El futuro de las humanidades, las humanidades del futuro Miguel Giusti y Pepi Patrón (editores) © Miguel Giusti y Pepi Patrón, 2010 De esta edición: © Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2010 Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú Teléfono: (51 1) 626-2650 Fax: (51 1) 626-2913 feditor@pucp.edu.pe www.pucp.edu.pe/publicaciones Diseño, diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP Primera edición: agosto de 2010 Tiraje: 500 ejemplares Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2010-10828 ISBN: 978-9972-42-936-1 Registro del Proyecto Editorial: 31501361000410 Impreso en Tarea Asociación Gráfica Educativa Pasaje María Auxiliadora 156, Lima 5, Perú Las humanidades: letras y sombras Carlos Garatea Grau Pontificia Universidad Católica del Perú Una pregunta me ronda la cabeza desde hace semanas: ¿debo agradecer esta invita- ción?, ¿debo dar las gracias por el problema en el que generosamente me han metido? De ceñirme a las normas de cortesía o a las instrucciones del dedo meñique claro que sí, pero cuando lo pienso un poco, ingreso en un mar de dudas. Dudo porque el tér- mino «humanidades», identificarse con ellas o llamarse «humanista» no son asuntos que puedan resolverse de un plumazo ni que deban ser abstraídos del entorno que nos toca vivir ni que expresen algún consenso más allá de un grupo relativamente pequeño, aunque en el discurso tenga mayor aceptación la necesidad de atender a la persona de carne y hueso, a la cultura, a la educación, a los libros y tantas cosas más que podría dar la impresión de que las humanidades gozan de buena salud y son favorecidas por los vientos. No creo que antes haya sido muy distinto y no veo por qué pensar que lo será el futuro. Es suficiente recordar lo que pasó con un humanista de la talla de Erasmo o que la Europa de Leonardo, Dante, Shakespeare y Goethe fue la misma que colonizó y humilló al mundo árabe y que persiguió a los judíos hasta asesinar a miles de ellos en un genocidio sin precedentes o que el gobierno del país más rico del planeta hizo volar por los aires principios básicos de convivencia inter- nacional o que primero se dispara, luego se pregunta y después se dice que todos eran talibanes. Basta reconocer que decir que todos somos iguales ante la ley es un autén- tico eufemismo o que el ingenio de Bill Gates arrincona las letras de Gutenberg o que un ministro de Economía confesó que no vale la pena mantener las escuelas de arte por la escasa posibilidad de que nazca un nuevo Picasso. Es suficiente tener en mente todo esto y lo que podríamos añadir para admitir que esta invitación trae consigo un problema o, si se prefiere, un dilema que ciertamente concierne a la Universidad pero que, en el fondo, alcanza al conjunto de la vida social y al porvenir de los pueblos. Visto de esta manera no me queda otra cosa que agradecer que me hayan invitado. No se trata, sin embargo, de enarbolar un desconsolado pesimismo, pues sería asumir la política del avestruz; tampoco se trata de optar por la política del toro que ingresa en casa para acabar con todo, pues sería convertirse en un fanático antifanático. Ni lo uno Carlos Garatea Grau 56 ni lo otro. Se pueden esperar tiempos mejores, pero no huir de los presentes. Lo que quisiera razonar aquí es en torno a ese presente desde la perspectiva de quien cree en las humanidades y en la formación humanista y de quien piensa que las cosas impues- tas pertenecen más al que las ordena que al que las obedece. Tal vez pensaba en esto Montaigne1 cuando recuerda que, en cierto festín, un espontáneo decidió llenar con vino la copa que sostenía Diógenes. Una vez llena, el atento parroquiano le preguntó qué tipo de vino prefería. Y Diógenes respondió: «El de los demás». «Los demás». «¿Quiénes son los demás?», mejor dicho, «¿quiénes son los otros?» podría ser la interrogante apropiada para encarar el problema que me trae aquí. Pero hay una cuestión previa: «¿quiénes son los otros?» supone el reconocimiento de que hay alguien distinto, sobre quien se hace la pregunta, es decir, alguien que también existe. Ninguna