Derecho, Instituciones y Procesos Históricos XIV Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano Primera edición, agosto de 2008 Edición de José de la Puente Brunke y Jorge Armando Guevara Gil © Instituto Riva-Agüero de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2008 Jirón Camaná 459, Lima 1 Teléfono: (51 1) 626-6600 Fax: (51 1) 626-6618 ira@pucp.edu.pe www.pucp.edu.pe/ira Publicación del Instituto Riva-Agüero N° 247 © Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2008 Av. Universitaria 1801, Lima 32 - Perú Teléfono: (51 1) 626-2650 Fax: (51 1) 626-2913 feditor@pucp.edu.pe www.pucp.edu.pe/publicaciones Foto de cubierta: Estantería de la Dirección del Instituto Riva-Agüero (Lima) Diseño de interiores y cubierta: Fondo Editorial Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. ISBN Tomo III: 978-9972-42-859-3 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2008-09998 Impreso en el Perú - Printed in Peru LOS JUICIOS DE LA MONJA DOMINGA GUTIÉRREZ (AREQUIPA, PERÚ, 1831) Jorge Armando Guevara Gil* There is a final lesson to be learned from Anna´s story [...] It is one about human nature and character that transcends gender and poli- tics. Anna´s story is both stranger than fiction and truer than history, and neither the novelist nor the historian has yet done it any justice […] For both the novelist and the historian, Anna´s story has one and the same moral: the tragedy that awaits those who defy the ex- pectations of their age and culture.1 1. I ntroducción2 Arequipa, 6 de marzo de 1831. Dominga Beatriz del Corazón de Jesús, monja de clausura del Convento de Santa Teresa de las Carmelitas Descalzas, reniega de su vida retirada y trama un ardid para lograr su libertad. Con la ayuda de sus sirvientas, al cobijo de la noche, introduce un cadáver a su celda, le prende fuego y fuga del * Miembro del Instituto Riva-Agüero y Profesor Asociado del Departamento Académico de Derecho, Pontificia Universidad Católica del Perú, Lima. aguevar@pucp.edu.pe. 1 Steven Ozment, The Bürgermeister´s Daughter. Scandal in a Sixteenth-Century German Town, Harper Perennial, New York, 1997, pp. 189, 192. Ana Büschler fue hija de un poderoso burgomaestre de la ciudad imperial de Schwäbisch Hall que se encontraba bajo el dominio del emperador Maximiliano I (1493-1519). Tras descubrirse sus amoríos simultáneos con un noble y un caballero local, se desató un escándalo social y terribles batallas legales que duraron más de 30 años. Contra ella litigaron su padre, sus familiares y la propia ciudad por diversas causas (e.g., desheredación, libertad personal, pobreza extrema, trato cruel), pero también contó con importantes aliados que le permitieron defender sus derechos. El rencor del padre llegó a tal extremo que la tuvo encadenada a una mesa durante seis meses. Pese a todo, Anna libró una extraordinaria batalla, inclusive en los estrados que su padre presidía, para defender su dignidad y sus derechos. Dicho sea de paso, el caso de Dominga tampoco ha recibido la atención que merece. Tanto la historiografía especializada como la literatura peruana lo han tratado de manera esquiva (véase, por ejemplo, la sugerente pero escasa atención que Mario Vargas Llosa le presta en su novela sobre Flora Tristán y Paul Gauguin: Mario Vargas Llosa, El Paraíso en la otra esquina, Alfaguara, Grupo Santillana, Lima, 2003, capítulo XIII. Para un estado de la cuestión, ver Armando Guevara Gil, «Entre la libertad y los votos perpetuos. El caso de la monja Dominga Gutiérrez (Arequipa, 1831)». Boletín del Instituto Riva-Agüero 28. «Actas de la I Conferencia sobre Antropología y Derecho: Rutas de encuentro y reflexión», Instituto Riva-Agüero, Lima, 2003. 2 Esta ponencia se basa en Guevara Gil [1]. Presenta con mayor detalle los litigios generados por la fuga de Dominga y amplía el análisis de los valores que se pusieron en juego al desatarse el debate sobre el caso. Aprovecho la oportunidad para reiterar mi agradecimiento al Instituto Riva-Agüero de la Ponti- ficia Universidad Católica del Perú por la beca de investigación 2002 que me concedió para desarrollar el proyecto «Entre la libertad y los votos perpetuos: el caso de la monja Gutiérrez (Arequipa, 1831)». 330 Derecho, instituciones y procesos históricos convento. Al día siguiente, las monjas y su aristocrática familia lloran su muerte, el irreconocible cadáver es enterrado en su lugar y ella se esconde en la casa de sus tíos, los Thenaut-Gutiérrez. El problema es que muy pronto se descubre la verdad y se desata el escándalo público, la sanción social y la contienda legal entre los fueros civil y eclesiástico. El prominente obispo arequipeño Sebastián de Goyeneche3 inicia una causa por apostasía. La municipalidad local, encabezada por el jurista liberal Andrés Martínez, se arroga la facultad de defender la libertad de Dominga Gutiérrez de Cossío, y plan- tea una acción popular ante la Corte Superior de Arequipa para que el fuero civil proteja sus derechos y libertades. En el contexto de la naciente república peruana, en plena lucha entre conservadores y liberales, el caso no pudo adquirir mayores propor- ciones. Por el lado del fuero civil la causa llegó hasta la Corte Suprema de la República y por el lado del fuero eclesiástico hasta el Papado Romano. Varios siglos después y en una latitud geográfica y cultural totalmente diferente a la de Anna Büschler, Domin- ga también padeció los rigores del estigma social y la sanción legal de su época por atreverse a transgredir los patrones de conducta aceptados e impuestos por la sociedad arequipeña y la Iglesia Católica de inicios del siglo XIX. El caso de Dominga tiene diversas aristas que merecen ser estudiadas. Entre éstas destacan la traumática experiencia de una adolescente que ingresó al convento a los 14 años de edad y que permaneció en clausura una década; el escándalo social y la reacción de su devota y acaudalada familia que, literalmente, la prefería muerta antes que viva pero deshonrada; la irritada reacción de las autoridades eclesiásticas frente a su fuga; las batallas ideológicas y legales entre los fueros civil y eclesiástico por el des- tino de su cuerpo y alma; y la estigmatización de Dominga por la sociedad arequipeña al haber obtenido la libertad perdiendo su honor y gracia. En esta ponencia, me limitaré a presentar una revisión de las contiendas legales más importantes que se desataron a raíz de la decisión de Dominga. Luego, presentaré algunos alcances sobre el concepto del honor en relación a los valores de la libertad, gracia y obediencia porque contribuyen a comprender las tribulaciones de la monja y las reacciones institucionales y sociales que el caso suscitó. En un período signado por el debate ideológico y el cambio político, las diferentes posiciones frente a estos valores expresan las pugnas por establecer la fundamentación cultural hegemónica del nuevo orden social republicano. En medio de una sociedad tradicional, en la que la obediencia a las reglas de una corporación era un valor muy apreciado, los liberales 3 Goyeneche ejerció su cargo durante 42 años (1818-1860) y llegó a ser el único obispo en todo el territorio peruano durante más de una década (1826-1835) porque los otros prelados abandonaron sus sedes ante los temores desatados por la consolidación de la república. Luego fue consagrado Arzobispo de Lima (1860-1872) y su reputación era tal que se le concedió el título de Padre Espiritual de Sud América (José Pedro Rada y Gamio, El arzobispo Goyeneche y apuntes para la historia del Perú, Imprenta Políglota Vaticana, Roma, 1917). 331Los juicios de la monja Dominga Gutiérrez n Jorge Armando Guevara Gil trataron de consagrar, legal y culturalmente, valores republicanos como la libertad personal. El problema era que la aceptación de esos valores modernos estuvo mediada por los de honor, gracia y obediencia. Sin ellos, era imposible ser libre. De ese desen- cuentro surgió la desgracia de Dominga. 2. D ominga, la clausura y la fuga Dominga Gutiérrez de Cossío era hija de una de las familias más acaudaladas, respeta- das y aristocráticas de la Arequipa de fines del siglo XVIII e inicios del XIX. Fue hija legítima de Reymundo Gutiérrez de Otero y María Magdalena de Cossío y Urbicaín, quienes se casaron en 1791. Don Reymundo era «caballero profeso de la orden del Glorioso Apóstol Santiago, Teniente Coronel de Regimiento de Milicia, español del Valle de Soba en el Obispado de Santander» y María Magdalena era hija legítima de un caballero de Santiago y oficial de un regimiento de milicias. El inventario del patri- monio prematrimonial de don Reymundo arrojó una fortuna de 232.492 pesos, «es- pecialmente en mercaderías de sus casas de comercio establecidas en Cádiz, Arequipa, Puno, Cuzco, Oruro, Camaná y Cochabamba», mientras que Doña María aportó una dote de 16.940 pesos. El matrimonio tuvo doce hijos pero solo ocho sobrevivieron.4 Hacia 1830 la ciudad de Arequipa tenía una población de 40.000 personas aproximadamente.5 Poseía una estructura social jerarquizada y estamentaria y, más allá de la propaganda ideológica de los liberales, era una ciudad eminentemente con- servadora, católica y tradicional. Pertenecer a una familia aristocrática generaba el reconocimiento social de la posición privilegiada (honor-prelación) y el deber simul- táneo de mantener una conducta honrada (honor-virtud u honra) que evitase caer en la deshonra o la desgracia.6 En ese contexto, el ingreso de Dominga al Monasterio de Santa Teresa de la Orden de las Carmelitas Descalzas que funcionaba en el monasterio del Carmen no podía ser más auspicioso para la aristocrática familia y para la propia 4 Manuel Bustamante de la Fuente, La monja Gutiérrez y la Arequipa de ayer y de hoy, Gráfica Morsom, Lima, 1971, pp. 36-37. 5 Sarah Chambers, From Subjects to Citizens. Honor, Gender, and Politics in Arequipa, Peru, 1780- 1854, University Park: The Pennsylvania State University Press, 1999. Eusebio Quiroz Paz Soldán, «La República. Arequipa: una autonomía regional, 1825-1866», Historia general de Arequipa, Máximo Neira et al.: 419-488, Fundación M.J. Bustamante de la Fuente, Arequipa, 1990, p. 439 estima que la población de la ciudad estaba entre los treinta y cuarenta mil habitantes hacia 1836. En 1831 el viajero alemán Franz Meyen la calcula «en unos treinta mil pero eso no está bien probado» (Franz J.F. Meyen, «Arequipa en 1831», Imagen y leyenda de Arequipa. Antología 1540-1990, Edgardo Rivera Martínez (ed.): 227-230, Fundación M.J. Bustamante de la Fuente, 1996[1835], Lima, p. 228). 