolidación de bibliotecas que, en su diseño, permitirían el acceso de amplios sectores a la cultura. Al lado de masivos proyectos editoriales y educativos, estos regímenes imaginaron la proliferación de bibliotecas como un mecanismo de democratización de la cultura, pero también como una forma de ensanchar los vínculos de clientelismo con los sectores populares. En suma, este volumen intenta echar nuevas luces sobre la historia comparativa de las bibliotecas en América Latina y, en particular, sobre su rol en los conflictos sociales y culturales, la formación de los Estados-nación, los procesos de cambio político e institucional, la producción de conocimiento en la región y la acumulación de capital cultural y simbólico. Este conjunto de ensayos intenta contribuir a la historia de las bibliotecas y, a la vez, abrir líneas de conversación con otras profesiones y saberes también interesados en la cuestión de la preservación de los activos culturales y la difusión del conocimiento. 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De esta forma le expresó el escritor Ricardo Palma a Marcelino Menéndez y Pelayo su estado de ánimo ante el saqueo del que había sido objeto la Biblioteca Nacional del Perú por la oficialidad militar chilena durante la ocupación de Lima entre 1881 y 1883. A continuación, Palma le refirió que el gobierno peruano había decretado la fundación de una nueva biblioteca, además de honrarle con la dirección de la misma. Y agregó: «El país ha acogido con entusiasmo el propósito y, en menos de quince días, he recibido donativos por más de diez mil volúmenes». En el contexto de la posguerra, con un país en ruinas y sin recursos económicos, no extraña que Palma concluyese su epístola haciendo un pedido de libros en términos que lo harían célebre: «Un bibliotecario mendigo se dirige, pues, al ilustre literato, para pedirle la limosna de sus obras, y que avance su caridad hasta solicitar de sus esclarecidos compañeros, en las Academias de la Historia y de la Lengua, contribuyan a la civilizadora fundación encomendada, más que a mis modestas aptitudes, a mi entusiasmo y perseverancia» (Palma, 2005, I, p. 255). El apelativo de «bibliotecario mendigo» le ganó fama a Palma en vida y, sobre todo, en la posteridad. Es conocido su trabajo no de fundación, sino de reconstrucción de la biblioteca. Mucho se ha escrito sobre ello, en gran parte en tono encomiástico. Sin desmerecer esas lecturas que han hecho de Palma una suerte de héroe civil en el Perú de la posguerra, poco o nada se ha dicho acerca de la función que, según él, debía cumplir el primer repositorio bibliográfico del país. En las páginas que siguen, argumento que el rol que Palma le asignó a la biblioteca estuvo lejos de favorecer una democratización de la lectura. Por el 32 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX contrario, el escritor concebía la misión de la biblioteca en términos elitistas: un espacio para que los ciudadanos instruidos cultivaran la inteligencia. Para entender lo anterior hay que tomar en cuenta dos aspectos: las adquisiciones bibliográficas y la organización administrativa de la Biblioteca Nacional; y la conversión de esta última en un refugio para sustraerse de la actividad política, lugar desde el cual esperaba poder, de acuerdo con Jorge Basadre, «ser leal a su vocación y mensaje de escritor» (Basadre, 1962, VI, p. 2711). En mi opinión, la prolongada gestión de Palma como director fue posible por la ausencia de otros candidatos que contaran con su experiencia administrativa en la biblioteca, su prestigio en la república de letras en lengua española, el control que ejercía al interior de la institución y el rol marginal de esta dentro de la estructura administrativa del Estado peruano. El escritor convertido en «bibliotecario mendigo» Palma fue nombrado director de la Biblioteca Nacional el 2 de noviembre de 1883, escasos días después de la firma del Tratado de Ancón que puso fin a la guerra con Chile. Llama la atención la prontitud con que el gobierno del general Miguel Iglesias se ocupó de un asunto relativo a la cultura, en circunstancias en que había tantos problemas por resolver. La situación nacional, escribió Basadre, era terrible. El país no tenía escuadra. Los restos de su ejército combatían entre sí. Abrumaban a la hacienda pública y a la economía privada el empobrecimiento general del Perú; la fuga o la merma de capitales; la depreciación progresiva del papel moneda, que las necesidades de la defensa obligaron a emitir con abundancia; la semiparalización del comercio exterior durante cinco años; la destrucción sistemática de la infraestructura en los puertos; la ruina dejada en la agricultura por las batallas y combates, por las tristemente famosas expediciones del comandante chileno Patricio Lynch —el «Príncipe Rojo», como lo calificara Benjamín Vicuña Mackenna— y por diversas