retórica hay aquí. Lo que está en juego es la diversidad y, con ella, el lugar de las humanidades en el siglo XXI. Volveré más adelante sobre este asunto. Por lo pronto, acaso no se arremete contra esto cuando se pregunta hoy a un muchacho o a alguno de nosotros por lo que quiere hacer o por lo que hacemos. Si la respuesta saca a relucir a la literatura, la filosofía, la lingüística, u alguna otra de nuestras dis- ciplinas, puede despertar en el interlocutor cierto tono de institutriz victoriana con algo así como: «y no te da vergüenza […]», para agregar luego en algún momento del sermón: «lo que se necesita hoy son gerentes, empresarios […] la globalización recién empieza […] o estás con ella o estás fuera […] good bye humanidades». Sin duda que la globalización marca el compás del mundo, pero no se puede ignorar que es una manera de nombrar un sistema de poder que ha logrado consti- tuirse en un hecho innegable, sobre cualquier frontera política. Guste o no, ahí está. Tiene razón Carlos Fuentes2 cuando equipara la globalización a las dos caras del dios latino Jano. La buena cara es la del impresionante avance de la tecnología y de la ciencia, la del libre comercio, la del acceso a la información y a las comunicaciones, la de la extensión del concepto de derechos humanos y el carácter imprescriptible de los crímenes contra la humanidad, que ojalá se vean fortalecidos, de una buena vez y pronto, en nuestro país. Para Fuentes, la cara menos atractiva es la de la desigualdad y el desenfadado consumismo que nos reduce a «alegres robots», con batería para divertirnos hasta la muerte. Es la cara en la que el veloz desarrollo de la tecnología abandona a quienes no están en condiciones de mantener el paso y en la que el libre comercio desdeña a la pequeña y mediana empresa en beneficio de las grandes corporaciones, que incrementan sus ventajas, acentuando la división entre ricos y pobres y, de paso, abonando el terreno para ideologías «violentistas» de origen y cariz 1 Cf. Montaigne, Michel, Ensayos completos I y II, Buenos Aires: Ediciones Orbis, 1984. 2 Fuentes, Carlos, En esto creo, Bogotá: Planeta, 2002, pp. 100-101. Las humanidades: letras y sombras 57 distintos. Una conocida frase de R. Reagan lo resume todo: «el que es pobre es por- que es holgazán». No hay aquí derechos del hombre, hay derechos del mercado; no hay valores, sino bolsa de valores. Así las cosas ¿dónde quedan las humanidades? Pues, sencillamente, no están. ¿Podrían estarlo? No podrían, deberían. Y deberían contribuir a humanizar las dos caras del fenómeno descrito, incorporando, en realidad radicalizando, el lugar que le corresponde a todo ser humano en la vida social y política de cualquier comuni- dad. No sobre la base de modelos abstractos o idealizaciones, sino a partir de lo que somos: seres complejos, con necesidades, contradicciones, sentimientos e infinidad de aspectos en una fabulosa mezcolanza que desbarata cualquier reducción. Es cierto que el capitalismo propone las reglas y las razones de la economía, pero corresponde a la democracia afianzar y nutrirse del consenso político3, un consenso que no surge de la noche a la mañana, ni es instantáneo, como el Nescafé, sino que surge de un pro- ceso cuyo fundamento está en el pleno reconocimiento de los derechos humanos, de la diversidad y de la libertad. Humanidades y democracia van de la mano. Ninguna primicia. Se sabe desde hace siglos. Hay que decir, sin embargo, que en los últimos años se ha discutido y reflexionado mucho en esta dirección para adaptar y reformu- lar el vínculo a la luz del mundo contemporáneo. El concepto de desarrollo humano es buen ejemplo. Aunque se trata de una expresión incorporada ya en el vocabula- rio de distintos sectores, universitarios, políticos y empresarios incluidos, temo que su excesiva manipulación podría terminar desgastando, desinflando su contenido, porque, como se decía aún en el siglo XVII, según Correas4, «oien las bozes i no las razones». Ojalá me equivoque. Y es aquí donde hay que darle la vuelta a la moneda para mirarnos a nosotros mismos. Poco favor nos hacemos