Extremo Occidente y Extremo Oriente Herencias asiáticas en la América hispánica AXEL GASQUET Y GEORGES LOMNÉ (editores) Extremo Occidente y Extremo Oriente Herencias asiáticas en la América hispánica De esta edición: © Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2018 Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú feditor@pucp.edu.pe www.fondoeditorial.pucp.edu.pe Diseño, diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP Imagen de portada: Puerta de Pekín (1953), de Raúl Castagnino Primera edición: junio de 2018 Tiraje: 500 ejemplares Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2018-08170 ISBN: 978-612-317-372-2 Registro del Proyecto Editorial: 31501011800564 Impreso en Tarea Asociación Gráfica Educativa Pasaje María Auxiliadora 156, Lima 5, Perú BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ Centro Bibliográfico Nacional 303.482508 E Extremo Occidente y Extremo Oriente : herencias asiáticas en la América his- pánica / Axel Gasquet y Georges Lomné, editores.-- 1a ed.-- Lima : Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2018 (Lima : Tarea Asociación Gráfica Educativa). 317 p. ; 21 cm. Incluye bibliografías. Contenido: Encuentros y desencuentros -- Fascinación pictórica por oriente y arte nikkei -- Narrativas mestizas, nikkei y tusán. D.L. 2018-08170 ISBN 978-612-317-372-2 1. Orientalismo - América Latina - Ensayos, conferencias, etc. 2. Orientalismo en el arte 3. Chinos en la literatura 4. Japoneses en la literatura 5. Oriente y Oc- cidente I. Gasquet, Axel, 1966-, editor II. Lomné, Georges, editor III. Pontificia Universidad Católica del Perú BNP: 2018-143 7 Introducción La invención de los extremos: la conformación histórica del Oriente desde la América hispánica y su legado cultural Axel Gasquet y Georges Lomné 9 Parte I Encuentros y desencuentros La muerte en espectáculo: la ejecución de veintiséis cristianos en Nagasaki en 1597 Nathalie Kouamé 21 La guerra en los primeros tiempos de la colonización de Filipinas (siglos XVI y XVII) Pascale Girard 33 El Japón visto por Francisco Díaz Covarrubias, un viajero positivista mexicano (1876) Nour-Eddine Rochdi 49 Los chinos del Perú: una identidad reconstruida Isabelle Lausent-Herrera 71 Revolución e imperialismo en Filipinas: los reportajes de Ramón Muñiz Lavalle (1930-1933) Axel Gasquet 93 Índice 8 Parte II Fascinación pictórica por Oriente y arte nikkei La presencia de una ausencia: James McNeill Whistler y los orígenes del japonismo pictórico en Chile Mauricio Baros Townsend 117 Octavio Pinto, un artista argentino en el Japón (1928-1931) Esther Espinar Castañer 143 Carlos de la Riva: el deslumbramiento de un artista ante China Tito Cáceres Cuadros 179 Parte III Narrativas mestizas, nikkei y tusán La presencia china en la literatura peruana del siglo XIX Maida Watson 211 Cultura nikkei, género e identidad en Doris Morosimato Rosa Núñez Pacheco 229 La muerte del autor mediante la falsa traducción en el Japón de Mario Bellatin Ignacio López-Calvo 245 La desmitificación del «chino de la esquina» en La vida no es una tómbola de Siu Kam Wen Mariella B. Villarán Delgado 267 La memoria recuperada y perturbada en «Okinawa existe» de Augusto Higa Shigeko Mato 283 Sobre los autores 311 9 Introducción La invención de los extremos: la conformación histórica del Oriente desde la América hispánica y su legado cultural Axel Gasquet y Georges Lomné Universidad Clermont Auvernia y Universidad de París-Este La historiografía dominante, los estudios culturales y la literatura americana fueron tradicionalmente concebidas dentro de un marco intelectual bipolar que excluyó con tenacidad casi todos los aportes que estuviesen por fuera de la relación América-Europa. El universo americano poseía en esta perspectiva apenas dos dimensiones: la precolombina y la criolla (esta última surgida con las diferentes empresas de conquista de las monarquías europeas en América). Tras la emancipación, la cultura criolla americana también privilegió la herencia europea. Ya en el siglo XX, los conceptos alternativos de mestizaje e hibridez para definir a la sociedad americana fueron producto del movimiento intelectual revisionista de la herencia hispánica, aportados al ruedo público desde la Revolución Mexicana en adelante —con algunos esbozos teóricos intermedios como la «eurindia» de Ricardo Rojas y la «raza cósmica» de José Vasconcelos1—. Pero estos intentos conceptuales permanecían dentro del mismo horizonte teórico, combinando de forma diferente los mismos ingredientes históricos surgidos de esta bipolaridad constitutiva del espacio social americano. 1 Ambos ensayos son casi simultáneos: Eurindia se publicó en 1924 y La raza cósmica en 1925. 10 Extremo Occidente y Extremo Oriente Más cerca nuestro, Alain Rouquié designó el conjunto de la América no anglófona con el término «Extremo Occidente» (Rouquié, 1990), prolongando bajo una terminología atenuada la mentada visión bipolar: América Latina sería el reverso periférico y degradado de un anverso modélico y central, a saber, el Occidente europeo y norteamericano. Según el politólogo, dos características atraviesan e identifican la región latina de América: su carácter periférico, y el hecho de ser un mundo «deducido» (o una «invención») de Europa. Con sus propias palabras: «la región ocupa un lugar propio en el mundo subdesarrollado. América Latina sería en este sentido el Tercer Mundo de Occidente o el Occidente del Tercer Mundo. Lugar ambiguo si los hay, donde el colonizado se identifica con el colo- nizador» (Rouquié, 1990, p. 19). El analista busca identificar elementos transversales entre los países disímiles que componen la región, a sabiendas de que la etiqueta «América Latina» recubre realidades muy heterogéneas. Sin duda, todas las categorías para identificar al conjunto de países ame- ricanos no anglófonos son pasibles de crítica, pues resultan inadecuadas para describir fenómenos sociales, históricos y culturales que exceden una tipología estrecha. A pesar de sus insuficiencias y desajustes, proponemos aquí el término «Extremo Occidente», pues esta noción tiene para nosotros la ventaja de proporcionar una apertura conceptual hacia una identidad americana «indefinida» (es decir, que desborda la bipolaridad constitutiva). Concebimos, por lo tanto, el Extremo Occidente en un sentido ligeramente diferente al asignado por Rouquié: cierto, coincidimos con el carácter periférico de la América no anglófona y matizamos su carácter «inducido» o derivado de la historia y culturas europeas. Pero este término tiene la ventaja de abrir la perspectiva hacia elementos hasta hace poco desconsiderados de la identidad americana no anglófona: el adjetivo «extremo» indica no solo el confín o la periferia de Occidente, sino además señala la promesa de algo nuevo, que escapa al tropismo occidental. En términos de civilización, Extremo Occidente es ante todo la expresión de una cultura de frontera que define en gran medida a la dimensión americana y la diferencia de la europea. Por «cultura de  frontera» 11 Axel Gasquet y Georges Lomné entendemos una zona de contacto y de fricción entre entidades históricas, sociales y culturales diferentes que poseen una especificidad propia. El multiculturalismo americano emana en gran parte de dicha cultura de frontera. Más recientemente, el filósofo ecuatoriano Carlos Rojas Reyes definió de este modo el horizonte del «Extremo Occidente» para su programa de investigación sobre el «pensamiento nómada»: «Nuestra topología fue de la América Latina como Extremo Occidente: allí en donde todavía es Occidente, pero también el lugar en donde Occidente termina y empieza otra cosa» (Rojas Reyes, 1999, s/p). Desde la conquista europea, América no solo se define por su carácter derivado o inducido, sino también por el hecho de haber estado durante más de cinco siglos en el centro mismo de la mundialización y encarnar, asimismo, una forma de resistencia contra esta misma mundialización económica, social, cultural e histórica. El «Extremo Occidente» latinoamericano se ha construido en esta tensión, al punto que hace de esta un elemento constitutivo diferenciado (y no solo inducido) de la matriz occidental y europea. Extremo Occidente, en este sentido, conlleva la promesa de «otra cosa» del mero Occidente. Debido a la estrechez conceptual señalada, los estudios sobre los vínculos y la influencia del Extremo Oriente en la configuración americana todavía sufren de una falta de legitimación; continúan siendo escamoteados por la historiografía hegemónica, pues no coinciden con la visión bipolar Europa-América. Sin embargo, integrar estos desarrollos a la herencia cultural americana supone asumir que la historia moderna de este continente se despliega a escala mundial, desbordando los límites de la bipolaridad y avanzando hacia la conceptualización de una historia global comparada. La presencia de distintas comunidades asiáticas en América y los lazos comerciales, políticos y culturales entre ambos mundos desde el siglo XVI aparecen en las historiografías nacionales como un episodio menor (un epifenómeno) del proceso de modernización americana en la segunda mitad del siglo XIX. Las comunicaciones transpacíficas y los vínculos asiáticos en la era colonial americana son curiosamente expulsadas de la memoria histórica continental. De este modo, con la emancipación americana, la extensa 12 Extremo Occidente y Extremo Oriente tradición de la ruta hacia Filipinas, China y el Japón (la «Nao de Manila» que unía el archipiélago filipino con Acapulco y la metrópoli), inaugurada en 1565, se interrumpe tras la independencia de México (Martínez-Shaw & Alfonso Mola, 2005; Ollé, 2002). Desde entonces, el legado asiático se desvanece durante varias décadas en la memoria social, política, económica y cultural americanas. Sin embargo, esta relación intensa dejó, antes de desaparecer, una huella indeleble en la primera novela hispanoamericana: efectivamente, El Periquillo Sarniento (1816-1831), del mexicano Joaquín Fernández de Lizardi, se ambienta en gran medida en Manila, con algunos episodios en Guam, otrora posesiones españolas. El contacto entre ambas orillas del Pacífico se reanuda hacia mediados del siglo XIX por necesidades económicas puntuales de ciertas naciones americanas. Por ejemplo, la definitiva abolición de la esclavitud en el Perú (1854) y la necesidad de suplantar la mano de obra en los ingenios azucareros por braceros asiáticos, destinados a trabajar en las haciendas costeñas o en la industria guanera (Lausent-Herrera, 1991); la construcción del ferrocarril en la costa oeste de los Estados Unidos y también en la Baja California mexicana (Chao Romero, 2010; Velázquez Morales, 2001); los culíes en Cuba (López-Calvo, 2008) y las Antillas; la sustitución de los esclavos negros para el trabajo agrícola en Brasil. Pequeñas comunidades asiáticas florecen por todo el continente, desde México y el Caribe hasta Sudamérica. Otros territorios coloniales menores, como las Guyanas o Trinidad y Tobago —esta última bajo dominación británica—, conocerán sendas inmigraciones de la India, llegados para ejercer el comercio. Esta nueva etapa de contacto entre ambos mundos se llevó a cabo sin ninguna —o escasa— continuidad con el período colonial, edificada en una suerte de amnesia histórica. A esta inmigración debemos añadirle, desde fines del siglo XIX, la presencia creciente de comunidades originarias del imperio Otomano, particularmente sirio-libanesas, que se afincan a lo largo del continente americano. Esta nueva inmigración asiática durante la segunda mitad del siglo XIX, fundamentalmente china, está en gran medida marcada por el olvido histórico americano. Durante décadas, los braceros chinos fueron 13 Axel Gasquet y Georges Lomné introducidos en el Perú ilegalmente, de manera forzada o mediante engaños de contratos colectivos. El contingente fue elevado: entre 80 000 y 100 000 trabajadores arriban a las costas peruanas