depredaciones de los ocupantes. Asimismo, a fines de 1883, los planteles de enseñanza constituían, en su mayor parte, «un conjunto de ruinas materiales con los edificios, gabinetes, museos, archivos y mobiliarios, maltrechos o perdidos» (Basadre, 1962, VI, pp. 2666-2667). En esta situación, la preocupación por la Biblioteca Nacional, sostiene Guillermo Durand, se explica por una razón de naturaleza psicológica: había que demostrar confianza y optimismo en todos los sectores de la actividad estatal, para remediar la larga lista de males que afligían el país. Al enfrentarse a la desastrosa realidad y tratar de restañar las heridas, el gobierno de Iglesias debía comenzar precisamente por restablecer la administración pública, que se hallaba en desorden, e iniciar el periodo de la reconstrucción (Durand, 1972, p. 26). 33 Ricardo Palma y la Biblioteca Nacional del Perú / Pedro Guibovich Pérez Pero también hubo una dimensión simbólica en la decisión del mandatario: la de emular al general José de San Martín. De acuerdo con Palma, «así como para San Martín, después de jurada la independencia, en 1821, su primer acto administrativo fue el decreto creando la Biblioteca Nacional del Perú, él [Iglesias] se había propuesto imitarlo decretando, sin pérdida de tiempo, la restauración del establecimiento destruido por los chilenos» (Palma, 1912, pp. 4-5). De modo similar al Libertador argentino, entonces, Iglesias se había impuesto romper con el pasado mediante la reconstrucción de la más emblemática de las instituciones culturales republicanas. La forma como Palma fue llamado a hacerse cargo de la dirección de la Biblioteca Nacional la narró él mismo en un breve opúsculo aparecido en 1912. En él refiere que a fines de 1883 recibió una invitación del dueño del diario La Prensa de Buenos Aires para trabajar en su cuerpo de redacción. Durante la guerra, Palma había servido de corresponsal de dicho periódico enviando un texto quincenal. «La propuesta [en 1883] del señor Paz —escribió— me imponía la obligación de colaborar, semanalmente, con un artículo histórico, tradicional o de crítica literaria; y la remuneración era tentadora» (Palma, 1912, p. 3). Figura 1. Vista general, en primer plano, de una las salas de la Biblioteca Nacional y, al fondo, la reservada a los lectores. Fuente: E. Centurión Herrera, El Perú en el mundo; o, El Perú y sus relaciones exteriores. Bergama: Instituto Italiano d’arti Grafiche, 1931. 34 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX Poco tiempo después de la entrada del general Iglesias en Lima, Palma acudió a entrevistarse con él para pedirle, dada su condición de empleado del Estado, licencia para ausentarse del país y el mantenimiento de su sueldo. Iglesias le dijo que lo complacería gustoso y que consultaría su solicitud con los ministros Manuel Antonio Barinaga y José Antonio de Lavalle. Al día siguiente, al acudir Palma a una cita con Lavalle, este le pidió que permaneciera en el Perú y que restaurase la Biblioteca Nacional: «Utilice Usted —le dijo el ministro— en beneficio del país su prestigio literario en el extranjero y sus relaciones personales con los hombres eminentes de cada nación americana y de España». Por su parte, Palma le respondió: «Me propone Usted […] que me convierta en bibliotecario mendigo». A lo cual el diplomático replicó: «Justamente, pida Usted limosna para beneficiar a su patria» (Palma, 1912, p. 4). La resistencia del escritor a aceptar el encargo fue vencida debido a la posterior intervención del general Iglesias. Varias fueron las consideraciones que pesaron para que Palma fuera nombrado director de la Biblioteca Nacional. Como hombre de letras, era acaso el único escritor peruano con un importante reconocimiento dentro y fuera del país, lo que lo convertía en la persona idónea para llevar a cabo la tarea asignada. En su condición de académico correspondiente de la Academia Española de la Lengua, podía acudir a sus colegas de dicha institución, así como a numerosos hombres de letras en el mundo hispánico, para lograr su cometido. Junto con las razones estrictamente académicas, las hubo también de tipo personal. Palma mantenía buenas relaciones con los dos principales miembros del gobierno de Iglesias: Manuel Antonio Barinaga, quien presidía el gabinete ministerial, había sido su compañero en las aulas del colegio de San Carlos; y José Antonio de Lavalle, que ocupaba la jefatura del Ministerio de Relaciones Exteriores, era su amigo de la infancia. Además, el presidente Iglesias y Palma eran amigos desde la juventud y se guardaban un mutuo aprecio (Durand, 1972, p. 26). Las acciones iniciales de Palma al frente de la biblioteca se pueden reconstruir en detalle a partir de su copioso epistolario personal, así como de los oficios que periódicamente enviaba a sus superiores en el gobierno, en los que detallaba de manera minuciosa las