llenando el libro de quejas con asuntos en los que estamos de acuerdo, si antes no ordenamos la casa, si antes no nos hemos dado lo que reclamamos al mundo. «La pereza no lava cabeza; i si la lava nunca la peina», registra también Correas. Así, es un lugar común afirmar que el hombre no es una isla. Entonces, ¿qué es? Sirviéndose de una metáfora del mismo calibre, Amos Oz propone una figura que me resulta pertinente para lo que diré después: «cada uno de nosotros —dice Oz— es una península, con una mitad unida a tierra firme y la otra mirando al océano. Una mitad conectada a la familia, a los amigos, a la cultura, a la tradición, al país, a la nación, al sexo y al lenguaje y otros muchos vínculos. Y la otra mitad deseando que la dejen sola contemplando el océano»5. Me resulta pertinente 3 Cf. Ibid., p. 144. 4 Correas, Gonzalo, Vocabulario de refranes y frases proverbiales, Bourdeaux: Institut d’etudes ibériques et ibéro-americaines, 1967. 5 Oz, Amos, Contra el fanatismo, Barcelona: Siruela, 2005, pp. 39-40. Carlos Garatea Grau 58 esta figura porque todo sistema educativo, todo sistema político y social y toda ideo- logía que nos conciba como islas o, en su defecto, como accidentes en el interior de un continente son una barbaridad. Hay vínculos que unen a un hombre con otros, y hay, al mismo tiempo, un ámbito de libertad. Conviene asumirlo antes de intentar que el vecino sea como nosotros o de modelarlo porque piensa, actúa o viste a su manera, no a la nuestra. Tenemos un penoso ejemplo reciente. No hay duda de que los brutales atentados de Nueva York y Madrid fueron una infame tragedia. Con ellos nos dimos de golpe con que no había una sola historia, ni una sola cultura. Había varias y muy distintas. Pero habíamos hecho de la nuestra la única historia del planeta. Es cierto que con- tábamos con literatura suficiente para desbaratar la ilusión, tan cierto como que no hicimos caso, simplemente continuamos «así nomás, sin paltas». Tremenda soberbia de Occidente. Aunque con evidentes diferencias, algo parecido hemos hecho con los pueblos y culturas amerindios, y, por cierto, también con África. Una soberbia miope que en nuestro país salió de la trastienda, aunque en realidad estuvo siempre en primera fila, con la reacción que siguió al informe de la Comisión de la Verdad. Felizmente hay ejemplos en contrario que alimentan el ideal humanista como espa- cio de convivencia, de encuentro e intercambio culturales. Menciono al vuelo dos tomados de la antigüedad, justamente vinculados con el mundo árabe. El primero: la escuela de traductores de Toledo durante el reinado de Alfonso el Sabio. El segundo es menos conocido: el erudito de Basora, hoy Iraq, Ibn al-Haytam, conocido en Occidente como Alhacén, parece haber sido, a partir de sus lecturas de Aristóteles, el primero en postular una graduación en el acto de percibir, es decir, en el paso de «ver» a «descifrar» o a «leer»6. Alhacén murió en 1038, en el Cairo. Doscientos años después, cuando, como a veces ahora, la Iglesia reacciona negativamente ante la cien- cia por creerla opuesta al dogma cristiano, el alegato del monje franciscano Roger Bacon a favor del estudio de la óptica, frente al papa Clemente IV, se respalda en los argumentos e hipótesis de al-Haytam, a quien cita y resume. De los muchos ejemplos que podrían citarse, los dos apuntan a lo mismo. Las humanidades son mezclas, herencias, pero también innovaciones y cambios, sobre todo amplitud para comprender al hombre como península situada en el mundo. Humanidades y diversidad son, pues, los dos lados de la misma hoja. Se rompe uno, se rompe el otro. Aunque esto acompaña a las humanidades desde hace mucho, pienso que hay que remozar la unión. No digo renunciar. Pienso en la necesidad de darles nuevos aires desde adentro, algo muy distinto de los retoques cosmetológicos que, con más frecuencia de lo que se admite, traen consigo improvisación o dan pie 6 Cf. Manguel, Alberto, Una historia de la lectura, Madrid: Alianza Editorial, 2005, pp. 56-57. Las humanidades: letras y sombras 59 a la trivialidad de las modas intelectuales