6 Cf. María Eugenia Chaves, Honor y libertad. Discursos y recursos en la estrategia de libertad de una mujer esclava (Guayaquil a fines del período colonial), Gotemburgo: Departamento de Historia e Instituto Iberoamericano de la Universidad de Gotemburgo, 2001, p. 162. Lyman Johnson and Sonya Lipsett- Rivera, The Faces of Honor. Sex, Shame, and Violence in Colonial Latin America, University of New Mexico Press, Albuquerque, 1998. Julian Pitt-Rivers y J. G. Peristiany (eds.), Honor y gracia, Alianza Editorial, Madrid, 1993. 332 Derecho, instituciones y procesos históricos novicia. De esa manera se cumplía con una de las exigencias de toda buena familia: consagrar a un hijo o hija al servicio de Dios e integrarlo al cuerpo de Cristo. Hacerlo era una forma de revalidar la posición de privilegio, la virtud y la gracia de todo el linaje. El Convento que acogió a Dominga era uno de los más grandes y ricos de Are- quipa.7 Tenía cuatro claustros internos con las celdas dispuestas alrededor. Las monjas dormían en sus «tumbas», pequeños recintos adyacentes a los dormitorios y en donde estaba prohibido tener luz. Un problema que enrarecía la vida conventual era el alto grado de conflictividad interna. El convento estaba atravesado por rivalidades, odios y chismes, a la par que se vivía bajo una tensión permanente entre las monjas pro- venientes de la aristocracia arequipeña, las de menor rango social y las plebeyas. Las diferencias estamentarias, que se expresaban en los bienes y criadas que cada una tenía a su disposición solo acentuaban los problemas de la comunidad religiosa. Dominga Gutiérrez de Cossío entró al convento en 1821, a los 14 años de edad, y tomó el nombre de Dominga Beatriz del Corazón de Jesús. Los motivos que la lle- varon al noviciado son fuente de especulación: una temprana decepción amorosa; la crueldad y los maltratos de la madre, que en ese entonces ya era viuda; y una verdadera vocación para llegar a ser una «monja de hábito negro». Luego de tomar sus votos per- petuos se convirtió en una monja de velo negro y debía permanecer enclaustrada en el monasterio por el resto de su vida. Sin embargo, fugó del convento el 6 de marzo de 1831, 10 años después de haber ingresado. La causa de su decisión fue la infelicidad que la empezó a agobiar después de un par de años de haber prestado su juramento. No se pudo acostumbrar a los rigores de la vida religiosa ni a la disciplina monacal. La vida cotidiana al interior del convento de las Carmelitas Descalzas, sobre en todo en comparación con el convento de Santa Catalina de la misma ciudad, era de extrema severidad.8 Los ejercicios espirituales, la oración y la intensa vida monacal comenza- ban a las 4 de la madrugada y continuaban hasta el mediodía. Luego almorzaban y descansaban hasta las 3 pm, hora en que reiniciaban las oraciones. Según refiere Flora Tristán, prima de Dominga, el ambiente era sumamente austero y lúgubre: 7 Se pueden consultar descripciones y valoraciones estéticas del monasterio en Luis Enrique Tord, Arequipa artística y monumental, Banco del Sur del Perú, Lima, 1987, pp. 121-133; Flora Tristán, Peregrinaciones de una paria, Moncloa-Campodónico Editores, Lima, 1971[1838], pp. 373, 378; y Bus- tamante de la Fuente [4], p. 35.. Este autor señala: «Otro de los Monasterios de Arequipa que merece espacial mención es el de Santa Teresa, que es de una belleza extraordinaria. Sus magníficos portales, sus numerosos cuadros de verdadero mérito y sus jardines prolijamente cuidados, hacen de él una verdadera joya de arte [...] Hasta ahora se mantiene cerrado y constituía una gran atracción, la celda de la Monja Gutiérrez, que no ha vuelto a ocuparse por ninguna religiosa y que conserva hasta hoy las huellas del incendio que provocó esa monja». 8 Tristán [7], pp. 375, 383. 333Los juicios de la monja Dominga Gutiérrez n Jorge Armando Guevara Gil Al tomar el velo en la orden de las carmelitas, las religiosas de Santa Rosa [sic: Santa Teresa]9 hacen voto de pobreza y de silencio. Cuando se encuentran, la una debe decir. ‘Hermana, tenemos que morir’, y la otra responde: ‘Hermana, la muerte es nuestra liberación’, y jamás pronunciar otra palabra.10 Muy pronto la monja expresó a su confesor y familiares que deseaba salir del Con- vento. Estaba constantemente enferma y deprimida, pero aún así ninguno de sus alle- gados se atrevió a solicitar la nulidad de sus votos perpetuos para poder exclaustrarla a tiempo siguiendo el trámite apropiado, dentro de los 5 primeros años de haberlos tomado. Ante la desdicha y la indiferencia, Flora Tristán revela que la monja se inspiró en una lectura de Santa Teresa y tramó el ardid que la llevaría a la libertad: introducir un cadáver al convento con la ayuda de sus criadas, desfigurar su rostro y quemarlo en su «tumba». Luego fugaría del convento y se refugiaría temporalmente en una tienda vecina que una de sus criadas había alquilado. Posteriormente iría a la casa de sus tíos Thenaut-Gutiérrez para acogerse a la protección familiar e iniciar su vida en libertad. Como dice Tristán, «¿qué no puede el amor por la libertad?».11 La monja y sus criadas ejecutaron el plan casi a la perfección. Al día siguiente se descubrió el incendio y el cadáver desfigurado. Sus hermanas y familiares creyeron que se trataba de la monja Gutiérrez y procedieron a velarlo y enterrarlo con toda la pompa del caso. Mientras, Dominga se escondió en la casa de sus tíos pero su felici- dad duró muy poco. El ardid se descubrió pronto e inmediatamente se produjo una conmoción social y legal. En ella se enfrentaron los poderes civil y eclesiástico, cada uno defendiendo sus fueros y principios. Por un lado la libertad y el individuo y por el otro los votos perpetuos, la obediencia, la entrega total al cuerpo sagrado de Cristo. 3. L os expedientes judiciales A continuación, reviso algunos de los expedientes civiles y eclesiásticos iniciados a raíz de la decisión de Dominga. Destacan el juicio por apostasía, la contienda de competencia entre los fueros civil y eclesiástico, y el proceso de secularización y exclaustración de la monja que Bustamante de la Fuente12 transcribe y 9 Es importante aclarar que Flora Tristán confunde el convento de Santa Teresa perteneciente a la orden de las Carmelitas Descalzas con el convento de Santa Rosa que siempre estuvo bajo la regla Dominica en el Perú (ver Francisco Xavier Echeverría y Morales, «Memoria de la Santa Iglesia de Arequipa» y «Memoria de las Religiosas del Monasterio de Carmelitas Descalzas del señor San José en la ciudad de Arequipa», Memorias para la Historia de Arequipa, Víctor M. Barriga (ed.), tomo IV: 1-192,313-364. Arequipa: Imprenta Portugal, 1952[1804] pp. .39-42, 313-368; Tord [7], pp. 109, 121). 10 Tristán [7], p. 376. 11 Ibidem, p.399. 12 Bustamante de la Fuente [4]. 334 Derecho, instituciones y procesos históricos comenta.13 El primero lo inició el obispo Goyeneche el 10 de marzo de 1831 en el fuero eclesiástico, al descubrirse que sor Dominga del Corazón de Jesús no se hallaba muerta sino prófuga. El obispo se mostró indignado por la violación de la clausura y de los votos perpetuos, y por la falta de respeto a Dios, al monasterio, al propio pastor y al «público piadoso que ha ofendido». También indicó que estaba avergonzado porque el hecho dio pié a «que los malvados, en tiempos tan calamitosos, se burlen de los santos Estatutos Regulares».14 Su amargura ante un evento sin precedentes en la historia de Arequipa era tal que llegó a decir: «quisiera verdaderamente llorar la muerte de la citada religiosa más bien que su apostasía» (cursiva añadida).15 El objetivo de este proceso era averiguar «la verdad de tamaños e irreligiosos aten- tados» y por eso decide apersonarse al monasterio para iniciar una pesquisa. Primero iba a tomar la declaración indagatoria de la priora y luego los testimonios de las reli- giosas y seglares implicadas en el caso. Para ello dicta un pliego interrogatorio de seis preguntas: 1. Si el cadáver era el de Dominga «y si sus facciones son las mismas». 2. Si se había introducido algún cadáver al convento, y quiénes y cómo lo hicie- ron, «y de qué arbitrios se valieron al efecto». 3. Quién había abierto las puertas del convento y qué había pasado con las llaves. 4. «Si supieron de antemano la resolución de salirse del Convento de la referida religiosa, por qué no dieron parte oportunamente al prelado para que lo remediase». 5. Cuál había sido la conducta de Dominga, con quiénes conversaba, si recibía recados secretos y quiénes los conducían. 6. Si podían precisar más detalles sobre el caso.16 Por una «indisposición tem- poral» el obispo Goyeneche no puede cumplir su cometido pero destaca a monseñor Santiago Ofelan, Magistral de la Catedral arequipeña, para que practique la sumaria información de testigos. El día 11, Ofelan se apersona al convento y recibe las respuestas de la priora sor María de la Asunción al pliego interrogatorio. Ella afirma que no sabía si el cadáver encontrado en la celda era el de Dominga. No había tenido «valor para verlo» pero de oídas sabía que sus facciones estaban desfiguradas. Al final de su testimonial añadió «que por lo desfigurado de su facción no parecía ser de la misma pero que 13 Ver, también, Luis Alayza y Paz Soldán, Mi País, Tomo X, Peruanidad. Lima: Imprenta El Cóndor, 1962 y Archivo Mostajo, Universidad Nacional San Agustín de Arequipa, documentos sueltos. 14 Bustamante de la Fuente [4], p. 41. 15 Ibidem, p. 42. Archivo Mostajo, documentos sueltos, paquete 2, fojas 2. 16 Bustamante de la Fuente [4], p. 42. 