acciones tomadas para la administración de la institución. Sin embargo, dado que esto último no es de interés para mi argumento, lo dejaré de lado para concentrarme en mi propuesta inicial: la función asignada por el escritor a la Biblioteca Nacional. Un primer aspecto a destacar es que Palma se propuso restaurar la institución en mejores condiciones que las existentes antes de 1881. No es fácil reconstruir el estado de aquella antes de la ocupación chilena. Diversos viajeros y hombres de ciencia europeos a su paso por Lima visitaron la biblioteca, atraídos, unos, por sus colecciones bibliográficas y, otros, por el prestigio intelectual de algunos de sus 35 Ricardo Palma y la Biblioteca Nacional del Perú / Pedro Guibovich Pérez directores; sin embargo, hay poca constancia de que los visitantes se sirvieran de los libros y manuscritos para sus investigaciones. En 1841, Johann Jakob von Tschudi anotó que la biblioteca contenía 26 344 libros impresos, 432 manuscritos y una pequeña colección de mapas y grabados en cobre. «Destaca —escribió— sobre todo, por su riqueza en obras de contenido religioso e histórico. La literatura que concierne a la historia de la conquista y del primer tiempo del gobierno español es completa». Pero lamentó que existieran escasas obras modernas (Tschudi, 2003, pp. 75-76). Poco podía hacer el director de entonces, Juan Coello, cuando, como observó el científico suizo, la institución solo gozaba de un mínimo apoyo económico. Durante la dirección del clérigo Francisco de Paula González Vigil, entre 1845 y 1875, la biblioteca logró ampliar su espacio de tres a siete salas, incluyendo la que había servido de refectorio en el supreso colegio jesuita de San Pablo, la cual fue dedicada a sala de lectura (Tauro, 1964, p. 87). En 1852, Clements R. Markham anotó: «Iba con frecuencia al museo y la biblioteca, examinando y dibujando bocetos de los retratos de los virreyes españoles y tomando notas de algunos de los interesantes volúmenes de Papeles Varios»1. Años después, en 1859, Karl Scherzer calculó que la biblioteca contenía 30 000 volúmenes «de todas las ramas del conocimiento humano», pero que por «carecer de medios, no han sido aumentados» (Scherzer, s.f., p. 83). La escasez de recursos había, sin duda, no solo limitado la posibilidad de incrementar los fondos bibliográficos de la institución, sino también su transformación en un servicio eficiente y moderno en beneficio de la sociedad. Tan deplorable estado no pasó desapercibido para el jurista Manuel Santos Pasapera, quien, en su plan para la reforma del sistema educativo peruano, publicado en 1874, estimó como esencial la existencia de bibliotecas públicas. Sostuvo que un país «será tanto más civilizado o ilustrado, cuando menos, mientras mayor sea el número de bibliotecas públicas que haya en él y mayor el número de libros de cada biblioteca» (Santos Pasapera, 1874, p. 461). Escribió que en el Perú solo existían dos bibliotecas públicas: la del colegio de San Carlos, en Trujillo, y la Nacional, en Lima. No obstante, la primera no funcionaba como tal aun cuando había sido creada como pública. En cuanto a la segunda, su diagnóstico fue desalentador. Santos Pasapera estimaba que la biblioteca pública ideal era aquella que contaba con «muchos y buenos libros» y a la que podía concurrir «todo el mundo»; un lugar donde hubiese comodidad para leer, es decir, con «luz suficiente, silencio, asiento mullido y recado de escribir para hacer apuntaciones». Si había todo esto, 1 «I was also much at the museum and library, examining and trying to sketch some of the portraits of the Spanish viceroys and making extracts from some of the interesting volumes of Papeles varios» (Blanchard, 1991, p. 12). 36 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX anotó, estaríamos frente a una buena biblioteca pública, en la que «el consiguiente aprovechamiento ya no depende sino de la voluntad de los individuos» (p. 462). Aunque no lo dijera explícitamente, es claro que el autor, al dibujar este cuadro, tenía en mente su experiencia como usuario de la Biblioteca Nacional y lo que ella debía ser para que calificara como un adecuado servicio público. «Hoy estamos como en el año 1822. Peor, pues, ni edificio tiene la Biblioteca. Se halla en obra hace mucho tiempo y continuará así indefinidamente», sentenció, y prosigue con su nada alentadora apreciación: «Doloroso es decirlo, pero es la verdad: no tenemos actualmente biblioteca pública en el Perú. Hay, es cierto, algunos volúmenes; pero, si no pueden ser leídos en el momento que se quiere, ¿para qué sirven? ¿Basta tener esperanzas de que algún día servirán? ¡Raro progreso!» (p. 463). Santos Pasapera señaló que a la Biblioteca Nacional había que dotarla de un catálogo, de un reglamento, de un sistema de inspecciones periódicas que garantizaran la conservación del establecimiento, de rentas y