pregonadas en nuestros días y que solo responden a ese malentendido que genera la supuesta obligación de ser originales a como dé lugar, aún cuando se tenga que celebrar el descubrimiento de la pólvora por enésima vez como si fuera la primera. El pasado, la historia, con todo lo que ella implica, resulta poco interesante en el juego de la oferta y la demanda. Ciertamente que no trato de afirmar que el futuro de las humanidades esté en el pasado. Lo que intento sostener es que el futuro de las humanidades implica el pasado pero no puede agotarse en él. Me parece algo tan evidente como que si ahora celebramos noventa años es porque antes se tuvo cuarenta y la salud de los cien dependerá de lo que se haga a los noventa y de lo que se hizo a los cuarenta. De ahí que la pregunta por el futuro sea también una pregunta por el pasado y, claro, por el presente, aunque la respuesta duela de lo lindo. Por lo pronto, me parece que, a pesar de sus dos caras, la globalización es un fenó- meno que, aunque suene contradictorio, favorece la globalización de la diversidad, si por esto entendemos una toma de conciencia de que vivimos en un mundo poblado por personas, culturas e historias distintas, que hay que estar dispuesto a comprender y asumir como tales, no obstante las similitudes o cruces que puedan identificarse en ellas. Claro que, cuando digo «comprender», pienso en algo muy alejado de un acer- camiento tipo coleccionista de postales turísticas o del fácil paternalismo que vuelve insustancial las diferencias y que solo evidencia una actitud de superioridad respecto del otro. En lo que pienso es en penetrar, con tolerancia y seriedad, en aquello que da sentido y sustancia a la diferencia y que, al mismo tiempo, puede convertirse en punto de encuentro y de mutuo reconocimiento, con miras a una convivencia pací- fica sobre la base de concesiones recíprocas y normas compartidas. Este es el ámbito en el que las humanidades implican a la diversidad y viceversa. Pero es también la razón por la que están enraizadas en lo que aspiramos lograr con la vida social este siglo y por lo que son impostergables en todo sistema educativo, sea en la etapa esco- lar o en la universitaria. Ellas contribuyen a formar ciudadanos. Obviamente que no se trata de volver a las humanidades en una suerte de vacuna universal contra todo mal. La panacea del siglo XXI. Pero sí creo que, con ellas, se inocula al menos con- tra esa tendencia tan común hoy de obligar a los demás a cambiar, de enmendar al vecino que no se ajusta al modelo de cultura, de fe y de prioridades que también trae la globalización y su vena mercantilista, arropada en un falso altruismo que exuda fanatismo e intolerancia y que propaga más fanatismo e intolerancia. Recuerdo una vieja historia que lo dice mejor que yo. Se me escapa dónde la leí por primera vez pero he vuelto a encontrarla en un ensayo de Amos Oz7, de donde la sigo en lo esencial. 7 Oz, Amos, o. c., p. 89. Carlos Garatea Grau 60 Una tarde cualquiera en Jerusalén, que para el caso podría ser Washington, Bagdad e incluso Lima, un joven coincide en la mesa de un bar con un anciano que llevaba anteojos o gafas. Conversan. Resulta que el anciano es el mismísimo Dios. El joven no se lo cree enseguida pero luego de unos minutos y de algunas señas inconfundi- bles admite que en efecto ese anciano es Dios. Como era de esperar, el muchacho tiene una pregunta urgente. Le dice: «Querido Dios, por favor, dime de una vez por todas: ¿qué fe es la correcta?, ¿la católica romana, la protestante, a lo mejor la judía o acaso la musulmana?, ¿qué fe es la correcta?». Y Dios sin pensarlo mucho, porque lo sabe todo, contesta: «si te digo la verdad, hijo mío, no soy religioso, nunca lo he sido, ni siquiera estoy interesado en la religión». Pues bien, creo que es un error tomar la pluralidad de perspectivas como sinó- nimo de relativismo. La pluralidad expresa consensos y encuentros. Acabamos de oír a Dios, que no es relativo, pero podemos hallar algo semejante en la pluma de Borges, que no fue Dios, aunque en ocasiones lo parecía. Esa pluralidad es una de las