de 1849 a 1874. La misión oficial en 1872 del comandante plenipotenciario Aurelio García y García condujo a la regularización de esta inmigración asiática y se saldó con la firma del «Tratado de paz, amistad y comercio» con el Japón (1873) y el «Tratado de Tien Sin» con China (1874), que regulan la llegada de nuevos contingentes migratorios asiáticos al Perú (Lausent-Herrera, 1991, pp. 11-12). Estados Unidos, después de haber empleado una cuantiosa mano de obra china para la construcción del ferrocarril del Pacífico, expulsa a la Chinese Exclusion Act en 1882, lo que da inicio a la inmigración china en México: unos 60 000 emigrantes chinos se afincan en los estados del norte de este país. Estas políticas inmigratorias juzgaban la presencia de comunidades asiáticas en América como un mal necesario, un recurso pasajero ante la carencia de mano de obra en determinados sectores productivos. Las élites dirigentes pensaban que estos trabajadores «golondrinas» regresarían a sus países finalizada la penuria de mano de obra: se negaron a ver a estos inmigrantes como poblaciones estables. A esto debemos sumarle el desprecio ostensible que los criollos americanos tenían por los asiáticos, depositarios de todos los estigmas: se los consideraba sucios, bárbaros, incultos, perversos y poco proclives a integrase en la sociedad que los hospedaba. El racismo entonces reinante se manifestaba en la «negación» misma de la existencia de estas comunidades, aun cuando su presencia era visible en las grandes urbes y algunas regiones de provincias. Hoy la presencia de estas comunidades asiáticas en América no presenta las resistencias nefastas que tuvo en el siglo XIX y parte del XX, pues fueron laboriosamente asumidas como parte del multiculturalismo y del mestizaje étnico y cultural americano. Sin embargo, adolecen todavía de una presencia historiográfica y sociológica fuerte que evalúe los aportes económicos, identitarios, culturales y artísticos realizados por los asiáticos en suelo americano. Otro tanto puede decirse sobre la presencia y visión de América Latina por y desde el Extremo Oriente. Con pocas excepciones, queda 14 Extremo Occidente y Extremo Oriente aún por detallar el vasto mapa analítico que estudie las mutuas influencias americano-asiáticas en un plano multidisciplinario y a lo largo de más de cinco siglos de interacción. Estudiar dichas interconexiones resulta hoy imperioso, y nos permitirá observar aspectos oblicuos y desconocidos de la riqueza social y cultural americano-asiática hasta hace poco desestimados. La relación de América con Asia no es ni unidireccional ni reductible al exclusivo vínculo comercial. Antes bien, tiene una riqueza que se manifiesta de forma fecunda en las artes, la arquitectura, la plástica y la literatura; pero, asimismo, en múltiples aspectos del entramado social y de la historia cultural. El presente volumen busca remediar la parcial ausencia de estudios sobre este vasto fenómeno, con la aspiración de hacerlo desde una perspectiva global de interacciones periféricas entre estos dos grandes espacios regionales. Es un llamado a repensar la riqueza histórica y cultural americano-asiática por fuera de una exclusiva relación «radial» de América con Europa y de Asia con Europa. Más todavía, no solo se tratará de detallar las vicisitudes de los contactos entre ambas entidades, sino también de analizar los «orientalismos» y «americanismos» subsidiarios que han podido gestarse y producirse en América y Asia, diferenciados de las matrices orientalista y latinoamericanista europeas —aunque parcialmente ambas se inscriban en dicha filiación. En momentos en que ambas regiones conocen un notable proceso de modernización política, económica, social e institucional, este enfoque aspira a concebir el proceso de mundialización bajo otra mirada, en la que la jerarquía centro-periferia ejercida en forma radial desde Europa se atenúa en beneficio de un diálogo fecundo y vital entre regiones «periféricas» con motivaciones e intereses propios y una historia específica. Este ingente programa de investigación reclama un esfuerzo multidisciplinario que convoca por igual a historiadores, sociólogos, antropólogos, culturalistas, estudiosos del arte y de la literatura. Solo esta interdisciplinariedad permitirá una contribución global al estudio de la relaciones multifacéticas entre el Extremo Oriente y el Extremo Occidente durante un período extenso, que va de la era Moderna hasta la actualidad. 15 Axel Gasquet y Georges Lomné Con el propósito de abrir la discusión y no de cerrarla, adelantamos tres premisas específicas para este debate: a) Las relaciones del Extremo Oriente con el mundo hispanoamericano se encuadran dentro de una perspectiva sur-sur, que en cierta medida se sustrae del debate poscolonial y de los efectos de la conquista (aunque esta controversia no resulte ajena al problema). b) La relación del Extremo Oriente con el Extremo Occidente apunta a consolidar un concepto subyacente innovador en la historiografía contemporánea, conceptualizado como la «americanización del mundo»; esto es, la idea de que el Nuevo Mundo se encontraba en el corazón (y no en la periferia) de los procesos históricos de mundialización comenzados en la época moderna (Gruzinski, 2004 y 2008). Las élites políticas, intelectuales y comerciales americanas formaban parte de una extensa y tupida red de relaciones planetarias que contradicen la visión hegemónica según la cual América —y asimismo Asia— era una mera caja de resonancia de los sucesos europeos, un epifenómeno subsidiario de los imperios atlánticos del viejo mundo. c) La construcción intelectual reductora del Extremo Oriente y la noción de América Latina (concebidas como entidades raciales, culturales y confesionales homogéneas) se disuelve frente al estrechamiento de los contactos culturales reales. Se perfila entonces un concepto plural en el que emergen múltiples ideas y realidades de un Extremo Oriente y un Extremo Occidente hasta ahora cosificados: «los Orientes», como asimismo «los Occidentes», concebidos en su multiplicidad y pluralidad, invitan a romper con una visión hegemónica y jerárquica de la historia cultural en beneficio de una «relación» rizomática2. 2 Empleamos el término «relación» en el sentido específico que le asigna Édouard Glissant (1990, 1997 y 2008). El desarrollo «rizomático» fue teorizado por Gilles Deleuze y Félix Guattari (1980). En otro sitio hemos procurado evaluar los aportes conceptuales de estos autores para el presente debate (Dubost & Gasquet, 2013). 16 Extremo Occidente y Extremo Oriente El ámbito latinoamericano no desempeña un rol exclusivo en estos intercambios multiculturales, pero la región mantuvo históricamente vínculos prologados con los pueblos de Oriente en los últimos cinco siglos. Sin pretender restringir las contribuciones aquí reunidas al universo andino y americano, este volumen quiere representar una exploración, necesariamente provisoria, al desarrollo futuro de este vasto programa. Este primer jalón aspira, si no a colmar, al menos a propiciar una primera aproximación transversal del fenómeno dentro del ámbito americano, asociando las contribuciones de distintos especialistas en la materia. En el espacio peruano, otros esfuerzos recientes apuntan en la misma dirección (Chuhue, Na & Coello, 2012). Múltiples aspectos de esta interrelación no han sido recogidos en los ensayos de este volumen colectivo. El principal reto es emprender, en el futuro, un estudio exhaustivo de la América hispánica y lusa desde una perspectiva histórica y cultural de las sociedades asiáticas —a través de los testimonios de viajeros, intelectuales, inmigrantes, gobiernos e instituciones—. Asimismo, queda por estudiar el impacto de las culturas hispano y luso-americanas en las sociedades y culturas asiáticas. La percepción que han podido desarrollar los pueblos asiáticos sobre América resulta esencial para comprender los alcances de esta interrelación y constituye el complemento necesario a los estudios americanos sobre Oriente. Semejante esfuerzo deberá realizarse con la indispensable colaboración de investigadores asiáticos. En los últimos tiempos, la creciente ascendencia industrial nipona desde 1950 se ha visto duplicada por el exponencial protagonismo de la República Popular China en el mundo desde hace dos décadas, lo que ha conducido a una notable intensificación de los intercambios comerciales multipolares de América Latina con Asia. Esta situación fue refrendada con la firma de convenios bilaterales y regionales importantes, la llegada de inversiones directas y capitales financieros asiáticos y el arribo de nuevos y visibles contingentes migratorios asiáticos en América. Esto ha redundado en una acentuación de los estudios de relaciones internacionales 17 Axel Gasquet y Georges Lomné y geopolíticos entre ambas regiones. Los estudios etnográficos, sociológicos y antropológicos han dado cuenta desde hace un tiempo de este fenómeno migratorio en el plano social, pero los aspectos culturales de este nuevo e intenso capítulo de intercambios entre ambas regiones están aún por elucidarse. Nuestro propósito busca aminorar esta carencia. El presente volumen tiene su origen en el congreso internacional realizado en Lima bajo el título «Extremo Occidente y Extremo Oriente. Herencias asiáticas en la América hispánica y huellas americanas en el Extremo Oriente», con el apoyo del IFEA, el Instituto Riva Agüero de la PUCP y el Instituto Raúl Porras Barrenechea, el 5 y 6 de julio de 2012; pero la entrega actual incluye el aporte indispensable de numerosos investigadores que, no pudiendo participar en el mismo, fueron solicitados con posterioridad para colaborar en este libro. Bibliografía Chao Romero, Robert (2010). The Chinese in Mexico 1882-1940. Tucson: University of Arizona Press. Chuhue, Richard, Li Jing Na & Antonio Coello (comps.) (2012). La inmigración china al Perú. Arqueología, historia y sociedad. Lima: Universidad Ricardo Palma / Instituto Confucio / Editorial Universitaria. Deleuze, Gilles & Félix Guattari (1980). Mille plateaux: capitalisme et schizophrénie. París: Éd. du Minuit. Dubost, Jean-Pierre & Axel Gasquet (2013). Les Orients désorientés: objectifs et genèse d’une question d’avenir. En Les Orients désorientés, déconstruire l’orientalisme (pp. 7-30). París: Éditions Kimé. Glissant, Édouard (1990). Poétique de la rélation. París: Gallimard. Glissant, Édouard (1997). Traité du Tout Monde. París: Gallimard. Glissant, Édouard (2008). Philosophie de la relation. París: Gallimard. 