de libros. Dado que su proyecto proponía la creación de bibliotecas públicas en las capitales departamentales, con una visión muy moderna para su tiempo, era de la idea de que la Biblioteca Nacional funcionase como centro de formación de los futuros bibliotecarios que habrían de servir en el interior de la república: «Habiendo ya un edificio especialmente destinado para Biblioteca en esta ciudad, solo debe pensarse en que se abra al público, y en preparar los que han de servir para el mismo destino en los departamentos» (Santos Pasapera, 1874, p. 467). Las bibliotecas públicas, entre ellas la Nacional, como las concebía Santos Pasapera, debían ser instituciones al servicio del conjunto de la sociedad. Esto queda de manifiesto en sus advertencias acerca de las políticas de adquisiciones bibliográficas. Las bibliotecas tenían que procurar hacerse de «todos aquellos [libros] que sirvan con más provecho para la instrucción de los habitantes del departamento, según la industria o industrias reinantes en él». Y advertía que esto se haría siempre y cuando la biblioteca pública estuviese ya surtida de aquellos libros «de absoluta necesidad para la instrucción moral y para adquirir los conocimientos que constituyen la instrucción primaria y la preparatoria» (p. 466). Llevar a la práctica algunas de las reformas de Santos Pasapera fue tarea del sucesor de González Vigil en la dirección de la Biblioteca Nacional. Al hacerse cargo de la institución en 1875, Manuel de Odriozola encontró una situación poco halagadora. No era posible ordenar los libros porque se carecía de estantes, de forma tal que ellos se hallaban «atravesados, amontonados y sin saberse su paradero». Este caos, escribió Odriozola, había aumentado cuando la anterior administración recibió aproximadamente tres mil volúmenes de la biblioteca del convento supreso de San Felipe Neri, y otros procedentes de las adquisiciones 37 Ricardo Palma y la Biblioteca Nacional del Perú / Pedro Guibovich Pérez hechas por la biblioteca y de envíos que el gobierno remitió en calidad de depósito (Tauro, 1964, p. 87). En medio de la crisis económica que enfrentaba el Estado peruano, Odriozola logró la instalación de estantes en el gran salón de la biblioteca, y en ellos se colocaron alrededor de 20 000 volúmenes. El director era consciente de que la carencia de un catálogo general o un índice completo de los libros, folletos y periódicos que atesoraba la institución limitaba su funcionamiento como servicio. Además, eran necesarios más empleados para poner en orden y limpiar los impresos. Él encontró al inicio de su gestión que la Biblioteca solo contaba con un conservador, un amanuense y un peón, «empleados insuficientes hasta para atender a los lectores, y que en manera alguna podían ayudar al arreglo» (Tauro, 1964, p. 88). A pesar de las apremiantes necesidades, logró incrementar el personal mediante la contratación de cinco empleados más. En junio de 1878, de acuerdo con el informe de Odriozola, aún quedaban por realizar algunas tareas importantes en la Biblioteca Nacional: la encuadernación de folletos y periódicos, así como de algunos libros; la elaboración de los catálogos; la promulgación de un reglamento de funcionamiento; y la asignación de una cantidad anual de dinero para la adquisición de libros y periódicos científicos y literarios de Europa y América. Esto último se consideraba esencial con la finalidad de que la Biblioteca pudiera comprar «con prontitud las últimas publicaciones que haya, y que no se carezca, como ahora sucede, de las obras nuevas de más nombradía, y de otras que, aunque no tan recientes, son demasiado caras para que las compre un particular y que aquí no se encuentran a ningún precio» (Tauro, 1964, p. 88). El 17 de enero de 1879, Mariano Felipe Paz Soldán, por entonces ministro de Instrucción, dispuso la formación del catálogo de la Biblioteca Nacional; para ello elaboró unas instrucciones muy detalladas y encargó su ejecución a Manuel González de la Rosa y José Toribio Polo (González de la Rosa, 1880, p. 132). Este último, a los seis meses de su nombramiento, renunció por desavenencias con González de la Rosa, quien prosiguió la tarea. En febrero de 1880, este informó a Paz Soldán del avance de la tarea encargada: «El catálogo en su parte principal está concluido; que solo faltan los libros truncos y casi inservibles», escribió. Añadió que quedaban por clasificar en orden alfabético y temático 23 079 papeletas descriptivas de los libros y, que concluido ello, podría imprimirse el catálogo. Precisó que, siguiendo las instrucciones de Paz Soldán, «no se ha cuidado de la colocación, ordenada o no que tengan los libros en los estantes, ni muchos menos se ha soñado en arreglarlos por tamaños». Alguna premura por parte del gobierno parece haber existido para la realización del catálogo, porque González de la Rosa precisó que, para ganar tiempo, los libros habían sido catalogados tal cual estaban en los estantes (p. 132). 