335Los juicios de la monja Dominga Gutiérrez n Jorge Armando Guevara Gil han asegurado todas las que lo vieron que parecía serlo por lo descarnado y macilento». No sabía si se había introducido un cadáver al convento «ni aun puede presumir posible que se introduzca [...] por el mucho cuidado que se ha tenido siempre y tiene su reverenda de la conservación rigurosa de la clau- sura». Afirma que sor María Isabel Bustamante había tomado las llaves de la celda prioral para abrir las puertas de la clausura acompañada de la Superiora, Casimira Valcárcel y Mercedes Marina. Preguntada si conocía las intenciones de Dominga respondió «que no ha sabido que haya tenido jamás la resolución de salir del convento ni haberle notado disgusto y aunque padecía tristeza, solo era en sus continuas enfermedades». Pareciéndole un asunto menor, «no podía dar parte a su señoría [el obispo] de desorden alguno». Tam- bién afirmó que no había notado ninguna conducta extraña en la monja y que esta tenía una relación especial «con la misma prelada que declara, con su tía sor María Rosa, pero sin estrechez» y, durante un tiempo, con sor María Josefa Vigil. «En lo exterior solo se comunicaba con la mandadera María». Finalmente, en una respuesta que corrobora la versión de Flora Tristán sobre la convicción de las monjas —«cuan- do la existencia de Dominga había cesado de ser una duda para todo el mundo, las buenas hermanas sostenían todavía que estaba bien muerta y que lo que se contaba sobre la pretendida salida del convento era una calumnia»—,17 la priora sentencia «que ignora absolutamente otros incidentes que puedan haber intervenido en el falle- cimiento que supone efectivo, real y verdadero de la religiosa Sor Dominga del Corazón de Jesús y Gutiérrez» (cursiva añadida).18 Bustamante refiere que el expediente contiene «varias declaraciones, que no se transcriben por ser del mismo tenor».19 Eso significa que las monjas habían generado una “versión oficial” sobre los hechos e intenciones de Dominga, cerrando filas ante la autoridad eclesiástica. Sin embargo, Alayza y Paz Soldán incluye un «extracto del ex- pediente de exclaustración de Dominga» en el que se reproducen respuestas contradic- torias de su criada María Pastor al pliego interrogatorio transcrito por Bustamante.20 Pastor declara que «observó su total abatimiento y disgusto, agitada por el deseo de abandonar el claustro, hasta el extremo de negarse el alimento por más de un mes». También «manifestó varias veces a la declarante su resolución de arrojarse por la cerca». Fue por estas razones y para «que así quedara a cubierto su honor y el del monasterio en el público y se evitase también la pesadumbre de la prelada y religiosas» que la criada decidió ayudarla a ejecutar su plan de fuga y encubrimiento. Aseveró que 17 Tristán [7], p. 400. 18 Bustamante de la Fuente [4], p. 44. Archivo Mostajo, documentos sueltos, paquete 2, fojas 4-6. 19 Bustamante de la Fuente [4], p. 44. 20 Alayza y Paz Soldán [13], pp. 175-176. Archivo Mostajo, documentos sueltos, paquete 1, fojas 710. 336 Derecho, instituciones y procesos históricos el cadáver no era el de la monja fugada «sino el de una muchacha nombrada María Hurtado, que falleció en el Hospital de San Juan de Dios». Revela cómo lo introdujeron, «en unión de la mandadera, María Arias» y lo desfiguraron y quemaron. También indicó que fue la propia monja quien abrió las puertas para introducir el cadáver «con la llave que ella misma tomó, como que tenía el oficio de tercera». Luego la Pastor «llevó las llaves a la celda prioral y las puso en el sitio acostumbrado». Revela que a la hora de retirarse hizo «seña en la pared para que ocurriese la monja vecina, Gertrudis Guillén» y que ésta no se dio cuenta de su presencia por el incendio desatado. La testigo respondió a la cuarta pregunta del pliego presentado por Goyeneche precisando que sí había querido dar parte a la priora «pero temía mayores males» por- que Dominga la amenazaba con «que se quitaría la vida en cinco minutos». Añade que «las reprensiones de su tía, sor María Rosa, eran lo que más la afligía». Sobre la muerte de la monja, María Pastor declara «que la general presunción de toda la comunidad, es que en efecto ha muerto la religiosa sor Dominga, no por el fuego, sino por la mucha sangre que arrojó el mentado cadáver». Enfatiza «que no existe en el convento persona alguna sabedora de lo ocurrido, y mucho menos cómplice, pues todas lloran como muerta a sor Dominga».21 Mientras se tramitaba el juicio por apostasía, Dominga fue recluida en la casa de sus tíos Thenaut-Gutiérrez de Cossío y los liberales iniciaron un batalla legal ante la Corte Superior de Arequipa para defender la libertad de la monja. El alcalde Andrés Martínez y el síndico José Francisco Llosa, solicitaron a la corte que le «señale una casa en donde se traslade en depósito para que haya una plena seguridad de que está libre» y que los nombren, junto a Tadeo Chávez, defensores de la monja.22 En este otro frente judicial, iniciado el 21 de marzo de 1831, los liberales «se creen obligados a reclamar la protección judicial» de Dominga, se arrogan la facultad de defenderla de la Iglesia y de su familia, y hacen alusión al respaldo de la «opinión pública», «de todo un pueblo sensible» a la «santa resolución» de la monja. Nada es más público que la coacción que se hizo a esta desgraciada joven para que abrazara la vida religiosa. El pueblo entero, que desde entonces la ha visto como víctima de la violencia y falsas ideas de su familia, aplaude hoy su libertad y el noble y honroso esfuerzo que le inspiró la desesperación para arrancarse de su dura e injusta prisión. Diez años de encierro y de privaciones [...] pero estos crueles diez años no han bastado para persuadir a su familia que el bienestar de esta joven víctima es preferible al necio honor de manifestarse gustosa en su estado que detesta. Así es que en lugar de recibirla con el placer consiguiente al dulce desengaño de haberla perdido por una muerte súbita y horrible, con la que se desfiguró, han continuado con el luto, ocultando en lo posible su existencia, per- 21 Alayza y Paz Soldán [13], pp. 175-176. 22 Bustamante de la Fuente [4], p. 46. 337Los juicios de la monja Dominga Gutiérrez n Jorge Armando Guevara Gil mitiendo o determinando que se retire al campo a vivir en una entera soledad. Esta es perjudicial [porque hace] que se mire a sí misma criminal [...], la priva de conocer y alentarse con los testimonios de aprobación y de aplauso, que ha obtenido su santa resolución y la despoja de los medios y resolución necesaria para reclamar la restitución de sus derechos (cursiva añadida).23 Ante la causa por apostasía, «ese bárbaro juicio», los liberales invocan «lo sagrado de los derechos de esta joven» para denunciar el oscurantismo y las presiones familia- res para que se mantenga sometida al fuero eclesiástico. También denuncian el interés por despojarla de sus bienes y de impedir que recobre sus «naturales derechos que no pudo perder ni perdió jamás». Su familia hace mayor duelo por su vida que las que hizo por su creída muerte. Más presto se resolvieron comunicar a la madre la noticia, la noticia de su súbita muerte, que ahora la de su existencia. Hasta hoy la ignora, señor ilustrísimo. ¿Cuáles serán las ideas en el orden religioso de una familia que reputa por mayor desgracia la vida de esta joven víctima fuera del claustro que su muerte súbita y horrible? La madre que pudo saber y soportar la muerte inesperada de una hija, no puede en concepto de sus allegados saber ni soportar la idea de que vive (cursiva añadida).24 En una resolución que desataría el choque entre los fueros civil y eclesiástico, la Segunda Sala de la Corte Superior de Arequipa decidió, el mismo 21 de marzo, «que por vía de protección sea trasladada de la casa o lugar donde esté [...] a la casa de don Manuel Rey de Castro para que libre de opresión y sugestiones entable los recursos que le competen en defensa de sus derechos». También nombró como abogado defen- sor a Tadeo Chávez y autorizó al alcalde y síndico a colaborar con él. Al día siguiente, el obispo Goyeneche se apersonó ante la corte y se opuso vehementemente a la deci- sión judicial pues veía «atacada la inmunidad eclesiástica de un modo bastante estre- pitoso e ilegal». Defiende su fuero porque «Dominga Beatriz del Corazón de Jesús», el nombre religioso que había tomado la monja, se encontraba bajo su jurisdicción. Su salida la clasifica de apóstata de la religión. Aun cuando trate de seculari- zarse, lo debe hacer ante mí, según Decreto de regulares de 28 de septiembre de 1826. Si quiere entablar algún otro juicio sobre la nulidad de su profesión a quien toca sustanciarlo y resolverlo es a la jurisdicción eclesiástica.25 23 Bustamante de la Fuente [4], p. 45. Ver Alayza y Paz Soldán [13], pp. 166-169, 179-182. 24 Bustamante de la Fuente [4], p. 45. Ver Alayza y Paz Soldán [13], p. 167. 25 Bustamante de la Fuente [4], p. 48. El obispo hacía referencia al decreto expedido por el Maris- cal Santa Cruz sobre el clero regular y el respeto a los mecanismos eclesiásticos de secularización. Sin embargo, nótese que la última cláusula del artículo 13 autorizaba el uso del recurso de fuerza «en caso contrario». No queda claro, por el momento, el alcance de esta válvula de escape y si era aplicable al caso de Dominga. El mencionado artículo prescribía lo siguiente: «Si no obstante la utilidad y ventajas de las 338 Derecho, instituciones y procesos históricos Además, Goyeneche cuestiona la aplicabilidad del recurso de fuerza y los funda- mentos de la resolución de la corte. En una argumentación jurídica bien desarrollada sostiene que el fuero civil no podía conocer la causa a través de un supuesto recurso de fuerza o en virtud de la petición formulada por Martínez y Llosa. Yo noto, Señor Presidente, vulnerado el fuero eclesiástico con semejante provi- dencia. Llámese de fuerza o de protección, no estábamos ni estamos en el caso de que la Corte Superior de Justicia lo pusiese en ejecución ni de uno ni de otro modo. Bien sabido es que el primero toca a la jurisdicción contenciosa y el se- gundo a la voluntaria. Acomodados estos principios a las ocurrencias acaecidas sobre Sor Dominga, no hay punto de dónde partir para clasificar ni la fuerza ni la protección. Aun cuando lo hubiese, ni se ha hecho el recurso, por personas legítimas, ni en la forma acostumbrada, antes sí consta lo contrario [...]