18 Extremo Occidente y Extremo Oriente Gruzinski, Serge (2004). Les Quatre parties du monde, histoire d’une mondialisation. París: La Martinière. Gruzinski, Serge (2008). Quelle heure est-il là-bas ? Amérique et islam à l’orée des Temps modernes. París: Seuil. Lausent-Herrera, Isabelle (1991). Pasado y presente de la comunidad japonesa en el Perú. Lima: IFEA. López-Calvo, Ignacio (2008). Imaging the Chinese in Cuban Literature and Culture. Gainesville: University Press of Florida. Martínez-Shaw, Carlos & Marina Alfonso Mola (2005). Cuando Oriente llegó a América, contribuciones de inmigrantes chinos, japoneses y coreanos. Washington: Banco Interamericano de Desarrollo. Ollé, Manel (2002). La empresa de China, de la Armada Invencible al Galeón de Manila. Barcelona: El Acantilado. Rojas, Ricardo (1924). Eurindia. Ensayo de estética sobre las culturas americanas. Buenos Aires: Librería La Facultad de J. Roldán. Rojas Reyes, Carlos (1999). Nómadas en Extremo Occidente (presentación del proyecto «Pensamiento Nómada»). Ecuador: Universidad de Cuenca. Disponible en: . Rouquié, Alain (1990). Extremo Occidente. Introducción a América Latina. Buenos Aires: Emecé. Vasconcelos, José (1925). La raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana. Notas de viajes a la América del Sur. Madrid: Agencia Mundial de Librería. Velázquez Morales, Catalina (2001). Los inmigrantes chinos en Baja California 1921-1937. Mexicali: Universidad Autónoma de Baja California. Parte I ENCUENTROS Y DESENCUENTROS 21 La muerte en espectáculo: la ejecución de veintiséis cristianos en Nagasaki en 15971 Nathalie Kouamé Universidad Denis Diderot, París VII - CESSMA (UMR 245 CNRS) Los japoneses disponían dos travesaños de madera sobre las cruces de ejecución de sus criminales: una era para los brazos, la otra para los pies. Un tercer madero más corto se añadía en el medio para sostener el peso del cuerpo. El supliciado era colocado a horcajadas. […] No se utilizaban clavos: las manos y los pies estaban atados por cuerdas o por anillos de hierro con ejes horizontales. Para el cuello, se disponía un corsé de hierro. […] El verdugo se aproximaba con una lanza picuda como una espada de doble filo y, entrándole al condenado por el lado derecho le perforaba con mucho vigor, alcanzando el corazón situado en el lado izquierdo. […] Esto explica que solo hubiese un chorro de sangre y que el supliciado entregase su alma a Dios en un breve instante (Frois, 1935, p. 39). Es de este modo que el jesuita portugués Luis Frois (1532-1597) comenzaba su descripción de la primera ejecución pública de cristianos en el Japón. Dicha ejecución tuvo lugar el 5 de febrero de 1597 en la ciudad de Nagasaki. Luis Frois fue testigo ocular y también fue el cronista del hecho; pues un mes más tarde, el 15 de marzo de 1597, redactaba un extenso informe destinado al superior de la Compañía de Jesús en donde detallaba los pormenores del caso. 1 Artículo traducido por Axel Gasquet. 22 La muerte en espectáculo El pasaje que acabo de citar es el anteúltimo capítulo de dicho informe y evoca «las circunstancias en las que los veintiséis fieles fueron crucificados» (Frois, 1935, p. 39). En realidad, las circunstancias de la ejecución son presentadas en forma parcial; pues los detalles técnicos que acabo de citar, ilustrados por un esquema, son los únicos elementos específicamente japoneses en la escena: todos los otros puntos del relato de Luis Frois son reveladores de un discurso que podría componer un capítulo de la Leyenda dorada2: por ejemplo, el jesuita portugués evoca a condenados a muerte que afrontan el sufrimiento con alegría y se infunden ánimo cantando himnos; evoca además a los fieles que recogen la sangre de sus mártires, etc. En un grabado que el francés Jacques Callot realizó sobre esta misma ejecución a comienzos del siglo XVII3, volvemos a encontrar esta ausencia de elementos propiamente japoneses, al igual que la misma preocupación por explotar el hecho en el marco de la cristiandad; en efecto, en la obra del artista los rostros y las vestimentas de los condenados (y asimismo de sus verdugos) son de tipo europeo, mientras que el grupo de mártires se componía de seis súbditos de la monarquía española y de veinte nipones. Jacques Callot omite representar a los tres jesuitas que también fueron ajusticiados junto a los veintitrés franciscanos; esta toma de partido confesional por parte del artista nada tenía de japonés. Ahora bien, esta ejecución fue ordenada en el Japón, por un japonés, en un momento particular de la historia del Japón y los primeros testigos de esta condenación fueron en su gran mayoría japoneses; por lo tanto, 2 Remite a la Legenda aurea, que es una compilación de relatos hagiográficos reunidos por el dominico Jacobo de la Vorágine promediando el siglo XIII y que recoge la leyenda de unos 180 santos y mártires. Este fue uno de los libros más copiados durante la baja Edad Media, de gran difusión en toda Europa (N. del T.). 3 En Europa, el famoso grabador Jacques Callot (1592-1635) representó el «martirio» de los veintiséis desafortunados cristianos. El grabado, conservado en el Museo de Lorena de Nancy (Los mártires del Japón), pone en escena un decorado, personajes y costumbres muy poco japonesas. La obra no está fechada, pero de seguro no es contemporánea a los hechos, pues en 1597 Callot tenía apenas cinco años. 23 Nathalie Kouamé no podemos dejar de soslayar una lectura japonesa de los acontecimientos. Sobre esta cuestión, debemos subrayar que una lectura «japonesa» no excluye la realizada por los europeos, ni su cultura; pues justamente en este asunto, quien dio la orden de la ejecución, el general Toyotomi Hideyoshi, parece haberse aprovechado de la noción cristiana de mártir (y de martirio) —sin haber tenido por lo tanto un conocimiento muy preciso de esta doctrina extranjera. La idea que voy a desarrollar aquí es que Toyotomi Hideyoshi, este Nerón japonés que, para retomar la idea de Tertuliano, fue en el Japón el «padre de la persecución cristiana», organizó en Nagasaki, el 5 de febrero de 1597, un verdadero «espectáculo» —a este fin, retomo el término que Tácito empleó en sus Anales para describir la persecución de Nerón en el año 64 (Taciti, 1976)—. Explicaré en forma específica por qué uno de los puntos álgidos de este espectáculo tuvo que ver con la presencia entre las víctimas de seis extranjeros (una novedad en el Japón), entre quienes se encontraba el mismo embajador español de Filipinas (Don Pedro Bautista), lo que garantizaba a la ejecución una importante publicidad. Por lo demás, la noticia de la ejecución dio la vuelta al mundo pues, por ejemplo, el cronista indio Domingo Chimalpahin deja asentado en su Diario que la noticia llegó a México en diciembre de 1597 (León Portilla, 1981, p. 223). *** Comenzaré proporcionando alguna información sobre Toyotomi Hideyoshi, personaje histórico poco conocido entre nosotros, pero uno de los hombres de estado más conocidos del Japón y que, por su desmesura, podría ser presentado como un Napoleón nipón. En realidad, el mayor éxito de Hideyoshi fue haber reunificado en pocos años todas las regiones del archipiélago nipón que, desde finales del siglo XV, estaba empantanado en una guerra civil en la que ninguno de los contrincantes lograba imponerse durablemente a los otros. Hideyoshi es probablemente el samurai más exuberante y megalómano de toda la historia japonesa: su proclamada ambición de conquistar China e India 24 La muerte en espectáculo (para ello comenzó por invadir Corea en dos ocasiones, en el año 1590), la orquestación de fiestas fastuosas (para celebrar la «vía del té» o para inaugurar la estatua del gran Buda en Kioto), la construcción del más grande palacio de su época (el castillo de Osaka) y la puesta en escena de piezas teatrales Nô el las que interpretó su propio rol. Con Hideyoshi estamos muy lejos de la legendaria discreción del pueblo japonés. Pero Hideyoshi fue, sobre todo, el hombre político más genial de su época —debido a los éxitos militares y diplomáticos obtenidos frente a sus contemporáneos—. De sus éxitos proviene su inmensa fortuna material, enraizada en la tierra, en las minas de oro y plata del Japón, o del comercio internacional. En 1597, fecha en la que se produce el martirio de los veintiséis cristianos de Nagasaki, Hideyoshi reina sobre el Japón: desde hace más de veinte años el puesto de shōgun permanece vacante y el emperador Goyôsei (r. 1586-1611) se satisface del carácter sagrado de su persona y de las actividades en las que se compromete «mediante su correspondencia». Desde hace apenas diez años Hideyoshi supo encontrar una solución para controlar a la comunidad cristiana del Japón, compuesta por poco menos de 150 misioneros y —si damos crédito al obispo del Japón de aquella época, el jesuita Luis Cerqueira—, 300 000 fieles4. La «solución» de Hideyoshi para controlar a los cristianos fue la de ejercer sobre dicha comunidad una suerte de chantaje permanente. Aludo aquí al famoso «edicto de expulsión de los padres cristianos» (Kouamé, 2011, pp. 166-168) que había promulgado una década antes, durante el verano de 1587. Dicho decreto estaba compuesto de cinco cláusulas. Dos eran esenciales: la primera proclamaba «que Japón es el país de los dioses, y que por lo tanto resulta inadmisible que países cristianos enseñen una herejía [a los japoneses]»; y la tercera cláusula estipulaba que «las misiones cristianas extranjeras no deben de aquí en más residir en territorio japonés, 4 Es el número señalado en 1602 por el obispo del Japón, Luis Cerqueira, en un informe oficial destinado a Roma. Luis Cerqueira (1552-1614) es el quinto obispo del Japón y llega a Nagasaki el 5 de agosto de 1598, residiendo en el país hasta su muerte (López-Gay, 1970, p. 105; Santos Hernández, 2000, p. 77). 25 Nathalie Kouamé deben prepararse a partir y regresar a sus países en un plazo de veinte días a partir de la fecha». Era la primera vez que un decreto represivo destinado a los misioneros cristianos se aplicaba a todo el territorio nacional. Y puesto que, tras un siglo de guerras civiles, también por primera vez un hombre logró reunificar el país, sus decisiones tenían alcance nacional. En la historiografía japonesa relativa a la época moderna (Bourdon, 1993; Boxer, 1974; Cieslik & Ôta, 2001; Elison, 1973; Kouamé, 2009) y en aquella más específica que hace referencia a la historia de la represión del primer cristianismo nipón (Kouamé, 2011; Moran, 1993; Proust, 1997), dicho decreto es una especie de referencia inevitable para explicar la tormenta anticristiana que debía, desde entonces, causar más víctimas en el archipiélago. Por el resto, es en nombre de las disposiciones adoptadas en el decreto que Hideyoshi justificó la ejecución en Nagasaki de los veintiséis fieles. En realidad, el vínculo entre el decreto de expulsión de 1587 y las ejecuciones de fieles cristianos en 1597 no es tan claro. Y esto por dos motivos. Primero, no resulta coherente que un autócrata como Hideyoshi publique un decreto tan firme y duro como el de 1587 y no lo aplique sino mucho más tarde, cuando sus adversarios representan una amenaza muy relativa; en efecto, Hideyoshi tenía enfrente a un puñado de misioneros aislados y desarmados en el seno de una población japonesa cuya clase dominante estaba constituida por soldados aguerridos y dotados de armas portuguesas (armas y guerreros que carecían de implantación en las regiones codiciadas por los europeos). En otras palabras, no es seguro que Hideyoshi temía a los misioneros. Segundo, debemos constatar que, mientras tanto, durante la década 1587-1597, las disposiciones represivas tomadas contra la comunidad cristiana fueron mínimas. No es lugar apropiado aquí para desarrollar este punto, pero de todos modos diré que, si establecemos la lista de las medidas que efectivamente fueron adoptadas según el edicto de 1587, comparadas con la lista de todas las violaciones cometidas por Hideyoshi contra su propio decreto de 1587, se evidencia que el autócrata mostró poco entusiasmo para aplicar su medida. Por 26 La muerte en espectáculo ejemplo, los misioneros nunca abandonaron el Japón e incluso, en 1593, los franciscanos de Manila enviaron a Hideyoshi su primera delegación oficial, que los gratificó con una autorización para realizar proselitismo en el archipiélago (Kouamé, 2011, p. 164, nota 18). Sobre este hecho, debemos notar que este gesto penalizaba a los jesuitas que, hasta entonces, habían tenido el monopolio de jure y de facto de la misión japonesa y que solos se las habían arreglado bien —si damos crédito a las fuentes que evocan, para las décadas de 1580 y 1590, nada menos que la duplicación de los fieles japoneses. En pocas palabras, hay dificultades para creer que Toyotomi Hideyoshi haya mantenido cualquier tipo de animosidad fehaciente hacia el cristianismo, que, al contrario, dejó prosperar en sus tierras. Pienso antes bien que Hideyoshi consideraba a esta religión y a sus misioneros como un problema esencialmente político y que trató a ambos como tales, sin contemplaciones. *** Sin embargo, veintiséis misioneros fueron ejecutados en Nagasaki el 5 de febrero de 1597. Hideyoshi justificó públicamente este gesto. Sabemos que recibió, algunos meses más tarde, en agosto, a una delegación del gobernador general de Manila, y que les