características de la Universidad. La vida universitaria debe promover los encuentros, no el aislamiento; debe tener una memoria fresca, no una amnesia alborotadora y despistada; debe crear los espacios para que la cultura viva y no solo aquello que ha permanecido sino también aquello que está vivo o que escapa de la tradición. Ciertamente que estos propósitos corren el riesgo de quedar petrificados en fórmulas retóricas, esas que van bien con las ceremonias superficiales, cuando su declaración carece del respaldo efectivo que brinda el estudio, la reflexión, la crítica y la inves- tigación, medios irremplazables para encarar el futuro con seriedad y para diseñar y encaminar a las humanidades en el siglo XXI. Sin ellos, no hay Universidad y las humanidades difícilmente podrán salvarse de engrosar la lista de artículos sanciona- dos por el mercado o, en el mejor de los casos, serán una manera elegante de ocultar que uno se adhiere a la cultura del fast food. Y ya sabemos cuánto daña la salud. Que la reflexión, la crítica y la investigación exigen tiempo, constancia y paciencia, es tan cierto como que la homogeneidad empobrece, la falta de crítica impone un silencio cómplice, la ausencia de creatividad mata. Que ellas generan preguntas y originan respuestas incómodas a quienes prefieren la inercia o la neutralidad, es verdad, tanto como que Universidad y totalitarismo, Universidad y dogmatismo son incompatibles. Pienso que hay dos asuntos de los que debemos hacernos cargo mirando el futuro de las disciplinas humanísticas. Uno es el de la investigación interdisciplinaria; el otro es el de la lectura y los libros, tema este que, como efecto del descalabro de la educación, ha penetrado lentamente en el ámbito de la vida universitaria hasta constituirse en tema de preocupación pedagógica. En cuanto a la investigación inter- disciplinaria: me parece que es una ruta que vale la pena seguir y que, sin sacrificar el rigor y la seriedad, permitirá librarse en algo de los corsés que, en los últimos años, Las humanidades: letras y sombras 61 se han impuesto esas disciplinas, llevadas por un afán de independencia y autono- mía que, en algunos casos, por exceso de celo, ha parcelado los fenómenos, muchas veces idealizándolos o rodeándolos de un lenguaje hermético, incapaz de asimilar los resultados de alguna disciplina vecina y limitando el estudio a la confirmación de una teoría diseñada de antemano. Claro que no se trata de tirar todo por la ventana. Parte del trabajo consiste en pasar de la descripción a la explicación. Y es esta dimensión la que exige amplitud de horizontes, capacidad de integración y una permanente acti- tud crítica. Aunque suene trillado, el primer paso exige tener presente que se estudia fenómenos humanos, situados en el tiempo y en el espacio, e inmersos, por tanto, en una serie de vínculos y realidades —la península de hace un momento— que hay que estar dispuesto a admitir e integrar en la investigación, sin olvidar, por cierto, el campo que corresponde a la creatividad y a la libertad, ambos impulsos esenciales de lo que llamamos civilización y cultura. Decía que el segundo asunto es el de los libros y la lectura, asunto anclado en lo que tradicionalmente define el trabajo humanista y a las humanidades en conjunto. Me resulta difícil imaginar el futuro de las humanidades sin libros o repitiendo, en ocasiones solo para ocultar una deficiencia personal o para mantener el ego a salvo, que hoy se lee menos que antes. No digo que se lea más, solo digo que también se lee. El problema está en lo que se lee y en el tipo de capacidades que ponen en juego esas lecturas, en contraste, por ejemplo, con las que exigen las lecturas universitarias. También se dice que la pérdida de lectores se debe a la invasión de lo audiovisual. Aunque parezca una herejía, no lo creo. A mi juicio, el problema es otro: nos hemos olvidado de formar lectores. El mundo audiovisual es también parte de la cultura y no hay razón para correr espantados ante esa realidad. ¿Acaso no podemos aplicar una crítica tan rigurosa y seria a una película o a una