. Los señores que componen la Sala no son jueces legítimos para entender ni en lo principal de las causas relacionadas, ni en sus incidencias, sino por vía de los recursos de fuerza entablados en forma legal.26 Al respecto, cabe un excurso sobre los fueros civil y eclesiástico y los recursos de fuerza para comprender cómo se procesaban las fricciones entre ambas autoridades. A inicios del siglo XIX, las esferas del Derecho Eclesiástico y Civil estaban notable- mente desarrolladas doctrinaria y normativamente. Una regía la vida consagrada a la divinidad y otra la vida mundana.27 Cada una operaba con su propia racionalidad y jerarquía. Para la concepción liberal, los fueros personales que sustraían a las personas del fuero común y les garantizaban el derecho de ser juzgados en una jurisdicción especial (e.g., eclesiástica, militar), debían ser erradicados. Eran considerados «un ab- surdo en república, puesto que nadie debe estar exento de las leyes que rigen a todos. Esos privilegios de castas y órdenes sociales son restos de las monarquías absolutas de la edad media que van [y deben ir] desapareciendo».28 anteriores medidas, quisieren dejar sus claustros algunos Regulares, por motivos graves de conciencia, se dirigirán a los Ordinarios, para que en virtud de las facultades que de Derecho Divino les compete, por incomunicación con la Silla Pontificia, atiendan sus preces en los términos que lo ejecutaba el Vicario Apostólico de Chile; quedándose expedito, en caso contrario, el remedio de la fuerza que las leyes fran- quean, en asuntos de esta naturaleza». El artículo 14 extendía «este beneficio a las Religiosas profesas, con quienes se usará del pulso que demandan su particular posición y delicadas circunstancias» (en Juan de Oviedo, Colección de leyes, decretos y órdenes publicadas en el Perú desde el año de 1821 hasta 31 de diciembre de 1859, Tomo Quinto, Ministerio de Gobierno.— Culto y Obras Públicas, Felipe Bailly, Editor, Lima, 1861, V, p. 237). 26 Bustamante de la Fuente [4], p. 48. 27 «La jurisdicción eclesiástica es de orden espiritual; la de orden temporal incumbe al Estado» (Alayza y Paz Soldán [13], p. 172). 28 Juan Espinosa, Diccionario para el pueblo. Estudio preliminar y edición de Carmen Mc Evoy, Insti- tuto Riva-Agüero, Pontificia Universidad Católica del Perú y University of The South-Sewanee, Lima, 2001[1855], p. 426. 339Los juicios de la monja Dominga Gutiérrez n Jorge Armando Guevara Gil Mientras se lograba ese cometido republicano y cuando se producían fricciones jurisdiccionales, las personas sometidas al fuero civil podían defenderse de la intro- misión eclesial ejerciendo el recurso de fuerza. Martínez, en su Librería de jueces, utilísima y universal de 1791 indicaba que el recurso era un medio de protección que se empleaba cuando los jueces eclesiásticos negaban «las justas apelaciones que los litigantes interponen en sus Tribunales de sus sentencias definitivas o proveídos con fuerza de definitivos» y, entre otras causales, «quando procediendo en causa mere profana, respectiva al Juez Secular, no se quiere inhibir el Ordinario Eclesiástico de su conocimiento, usurpando la Jurisdicción Real» (212 et seq.).29 Aunque provienen de fines del siglo XIX, las lecciones de Derecho Eclesiásti- co de Ricardo Heredia sirven para ilustrar el ardoroso debate doctrinario sobre la vigencia y validez del recurso de fuerza. El autor, por ejemplo, era contrario a la concepción y práctica del recurso porque la Iglesia era independiente del estado y eso significaba que no se podía cuestionar la autoridad de los tribunales eclesiásticos ante la autoridad civil. La propia naturaleza de la relación entre el estado y la Iglesia producía, para los doctrinarios que respaldaban la posición eclesiástica, una contra- dicción insalvable entre la majestad de la Iglesia y la preeminencia del fuero común. Además, el uso y abuso en su interposición había relajado la disciplina eclesiástica porque cuando los obispos y superiores trataban de sancionar a sus inferiores y fie- les, estos recurrían al mecanismo procesal para sustraerse de su jurisdicción.30 La facultad de promulgar, interpretar y aplicar las leyes que regían la vida eclesiás- tica solo corresponde a la jerarquía católica, sostenía Heredia, porque era la única que conocía su espíritu. Mal podía la autoridad civil interpretar o decidir si en un caso determinado se había cumplido la ley de Dios. Si se cometían injusticias o excesos en su aplicación, correspondía a las instancias eclesiásticas superiores corregir las decisio- nes de sus inferiores (1882, 242). Para doctrinarios como Ricardo Heredia, el recurso 29 Joaquín de Escriche presenta una caracterización similar sobre el recurso de fuerza al definirlo como una «reclamación que la persona que se siente injustamente agraviada por un juez eclesiástico, acude al juez secular implorando su protección para que disponga que aquel alce la fuerza o violencia que hace al agraviado. El juez eclesiástico puede hacer fuerza de tres modos. Primero, cuando conoce en causa meramente profana y que por consiguiente no está sujeta a su jurisdicción. Segundo, cuando conociendo en causa de su atribución no observa en sus trámites el método y forma que prescriben las leyes y cánones. Tercero, cuando no otorga las apelaciones que son admisibles de derecho» Joaquín Escriche, Diccionario razonado de legislación civil, penal, comercial y forense. Edición y estudio intro- ductorio por María del Refugio González, Universidad Nacional Autónoma de México, México D.F, 1996[1837], pp. 602-603). 30 El recurso, decía, «es contrario a la independencia del poder judicial de la Iglesia; y solo en el supuesto de que se concediese el patronato y se puntualizaran los casos en que se permitiese al agraviado ocurrir a la autoridad temporal, en virtud de los concordatos celebrados al efecto con la silla apostólica, admiti- ríamos que nada tendría de atentatorio a dicha independencia [...] Este poder sería completamente nulo e irrisorio si se aceptara el principio de que las resoluciones que expidiera, aun contrarias a los cánones, pudieran ser revisadas por la potestad civil» (Ricardo Heredia, Lecciones de Derecho Público Eclesiástico. Imprenta de la calle del Padre Jerónimo, Lima,1882, p. 241). 340 Derecho, instituciones y procesos históricos debía ser rigurosamente regulado y solo debía proceder si el agraviado cumplía con los trámites establecidos en la legislación de la propia Iglesia Católica.31 Para los liberales, por el contrario, era una válvula de escape de una jurisdicción foral que consideraban obsoleta y violatoria de los principios que fundaban el nuevo orden republicano. Bajo esta misma lógica y en una clara afirmación de la autonomía del fuero ecle- siástico, el obispo declaró que formalizaba su competencia sobre el caso y solicitó a la corte civil «sobreseer en todos los negocios que corresponden a Sor Dominga, a excepción de aquellos casos en que la Ley los faculta para entender en ellos». De ese modo se evitaría «toda monstruosa confusión entre ambos Poderes». Además, según un documento transcrito por Alayza,32 la propia Dominga se delató ante el obispo «por medio de mi tío el doctor don Mateo Joaquín de Cossío». Ese sometimiento voluntario al fuero eclesiástico reforzaba la posición del obispo y, en una reacción inesperada para Martínez y Llosa, aunque atribuible por ellos a la presión familiar que denunciaban, la monja se apersonó ante el obispo Goyeneche reclamando «del atropellamiento cometido en la noche de ayer por la Ilustrísima Corte Superior [...] pretendiendo extraerme de la casa de mis tíos donde me hallo depositada». En ese escrito, también le pedía que le conceda «licencia para nombrar procurador que se apersone por mí» ante la Corte Superior porque su abogado no había podido conocer el expediente «para reconocer los motivos que han causado el precitado atropella- miento y reclamar contra él» debido a que se había presentado sin la acreditación necesaria. El obispo accedió, pero las sanciones no se hicieron esperar pues le otorgó una licencia solo «para el efecto que se solicita [por] las penurias en que haya incurri- do por violación de claustro». Ante la colisión de fueros, el prefecto de Arequipa se ofreció de conciliador, pro- poniendo el nombramiento de un vocal de la corte y de un clérigo del obispado para que pudieran «restablecer la buena inteligencia entre estos respetables Tribunales». El obispo y la corte aceptaron pero la conciliación fracasó. La disputa entre la Primera Sala y Goyeneche fue resuelta por la Segunda Sala a favor del fuero civil, «siendo la jurisdicción contenciosa de los eclesiásticos una gracia o concesión de la Suprema autoridad nacional». Semejante interpretación solo podía avivar la disputa y el obispo procedió a entablar una contienda de competencia ante la Corte Suprema de Lima. En esta instancia la decisión favorecería al fuero eclesiástico.33 31 En un razonamiento muy sagaz, Heredia reforzaba su argumento invirtiendo la proposición y mos- trando la dificultad de aceptarla: «Si los abusos o extralimitaciones de los tribunales eclesiásticos justifica- ran los recursos de fuerza, siendo frecuentes también las usurpaciones y abusos del poder civil, habría que reconocer, para ser lógicos, la legitimidad de los recursos que se interpusieran ante los jueces eclesiásticos, contra los fallos festinatorios o ilegales de la autoridad secular; lo cual nadie acepta porque se compro- metería la independencia del poder civil» (Ibidem, p. 242). 32 Alayza y Paz Soldán [13], p. 171. 33 Ibidem, p. 187. 