explicó que había ejecutado a los fieles porque temía que los misioneros fuesen un peligro para la unidad de la nación japonesa (Kouamé, 2011, p. 171). Otras explicaciones fueron aportadas por los contemporáneos de Hideyoshi o por los historiadores actuales. De este modo, unos y otros apuntan que esta delegación española que mencioné había llegado al Japón para recuperar el cargamento de un barco español que había naufragado en el sur del archipiélago cuatro meses antes de la ejecución de los cristianos, a fines de octubre de 1596. Este navío tenía el nombre de San Felipe. Sabemos de modo fehaciente que el barco había zarpado de Manila y que se dirigía a Acapulco cuando una tempestad lo desvió de su ruta inicial, obligando a la tripulación a 27 Nathalie Kouamé realizar reparaciones en el Japón. El hecho que el barco era extranjero y sobretodo la riqueza de su cargamento llamaron la atención de las autoridades niponas: la noticia del naufragio fue llevada a conocimiento del general Hideyoshi en su cuartel de Osaka. A partir de ahí, es difícil comprender el encadenamiento de los hechos, porque la historiografía actual, que depende de los testimonios de los contemporáneos —hostiles unos con otros—, buscó establecer un relación de causalidad entre la investigación oficialmente realizada en 1596 por las autoridades japonesas después del naufragio del San Felipe, la confiscación del cargamento por Hideyoshi y, finalmente, la decisión que este último tomó de ordenar represalias contra la comunidad cristiana sentenciando la ejecución pública de Nagasaki. Las cartas e informes que fueron redactadas en los días, meses y años que siguieron a estos trágicos acontecimientos autorizan, por otra parte, dos versiones diferentes de cómo se dieron los hechos. No pudiendo exponer aquí en detalle esta cuestión, diré que una de estas interpretaciones es la proporcionada por los portugueses y los jesuitas (Kouamé, 2011, pp. 171-172) y la otra pertenece a los españoles y los franciscanos, y que ambas concuerdan en afirmar que es el naufragio del San Felipe lo que determinó la ejecución de los veintiséis cristianos en Nagasaki, en nombre del decreto jamás revocado de 1587. Esta idea incluso se ha convertido, desde entonces, en un estereotipo que encontramos aunn en los manuales de historia y asimismo en textos de divulgación científica, o también reproducida en escritos de algunos especialistas. Por mi parte, considero que un político como Hideyoshi no esperó el naufragio del San Felipe para presentir los alcances imperialistas de los españoles, que ocupaban Filipinas desde los años 1560. Además, conviene subrayar que un solo miembro de la tripulación del navío naufragado se encuentra entre las víctimas del ajusticiamiento de Nagasaki. Pero sobretodo, me parece que para comprender lo sucedido hay que descartar las interpretaciones de los europeos y considerar el gesto de Hideyoshi; es decir, el modo en que fueron arrestados y luego condenados estas 28 La muerte en espectáculo desgraciadas personas. Haré sobre esto cuatro observaciones, con la idea que he sugerido al inicio de este estudio; esto es, que Hideyoshi hizo todo lo necesario para poner en escena la ejecución y que esta no es el resultado, sino antes bien el objetivo mismo proseguido por Hideyoshi: 1. En primer lugar, conviene insistir sobre el número en extremo reducido de «mártires», lo que permite afirmar que Hideyoshi no quiso reprimir al conjunto de la comunidad cristiana del Japón, sino castigarla de forma simbólica: se trató visiblemente de una condena hecha para el ejemplo o escarmiento. 2. Además, la elección de las víctimas me parece también muy significativa: incontestablemente la operación fue realizada para que entre los «mártires» hubiese una mayoría de franciscanos (mientras que los jesuitas eran mucho más numerosos en el archipiélago) y de extranjeros: se cuentan seis de los once misioneros franciscanos extranjeros que residían en el Japón (cuatro españoles, un mexicano y un hindú de Goa); conviene recordar que el embajador de Manila en persona se contaba entre las víctimas; junto a estos extranjeros, se encontraban diecisiete japoneses afiliados a la orden de los Hermanos menores y tres hermanos coadjutores jesuitas. 3. Tan significativo como la composición del grupo es el lugar mismo de la ejecución y el itinerario que se les impuso a las víctimas. En efecto, veinticuatro de las veintiséis personas condenadas fueron arrestadas mientras se encontraban en Kioto y en Osaka, las dos grandes ciudades de la época en donde había prosperado la comunidad franciscana; ambas urbes estaban a cientos de kilómetros del sitio donde naufragó el San Felipe; dos japoneses fueron integrados al grupo de mártires con posteridad, mientras los prisioneros se dirigían a Nagasaki. Dicho de otro modo, no podemos pasar por alto que se haya procedido a la ejecución en la única «ciudad cristiana» del Japón de la época: allí mismo donde la sentencia sería más visible, dado que los oficiales municipales y 29 Nathalie Kouamé la población de Nagasaki eran en gran medida cristianos (reales o ficticios). Ahora bien, no solamente las víctimas de Hideyoshi fueron con- ducidas a Nagasaki, sino que además fueron conducidas allí por vía terrestre, porque —cito el informe de Luis Frois: […] está claro que si [Hideyoshi] prefirió la vía terrestre a la marítima, que era sin embargo más directa, es porque esta vía terrestre obligaba al grupo de fieles a atravesar todos los territorios que estaban en la ruta de [Kioto a] Nagasaki —lo que representaba una distancia de 600 000 pies, y que de este modo el cortejo de prisioneros debía provocar a su paso el espanto de las poblaciones locales, que ante semejante espectáculo no estarían ya deseosos de recibir el bautizo o dar refugio a los sacerdotes (Frois, 1935, p. 89). 4. Para terminar, una última observación sobre el modo en que estos fieles fueron ejecutados: por un lado, la ejecución fue publica; por otro, la muerte de los cristianos fue hecha mediante una lanza que los atravesó y no mediante la lenta agonía del suplicio romano original. Dicho esto, los fieles cristianos fueron, sin embargo, crucificados y esta opción de las autoridades japonesas no fue hecha al azar, habiendo en esta medida una referencia explícita a la tradición cristiana. En efecto, veinticinco años más tarde, en 1622, en pleno período de auténtica represión anticristiana, otros cincuenta y cinco fieles fueron nuevamente ejecutados en Nagasaki por orden del shōgun Tokugawa; pero en esta ocasión fueron escogidos otros métodos: fueron quemados vivos o decapitados. La razón quizá se debe a que el público al que estaban dirigidas las ejecuciones no fuese el mismo: en 1622, el escarmiento estaba dirigido a los japoneses; en 1597, a los europeos. De hecho, debemos constatar que Hideyoshi ejecutó a estos cristianos en un contexto bien específico; esto es, el contexto de las relaciones 30 La muerte en espectáculo directas que había comenzado con España, Corea y China a inicios de los años 1590. En primer lugar con España; es decir, también con los franciscanos, pues eran ellos los que en aquella época representaban oficialmente en el Japón al gobernador general de Filipinas en Manila. Ahora bien, la primera vez que Hideyoshi entró en contacto con Manila, en 1591, le solicitó al gobernador Gómez Peres nada menos que un tributo. Esta manera de abordar a las autoridades de Filipinas era coherente con la situación existente en Asia oriental, en donde China había impuesto, desde hacía siglos, un modelo de relaciones internacionales en el que comercio y tributo constituían las dos caras de Jano de las relaciones diplomáticas (concebidas como necesariamente desiguales). En 1591, Hideyoshi solicitaba simplemente, pero «según el modo chino», la apertura de relaciones comerciales oficiales entre los archipiélagos nipón y filipino (Kouamé, 2011, pp. 174-175). Por otra parte, desde comienzos del año 1592, Hideyoshi estaba en guerra franca contra Corea, y de facto también contra China, que sostenía militarmente a la península. El rechazo constante de Filipinas en pagar un tributo al general japonés, el hecho de que este se preparaba durante el invierno de 1596-1597 a enviar nuevas tropas en Corea para una segunda gran ofensiva, la necesidad de financiar la campaña militar y, por lo tanto, de garantizar nuevos y constantes ingresos del comercio internacional, son elementos que sin duda se conjugan para exacerbar el rencor de Hideyoshi hacia los franciscanos y los españoles. Para concluir, veo en el acto de ejecución de febrero de 1597 un acto de represalias o una advertencia. Dicho en otros términos, nada veo en este asunto que se asemeje a una política anticristiana o incluso motivado por un particular sentimiento anticristiano. Tan solo veo a un hombre de Estado que posee el sentido de la puesta en escena, ya sea que se trate 31 Nathalie Kouamé de la ceremonia del té, del teatro Nô o de la crucifixión y que se sirve de estos diversos «espectáculos» para imponerse durablemente en el Japón y en el extremo asiático. Bibliografía Bourdon, Léon (1993). La Compagnie de Jésus et le Japon, 1547-1570. Lisboa- París: Centre culturel portugais de la Fondation Calouste Gulbenkian. Boxer, Charles R. (1974). The Christian Century in Japan 1549-1650. Primera edición: 1951. Berkeley: University of California Press. Cieslik, Hubert & Yoshiko Ôta (dirs.) (2001). Kirishitan [Los primeros cristianos de Japón]. Tokio: Tôkyôdô Shuppan. Elison, George (1973). Deus destroyed, The Image of Christianity in Early Modern Japan. Cambridge, Mass.: Harvard University Press. Frois, Luis (1935). Relación del martirio de los 26 cristianos en Nangasaqui el 5 de febrero de 1597. Edición de Romualdo Galdos. Roma: Tipografía de la Pontificia Universidad Gregoriana. Kouamé, Nathalie (2009). Quatre régles à suivre pour bien comprendre le «siècle chrétien» du Japon. Histoire & Missions Chrétiennes, 11, 9-38. Kouamé, Nathalie (2011). Une «drôle de répression». Pour une nouvelle interprétation des mesures antichrétiennes du général Toyotomi Hideyoshi (1582-1598). En Arnaud Brotons, Yannick Bruneton & Nathalie Kouamé (eds.), État, religión et répression en Asie. Chine, Corée, Japon, Vietnam. XIIIe-XXie siècles (pp. 149-182). París: Karthala. León Portilla, Miguel (1981). La Embajada de los japoneses en México, 1614: el testimonio en náhuatl del cronista Chimalpahin. Estudios de Asia y África, 16(48), 215-241. López-Gay, Jesús (1970). La liturgia en la misión del Japón del siglo XVI. Roma: Studia Missionalia. 32 La muerte en espectáculo Moran, Joseph Francis (1993). The Japanese and the Jesuits, Alessandro Valignano in Sixteenth-century Japan. Londres-Nueva York: Routledge. Proust, Jacques (1997). L’Europe au prisme du Japon, XVIe-XVIIIe siècles. Entre humanisme, Contre-Réforme et Lumiéres. París: Albin Michel. Santos Hernández, Ángel (2000). Jesuitas y obispados. Los Jesuitas Obispos Misioneros y los Ibispos Hesuitas de la extinción (tomo II). Madrid: Universidad Pontificia Comillas de Madrid. Taciti, Cornelii (1976). Annalium ab excessi divi Augusti libri. Edición de C. D. Fisher. Oxford: Clarendon Press. 33 La guerra en los primeros tiempos de la colonización de Filipinas (siglos XVI y XVII)1 Pascale Girard Universidad de París-Este, Marne-la-Vallée A comienzos del siglo XVII, Filipinas forma parte del imperio español de ultramar. El territorio está sometido a la autoridad del gobernador y capitán general, dependiente del virreinato de la Nueva España. Si la conquista de Miguel López de Legazpi (1565-1571) pertenece al pasado reciente del archipiélago, no puede sin embargo afirmarse que la paz reine sobre estas islas2. La región parece ser un punto de partida o un motivo de conflicto permanente con: a) las otras potencias europeas (como los holandeses y los ingleses); b) las otras potencias asiáticas a punto de reafirmar su supremacía política (como el Japón); o c) ciertas etnias locales, los «nativos» de estos países. A escala local, varios conflictos estallan entre las diferentes etnias que pueblan estas islas (los tagalos, los zambales y los chinos), mientras que otras etnias acompañan el proceso de formación de la sociedad colonial. En este contexto de un mundo agitado y convulso, en donde coexisten grupos sociales violentos para quienes no resulta cierto que el estado de guerra haya sido considerado como un estado anormal que se oponía necesariamente a un estado de paz, es pertinente interrogarse sobre el lugar que ocupa la guerra frente a los poderes civiles y eclesiásticos. Si la guerra supone un enfrentamiento entre dos Estados 1 Artículo traducido por Axel Gasquet. 