38 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX En vísperas de la ocupación chilena de la capital, si hemos de dar crédito al testimonio de Odriozola, las colecciones de libros lucían ordenadas al estar colocadas en estantes; no obstante ello, la biblioteca debía parecer más una suerte de depósito y museo de impresos que una institución destinada al uso de los lectores. Palma llegó a describirla como «un hacinamiento de libros, colocados sin concierto e invadidos por la destructora polilla» (1892, p. 4). Solo atendía cuatro horas al día, y su fondo bibliográfico estaba constituido en su gran mayoría por obras de los siglos XVI, XVII y XVIII, procedentes de las bibliotecas de las órdenes religiosas. La biblioteca ilustrada El 31 de octubre de 1883, pocos días después de que el ejército chileno de ocupación abandonara Lima, Odriozola, el director de la Biblioteca Nacional, redactó un informe dirigido al ministro de Justicia, Instrucción, Culto y Beneficencia en el que dio cuenta del estado en que encontró el local de la institución a su cargo. La descripción, bastante detallada, era más que sombría: los libros habían sido extraídos para ser llevados a Chile, el mobiliario era casi inexistente y el local se hallaba bastante desaseado al haber sido utilizado como caballeriza por la soldadesca chilena. «De los cincuenta mil volúmenes impresos que existían en ella, no llegan a un mil los que quedan esparcidos por los cinco salones que ocupaban. De los manuscritos, entre los que había no pocos de los siglos XV y XVI no se encuentra uno solo, como tampoco ninguno de los mapas de la colección geográfica», escribió (Durand, 1972, pp. 36-37)2. La tarea de Palma al asumir la dirección de la biblioteca era enorme. Se sirvió de diversos medios para conseguir libros: el canje, la compra, pero sobre todo —por la penuria económica— la donación. También se dedicó, como él mismo lo señaló, a recorrer las pulperías de la ciudad para recuperar libros y manuscritos vendidos por los soldados chilenos a los pulperos, necesitados siempre de papel para usarlo como envoltorio. Algunos manuscritos conservados en la actual Biblioteca Nacional ostentan la anotación de Palma que da cuenta de la fecha y circunstancias de su rescate3. También fue posible repatriar libros desde Chile (Durand, 1972, pp. 94-95). Una de las preocupaciones centrales de Palma fue la de adquirir obras antiguas y modernas para la biblioteca. Son muchos los testimonios documentales al respecto. Por ejemplo, en 1884, le manifestó a Manuel María del Valle, director 2 Acerca del saqueo de la Biblioteca Nacional, véase mi artículo sobre el saqueo del patrimonio documental y bibliográfico durante la ocupación chilena de Lima (Guibovich Pérez, 2009). Muchos de los impresos que «emigraron» al país del sur fueron descritos en Moreno, 1896. 3 Véase la «Orden prefectural para recoger de las pulperías códices y documentos pertenecientes a la Biblioteca», Lima, 17 de mayo de 1887 (Durand, 1972, pp. 106-107). 39 Ricardo Palma y la Biblioteca Nacional del Perú / Pedro Guibovich Pérez de El Nacional, lo siguiente: «Quedan en mi poder 95 soles plata y 750 soles billetes, que me propongo aplicar exclusivamente a la compra de folletos de interés histórico, político, económico, científico y literario, publicados en el Perú» (Palma, 2005, I, p. 261). En junio de 1885, con no poco orgullo, le expresó al historiador mexicano Vicente Riva Palacio que «La Biblioteca sigue en progreso. En esta semana he recibido del Uruguay dos cajones de libros sobre historia, ciencias, administración y literatura de esa república» (2005, I, p. 275). Años más tarde, en una carta al historiador Antonio Rubió y Lluch, suscrita en 1900, anotó: «Yo recibo mensualmente para la Biblioteca de Lima, todo lo que en historia y literatura (sin excluir ramo del saber humano) aparece en Madrid. Fernando Fé es un agente activísimo para esto, y adivina lo que cree puede interesarme» (2005, II, p. 346). La lectura de los pedidos bibliográficos hechos por Palma a libreros y conocidos revela su interés por hacerse de obras sobre temas muy diversos: medicina, geografía, ingeniería, literatura, historia, política, filosofía, entre muchos otros. No hubo por parte de Palma una política definida de adquisiciones. Buscó conformar un fondo bibliográfico muy amplio, aunque con frecuencia eran sus propios intereses literarios e históricos los que primaban a la hora de hacer los pedidos. Así, en una carta a Victoriano Agüeros, suscrita en 1896, al tiempo que le agradecía haberle informado de escritores mexicanos desconocidos para él, Palma se quejaba de que entre México y el Perú haya más alejamiento que con el Japón; y le decía que gracias a Vicente Riva Palacio y Francisco Sosa había podido enriquecer la Biblioteca