341Los juicios de la monja Dominga Gutiérrez n Jorge Armando Guevara Gil Frente a estas complicaciones, un nuevo actor aparecería en escena. Se trataba del párroco de Sachaca, don Mateo de Cossío, tío materno de Dominga, quien el 17 de marzo le escribía al obispo implorándole que detuviese el trámite de la causa por apostasía para evitar el escándalo y el escarnio de la Iglesia y de la monja: […]adelantadas las informaciones se traba el asunto con toda la formalidad judicial. La gravedad del caso extraordinario, la justa consideración que la com- probación del delito es auténtica, las quejas del siglo y del filosofismo, la mani- festación del carácter de esa infeliz, son motivos justos, Ilustrísimo señor, para no seguir un expediente que no tendrá otro resultado que la perdición eterna, tal vez, de esa infeliz, la algazara de los enemigos de la Iglesia y el pesar de ver a la infeliz bajar al sepulcro llena de dolor y bochorno. Así, Ilustrísimo señor, permítame que le ruegue la misericordia del Salvador con la adúltera, mire por la salvación de esa oveja, que creo que sabedora del aparato judicial, su muerte infeliz será la consecuencia (cursiva añadida).34 El obispo le contesta que el escándalo ya se había desatado y que por eso no podía paralizar el proceso. En todo caso, su avance había sido limitado pues solo se habían tomado las testimoniales a las monjas y pasado el expediente a la vista del fiscal ecle- siástico. Ante el ruego del párroco Cossío, Goyeneche le pide que se comunique con el fiscal eclesiástico para hallar una solución: «entraré por cuanto sea lícito y no sea opuesta a mis deberes acreditándose a Ud. y a su familia que soy su afectísimo». Más allá de la consideración personal, su deber como pastor de la Iglesia era enfrentar «las quejas del siglo y el filosofismo que Ud. teme». Goyeneche creía que la mejor forma de encararlas era aplicar «medicina a la llaga que se ha hecho a la Iglesia». Es más, era necesario proseguir la causa para adelantarse al alcalde Martínez, quien «está forman- do sumaria sobre el hecho para pasarla al Juez de derecho [civil]». Por eso no podía abstenerse de ejercer su autoridad: Ud. ha creído que con mis actuaciones se ha descubierto el crimen perpetrado y yo puedo asegurar a Ud. que se ha observado por los que han intervenido un secreto inviolable, al paso que hoy es la conversación del público la salida de la Monja. Esto supuesto, ¿cómo quiere Ud. que todos hablen y que el prelado guarde inacción y se desentienda?35 Por su parte, Dominga se dirigió al obispo solicitando su exclaustración. Lo hizo con una marcada retórica de sumisión y obediencia: «aquí tiene vuestra excelencia ilustrísima a sus pies a la adúltera del Evangelio llena de delitos pero consolada con que Dios a puesto a V.E.I. para mi remedio. Yo no hallo consuelo en los hombres, 34 Bustamante de la Fuente [4], p. 50. 35 Ibidem, pp. 50-51. 342 Derecho, instituciones y procesos históricos pues mis males son del alma y solo la Iglesia puede curarlos». De esta forma la monja ratificó su pertenencia al fuero eclesiástico y tomó distancia de la acción iniciada por Martínez y Llosa: El mundo me condenará injustamente, dirá que merezco las penas mayores, mas V.E.I. como Pontífice de Jesucristo debe defenderme y no condenarme. Con esta esperanza y conocimiento de su corazón pastoral, le dirijo esta denun- cia y solicitud de mi exclaustración. [...] Dios me ha de conceder vida para ser una intercesora de la vida y felicidad de V.E.I., y en los eternos juicios seré la oveja perdida que presentará V.E.I. al Supremo Pastor (cursiva añadida).36 El obispo tramitó y concedió la exclaustración y secularización requerida por la monja: «Venimos en exclaustrar a sor Dominga Beatriz del Corazón de Jesús con la condición indispensable de que ha de guardar lo sustancial de sus votos, en especial el de castidad estrictamente». Además, quedaba sujeta a la autoridad episcopal, debía habitar en «casas honestas», la de su madre o tía, y debía llevar «en el interior alguna insignia de su santo hábito.37 El obispo dejó a salvo el derecho de pedir la anulación de sus votos, pese a que habían transcurrido más de 5 años desde que tomó el velo negro y su derecho ya había prescrito. Sobre la base de esta decisión, el 10 de junio de 1831, la ex-monja se dirigió al Nuncio Apostólico radicado en Río de Janeiro para solicitar la anulación de sus votos y «la relajación de su profesión». Para Dominga, […]la exclaustración no es remedio suficiente a mis males de espíritu y cuerpo. Antes por el contrario, hacen mi condición más triste [...] Por la exclaustración no consigo más que vivir en el siglo con el traje de tal, teniendo siempre en el fondo de mi conciencia la obligación de cumplir los votos en cuanto sean compatibles [...] Qué obstáculos tan insuperables no presenta el siglo para la observancia de los votos religiosos.38 Lo interesante en este proceso, cuya resolución correspondía al Sumo Pontífice, es que usó el argumento del arrebato juvenil ante el desplante del amor: «Mi entrada fue dirigida por un capricho propio de la poca edad que tenía y creyendo que con ella satisfacía una venganza por un desaire que recibí de un joven».39 También se declara «ignorante de los remedios que da la Iglesia» para retirarse a tiempo de la vida conven- tual y que había recurrido al engaño por salvar el honor de su familia: Mas como el pudor natural me impedía dar un paso, que creí de sumo bochor- no y dolor para mi madre viuda y hermanos que se hallaban colocados en la 36 Ibidem, p. 51. 37 Alayza y Paz Soldán [13], p. 178. Archivo Mostajo, documentos sueltos, carta de Dominga Gutié- rrez al obispo Goyeneche, l7-3-1832. 38 Bustamante de la Fuente [4], p. 55. 39 Ibidem, p. 51. 343Los juicios de la monja Dominga Gutiérrez n Jorge Armando Guevara Gil primera clase de nobleza de la República desde el Gobierno Español, busqué un arbitrio por el que pudiese conciliar mi salida, con la conservación de mi pu- dor y del honor de mi casa. Tal fue fingir mi muerte, pero como esta podía ser descubierta falsa, busqué un cadáver de mujer en el hospital y ayudada por dos criadas, una interior y otra exterior, lo introduje al Convento, donde después de colocarlo en mi celda y cama para que no se conociese falsa, lo desfiguré con una quema de la cara... (cursiva añadida).40 En esta petición Dominga vuelve a renegar del proceso incoado por los liberales arequipeños Martínez y Llosa a su favor, y renuncia a la protección ofrecida por las autoridades republicanas. Se declara «obediente a solo mi prelado legítimo» y a la Iglesia en aras de su «salud eterna». Prefiere «morir que dejar de ser cristiana católica, apostólica y romana». Sin embargo, sostiene que no está preparada para ser religiosa y volver al convento. Primero, «porque entré sin vocación, profesé sin ella [...] diez años no fueron suficientes para hacerme religiosa en el espíritu...; cien no serán sino para mi reprobación eterna». Segundo, «porque esa profesión monacal es contraria a mi sa- lud corporal... porque no puedo cumplir la regla... por mi espíritu desesperado [que] abate y postra mi alma». En una contundente afirmación sostiene que «aun a esto no obliga la profesión pues la conservación de la vida es de derecho natural». Tercero, por el «estado de verdadera imposibilidad moral para acogerme a algún Monasterio…, morí moralmente para ellas» (cursiva añadida).41 Seguida la causa, el Papa expidió una Breve el 13 de marzo de 1839, en la que autorizó a Dominga a «reclamar la nulidad de su profesión regular», entablando el juicio sobre esta nulidad ante el ordinario de la Diócesis de Arequipa». Además de la decisión favorable de esa instancia, la Bula ordenaba que obtuviese otra resolución confirmatoria en segunda instancia «con las cuales obtenidas tan solamente pueda reputarse concluido el juicio y sea lícito a la mujer pasar si quisiese al estado matri- monial». Como indica Bustamante, parece que la Gutiérrez no siguió un trámite tan largo42 y prosiguió su vida marcada por el limbo legal y el estigma social. Los expedientes ubicados en el Archivo Arzobispal de Lima (Legajo XXXI, cuadernos 5, 6, 7 y 8) corresponden, precisamente, al proceso iniciado por Dominga para obtener la nulidad de sus votos. La clave de su orden figura en el recurso presentado por su abogado, Pablo Chaves, al juez eclesiástico, para que resuelva sobre la «nulidad de su profesión».43 La demanda fue presentada en Lima, en 1842, cuando la ex-monja radicaba 40 Ibidem, p. 52. Cf. Alayza y Paz Soldán [13], pp. 170-171. 41 Bustamante de la Fuente [4], p. 54. 42 Ibidem, pp. 80-81. 43 Chaves acompañó tres cuadernos a su demanda: «el uno con la letra A, en fojas 41 útiles, con el auto ejecutoriado de fojas 40 vuelta por el que se mandó cortar la causa respecto de no haberse encontrado de- lito ni delincuente, en el arbitrio con que mi parte salió del Monasterio; el otro B con fojas cuatro útiles, en el que se registran las declaraciones de algunos testigos; el tercer con la letra C, en fojas 36 útiles, en 344 Derecho, instituciones y procesos históricos en la capital y el obispo Goyeneche había autorizado la formación de la causa ante un juez comisionado, el párroco Manuel Gárate de la parroquia de San Lázaro. En efecto, la secuencia de los expedientes que se conservan en el Archivo sigue la lógica planteada por el abogado para sustentar el pedido de anulación de los votos de la Gutiérrez. El primer expediente (AAL, legajo XXXI, 31:5, 1831/1832) contiene el juicio penal seguido ante el juez ordinario de la ciudad de Arequipa. Luego de una serie de pruebas actuadas, entre ellas una inspección ocular y las declaraciones testimoniales de Dominga, sus criadas cómplices, la priora y otras monjas, y personajes notables de Arequipa, el juez cortó el trámite de la causa. Para ello se amparó en el dictamen fiscal que sostuvo que el cadáver no había sido injuriado y que las conspiradas no se hallaban comprendidas en las leyes «que hablan sobre los casos en que se deshonra a los muertos». El segundo expediente (AAL, legajo XXXI, 31:6, 1831) recoge las testimoniales tomadas por el juez de primera instancia de Arequipa al vocal José María Corbacho, al alcalde Andrés Martínez y al presbítero José Manuel del Pino sobre la coacción que había sufrido la monja para ingresar como novicia al Monasterio de Santa Teresa. Las declaraciones son uniformes y consolidan la versión de que Dominga fue obligada por su madre a tomar el hábito pues carecía de la piedad necesaria para iniciar la vida conventual. Una de las formas de presión que usó la madre, según indicó Martínez, fue que debía asegurar su salvación, «y que si no abrazaba la vida religiosa no podía tomar estado [matrimonial] porque ella se