serie de TV como hacemos con una obra literaria o con un cuadro de Van Gogh o de nuestro Szyszlo? No hay nada que lo impida. Pero ambos exigen formación y ello no se adquiere de la noche a la mañana, sino con tiempo y con alguien que enseñe a ver o a leer. El individuo for- mado discierne. Él estará en mejores condiciones para valorar estética y técnicamente lo que se pone ante sus ojos o entre sus manos. En este sentido, ¿cuánta responsa- bilidad tiene la industria editorial que poca atención presta a la calidad y mucha a los réditos o el Estado que, con elevadas cargas tributarias, dispara los precios de los libros por las nubes? A manera de autocrítica me permito un par de confidencias. Hace menos de un año, un estudiante del último semestre, cuya especialidad omito porque no creo que sea algo exclusivo de ella ni un hecho aislado, me dijo, muy suelto de huesos y sin que le tiemble la voz: «sabes, para ser un buen y exitoso profesional, no necesito leer Cien años de soledad ni interesarme por el Quijote, a lo mucho, el periódico de vez Carlos Garatea Grau 62 en cuando». Claro que esta respuesta apenas alcanza la dureza del algodón cuando recuerdo haber oído, el pasado mes de julio, durante un examen, otra de un alumno que venía de una universidad «moderna». El muchacho, después de situar al Inca Garcilaso y a sus Comentarios, como antecedentes de Pachacutec, apretó el acelerador y dijo: «A Garcilaso lo recuerdo por el buen gobierno que hizo durante el Tahuan- tinsuyo». ¿Qué decir si el pobre muchacho, que, con toda razón, ostentaba orgulloso sus altas calificaciones y no dejaba duda alguna sobre sus sinceros conflictos vocacio- nales, respaldaba sus estudios, por ejemplo, del curso de lengua con un programa que incluía como primera lectura obligatoria a El vendedor más grande del mundo? Pura realidad, ni un ápice de ficción. Tengo testigos, por si acaso. Con ninguno de estos hechos pretendo alegar a favor de la erudición, ni en privilegiar la memoria sobre el razonamiento. Tan solo quiero llamar la atención sobre un espacio que concierne a las humanidades, a la educación. Con nuestra falta de atención en ellas ponemos en la cuerda floja tanto la continuidad de la cultura como de la sociedad, que es tam- bién un hecho cultural y no algo espurio, y nos acercamos a esos «robots alegres» que mencioné páginas atrás. Ya Alfonso el Sabio, en un momento de la Segunda Partida, refiriéndose a que, en tiempos de paz, los caballeros debían oír leer en voz alta, como remedio contra el insomnio, añadía que «esto era porque oyendolas les crescían los corazones [sic]». Y es que los libros enseñan, enseñan a entendernos a nosotros mis- mos, a que existen los demás, que no estamos solos; la lectura y los libros contribuyen a entender el mundo social y a hacernos una idea de lo que somos como personas inalienables que viven hermanas con un pasado y con un porvenir. Virginia Wolf tiene en este sentido una frase precisa: «a medida que sabemos más sobre la vida des- cubrimos que Shakespeare también habla de lo que acabamos de aprender». Para concluir, no me resisto a una breve digresión final. Con la imagen del huma- nista se asocia en Occidente el uso de anteojos o gafas. Se tiene la pérdida de la vista como evidencia del tiempo que se dedica a la lectura y de una supuesta sabiduría adquirida en el compromiso con las letras, lo que confiere algún tipo de prestigio, aunque poca plata. Recuerden que el anciano del bar también usaba anteojos. Hay algunas pinturas medievales en las que las gafas han sido añadidas precisamente para lograr ese efecto. Lo que no se sabe a ciencia cierta es quién los inventó pero sí que entre los siglos XIII y XIV tuvieron alguna difusión8. Pues bien, el hecho es el siguiente: uno de los candidatos a inventor de ese artefacto, tan propio de los huma- nistas e intelectuales, es un tal Savino degli Armanti, cuya placa funeraria en la iglesia florentina Santa María Maggiore, además de indicar el año de 1317, dice: «inventor de los anteojos» pero añade: «Que Dios perdone sus pecados». 8 Cf. Manguel, Alberto, o. c., pp. 403-404.