Nacional con más de trescientos volúmenes de escritores mexicanos. Y añade: «No olvide Ud. la promesa que me hace de enviarme libros de sus compatriotas. Por el momento le pido las poesías de un señor Flores en la que me dicen que hay un prólogo de Altamirano, en el me consagra algunas palabras de benevolencia que yo agradezco» (2005, II, p. 234). Palma también se interesó en la adquisición de bibliotecas que hoy llamaríamos especializadas y en obras de especial valor histórico. La solidaridad de algunos allegados permitió que, mediante una suscripción, en 1884, adquiriera la biblioteca del escritor y político Fernando Casós. Se trataba de una colección de cerca de 2000 volúmenes encuadernados y en buen estado de conservación: «solo la colección de Diccionarios, los treinta y tres tomos de El Monitor Francés, los quince de El Peruano y Registro Oficial y la Colección de leyes, de Quirós, representan los 791 soles pagados. A mi juicio —escribió Palma—, el doctor Casós no pudo gastar menos de quince mil soles de plata en la formación de su escogida librería» (2005, I, p. 262). Cinco años más tarde, la biblioteca del diplomático e historiador Mariano Felipe Paz Soldán, por compra del gobierno, pasó a integrar los fondos de la Biblioteca Nacional, según informó (2005, I, p. 367). Como no era posible que todos los libros fueran ingresados, Palma decidió que los duplicados fueran distribuidos a 40 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX otras bibliotecas, como la de la Universidad de San Marcos, las departamentales y la del Centro Militar: «Lo importante en esta adquisición ha sido los estuches conteniendo los manuscritos, los volúmenes de papeles varios y las colecciones de periódicos. En cuanto a los libros, poco menos de 300 han sido novedad para el catálogo» (1892, p. 7). En 1898, la extraordinaria colección de impresos coloniales y republicanos que había pertenecido al historiador Félix Cipriano Coronel Zegarra también pasó a enriquecer los estantes de la Biblioteca Nacional (Durand, 1972, p. 243). En el rubro de obras antiguas y valiosas, Palma adquirió las Antigüedades Peruanas, de Mariano de Rivero, «con un valioso tomo de grabados», así como textos de Pablo de Olavide y Rodrigo Valdés, cuya inclusión en la Biblioteca Nacional juzgaba indispensable (Palma, 2005, I, p. 261). Durante su permanencia en España en 1892, Palma aprovechó para coordinar nuevas adquisiciones para la biblioteca y obtuvo con sus propios recursos el manuscrito de las Memorias histórico-físico- apologéticas, de José Eusebio de Llano Zapata (Palma, 2005, II, p. 128). En los años siguientes, persistiría en su pesquisa de obras de interés histórico. «Hasta ahora —le escribió al presidente Nicolás de Piérola en 1896— no se ha resuelto un oficio mío en que pedía al gobierno me autorizase para adquirir un manuscrito y varios libros entre los que está un ejemplar de las Memorias de García Camba con anotaciones manuscritas del general Gascón». Y añade: «Pida Usted mi nota y el catálogo impreso que la acompaña, y estoy seguro que, persuadido Usted de la conveniencia de adquirir esos manuscritos, por lo que al país interesan, decretará favorablemente» (Palma, 2005, II, p. 231). Palma puso especial empeño en reconstituir el fondo de manuscritos de importancia para historia nacional que atesoraba la Biblioteca Nacional desde antes de la guerra; lo hizo por medio de la extracción de expedientes del Archivo Histórico Nacional4. Esto, junto con la adquisición de manuscritos y obras valiosas mediante compra y traslado, pone de manifiesto la voluntad de Palma de convertir la biblioteca en un espacio privilegiado para el lector culto y el investigador de su tiempo. El escritor no concebía la idea de convertir la biblioteca en una institución realmente pública, orientada a todo tipo de lectores, tal como se puede leer en un extenso informe que en marzo de 1888 dirigió a Arturo García, ministro de Justicia e Instrucción. Reconstruyamos los hechos. El 3 de marzo, la Dirección General de ese Ministerio le ordenó a Palma disponer que la biblioteca atendiera al público desde las ocho hasta las once de la mañana, y desde el mediodía hasta 4 Un listado parcial de este fondo documental, conocido como Papeles Varios, en su mayor parte desaparecido en el incendio de la Biblioteca Nacional en 1943, puede encontrarse en Palma, 1891; aparece descrito con más detalle en Vargas Ugarte, 1940. 