hallaba pobre y no podía dotarla» (fojas 3). Por su parte, el presbítero señaló «que jamás se ha persuadido por un momento a que la citada Doña María Dominga haya sido Religiosa ... y también que dicha Doña Dominga solo profesó por no causar una grande pesadumbre a su madre» (fojas 4). Al ser un asunto de conciencia y espiritual, la condición de religiosa no solo dependía de los rituales de incorporación a la Iglesia sino también, como bien señala del Pino preparando la defensa de Dominga, del sentimiento de la profesa. El tercer expediente (AAL, legajo XXXI, 31:6, 1831) se halla mutilado pues se inicia a fojas 29 y contiene otra declara- ción del vocal Corbacho en el mismo sentido que en el cuaderno anterior. Finalmente, el cuarto expediente (AAL, legajo XXXI, 31:8, 18411842) contiene una copia de la decisión papal autorizando a Dominga a tramitar la nulidad de sus votos y el inicio de la causa en Lima, ante el párroco Gárate, comisionado del obispo Goyeneche. El proceso se halla inconcluso y, como dice Bustamante,44 es muy pro- bable que Dominga, declarada pobre de solemnidad y enfrascada en un litigio contra su familia por los bienes que le correspondían, no haya finalizado el proceso que le hubiese concedido el levantamiento de sus votos de castidad y la restitución plena de su libertad civil. el que por el auto de fojas 33 se restituyó a mi parte el goce y posesión de sus derechos civiles y el estado de libertad en que se hallaba antes de hacer los votos de su profesión, que se declaran nulos y de ningún valor en cuanto a lo civil» (AAL, legajo XXXI, cuaderno 8, 1841/1842, fojas 15). 44 Bustamante de la Fuente [4]. 345Los juicios de la monja Dominga Gutiérrez n Jorge Armando Guevara Gil 4. H onor, gracia, obediencia y libertad: valores en pugna Para comprender el drama de Dominga y las causas de las vehementes reacciones institucionales y personales que su caso desató, es importante tener en cuenta la im- portancia de los valores que se pusieron en juego. Es más, lo interesante en el hori- zonte cultural arequipeño de fines de la colonia e inicios de la república es que ambos principios, libertad y obediencia, se articulaban en un eje conceptual superior: el honor y la gracia. Tanto la vida mundana como la eclesiástica se fundamentaban en la reputación y virtud que uno demostraba y que el resto de la sociedad reconocía y respetaba. Así, el honor era entendido como la prelación y el respeto social, «como lo más importante que una persona puede tener» y como la virtud personal socialmente reconocida.45 El honor generaba códigos de conducta y valoración segmentados pero severos. Hombres y mujeres de la elite, los estamentos intermedios e inclusive la plebe de la ciudad manejaban diferentes códigos de honor y respeto.46 A su vez, la suprema aspiración de los religiosos era vivir bajo la gracia de Dios. Para hacerse acreedores a ese don espiritual debían consagrar sus vidas al ejercicio de las virtudes cristianas (i.e., fe, esperanza, caridad) y observar los votos de obediencia, castidad y pobreza.47 Sin honor o gracia, ni la libertad civil ni la obediencia religiosa tenían sentido. En general, si el status se fundaba en la cristalización de una jerarquía social en un momento histórico determinado, la virtud se expresaba en una conducta que seguía los códigos morales de honra, integridad y rectitud sancionados por la so- ciedad (i.e., colonial o republicana decimonónica).48 Ambos debían ir de la mano pues la pérdida de la posición social podía conducir al cuestionamiento de la virtud (e.g., práctica de oficios mecánicos).49 Inversamente, la preeminencia social y el poder económico permitían acceder a los mecanismos legales que ficticiamente restituían la virtud de una persona deshonrada por alguna causal sancionada en el código moral de la época (e.g., legitimación de hijos, declaración de limpieza de sangre). Así, status y virtud eran expresiones de un valor que adquiría diferentes facetas, se transmutaba 45 Es importante anotar que la mayor parte de estudios sobre el honor y la vergüenza distinguen entre el honor-virtud y el honor-status. Esta es una dicotomía muy útil en términos analíticos pero, como lo plantea Ann Twinam, Public Lives, Private Secrets. Gender, Honor, Sexuality, and Illegitimacy in Colonial Spanish America, Stanford University Press, Stanford, 1999, p. 32, no refleja adecuadamente la percepción que los agentes históricos tenían sobre este concepto. El honor era un valor que daba sentido y se expresaba en varias dimensiones y facetas de la vida. Sólo puede ser disecado con fines analíticos, siempre y cuando la imagen histórica resultante restituya adecuadamente su complejidad conceptual y valorativa. 46 Chambers [5]. 47 Por las descripciones de la vida conventual de entonces, es evidente que el cumplimiento del voto de pobreza estaba mediado y relativizado por una concepción estamentaria y aristocrática (ver punto 2). 48 Steve Stern, La historia secreta del género. Mujeres, hombres y poder en México en las postrimerías del período colonial, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1999, pp. 32-34. 49 Mark Burkholder. «Honor and Honors in Colonial Spanish America», The Faces of Honor. Sex, Shame, and Violence in Colonial Latin America, Johnson L. and S. Lipsett-Rivera (eds.), Albuquerque: University of New Mexico Press, 1998, p. 41. 346 Derecho, instituciones y procesos históricos en función del contexto social específico y se irradiaba no solo al resto del grupo de referencia (i.e, linaje, corporación, oficio) sino a las siguientes generaciones.50 Algunos estudios señalan que si las mujeres aristócratas pierden el honor basado en la virtud por cometer actos deshonrosos (e.g., «vida licenciosa») siempre man- tienen el escudo del honor basado en el reconocimiento de su eminente posición social.51 Sin embargo, la sociedad arequipeña de inicios de la república tenía una bien ganada reputación de Católica y conservadora. En su horizonte cultural, la gracia era el equivalente del honor secular y ambos formaban un complejo que era valorado integralmente. Por eso, en el caso de la monja Gutiérrez, la posibilidad de sustentar su respetabilidad en el honor derivado de la prelación social se evaporó cuando la rup- tura de su compromiso con el cuerpo de Cristo des-gració no solo a su persona sino a todo su linaje. Además, al haber renegado de su persona como monja de clausura y no haberlo hecho siguiendo los rituales de secularización apropiados, tampoco podía in- corporarse plena y legítimamente a la vida secular. Por eso acabó siendo una persona desgraciada, estigmatizada y con una libertad deshonrada por el resto de sus días. Así, la única forma de comprender el significado del honor en una época y lugar determinados es prestando atención a los usos y definiciones que circulan social- mente. Por eso resulta crucial liberar al concepto de su carácter monotético y de la supuesta universalidad de su significado en una sociedad dada. Como cualquier otro valor, el significado del honor es múltiple y variado, polisémico y contextual.52 En lugar de atribuirle una vigencia transversal y uniforme en todos los segmentos de una sociedad, resulta más productivo identificar la heterogeneidad cultural, los espacios sociales de validez y la dinámica de transgresión/conformidad que producían la poli- semia del concepto. El ideario republicano, por ejemplo, trató de apropiarse del concepto, atribuyén- dole un significado diferente al que había tenido bajo el orden social tradicional. El honor mantuvo un sitial privilegiado en la nueva escala de valores pero, bajo el nuevo código moral, la pobreza pasó a ser una virtud del ciudadano honesto, el trabajo manual fue revaluado, la austeridad fue proclamada como una virtud, la dignidad y méritos del ciudadano fueron opuestos a la adulación y prebenda cortesana, y la caridad y el sacrificio fueron afirmados como valores que confluían al bien común. En forma complementaria, la honradez, caballerosidad, decencia y buena educación 50 Chambers [5]; Johnson and Lipsett-Rivera [6]; Twinam [45]. 51 Chaves [6]. 52 «El militar tiene a mucho honor el ser valiente; el comerciante en ser exacto en sus pagos; el juez en ser recto; la mujer en ser casta, y hasta el borracho en beber más que todos sin caerse. […] Se habla mucho de las leyes del honor; pero estas leyes tienen muchos legisladores: en cada pueblo hay una diferente legislación, y cada individuo dicta a su antojo la ley. Entre jugadores no tiene honor el que no paga lo que tal vez le han robado, y se tiene a más honor pagar lo que se pierde al juego que lo que se debe al sastre o al panadero. Entre salteadores de camino, es una deshonra esconder de sus compañeros parte de lo que se ha robado, y se tiene a mucho honor el cumplir con todos sus deberes de salteador» (Espinosa [28], pp. 462, 463). 