2 Esto es válido para los reinados de Felipe III y Felipe IV. Para la década de 1653-1663, ver Prieto Lucena, 1984. 34 La guerra en los primeros tiempos de la colonización de Filipinas o dos grupos sociales, esta no acarrea necesariamente, por ambas partes, una situación de anomia generalizada. Muy a menudo la guerra tiene lugar en un marco geográfico limitado, se trate de la guerra naval o de la guerra de conquista. Por otra parte, si partimos de la hipótesis que la guerra no corresponde necesariamente a una situación involuntaria y no deseada, podemos legítimamente preguntarnos en qué medida quienes detentan el poder —se trate de civiles o eclesiásticos— utilizan estos conflictos e instrumentalizan la guerra. En fin, si partimos de la corroboración que en el imperio español las ocasiones de guerra han sido múltiples, conviene preguntarse cómo la evocación de la guerra atraviesa los espacios y los años, trasladándose a la pluma de unos y otros, y si los servidores del Estado y de la Iglesia han participado de una misma cultura política. El período escogido, el inicio del siglo XVII, es interesante por más de un motivo: se evidencia la emergencia de una generación de civiles que se llaman los «pobladores» (literalmente gente destinada para poblar) que se distinguen de los «conquistadores» de los primeros tiempos. Algunos de estos «pobladores», que figurarán pronto entre los altos responsables del Estado, reclaman las «encomiendas» (concesiones territoriales con la asignación de mano de obra), beneficios, gracias y oficios. En cuanto a los eclesiásticos que acompañaron el proceso durante los primeros años de la conquista, algunas órdenes han surgido de numerosos contingentes —pletóricos, afirman algunos— de religiosos que caracterizaron los inicios del siglo XVII en España; intelectualmente, fueron formados en la euforia de la contrarreforma católica y son estos hombres surgidos del «Siglo de Oro» que describe Bartolomé Bennassar. Dichos efectos generacionales y, por esto mismo, cierto aire de renovación de las élites, permiten comprender mejor el clima que reina en Filipinas a comienzos del siglo XVII. Además, el mundo filipino es, con mucho, un mundo aparte, un mundo en gestación3 en donde coexisten militares aventureros, 3 Más tarde, a mediados del siglo XVII, Francisco de Samaniego, procurador en la Audiencia de Manila, empleará el término «tercer mundo» para describir a Filipinas como 35 Pascale Girard comerciantes que buscan el enriquecimientos rápido y religiosos de todo tipo (cinco órdenes religiosas están presentes en Filipinas: agustinos, franciscanos, jesuitas, dominicos y agustinos recoletos), evidenciando cada uno culturas y estrategias para un futuro muy diferente4. Así, por motivos de coherencia y con el deseo de permanecer en el marco de un esbozo más amplio, hemos empleado aquí, en cuanto a las fuentes eclesiásticas, la crónica del jesuita Francisco Colín, Labor evangélica, publicada en Madrid, en donde relata los acontecimientos sucedidos entre 1580 y 1616 (Colín, 1663); en cuanto a las fuentes redactadas por los civiles, la crónica del oidor (o juez) de la Audiencia5 de Filipinas, Antonio de Morga6, Sucesos de las Islas Filipinas, impreso en México (Morga, 1997[1609]). A esta última fuente debemos añadir la correspondencia redactada y recibida por Morga, igualmente publicada en la edición realizada por Patricio Hidalgo Nuchera. Hemos delimitado un corto período, los años 1598-1606, para poder responder a las siguientes preguntas: ¿cómo y en qué contexto se expresaba la guerra? y ¿cuáles fueron las actitudes adoptadas por los civiles y los eclesiásticos frente a ella? Este breve período ofrece dos ventajas: primero, el ser un período en que se producen conflictos de todo tipo; y segundo, el ser un período que fue objeto de relato de ambas partes, civiles y eclesiásticos. una región en donde reinaba, según él, la miseria y la arbitrariedad (Berthe & Arcos, 1992, pp. 141-152). 4 Los religiosos llegan a Filipinas en el siguiente orden cronológico: en 1565, los agustinos; en 1578, los franciscanos; en 1581, los jesuitas; en 1587, los dominicos; y, en 1605, los agustinos recoletos. 5 La Audiencia es a la vez una alta corte de justicia y un órgano administrativo. 6 Hijo de comerciantes vascos, Antonio de Morga realizó primero estudios en Salamanca y luego en Sevilla. Habría terminado sus estudios por un doctorado en derecho canónico en diciembre de 1578. Después de haber ejercido varios cargos en la burocracia estatal, es nombrado, en agosto de 1593, asesor y lugarteniente general del gobernador de Filipinas. Habiendo sido suprimida la Audiencia en 1590, se convierte así en la segunda personalidad de importancia después del gobernador. Cuando, en 1598, se restablece la segunda Audiencia, ejerce la función de oidor (es decir, de juez). Desempeña este cargo hasta octubre de 1601, cuando lo nombran juez criminal en México. 36 La guerra en los primeros tiempos de la colonización de Filipinas El método aquí escogido consiste en comparar principalmente dos textos, Labor evangélica de Francisco Colín y Sucesos de las Islas Filipinas de Antonio de Morga, que poseen secuencias narrativas comunes7. Hemos relevado de forma sistemática en dichos textos las ocurrencias de la palabra «guerra» en sus diferentes contextos. Señalemos de entrada que estos dos textos no tienen la misma distancia frente a los hechos narrados: el de Antonio de Morga es contemporáneo de los acontecimientos, mientras que el de Francisco Colín fue redactado una generación más tarde, según los documentos dejados por uno de sus correligionarios, Pedro Chirino, él mismo autor de otra crónica (Chirino, 1604). Esta búsqueda sistemática en las fuentes de palabras y expresiones es una empresa difícil porque el libro de Morga no tiene un índice analítico (como sucedía en aquella época) y que la crónica del jesuita F. Colín tiene un índice, pero en su listado no figura la palabra «guerra». La misma observación puede hacerse para con los célebres compiladores de documentos sobre la historia de Filipinas, E. H. Blair, J. A. Robertson y E. G. Borne: los dos volúmenes de su índice temático no reservaron ninguna entrada al término «war»; mientras que las plantas, los animales, los hombres, los navíos, las construcciones y muchas otras huellas de la actividad humana se encuentran indexadas (Blair, Robertson & Bourne, 1909). ¿Se explica esto acaso por el hecho que la guerra en esta región es un elemento tan evidente que una entrada temática no se justifica? ¿O se debe a que existen mil maneras de abordarla y que estas no pueden reducirse a un único término? Antes de comparar los documentos, es necesario establecer una cronología de los años 1598-1606. Tal cronología resalta, como sigue, los principales acontecimientos: 7 Sigo aquí el mismo método de comparación de secuencias narrativas que en la segunda parte de mi tesis (Girard, 2000). 37 Pascale Girard • En 1598, dos militares, uno español y otro portugués, llevan a cabo desde Manila una operación al reino de Camboja8; el rey local, Anacaparan, es asesinado y el soberano considerado legítimo por los españoles, Prauncar, es entronizado (Morga, 1997[1609], pp. 132-145 y 154-159). • En 1599, un capitán español es asesinado en Jolo. Luego, en julio del mismo año, varios ataques de guerreros musulmanes, prove- nientes de las islas de Mindanao y de Jolo, tienen lugar en la isla de Panay (Morga, 1997[1609], pp. 159-162). • En diciembre de 1600, se produce uno de los episodios más célebres de la guerra naval hispano-holandesa: Antonio de Morga vence al holandés Oliver Van Noort, al precio de la muerte de unos cincuenta hombres y de la pérdida del navío San Diego9. • En 1602, tiene lugar una expedición militar sobre Jolo contra poblaciones que, al igual que en Mindanao, son musulmanas y no se adhieren al nuevo orden establecido por Manila (Colín, 1663, p. 495); a finales del mismo año, se lleva a cabo desde Manila una expedición a Ambón y Ternate (islas Molucas), pues esta última acaba de ser arrebatada a los portugueses (Morga, 1997[1609], pp. 205-207). • En octubre de 1603, un levantamiento de los chinos de Manila es reprimido con un baño de sangre (Morga, 1997[1609], pp. 215- 221; Colín, 1663, pp. 490-495). 8 Este reino se extendía al sur de la península de Indochina y correspondía parcialmente con la actual Camboya. En la época moderna, está bajo control del reino de Champa o Campa. 9 Este episodio hizo correr ríos de tinta. Fue relatado por Morga (1609, pp. 167-181) y por Colín (1663, p. 495); además, fue descrito por los sucesivos historiadores de Filipinas. El San Diego fue hallado por una expedición submarina. Su equipo y su contenido, por demás rico, fue objeto de una exposición en la La Villette de París durante el invierno de 1994-1995 (Carré, Desroches & Goddio, 1994). En cuanto a la narración puramente técnica del rescate del barco, ver Goddio, 1994. 38 La guerra en los primeros tiempos de la colonización de Filipinas • Por último, a comienzos del año 1606, una importante expedición al mando del gobernador Don Pedro Acuña retoma la isla de Ternate a los holandeses (Morga, 1997[1609], pp. 227-237; Colín, 1663, pp. 562-563). Entre estos acontecimientos, examinemos ahora aquellos que los textos del jesuita Colín y del oidor Morga califican respectivamente de «guerra». La crónica de Francisco Colín omite los hechos de 1598; solo califica de guerra al episodio que opuso a los chinos y los españoles en 1603. Deliberadamente, el autor no evoca el detalle de esta sublevación: se contenta con describir los sucesos relativos a la Compañía de Jesús; pues, afirma, el resto ya fue escrito por otros historiadores, especialmente Morga y Argensola (Colín, 1663, p. 491; Argensola, 1992 [1609]). En un relato organizado de modo cronológico, pero en donde el calendario de los hechos es muy acelerado (tres días de enfrentamiento en lugar de quince, como aparece en Morga), Francisco Colín evoca la actitud de los jesuitas, que consiste en confesar a civiles y militares y en proteger a la Iglesia. Por otra parte, los múltiples enfrentamientos guerreros en las islas del sureste y del sur (Samar, Mindanao, Jolo) son para el jesuita «jornadas»; es decir, «expediciones». Empleando un despliegue naval y terrestre, las jornadas son ordenadas por el gobernador de Filipinas, conducidas por uno o dos capitanes, ejecutadas por sus soldados y seguidas por uno o dos jesuitas. Durante la expedición a Ternate, en 1606, la crónica jesuita relata cómo los religiosos de la Compañía de Jesús confiesan a los hombres en los navíos antes del desembarco y la alegría que los religiosos tienen al momento de hacer pié en tierra firme, con el crucifijo en la mano (Colín, 1663, p. 563)10. Estas operaciones nos muestran a religiosos que están impregnados de la cultura guerrera propia de aquella época y, según la expresión de Hidalgo Nuchera, que aparecen como «hermanos aventureros», «por mitad guerreros y por mitad curas» (Morga, 1997[1609], p. 134, nota 196). 10 El jesuita confesor de los soldados les pide a estos combatir heroicamente «por nuestra fe y el honor del rey, contra estos musulmanes que son sus enemigos» (Colín, 1663, p. 563). 