41 Ricardo Palma y la Biblioteca Nacional del Perú / Pedro Guibovich Pérez las cinco de la tarde. Palma presentó varias objeciones a esta orden. En primer lugar, adujo que durante la mañana no era posible atender al público porque ese momento del día se destinaba al aseo del local. En segundo lugar, recordó que a los empleados se les adeudaba diez meses de sueldo. Y, en tercer lugar, sostuvo que llevar a cabo la limpieza durante la noche exponía a la biblioteca a un incendio debido al recalentamiento del sistema de iluminación. Palma adjuntó un extenso memorándum, donde expuso con más detalle otras razones. Aparte de aludir a la falta de personal y recursos, sostuvo que ampliar la atención al público significaría fomentar la lectura de literatura no apropiada. Informó que había suspendido la publicación de la estadística mensual de los libros que se leían «por honor del país», ya que de ella resultaba que «de cada diez lectores, ocho no pedían sino novelitas y versos». En consecuencia, no era deseable que el pueblo peruano fuera considerado como compuesto de «gente frívola» (Durand, 1972, pp. 114-115). Figura 2. Ricardo Palma en la dirección de la Biblioteca Nacional del Perú, 1905. Foto de Manuel Moral (Archivo de la Biblioteca Nacional del Perú). Ante la propuesta del ministro de que un solo empleado era suficiente para atender a los lectores, replicó: «Verdad es que Su Señoría nunca ha visitado la Biblioteca, ni conoce el mecanismo de ella como oficina». Señaló que no debía confundirse una biblioteca popular o municipal con una Biblioteca Nacional, pues la misión de ambas era distinta. A la segunda le correspondían «por excelencia los libros de consulta más que los de puro entretenimiento». Y precisó: «La Biblioteca Nacional 42 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX es más para gente seria que para la turba. No es lugar de distracción o de mata- tiempo, sino de estudio y trabajo». Le expresó al ministro que «A los verdaderos lectores de Biblioteca, que son muy pocos, les doy todo género de facilidades, y para ellos la Biblioteca está expedita a toda hora y hasta los días festivos. A estos señores puedo atenderlos yo solo, y me complazco de ello» (Durand, 1972, p. 115). Por añadidura, Palma refutó la propuesta de que la biblioteca debía estar abierta más horas. La prueba estaba, según él, en que, durante el periodo de sesiones del Congreso, casi todos los que concurrían al salón de lectura emigraban al edificio parlamentario. «El salón de lectura queda entonces con los diez o doce verdaderos lectores de Biblioteca, que no piden libros insustanciales o de distracción», anotó. Más aún, el escritor era partidario de controlar los géneros literarios que leían los jóvenes: «Muchos padres de familia se me han acercado para pedirme que no permita a sus hijos leer libros inconvenientes; pero el reglamento actual no me faculta para vigilar sobre la moralidad de hijos ajenos». Se mostró dispuesto a reformar el reglamento de la biblioteca, a pesar de que «no corresponde a sus fines», y le dolía que ella fuese el punto de reunión de todos los escolares que no querían ir al colegio y de gente desocupada que no tenía otro lugar donde ir a pasar el tiempo. «Pocos, muy pocos, son los que concurren por amor al estudio y a la ciencia, y con el sano deseo de ilustrarse», escribió. Palma consideraba que la propuesta de que la Biblioteca Nacional funcionara más de cuatro o cinco horas no era reflejo de que la sociedad peruana fuera adelantada y estudiosa. En su opinión, el Perú era un «país, relativamente sin lectores»; en consecuencia, sería «ridículo lujo el de ocho horas de Biblioteca» (Durand, 1972, pp. 115-116). Empeñado en su campaña de controlar la consulta de ciertos libros a los jóvenes escolares, Palma envió un oficio en setiembre de 1888 al Director de Instrucción Pública. En él hizo notar al gobierno cuán perjudicial podía ser el hecho de permitir a los estudiantes de colegio la lectura de «novelas y otras obras» que, en su opinión, eran «inconvenientes». Y añadió que «una Biblioteca Nacional no puede ni debe ser lugar de holgazanes y pasatiempo para niños que, en vez de concurrir al colegio, vician su corazón y su inteligencia devorando libros para cuya lectura no están preparados». Solicitó al gobierno instrucciones sobre cómo proceder (Durand, 1972, pp. 121-122). Tres años después, en setiembre de 1891, al elevar al director del Ministerio de Instrucción Pública la estadística de obras leídas el mes anterior, sostuvo que constituía un «desconsolador resumen», ya que de los 1130 volúmenes consultados, 814 correspondían a novelas y poesías. Entonces escribió: «Ha casi dos años que, por patriotismo, he cesado de dar mensualmente publicidad en la prensa a la estadística bibliotecaria, estadística que nos exhibiría ante el mundo como un pueblo de holgazanes y pervertidos, que no otra cosa significaría la revelación de 43 Ricardo Palma y la Biblioteca Nacional del Perú / Pedro Guibovich Pérez que apenas la cuarta parte de los lectores no lo son sino de libros de frívolo solaz» (Durand, 1972, p. 171). El propósito de todos los gobiernos en Europa y América —prosiguió Palma— había sido y sería siempre el que toda Biblioteca Nacional no fuera «centro de holganza y pasatiempo», sino «un verdadero templo alzado al saber humano, y