347Los juicios de la monja Dominga Gutiérrez n Jorge Armando Guevara Gil eran atributos que también debían confluir en los virtuosos ciudadanos republicanos. Además, «no existía más blasón para un republicano que la “honra de sus hechos, el honor de su pabellón y la honra de su patria”».53 En este sistema de valores republi- cano,54 el honor cumplía un papel central. En su Diccionario para el pueblo, Juan de Espinosa rescata una cita de Boileau para graficar la trascendencia de su cuidado: «el honor es como una isla escarpada y sin playa, que no se puede volver a entrar a ella una vez que se ha salido». Así, «el que una vez pierde el honor jamás lo recupera: las manchas al honor son como las de aceite al paño, que no se sacan, y a veces se estien- den más por borrarlas».55 El honor, para Espinosa, consistía en «poseer una cualidad sobresaliente, que to- dos la reconozcan y que dé al poseedor una reputación que lo haga superior a los demás». Naturalmente que para el ideario republicano del «Soldado de los Andes», la nueva época debía resignificar el concepto, atribuyéndole un sentido altruista, ge- neroso y de servicio público.56 La república debía romper con el viejo paradigma del honor colonial, estableciendo a la justicia y rectitud como los referentes para juzgar el prestigio y el status de las personas: «Se prodigan los títulos de honor, de falsa gloria, pero aun queda uno que se economiza y que se da, no por ostentación sino por jus- ticia, y que se da no en privado sino en público...; este título es el de hombre honrado que a muy pocos se adjudica...».57 En una nueva sociedad basada en el mérito y no la adscripción, el honor debía ser obtenido por el esfuerzo y la virtud personal y no por la pertenencia a un status determinado. El problema para los republicanos como Espinosa era que las transformaciones culturales tienen su propio ritmo, diferente al de los cambios políticos. La indepen- dencia significó que la corona dejó de ser el eje distribuidor de prebendas y honores a sus vasallos. En teoría, los nuevos ciudadanos debían obtener su prestigio y reputación practicando la virtud cívica, el patriotismo y el respeto a la constitución.58 Sin em- bargo, es indudable que la elite y los otros estamentos sociales procesaron el cambio de fundamento en función de su propia situación e intereses, afirmando uno u otro paradigma según las circunstancias. Es más, la densidad cultural de los viejos discursos 53 Carmen Mc Evoy, «Estudio preliminar», Diccionario para el pueblo, Espinosa, Juan: 21-100, Instituto Riva-Agüero, Pontificia Universidad Católica del Perú y University of The South-Sewanee, Lima 2001, p. 73. 54 Ibidem, pp. 97-99. 55 Espinosa [28], p. 462; Sonya Lipsett-Rivera, «A Slap in the Face of Honor. Social Transgression and Women in Late-Colonial Mexico», The Faces of Honor. Sex, Shame, and Violence in Colonial Latin America, Johnson L. and S. Lipsett-Rivera (eds.): 179-200, University of New Mexico Press, Albuquer- que, 1998, p. 179. 56 «La honra de haber servido con lealtad y decoro a su patria; la de haber llevado una vida exenta de acusaciones y aun de sospechas; la de merecer la estimación pública y toda la confianza de un pueblo en casos solemnes, ved ahí la digna, la apetecible» (Espinosa [28], p. 463). 57 Idem. 58 Chambers [5]. 348 Derecho, instituciones y procesos históricos sobre el honor generó su vigencia a lo largo de las primeras décadas del siglo XIX (por lo menos). El honor era un valor central en la configuración de las relaciones sociales y en la propia definición de las personas,59 por lo que no podía ser rápidamente reempla- zado por las visiones contractualistas de la vida social que proponían los liberales. En cualquier caso, el honor, en tanto principio de valoración y articulación social, debía ser cuidadosamente mantenido y revalidado tanto por el ejercicio de la virtud como por la ostentación de una posición social. Más allá de las enormes diferencias estamentarias, los sectores sociales invertían importantes bienes simbólicos y materia- les en la afirmación de su honor dentro de su propia esfera social y frente a otras aun de mayor rango.60 Es más, las expresiones sociales de prestigio y virtud condensaban el sentido y valor que las propias personas se asignaban. Por eso, la «pública voz y fama» era un bien personal y un valor social que debía ser revalidado y engrandecido, en aras del prestigio personal y familiar.61 La propiedad relativa, competitiva y contextual del honor generaba la necesidad de reafirmarlo y protegerlo constantemente. Tanto el honor-virtud u honra como el honor-status exigían conductas acordes con el reconocimiento y la posición social de sus poseedores.62 Los linajes disputaban las posiciones sociales más encumbradas contraponiendo sus propios méritos y honras a los de sus rivales. La preeminencia acarreaba no solo una posición conspicua sino también prebendas y privilegios.63 Su carácter público y contextual colocaba a la vida privada bajo el prisma de la opinión de la gente y cualquier transgresión conocida de las normas sociales y legales afectaba la honorabilidad de las personas y linajes involucrados. El problema, pero también la ventaja, era que el honor tenía una propiedad tras- lativa entre las personas, linajes y grupos de referencia.64 Por eso, los Gutiérrez de 59 Johnson and Lipsett-Rivera [6]. 60 Ver los casos estudiados en el libro editado por Johnson and Lipsett-Rivera [6]. Como señalan estos autores: «For the men and women of colonial Latin America [y la república inicial], honor was their lifeblood, and they were willing to expend enormous quantities of wealth and energy in its defense. [...] The public character of identity, the face that people showed to the world and hoped would be accepted, was therefore inseparable from the idea of self-worth. The real person was the public person» Johnson and Lipsett-Rivera [6], p. 15. 61 «in an honor-based culture there was no self-respect independent of the respect of others [...]. Honor is above all the keen sensitivity to the experience of humiliation and shame, a sensitivity manifested by the desire to be envied by others and the propensity to envy the success of others [...]. The honorable person is one whose self-esteem and social standing is intimately dependent on the esteem or the envy he or she elicits in others» (Johnson and Lipsett-Rivera [6], p. 1-3; ver Burkholder [49], p. 18; Lipsett-Rivera [55], p. 181). 62 Lipsett-Rivera [55], p. 178. 63 Burkholder [49], p. 33. 64 «Any allusion to the promiscuity or immorality of a mother, wife, or daughter was potentially devas- tating to the reputation of an individual man or a family. Treason, cowardice, homosexuality, or gross criminality were similarly viewed as taints on the reputations of both an individual and his or her family» (Johnson and Lipsett-Rivera [6], p. 4; ver Lipsett-Rivera [55], pp. 273-274). 349Los juicios de la monja Dominga Gutiérrez n Jorge Armando Guevara Gil Cossío, una familia tan reputada y apegada a los cánones de una sociedad tradicional, que precisamente le conferían el prestigio social que detentaba, sufrieron terribles consecuencias por los acontecimientos que deshonraron y desgraciaron a la monja. La reacción de su madre no pudo ser más férrea. Doña María Magdalena de Cossío y Urbicaín nunca perdonó a Dominga haber manchado la honra y la gracia de su linaje. La doña vistió luto prolongado, no por su hija, que al fin y la cabo estaba viva, sino por su honor familiar, sepultado ese aciago 6 de marzo de 1831. Encima litigó contra ella para castigarla, restándole las rentas y bienes que le correspondían por linaje, y que le hubieran permitido mantener su posición social de privilegio. Además, ordenó en su testamento no solo la exclusión de su hija Dominga en la mejora del tercio que hizo a favor de otros de sus hijos y nietos, sino que mandó que al hacerse la partición de sus bienes se cargara en la hijuela de su hija Dominga 3,333 pesos que se entregaron al Monasterio de Santa Teresa como dote, y se le cobraran los un mil pesos que se gastaron en fiestas familiares cuando profesó de monja.65 La deshonra y des-gracia de Dominga y su familia había sido total debido a una serie de razones. En primer lugar, para retirarse de la vida religiosa, la Gutiérrez debió haber seguido el trámite y ritual prescrito por el Derecho Canónico para desacralizar y secularizar a su propia persona y renunciar a sus votos perpetuos. Cualquier religioso o religiosa podía pedir su exclaustración y apartarse de sus votos si probaba haber su- frido coacción al momento de ingresar a la vida monacal o si invocaba graves motivos de conciencia que le impedían permanecer en ella. Para hacerlo tenía un plazo de cin- co años desde la profesión de sus votos perpetuos. Así como el ritual de consagración e investidura la hacía partícipe de la esfera sagrada y la convertía en «esposa del Señor», solo un ritual de secularización podía restituirla «al mundo», amenguando la sanción social y la vergüenza que una sociedad tradicional imponía a quien renunciaba a sus esponsales con Jesucristo. En segundo lugar, como la propia Iglesia usaba la figura de los esponsales y la entrega de un anillo para consagrar la unión entre Jesucristo y su «esposa», bien se puede decir que Dominga incurrió en una infidelidad imperdonable para el clero y los creyentes arequipeños. Al respecto, recordemos que luego de su fuga del convento mantuvo una relación amorosa con el médico español Jaime María Colt.66 Bajo el código tradicional del honor y la gracia, Dominga había incurrido, metafóricamente hablando, en una infidelidad quasi-adulterina por más que su relación con Colt haya sido posterior a su fuga, aunque algunas versiones sostienen que ese amorío fue la 65 Bustamante de la Fuente [4], p. 38. 66 Bustamante de la Fuente [4]. Cf. Johnson and Lipsett-Rivera [6], p. 4. Ver Burkholder [49], p. 43, nota 2. 350 Derecho, instituciones y procesos históricos causa de la fuga.67 Como se puede observar en la argumentación judicial revisada (ver punto 3.) y en el propio testimonio de la Gutiérrez (vid infra), el lenguaje figurado sobre la fidelidad a Cristo y el adulterio a la Iglesia es recurrente porque la profesa ha- bía quebrado sus votos de obediencia, sumisión y fidelidad y, de ese modo, incurrido en una gravísima transgresión. En tercer lugar, la reacción de su propia familia hizo que su posición y prestigio fueran irrecuperables, al punto de tener que litigar contra su propia madre y mudarse a Lima. En lugar de restañar el daño provocado al honor familiar enfrentándose a las autoridades y a la sociedad conjuntamente, la familia se enfrascó en un conflicto interno en el que solo uno de sus hermanos y una tía tomaron partido por Dominga. Tal vez primó, en el propio seno familiar, la idea de que «no se honra nadie con ir del brazo por la calle con sugeto de categoría pero de mala fama […] porque no puede haber existencia más penosa que la de un desacreditado: a no ser la de un leproso». En lugar de cerrar filas para disminuir el descrédito, que era «una llaga de difícil cura- ción», la familia permitió que su posición social se gangrenara. Ni siquiera el terrible estigma del deshonor y la desgracia generó la solidaridad familiar necesaria para librar la batalla por recuperar su prestigio.68 El problema era que ni Dominga ni su familia plantearon una estrategia con- junta para remediar la merma social. Si los Gutiérrez de Cossío hubiesen manejado el asunto con discreción, controlando la conducta personal de Dominga, incluida su sexualidad, es muy probable que se hubiesen podido parapetar en su prominente posición social (honor-status) para defender la honra familiar y paliar el impacto del escándalo pues, como observa Spurling citando a Pitt-Rivers, «on the field of honour might is right».69 Al respecto, podemos trazar un paralelo entre el poder de la corona para legitimar, «limpiar la sangre» y conceder títulos de nobleza, es decir, producir un status honorario más allá de las realidades biológicas y las rigideces clasificatorias colo- niales, y el poder papal para autorizar la secularización y desacralización de la monja. Así como «más pesaba el Rey que la sangre»,70 de igual modo más hubiese pesado una 67 Idem. 68 Espinosa [28], pp. 463, 319-320. 