39 Pascale Girard Redimensionadas a la escala de la construcción del Estado en Filipinas, estas operaciones traducen la voluntad por parte de Manila de controlar un espacio fragmentado en una multitud de islas y compuesto por zonas culturales bien diferenciadas. En esta política de control espacial, jesuitas y dominicos se beneficiaban de una gran proximidad con las decisiones del gobernador de Manila. Sin duda por el mismo motivo, según relata Antonio de Morga, encontramos a dos dominicos, los padres Diego Duarte y Alonso Ximénez, a bordo de los navíos que en 1598 se dirigen al reino de Camboja (Morga, 1997[1609], pp. 133 y 140). Si Colín no habla de estos hechos, esto probablemente se debe al encasillamiento que caracteriza el modo en que cada orden religiosa escribe su propia historia (Girard, 2000, segunda parte): los acontecimientos serán detallados más tarde en la crónica del dominico Diego Aduarte, pues son los dominicos quienes participan; los mismos hechos están ausentes de las crónicas de Colín por razones simétricas. A su turno, ¿cómo Antonio de Morga evoca los hechos del mismo período? Considera y cuenta como «guerras» los conflictos siguientes: aquellos entre dos reinos, como el de Pegu11 y Siam, el de Champa y Camboja (Morga, 1997[1609], p. 210), o el de Ternate y Tidore en las Molucas (Morga, 1997[1609], p. 186), los acontecimientos de 1598 en el reino de Camboja ( Morga, 1997[1609], pp. 132-145)12, la guerra contra Jolo y contra los chinos en Manila en octubre de 1603. Excepto estos últimos, todos los otros eventos militares son «jornadas», ya sea que se trata de expediciones al interior de Luzón contra los indios Igorrotes (en 1601), expediciones españolas en las islas de Samar o de Leyte, o en las Molucas. En el marco de la unión de las dos coronas ibéricas, estas operaciones son confiadas en aquella época al gobernador de Filipinas, 11 El reino de Pegu corresponde al territorio de la actual Birmania. 12 Dice Morga: «[…] pues veníamos en forma de guerra, y era la primera vez que armada de Españoles entraba en tierra firme» (Morga, 1997[1609], p. 134). 40 La guerra en los primeros tiempos de la colonización de Filipinas que tiene por misión proteger el territorio de cualquier incursión enemiga (Prieto Lucena, 1984, p. 5). Esta confrontación de diferentes textos requiere varios comentarios. En primer lugar, Antonio de Morga y Francisco Colín comparten un mismo vocabulario político: si comparamos lo que es comparable y exceptuamos las omisiones que ya hemos analizado, los mismos hechos son calificados como «guerra» en ambos. Esto no es necesariamente sorprendente, pero aporta un elemento adicional a un análisis de las élites que autoriza a sobrepasar la divisoria entre el mundo civil y el eclesiástico. Este mismo estudio merecería extenderse a otros autores, realizando la investigación en los textos de otras órdenes, pero asimismo a otros documentos de la administración real. En efecto, en las instituciones de Filipinas, el oidor representa, después del gobernador, el segundo magistrado; Francisco Colín escribe en calidad de rector del colegio de Manila y provincial de Filipinas13, que son cargos de gran nivel de responsabilidad en la administración temporal. En niveles de responsabilidad inferior, habría que examinar cómo otros oficiales reales —tales como, por un lado, los «alcaldes mayores»14 y, por otra parte, el simple misionero, en su misión rural—, hablan de la guerra y la perciben y si sus discursos varían en función de la proximidad con los hechos. Además, la acepción de la palabra «guerra» nada tiene que ver con la duración de los acontecimientos o la composición de las tropas. Existen «jornadas» que tienen la misma duración y que están compuestas del mismo modo que las guerras. La guerra contra los chinos dura apenas pocos días, igual que los eventos de diciembre de 1600 contra los holandeses. Morga relata que la expedición a Ternate contaba con más de 1500 soldados y capitanes armados, mientras 13 Francisco Colín (1592-1660) ingresa en la Compañía de Jesús en 1607. Fue primero profesor en diferentes ciudades de España y se embarca rumbo a Filipinas como predicador en 1625. Primero fue encargado de evangelizar en la isla de Mindanao y luego ocupa, entre otras funciones, la de rector del colegio de Manila y la de provincial de Filipinas (Sommervogel, 1890, p. 1287). 14 Son los jueces ordinarios nombrados por el rey como asesores del corregidor. 41 Pascale Girard que la guerra contra los chinos reunió un centenar de españoles armados, a los que se añadieron entre 200 y 300 japoneses y la misma cantidad de indígenas. Incluso si hoy resulta difícil evaluar con precisión este último parámetro, esto no explica por qué se habla a veces de guerra y otras de expedición. Otra hipótesis para explicar estos usos del término «guerra» puede proporcionarse mediante el análisis de los grupos que estaban presentes en los conflictos. Al inicio de esta investigación, según la lectura de algunas definiciones, habíamos emitido la hipótesis que solo se hablaba de guerra en los casos en que los grupos de civilización semejantes, iguales o equivalentes se enfrentaban. Esto funcionaba relativamente bien para las guerras entre las diferentes islas de las Molucas, para aquellos conflictos entre reinos indochinos, e incluso para el conflicto de los españoles con los chinos —sobretodo cuando estos últimos fueron descritos desde el inicio del siglo XVI como pueblos que semejaban mucho a los occidentales—. Esto es desmentido, sin embargo, cuando se trata de comprender los enfrentamientos contra los holandeses que, según Morga, no reviste de la guerra, o cuando se trata de comentar la guerra de los españoles contra Jolo. En consecuencia, el último elemento que nos parece explica a la vez los usos diferenciados de «jornada» y de «guerra», dando cuenta de cómo funcionaba el razonamiento del gobernador y del jesuita y proporcionando a ambos pensamientos un referente común, es la noción de «guerra justa». Dicha fórmula la encontramos en la pluma de uno15 y otro16. 15 Afirma Morga: «[…] los teólogos y juristas tenían dada por justificada la guerra contra este Champan» (Morga, 1997[1606], p. 144); así como la carta que el capitán Blas Ruyz de Hernán Goncales envió a Morga después de haber conducido en compañía del capitán Diego Belloso la guerra de Camboja: «E contado a V.M. estas guerras, y cosas tan por menudo, para que se vea, si su Magestad tiene algún derecho, con justificación y justicia, para tomar deste reyno alguna parte […]» (Morga, 1997[1606], p. 142). 16 Dice Colín, a propósito de la guerra contra los chinos: «Animavan tambien los Padres, y consolavan grandemente a los soldados, representandoles la justicia de la causa, pues se peleava contra infieles, y apostatas, por la defensa de la Religion […]» (Colín, 1663, p. 492). 42 La guerra en los primeros tiempos de la colonización de Filipinas La guerra justa es una noción antigua que la escolástica medieval ancló en el pensamiento de San Agustín (Vanderpol, 1919). Según este, una guerra solo puede ser justa si está conducida por una autoridad legítima, por una razón justa (castigar una ofensa o recuperar lo que fue tomado injustamente) y con una intensión justa —esto es, para hacer el bien y evitar el mal— (Hanke, 1943, p. xxii). Desde San Agustín hasta la época moderna, pasando por las cruzadas, la «guerra justa» tuvo ocasión de ver cambiar su significación. En el siglo XVI, esta noción que permitió justificar la guerra santa es abundantemente rediscutida por los teólogos españoles y la controversia de Valladolid de 1550-1551 es el ejemplo más conocido. En esta controversia, los dominicos, cuyo portavoz más conocido es el padre Las Casas, sostienen, contra la guerra justa, la idea de un derecho de los pueblos. Frente a Las Casas, Sepúlveda adelanta la idea que la legitimidad de la conquista podía estar en la tiranía de los regímenes prehispánicos. En Filipinas, durante la segunda mitad del siglo XVI, los problemas se plantean de nuevo con toda su cohorte de querellas. Se retomaron, sin ninguna originalidad, las ideas que circulaban en España y en la Nueva España una generación antes. El consenso general fue que la conquista era legítima en la medida en que protegía a los indígenas de ciertos aspectos del sistema prehispánico como la sujeción a los jefes locales y la esclavitud por deudas (Phelan, 1957, pp. 221-239; Phelan, 1959, pp. 25 y ss.). Precisemos que sería falso creer que estas cuestiones hacían de la colonización un hecho ilegítimo: los debates versaban esencialmente sobre el uso de la fuerza en la imposición de una colonización que nadie cuestionaba. Después de haber discutido en los primeros tiempos de la conquista las cuestiones relativas al tributo pagado por los indígenas, las controversias de la década de 1580 debatieron sobre la legitimidad de la sujeción de los indígenas a los colonos, sobre la manera de asentar la soberanía española y de su articulación con la presencia de los españoles y sobre la utilización de la fuerza armada para evangelizar. En estas querellas, los religiosos dominicos, especialmente en la persona de Miguel 43 Pascale Girard de Benavides (1550-1605), se opusieron a la idea de sujeción forzada de los indígenas y constataron que las «ocasiones de guerra justa» eran muy raras. Por su parte, los jesuitas, con el respaldo de una parte de los colonos, se hicieron fervientes defensores de la soberanía española en las islas y abogaron por los proyectos de conquista de China (Gayo Aragón, 1950). Finalmente, según un tipo de reacción bastante clásico, la corona no quiso dar la razón a ningún bando: contrarió los proyectos del jesuita Alonso Sánchez y rechazó los planes de conquista de China (Ollé, 2000, pp. 63 y ss.); pero tampoco podía esperar la «sujeción voluntaria» de los indígenas, como lo preconizaba el dominico Miguel de Benavides. Veinte años después de estas discusiones, nuestros textos atestiguan un uso finalmente precavido y bastante restrictivo del término «guerra» en el contexto de la «guerra justa». Cualquier conjunto de expediciones militares, incluso cuando eran repetidas con breves intervalos, incluso utilizando las fuerzas armadas regulares, no podía calificarse de guerra. Los documentos solo hablan de «guerra» cuando los españoles fueron directamente agredidos, tal es el caso de Jolo en 1599, pues el capitán Joan Pacho fue asesinado por los indígenas, y en 1603, porque los chinos atacaron las barriadas periféricas y después la ciudad de Manila. Por el resto, la corona dejó al gobernador de Filipinas una relativa libertad de acción a condición de respetar ciertos límites, en particular de dejar al Japón y al Imperio Celeste en paz. En el proceso de constitución de un territorio controlado por Manila, la corona cerró los ojos sobre una serie de expediciones en las islas vecinas. Pero en un contexto en donde la «guerra justa» termina por ser el armazón teórico de un «mundo dividido» —según la expresión de Pierre Jeannin (Touchard, 1959, p. 267)— y perpetuamente en guerra, se comprende que aquellos que detentan el poder, se trate de Antonio de Morga o de Francisco Colín, hayan querido —aunque más no sea con el objetivo de justificar sus acciones frente a sus contemporáneos— reservar el término «guerra» a las guerras llamadas «justas». De cualquier forma, el tiempo trabajaba para la corona. Si Benevides tenía globalmente razón 44 La guerra en los primeros tiempos de la colonización de Filipinas cuando afirmaba que las «ocasiones de guerra justa» eran relativamente escasas frente a los indígenas Tagalog que vivían en los alrededores de Manila, buen número de islas estaban pobladas por pueblos belicosos. Culturalmente, el interior de Luzón con sus Igorrotes, el oeste de esta misma isla con los Zambales y el este de Mindanao, pertenecen a un conjunto regional que va de Borneo a Papúa Nueva Guinea y abriga una cantidad de