en el que los hombres estudiosos encuentren acopiados elementos de provechosa consulta a la vez de conveniente ilustración para la inteligencia» (Durand, 1972, p. 172). No deja de llamar la atención el hecho de que el modelo de biblioteca propuesto por Palma fuera muy similar al ideado por el criollo limeño José Eusebio de Llano Zapata a mediados del siglo XVIII. Este último aspiraba a que Lima poseyera una biblioteca pública reservada para los hombres de letras, la cual podía organizarse a partir de la cesión o donación de algunas de las más importantes colecciones bibliográficas en manos privadas y la compra de impresos valiosos existentes en el mercado limeño5. Seguramente Llano Zapata habría suscrito la idea de Palma de que la Biblioteca Nacional no debía tener el carácter de instituciones similares dedicadas al «recreo» o de «clubes o librerías de lectura a domicilio, cuyo caudal es de novelas y versos» (Durand, 1972, p. 172). La lectura de estas últimas obras no la consideraba provechosa para los estudiantes de literatura, porque no era devorando libros «insustanciales y corruptores del gusto estético a la par que del sentido moral» que se lograba sobresalir en el mundo de las letras, afirmó Palma. Y sentenció: «¡Ojalá tuviera nuestra patria menos aspirantes a literatos y más aficionados a las ciencias, a las artes, a la agricultura y a la industria! Hombres de acción y de trabajo, gente seria, en fin, que no poetas y novelistas reclama el Perú» (Durand, 1972, p. 172). Parecería una contradicción que siendo Palma un literato emitiera una apreciación tan negativa acerca de las obras de ficción. Lo que él pretendía era que la lectura de recreación estuviese reservada al ámbito doméstico y personal y no se ejerciera en las instituciones dependientes del Estado. En un contexto de franca recuperación económica, como lo fueron los años finales del siglo XIX, Palma aparece identificado con las ideas de progreso entonces imperantes. El progreso material y moral —parece decirnos el escritor— van de la mano, son indesligables. En tal sentido, resulta natural que, sustentado en su «deber patriótico», volviese a pedir al gobierno que le autorizara restringir, hasta donde estimare conveniente, la libre lectura de novelas y poesías en la Biblioteca Nacional. Dado que resultaba difícil, si no imposible, evitar que los jóvenes tuvieran acceso a obras literarias en la Biblioteca Nacional, y no era apropiado que el propio Palma se 5 Véase la carta de Llano Zapata a Cayetano Marcellano de Agramont, arzobispo de Charcas, suscrita en Cádiz el 30 de junio de 1758 (Llano Zapata, 2005, pp. 594-598). 44 Bibliotecas y cultura letrada en América Latina. Siglos XIX y XX erigiera en una suerte de censor/celador de los textos que eran servidos a los noveles lectores, el escritor puso su mayor empeño en lograr del gobierno la aprobación de un nuevo reglamento para la Biblioteca y el Archivo Histórico, instituciones ambas que estaban bajo su autoridad. En el nuevo reglamento, aprobado por el gobierno el 4 de junio de 1892, los menores de quince años no podían ser admitidos en la sala de lectura, pero se mantuvo el servicio de atención de la Biblioteca en las mañanas y tardes (Durand, 1972, p. 180). Palma replicó que debía funcionar tan solo en las tardes, para lo cual retomó sus viejos argumentos: Si en las sociedades de Europa donde es crecido el número, no de lectores que, como entre nosotros, concurren a distraerse o pasar el tiempo con lecturas frívolas, sino de lectores que consultan las obras en provecho de la ciencia y de las letras, solo se abren las Bibliotecas durante cuatro o cinco horas ¿a qué necesidad social responde el que la Biblioteca de Lima, cuyo personal de empleados es reducidísimo, se singularice funcionando por más de cinco horas? (Durand, 1972, p. 184). Pocos días después, ante la insistencia de Palma, el gobierno modificó el reglamento de la biblioteca y el archivo en el sentido de que la primera solo debía atender al público desde el mediodía hasta las cinco de la tarde. El escritor había ganado la partida, al menos temporalmente, y con ello se vio afianzado como la indiscutible autoridad en la Biblioteca Nacional. En 1896, a iniciativa de Augusto Durand, diputado en el Congreso, se aprobó un proyecto de ley acerca de la extensión del servicio de la biblioteca durante la noche y, además, en los días festivos. Palma se opuso tajantemente, aduciendo una serie de motivos. En primer lugar, le recordó a Durand en una carta que «No hay Biblioteca Nacional, se entiende en Europa, que esté en la noche abierta al público» (Palma, 2005, II, p. 240). Desde 1894, escribió, la biblioteca solo funcionaba durante el día. Y añadió, distinguiendo las bibliotecas populares de las nacionales, que las primeras eran «las que están a disposición del público en las noches y los días festivos; a fe que costa