69 Geoffrey Spurling, «Honor, Sexuality, and the Colonial Church. The Sins of Dr. González, Cathedral Canon», The Faces of Honor. Sex, Shame, and Violence in Colonial Latin America, Johnson L. and S. Lip- sett-Rivera (eds.): 45-67, University of New Mexico Press, Albuquerque, 1998, pp. 57, 45. Como bien señala Stern «el tratamiento del complejo honor/vergüenza como una cultura —una visión del mundo y un corpus de valores convenido y manipulado por todos— descansa en un concepto de la cultura más bien continuo y consensual» que ha sido cuestionado porque se ha demostrado que ésta no es universal ni homogénea. Por eso es necesario destacar «la dinámica del poder dentro de la cultura» y concebirla como un «lenguaje de argumentación» que las personas crean, usan y manipulan en el curso de sus inte- racciones sociales (Stern [48], pp. 37-39, n. 25). Los Gutiérrez de Cossío habrían podido desplegar una argumentación eficaz en defensa de su honor respaldados, precisamente, en su poder y prestigio. 70 Twinam [45], p. 42. 351Los juicios de la monja Dominga Gutiérrez n Jorge Armando Guevara Gil decisión ad hoc y casuística de la jerarquía católica que las severas prescripciones del Derecho Eclesiástico. Es interesante señalar que la propia sociedad tradicional había generado mecanis- mos y remedios para restituir la virtud y el prestigio de las personas que habían sido incapaces de vivir a la altura de los severos estándares sociales y morales que impo- nía el sistema del honor. Además, la Iglesia Católica tenía los mecanismos y rituales necesarios para controlar el escándalo, reparar la honorabilidad y restituir el orden resquebrajado por la transgresión.71 El problema era articularlos adecuadamente para restablecer la imagen de virtud a partir del status y el poder de la familia. Pero, más allá de la virulenta reacción familiar, el Papado, decidido a cerrar la llaga y amainar el escándalo, y pese a que el plazo de cinco años para solicitar la exclaustración ya había vencido, concede una licencia especial a Dominga para que inicie los trámites de su secularización ante el obispado arequipeño. Sin embargo, en este caso, ni siquiera la tardía Bula papal facultando la seculari- zación de la monja fue suficiente para restituir la honra y reputación de ella y de su familia. Si bien la pérdida del honor era remediable, la caída en des-gracia era mucho más difícil de superar. Dominga no solo estaba des-honrada en el mundo secular sino también des-graciada en el ámbito espiritual al haber roto el vínculo sagrado de sus votos perpetuos con la Iglesia Católica. La autoridad y disciplina de la Iglesia habían sido cuestionadas y por eso el obispo Goyeneche señaló que él hubiese preferido llorar su muerte antes que su desgracia. Además, el rechazo social a la decisión de Dominga hacía aún más difícil la restauración del honor y la gracia de la monja y su familia. Al respecto, un pasaje de Flora Tristán es muy revelador. Señala que a pesar del status aristocrático de Dominga nadie la volvió a frecuentar y fue inmisericordemente re- chazada y criticada: Antes de dejar Arequipa quise también despedirme de mi prima la monja de Santa Rosa [sic: Santa Teresa]. Fui sola a esta visita. El valor y la perseverancia que había manifestado la joven religiosa eran admirados por todo el mundo. Pero vivía en el aislamiento y aunque estaba relacionada con las familias más ricas e influyentes del país, nadie se atrevía a verla, pues los prejuicios de la su- perstición han conservado todo su rigor en este pueblo ignorante y crédulo. [...] Se juzgaba como un crimen en ella, el gusto que demostraba por la toilette y el lujo, como si después de haber huido del claustro debería continuar en el mun- do con sus absurdas austeridades. Su madre, la señora Gutiérrez, la rechazó con 71 Ver, por ejemplo, el estudio de Twinam (Twinam [45]) sobre las gracias al sacar y la ilegitimidad. Como indican Johnson and Lipsett-Rivera, «honor once compromised could often be repaired or de- fended after the fact [...] The Catholic Church, Spanish and Portuguese administrative practices, and individuals all contrived convenient fictions to remedy the effects of dishonorable behavior» (Johnson and Lipsett-Rivera [6], p. 8; Spurling [69], pp. 59, 61; Lipsett-Rivera [55], p. 197). 352 Derecho, instituciones y procesos históricos dureza. Su hermano y una de sus tías, muy ricas el uno y la otra, eran las dos únicas personas de la familia que tomaron su partido (énfasis en el original).72 Para Dominga, el ostracismo social resultaba insoportable. En un dramático diá- logo con su prima se queja de las sanciones sociales y morales que padecía: —¡Querida Dominga! ¿Es Ud. muy desgraciada acá? —Más de lo que puede usted imaginarlo... mucho más de lo que alguna vez fui en Santa Rosa [sic: Santa Teresa]. [...] —¿Cómo, Dominga, usted libre, usted tan hermosa, adornada tan graciosa- mente, usted es más desgraciada que cuando se hallaba prisionera en ese lú- gubre monasterio, sepultada entre sus velos de religiosa? Confieso que no la comprendo. [...] —¡Yo, libre!... ¿y en que país ha visto usted que una débil criatura, sobre quien cae el peso de un atroz prejuicio sea libre? Aquí, Florita, en este salón, ataviada con este lindo vestido de seda rosa, ¡Dominga es siempre la monja de Santa Rosa [sic: Santa Teresa]! ... A fuerza de valor y de constancia pude escapar de mi tumba. Pero el velo de lana que yo había elegido está siempre sobre mi cabeza y me separa para siempre de este mundo. En vano he huido del claustro, los gritos del pueblo me rechazan...73 Tristán trata de consolarla diciéndole que ella era más desgraciada porque «siem- pre será casada» con Andrés Chazal, su violento y conflictivo cónyuge. Pero Dominga la corta pues la comparación le parece ridícula: —¡Más desgraciada que yo! ¡Ah, Florita! ¡usted blasfema! ¡Usted desgraciada, cuando puede amar al hombre que le agrada y casarse con él!... No, no, Flo- rita, ¡yo solo tengo el derecho de quejarme! ¡Si me distinguen en las calles me señalan con el dedo y las maldiciones me acompañan!... Si voy a participar de la alegría común en una reunión, me rechazan diciéndome: “No es este el sitio en donde debe encontrarse una esposa del Señor. Entre en el claustro, regrese a Santa Rosa [sic: Santa Teresa]...” Cuando me presento a pedir un pasaporte me responden: “¡Usted es monja ... esposa de Dios! Usted debe vivir en Santa Rosa [sic: Santa Teresa]”. ¡Oh, condenación! ¡seré siempre monja! (énfasis en el original).74 Como vemos, el honor y la gracia resultan conceptos claves para analizar las con- secuencias sociales y las secuelas legales de la fuga de la monja. Muchos «honores» se 72 Tristán [7], p. 448. 73 Ibidem, pp. 449-450. 74 Ibidem, pp. 450-451. 353Los juicios de la monja Dominga Gutiérrez n Jorge Armando Guevara Gil pusieron en juego: el honor de la Iglesia que había sido ofendida por una «apóstata»; el honor de Dominga que no supo respetar sus votos perpetuos y su matrimonio eterno con el cuerpo de Cristo; el honor del Obispo Goyeneche que había sido ofen- dido por los liberales del municipio de Arequipa y el honor de la familia Gutiérrez, manchado para siempre. No solo Goyeneche la hubiese preferido muerta en lugar de apóstata. Su familia, como denunciaron los representantes del municipio, hacía mayor duelo por tenerla viva que el que hizo ante su supuesta muerte. También es sintomático que la príora y sus hermanas del convento de Santa Teresa reaccionaran con una incredulidad total ante la noticia de su fuga. Ellas preferían saberla muerta antes que viva pero desgraciada: Dos meses después la verdad de este acontecimiento comenzó a traslucirse. Pero las religiosas de Santa Rosa [sic: Santa Teresa] no quisieron prestar fe y cuando la existencia de Dominga había cesado de ser una duda para todo el mundo, las buenas hermanas sostenían todavía que estaba bien muerta y que lo que se contaba sobre la pretendida salida del convento era una calumnia. Sólo se convencieron cuando la misma Dominga se tomó el cuidado de hacerlo, demandando a la superiora para que le restituyese su dote que era de 10,000 pesos (50,000 francos).75 El honor era, entonces, el fundamento que articulaba los principios de libertad civil y obediencia religiosa en la sociedad arequipeña de inicios del siglo XIX. Ello explica por qué el caso produjo la contienda entre los fueros civil y eclesiástico y el gran revuelo social que acabó sepultando la libertad de Dominga. Es más, incluso una resolución plenamente favorable a la monja Gutiérrez en ambos fueros se habría estrellado contra la sanción social porque lo que estaba en juego eran los cimientos culturales del orden social arequipeño condensados en los principios del honor, la gracia y la obediencia. Más allá de las sanciones impuestas por los fueros en conflicto, el propio cuerpo social reaccionó castigando severamente a quien se atrevió a trans- gredir el orden y la jerarquía establecida. Muy poco podían hacer ante esa reacción los liberales locales que se atrevieron a defender la libertad de Dominga. Si la libertad individual empezó a ser consagrada como un principio fundante de la sociedad y del estado republicano liberal, el honor era el cimiento cultural que le daba un sentido social y moral superior. Por eso resultaba inadmisible lograr la libertad a costa del honor y la gracia. 75 Ibidem, p. 440.