sociedades belicosas. En estas sociedades, la guerra se encontraba en el centro de la organización social y de un sistema ritual que aseguraba la preeminencia de los hombres (Godelier, 1982; Coiffier & Guerreiro, 1999, pp. 30-45). Entrampados por su parte en un juego de pinzas, a los españoles les alcanzaba con esperar: algún día, tarde o temprano, serían atacados. Es paradójicamente con los pueblos más pacíficos, los Tagalog, que vivían en la región donde se situaba Manila, que la corona debió emplear toda su inteligencia. El modo en que la guerra es evocada en estos textos nos conduce a realizar varias observaciones. La guerra es reveladora de aquellas cosas que acercan a las élites; a saber, las formas comunes de ver, de pensar y de expresarse. Esto obedece a múltiples factores, entre otros, del modo en que circulan las ideas, de la manera en que unos y otros se han hecho voceros de ciertas opiniones. Sin duda esto está igualmente vinculado al hecho que, para estos hombres, cierto distanciamiento de los primeros acontecimientos que marcaron los inicios del imperio español es ahora posible. De este modo, no pueden contentarse con afirmar que los religiosos de las primeras décadas del siglo XVII tienen una mentalidad guerrera. A modo de conclusión, parece que el empleo de la palabra «guerra» participa, entre quienes detentan el poder en Filipinas, de un pensamiento consensuado. Este consenso acompaña el hecho que, desde el punto de vista jurídico, los límites que hacen la guerra posible son cada vez más estrechos y que un gobernador no puede comportarse abiertamente como un jefe local de bandas armadas que alternarían los ataques armados con el comercio y la piratería en los períodos de distensión. Sin embargo, 45 Pascale Girard justamente, los gobernadores de Filipinas están muy lejos de ser virreyes. La interiorización de la norma de lo que es una «guerra justa» deja sin lugar a dudas cierta libertad de acción que se traduce en el hecho que los gobernadores «permiten que se realicen» algunas operaciones. En un estado de violencia asaz generalizado en donde los representantes del Estado no tienen el monopolio de esta, en donde las guerras privadas y las guerras étnicas son bien reales, en donde la corona hizo venir cierta cantidad de capitanes de guerra a quienes asignó una misión irrealizable y, por último, en donde los combates entre capitales «naturales» de diferentes países cobran el aspecto de conflictos internacionales, aquellos que detentan el poder local y en particular las grandes figuras del poder civil, aparecen como el eslabón que debe mantener erguido el edificio: un edificio que se asemeja con mucho a una estructura feudal. Bibliografía Argensola, Bartolomé Leonardo de (1992[1609]). Conquista de las Islas Malucas. Madrid: Polifemo. Berthe, Jean-Pierre & María Fernanda G. de los Arcos, (1992). Les Iles Philippines, ‘Troisième Monde’, selon D. Francisco de Samaniego (1650). Archipel, 4, 141-152. Blair, Emme Helen, James Alexander Robertson & Edward Gaylord Bourne (1909). 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Historiados por el Padre Francisco Colin, Provincial de la misma Compañia, calificador del Santo Oficio y comissario en la governacion de Samboanga, y su distrito. Parte Primera sacada de los manuscriptos del Padre Pedro Chirino, el primero de la Compañia que passó de los Reynos de España a estas Islas, por orden y costa de la Catholica, y Real Magestad, con privilegio (820 pp., en fol.). Madrid: Joseph Fernandez de Buendia. Gayo Aragón, Jesús, O. P. (1950). Ideas jurídico-teológicas de los religiosos de Filipinas en el siglo XVI sobre la conquista de las Islas. Manila: Universidad de Santo Tomás. Girard, Pascale (2000). Les religieux occidentaux en Chine à l’époque moderne : essai d’analyse textuelle comparée. París: C. Gulbenkian, CNCDP. Goddio, Franck (1994). Le mystère du «San Diego»: histoire et découverte d’un trésor englouti en mer de Chine. París: R. Laffont. Godelier, Maurice (1982). 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Se trata del informe titulado Viaje de la comisión astronómica mexicana al Japón: para observar el tránsito del planeta Venus por el disco del Sol el 8 de diciembre de 1874, presentado por el célebre científico y humanista mexicano Francisco Díaz Covarrubias (1876), en su calidad de presidente de la expedición. Dicha reflexión se inscribe dentro del marco de lo que recientemente designamos como «orientalismo hispanoamericano». Debate sobre el orientalismo hispanoamericano Generalmente, cuando hablamos de orientalismo tenemos tendencia a definirlo respecto a Occidente tanto a nivel geográfico como a nivel geopolítico e ideológico. Sin embargo, somos conscientes de que este referente es impreciso e, incluso, inexacto. Como lo señala con razón Axel Gasquet: El orientalismo, en cuanto disciplina que estudia todo lo relativo a culturas, religiones, artes y lenguas orientales, tiene la desventaja de ser un concepto impreciso y vago, por la amplitud geográfica y cultural que dicho término pretende abarcar. Su imprecisión conceptual es inversamente proporcional a su utilidad ideológica: 50 El Japón visto por Francisco Díaz Covarrubias el orientalismo tiende a incluir en su seno casi todas aquellas culturas «no occidentales», lo que supone un conocimiento tácito sobre qué es Occidente y coloca, en forma implícita, el Oriente geográfico como el lugar de la alteridad radical (Gasquet, 2007, pp. 13-14). A nuestro parecer, sería legítimo hablar más bien de orientalismos y occidentalismos, en plural, porque en tales conceptos encontramos una importante diversidad a todos los niveles: histórico, lingüístico, cultural, ideológico, religioso, político, etc. Sin extraviarnos en enumerar los ejemplos de dicha imprecisión conceptual, nos limitamos al caso de un país como Marruecos (en árabe se escribe Al-Maghreb, que significa «el lado por donde se pone el Sol»), que, como se sabe, es geográficamente un país extremadamente occidental y, sin embargo, en los registros de los estudiosos del orientalismo figura como país oriental. En el caso de los dos países que nos ocupan aquí, México y el Japón, constatamos que este último es un archipiélago situado en el extremo oriental de Asia; mientras que, respecto a México, el Extremo Oriente se ubica más bien en la dirección occidental. Esto significa que la dicotomía «orientes/occidentes» responde a criterios que carecen geográficamente de todo fundamento lógico. A esta imprecisión geográfica se añade otra de carácter histórico que le sirvió a Edward Said como argumento para definir el orientalismo europeo planteándolo en términos relacionales entre países dominantes y países dominados (Said, 2002). En este sentido, la tesis desarrollada por Edward Said, si bien se aplica al orientalismo europeo bajo la perspectiva colonialista, en el caso latinoamericano puede resultar anacrónica debido a la particularidad del complejo y agitado contexto histórico de este subcontinente. En efecto, debemos tener presente que en el supuesto «Occidente» no hay únicamente países dominantes, colonialistas o neocolonialistas como lo fueron, entre otros, Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Por ejemplo, pocos años antes del viaje de Díaz Covarrubias al Japón, México había sido ocupado por las tropas francesas del emperador Maximiliano y, algunas décadas antes, había perdido la mitad norte de 51 Nour-Eddine Rochdi su territorio, conquistado por Estados Unidos. Esto significa que hay dos tipos de occidentes: el uno dominador y el otro dominado. A esto hay que agregar la «estabilidad» política de las potencias dominadoras y hegemónicas que contrasta considerablemente con la inestabilidad política que conoció la mayoría de las naciones hispanoamericanas que, apenas independientes, se encontraban aun en pleno proceso de formación. Esta distinción es significativa en la medida en que determina la especificidad de los orientalismos hispanoamericanos que se destacan claramente de los orientalismos europeos y estadounidense, a pesar de la acertada afirmación de Hernán Taboada, quien escribe: «La dependencia de las fuentes europeas, la falta de originalidad, la posición marginal en el conjunto de la producción cultural, son características que nos remiten a un “orientalismo periférico”, es decir uno que toma prestadas sus categorías centrales de las que habían sido difundidas en Europa» (Taboada, 1998, p. 287). Teniendo en cuenta la opinión de Taboada, constatamos que, a pesar de haberse nutrido esencialmente de los orientalismos europeos en sus inicios, de haber reproducido los modelos ideológicos eurocentristas, la mayoría de los viajeros hispanoamericanos supo desarrollar su propia visión de los orientes1. Este fenómeno se acentuó a partir de las últimas décadas del siglo XIX, coincidiendo con el auge del modernismo hispanoamericano, para consolidarse progresivamente a principios del siglo XX. En gran parte, las élites hispanoamericanas de dicho periodo llevaron a cabo un proceso de adaptación, conforme a la realidad continental, de todos aquellos conocimientos culturales y filosóficos de Occidente asimilados durante décadas2. Esto significó que América Latina supo abrirse cultural 1 Axel Gasquet ofrece un panorama completo de los orígenes y de la evolución del orientalismo europeo en el capítulo titulado «El arquetipo europeo y el debate sobre la cuestión Oriental» (Gasquet, 2007, pp. 19-42). 2 A este propósito, cabe recordar las palabras del poeta cubano José Martí que había llamado la atención sobre el exceso de imitación de todo lo que venía de Europa y Estados Unidos y que no cesó de reivindicar los valores propios de lo que él llamó «Nuestra América»: «Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas» (Martí, 1968, pp. 161-172). 52 El Japón visto por Francisco Díaz Covarrubias y científicamente al mundo sin por ello perder su propia esencia. Esta toma de conciencia, que se manifestó a través de una búsqueda de la identidad cultural, llevó a las élites hispanoamericanas a alejarse paulatinamente de los valores eurocentristas, considerados como «eje» de la cultura universal, para forjarse su propio camino. Este proceso hizo que Occidente dejara de ser «la» sola y exclusiva referencia cultural para la intelectualidad latinoamericana: Hispanoamérica dejó gradualmente de ver el mundo solo a través de los cánones europeos. Esta actitud se manifestó de manera clara en algunos orientalistas hispanoamericanos que forjaron su propia percepción del mundo oriental efectuando ellos mismos los viajes hacia los diferentes países del llamado Oriente. En efecto, animados por la curiosidad de conocer directamente nuevas culturas y nuevos pueblos, conocer el «Otro» en medio de su propia realidad, los viajeros hispanoamericanos se descubrieron a sí mismos. De pronto, creció el interés por las regiones orientales que empezaron a constituir un particular polo de atracción para estos ávidos viajeros (escritores, artistas, pintores, diplomáticos, reporteros, científicos, naturalistas, etc.) quienes, guiados por diversas razones y motivaciones, ofrecieron al lector hispanoamericano apreciables crónicas y relatos desde la perspectiva propia de países en gestación. De todas estas regiones orientales, se destaca particularmente el Japón, país extremo-oriental que no deja de ejercer una gran fascinación sobre los viajeros de todo origen y cultura. Entre los viajeros latinoamericanos de fines del siglo XIX y principios del XX, podemos citar los casos del argentino Eduardo Faustino Wilde, el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo y los mexicanos Francisco Bulnes y Francisco Díaz Covarrubias. Viaje de un mexicano al Japón En México, el interés por los países orientales data de poco antes de mediados del siglo XIX con la peregrinación a los «santos lugares» del padre José María Guzmán, considerado como el precursor de lo que en 53 Nour-Eddine Rochdi aquella época no se denominaba aun el «orientalismo mexicano»; sino más bien relatos o crónicas de viaje hacia Oriente (Mohssine, 2012). Unas décadas después, viajaron en esta misma dirección otros mexicanos, entre los cuales encontramos a Luis Malanco, José López Portillo y Rojas, Francisco Bulnes y el cronista que nos ocupa en este trabajo. Nuestro autor, Francisco Díaz Covarrubias (Xalapa, Veracruz, 1833- París, 1889) se inscribe indudablemente en la corriente de los orientalismos hispanoamericanos. Es una de las figuras ilustres del panteón mexicano. Fue un eminente científico en las disciplinas de las Matemáticas, la Geografía y la Astronomía. Entre sus realizaciones cabe señalar el estudio topográfico del territorio mexicano y su participación en la reforma del sistema de educación pública con la introducción de la filosofía positivista como base de la enseñanza. En 1867, fue nombrado por Benito Juárez «oficial mayor del ministerio de fomento». Fue personalmente el presidente Sebastián Lerdo de Tejada quien le confió la presidencia de ca Comisión científica mexicana al Japón. A parte de Díaz Covarrubias, dicha comisión estaba compuesta por Francisco Jiménez, Manuel Fernández Leal, Agustín Barroso y Francisco Bulnes. Esta expedición fue un éxito total tanto a nivel nacional (permitiendo la reinstalación y la renovación del observatorio astronómico de Chapultepec), como a nivel internacional, ya que le confirió a México un reconocimiento en el campo de la Astronomía. La crónica de esta expedición científica al Japón fue recogida en el referido informe redactado por el propio Díaz Covarrubias. El tránsito de Venus por el disco solar se trata de un fenómeno poco frecuente que se produce solamente dos veces por siglo. El informe consta de 391 páginas y su composición es la siguiente: una breve carta del autor enviada desde México, con fecha del 15 de julio de 1876, dirigida al Sr. ministro de Justicia e Instrucción Pública; una sección de 16 capítulos3 (pp. 7-322) 3 En adelante, señalamos las referencias y citas de Díaz Covarrubias con la paginación entre paréntesis. 54 El Japón visto por Francisco Díaz Covarrubias que narran cronológicamente los preparativos de la expedición, el itinerario del viaje, que comenzó en Veracruz el 18 de setiembre y terminó con la llegada al Japón, a la ciudad de Yokohama, el 8 de noviembre, pasando por La Habana, Filadelfia, Nueva York, San Francisco y el cruce del Océano Pacífico. En esta misma sección, a partir del capítulo VII (pp. 107-322), el relato se centra en la región de la ciudad de Yokohama, donde la delegación mexicana instala sus dos observatorios. Termina el informe con un extenso «Apéndice técnico» (pp. 324-391) donde se presenta los diferentes cálculos y resultados de la observación científica realizada por la comisión astronómica. En la carta que acompaña el texto, el autor empieza indicando el contenido de su informe: «Tengo el honor de remitir a Vd. una breve relación del viaje que hizo al Japón la Comisión Astronómica con cuya presidencia se sirvió honrarme el Supremo Gobierno, así como los datos y resultados de las observaciones del tránsito de Vénus, practicadas en las dos estaciones que establecí en aquel Imperio» (p. 6, subrayado nuestro). De esta frase, destacamos dos elementos: el primero subraya la «breve relación del viaje» y el segundo, «los datos y resultados de las observaciones». De los dos aspectos, hemos escogido centrarnos exclusivamente en el primero; es decir, la crónica de viaje, relato que refleja la visión que el autor tuvo del Extremo Oriente japonés4. Cabe señalar que el hecho de haber escogido al Japón para instalar su observatorio es medio azarosa. Al salir de México, la delegación sabía que iba al continente asiático; pero, como solía ocurrir con la mayoría de los viajeros hispanoamericanos de fines del siglo XIX, por carecer de informaciones sobre la región, la expedición no había decidido aún si se instalaba en el Japón o en China. Díaz Covarrubias no tardó en adquirir suficientes noticias durante su corta escala en San Francisco, noticias que 4 A parte del aspecto científico, las impresiones realizadas por Díaz Covarrubias durante su viaje sobre los contextos políticos y económicos de México, Cuba y Estados Unidos son de una importancia capital para el estudio y el conocimiento de la historia de América Latina y sus relaciones conflictivas y difíciles con Estados Unidos. 55 Nour-Eddine Rochdi influyeron finalmente en su decisión. Dos factores esenciales de diferente índole corroboraron su inclinación por el Japón: el factor político y el factor climático. Expresa el autor respecto al contexto político: Las hostilidades estaban à punto de romperse entre la China y el Japón, à consecuencia de los sucesos de la isla de Formosa; y aunque temía muchísimo los efectos de la guerra para el objeto de mi expedición, creí seguro que en el caso de estallar, estaría yo mejor en el Japón, que como potencia marítima superior à la China, tomaría sin duda la iniciativa, como la tomó en efecto, ocupando militarmente à Formosa. Además de esta consideración ya por sí sola decisiva, tuve en cuenta todas las relaciones que se me hacían acerca de la franca hospitalidad que el ilustrado gobierno actual del Japón dispensa à los extranjeros; mientras que el de la China, siempre intolerante y aun hostil para todo lo que viene de fuera, podría acaso acogerme con poca voluntad (pp. 88-89). En cuanto al factor climático, el autor temía encontrarse en medio del invierno con las vías fluviales chinas congeladas, lo que dificultaría el transporte de los materiales para la instalación del observatorio. Además de estas dos razones, la expedición disponía de un tiempo muy limitado para llegar hasta China. De ahí la decisión de Díaz Covarrubias de instalar sus observatorios en el Japón, en la provincia de Yokohama, cuyo territorio ofrecía también condiciones óptimas para el tránsito del planeta Venus por el disco del Sol. La idea de relatar el viaje de la comisión mexicana formaba parte de los proyectos de la expedición, ya que era una tarea que se le había confiado al Sr. Bulnes que, entre otras funciones, tenía la de cronista, con la misión de estudiar la historia, la civilización y las costumbres del pueblo japonés5. 5 Independientemente de su pasajera enfermedad en Yokohama, Bulnes recogió en un libro (publicado en 1875, un año antes de la publicación del informe de Díaz Covarrubias) un conjunto de sus crónicas de viaje por el mundo, en las que incluye sus experiencias en el Japón (Bulnes, 2012; Chávez Jiménez, 2014). 56 El Japón visto por Francisco Díaz Covarrubias Pero, al caer este enfermo, el propio Díaz Covarrubias tuvo que realizar esta relación del viaje al Japón. Escribe al respecto: […] y si yo me atreví a emprender la redacción de este libro en el que he procurado consignar algunos de aquellos datos, no ha sido sin el pleno conocimiento de mi insuficiencia para este género de producciones […]. Reclamo sin embargo dos cosas a favor de mi desaliñado relato: el deseo de que pueda ser de alguna utilidad, y la exactitud y la veracidad más completas, pues nada he expuesto en él que no me conste por observaciones personales o por informes y documentos dignos de todo crédito (pp. 190-191). Partiendo de esta confesión de honestidad intelectual, modestamente, el autor emprende una labor de cronista para dar a conocer, incluso para revelar, al lector mexicano esta «misteriosa» y «extraña» civilización oriental bajo sus múltiples aspectos. En efecto, para realizar su deseo de «contar el país del Sol Naciente» (y llevar a cabo su misión científica), a pesar de la ausencia de relaciones diplomáticas entre México y el Japón, Díaz Covarrubias se beneficia de la generosa colaboración de altos responsables de las autoridades japonesas que, desde su llegada, le ofrecen facilidades de toda clase. Expresa su gratitud en estos términos: «La cortesía del funcionario japonés (el Sr. Kindaro Tanaya, superintendente de los servicios aduaneros de Yokohama) no era más que el preludio de las muchas atenciones que en lo sucesivo recibí del ilustrado Gobierno Imperial y del local de Kanagawa (el Sr. Nakashima Nobuyuki, Gobernador de dicha ciudad)» (pp. 113-114). Se añade a esto el contacto permanente que mantenía con ciertos diplomáticos occidentales de gran influencia en el país y que tenían mejor conocimiento de la realidad japonesa, como el representante de Estados Unidos, el Sr. Bingham, quien le fue de gran utilidad. Aparte de los documentos consultados y los libros analizados, el autor se sirve, sobre todo, de lo que observó personalmente en las calles, de lo que oyó en las conversaciones de salón y del contacto directo con las diferentes capas sociales de la vida cotidiana de los japoneses. Viajó también por varias ciudades importantes del país. 57 Nour-Eddine Rochdi Apenas llegado al puerto de Yokohama, Díaz Covarrubias empieza a sentir «la ardiente curiosidad de conocer en su país a los pobladores del Japón» (p. 107). Aquí cabe subrayar un elemento primordial respecto de la visión peculiar que tuvo el viajero mexicano en esta crónica sobre el Japón: se trata de una constante percepción comparativa entre el mundo oriental y el mundo occidental, comparación que se resuelve variablemente según los temas tratados. Para este trabajo, nos centraremos esencialmente en los aspectos relativos a la relación Oriente/Occidente; es decir, trataremos de averiguar la manera en la que el cronista concibió el fenomenal proceso de occidentalización del Japón. A través de una minuciosa descripción, el viajero nos hace descubrir la ciudad de Yokohama, rodeada de colinas y montañas, «ciudad casi europea» que contrasta con la ciudad vecina de Kanagawa, «enteramente japonesa»6. En Yokohama, el mexicano constata que en la ciudad se distingue claramente dos fracciones: la parte oriental, donde residen los 4000 o 5000 extranjeros, de arquitectura occidental europea con ligeras modificaciones de estilo japonés; la otra parte occidental de la ciudad, reservada a los japoneses, que viven con sus construcciones y sus costumbres orientales. Nos ofrece también un panorama de la ciudad de Tokio y sus alrededores, ciudad que dispone del primer ferrocarril del país, construido por los ingleses. De esta ciudad, subraya la suntuosidad de los edificios públicos y administrativos, de arquitectura típicamente asiática, que fueron palacios que pertenecieron a los Daimios (señores feudales o príncipes, hijos de la nobleza) de la época shōgun, anterior a la revolución de 1868. Otro detalle significativo es el hecho de que la mayoría de las casas de Tokio eran de madera; pero, a causa de los frecuentes incendios, los japoneses empezaron a construir habitaciones en piedra y ladrillo, 6 Hablando del Yokohama de principios del siglo XX, el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo la había calificado como una ciudad totalmente europea: «[…] una ciudad que lo mismo podría ser holandesa, que canadiense, o alemana, o escandinava» (Gómez Carrillo, 1912, p. 142). Unos años antes que el guatemalteco, el argentino Eduardo Wilde describe Yokohama como «esta singular Venecia» (Gasquet, 2007, p. 193). 58 El Japón visto por Francisco Díaz Covarrubias creando un nuevo estilo de tipo euroasiático. Cabe adelantar que estas modificaciones arquitectónicas forman parte de las realizaciones que marcaron el inicio del largo y paulatino proceso de occidentalización del archipiélago nipón, iniciado por la dinastía Meiji. La gran mayoría de las observaciones están relatadas por Díaz Covarrubias a través de un tono preponderante y elogioso sobre la nueva sociedad japonesa que el autor encuentra en pleno proceso de transformación y desarrollo, tanto a nivel cultural y político como a nivel administrativo e industrial. Entre los temas tratados en la crónica, no podía faltar el de la educación. La cuestión de la enseñanza adquiere un parti