Sobre el Perú: homenaje a José Agustín de la Puente Candamo Editores: Margarita Guerra Martiniere Oswaldo Holguín Callo César Gutiérrez Muñoz Diseño de carátula: Iván Larca Degregori Copyright© 2002 por Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Plaza Francia 1164, Lima Telefax: 330-7405. Teléfonos: 330-7410, 330-7411 E-mail: feditor@pucp.edu.pe Obra completa: ISBN 9972-42-472-3 Tomo I: ISBN 9972-42-479-0 Hecho el Depósito Legal: 1501052002-2418 Primera edición: mayo de 2002 Derechos reservados, prohibida la reproducción de este libro por cualquier me­ dio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. Una rebelión abortada. Lima 1750: la conspiración de los indios olleros de Huarochirí* Scarlett O'Phelan Godoy Academia Nacional de la Historia En la gran ciudad de Lima, Corte del peruano reyno, Y es también por ser de Reyes, Corona del universo. En el año de cincuenta, Dominando éste hemisferio, Un príncipe que era Manso, Sin desdoro de lo recto. Maquinaban unos indios, Sublevarse cuyo empeño, Fue de aquél monstruo que quiso, Levantarse con el cielo. Relación y Verdadero Romance sobre la sublevación de la ciudad de Lima l. Lima· a mediados del siglo XVIII La capital del virreinato del Perú era, en 1750, una ciudad en estado de emergencia. Había sido devastada por el sismo de 1746, atacada por las epidemias de tabardillo y viruelas que siguieron a este desastre natural pero, sobre todo, se encontraba desprotegida y sujeta a irre­ gularidades en su abastecimiento. Esta vulnerabilidad no pasó desa- * El presente artículo está basado en una charla dictada en el ciclo de conferencias "Lima en sus Artes y Tradiciones," llevado a cabo en el Museo Nacional de la Cultura Peruana los días 27 y 28 de enero del 2000. Agradezco a la directora del Museo, Prof. Sara Acevedo, por haberme dado la oportunidad de repensar y replantear este tema. También quiero expresar mi gratitud a Susy Sánchez, por su colaboración como asistente de investigación. El plano que acompaña el trabajo ha sido elaborado por Úrsula Ludowieg, a quien hago extensivo mi agradecimiento. 936 Una rebelión abortada percibida a los sectores populares, quienes advirtieron tempranamente la fragilidad política y militar por la que atravesaba el principal cen­ tro de poder del Virreinato. Alberto Flores Galindo señala que ante tanta calamidad se temió se produjera un alzamiento de esclavos ne­ gros (Flores Galindo 1984: 96). Pero, en todo caso, los hechos demues­ tran que los que estaban complotando y urdiendo un levantamiento eran los indios, numéricamente inferiores, pero con mayores recursos para instruni.entalizar una insurrección. Pero vayamos por partes. Un año antes de que ocurriera el movi­ miento sísmico, para ser exactos el 12 de julio de 1745, arribaba a Lima en calidad de virrey del Perú, don José Antonio Manso de Velasco. Nacido en Logroño, se había desempeñado como goberna­ dor de Chile y, dentro de su carrera militar, había alcanzado el grado de Teniente General (Vargas Ugarte 1956: 225-227). No obstante, me­ ses antes d_e producirse el catastrófico terremoto, el nuevo Virrey se quejaba del lamentable estado en que había encontrado las Cajas Rea­ les. Evidentemente, esta penosa situación fiscal debió agravarse luego de ocurrido el sismo.1 Eso quiere decir que Lima ya mostraba síntomas de cierta debili­ dad económica cuando el 28 de octubre de 1746, a las diez y media de la noche, la ciudad fue sorprendida por un violento movimiento telúrico. Una opinion compartida por quienes observaron el evento fue que, al producirse el sismo durante la noche, el desconcierto y caos que provocó, tuvo un mayor impacto sobre la alarmada pobla­ ción limeña. Sólo al día siguiente se pudo apreciar el grado de des­ trucción en que había quedado la ciudad. Las descripciones de los testigos oculares nos hablan de una Lima en ruinas, donde de las tres mil casas que estaban dentro de las murallas, apenas veinte se mantu­ vieron en pie. Las torres de las iglesias se habían desplomado y el Palacio Real se encontraba inhabitable. El Virrey había tenido que buscar refugio en una barraca de -tablas y- lonas.2 Lima, la capital del Perú, se encontraba en estado caótico y totalmente desguarnecida. 1 Ibídem: 238. El Virrey escribió el 31 de julio de 1746, proponiendo que los corregidores pagaran alcabala por los negocios personales que efectuaban con el reparto de mercancías. 2 Ibídem: 263-264. El tema del terremoto de Lima de 1746 ha sido investigado por Susy Sánchez para su tesis de Maestría en Historia, Escuela de Graduados, Pontificia Universidad Católica del Perú. Un avance de su trabajo fue presentado como ponencia: "Apelando a la caridad, la diversión y el linaje. La reconstrucción de Lima después del terremoto de 1746". Coloquio Internacional Familia y Vida Cotidiana enLatinoamérica (siglos XVIII-XX). Instituto Riva-Agüero. Lima, 14-16 de diciembre 1999. Scarlett O'Phelan Godoy 937 La destrucción y desolación en que quedó el puerto del Callao fue también tema de conmiseraciones. Sin ir más lejos, los viajeros Jorge Juan y Antonio de Ulloa hicieron referencia en sus Noticias Secretas, a "los formidables efectos del terremoto sobrevenido allí en el mes de octubre de 1746, con la total ruina y pérdida de aquella plaza [ ... ]" Guan y Ulloa 1982: I, 70). Gracias a sus referencias es posible recons­ truir el perfil urbano del puerto. Por su estratégica cercanía a la resi­ dencia del virrey y a la capital del Virreinato, estaba destinado a la armada y en él se ubicaban los arsenales. Éstos consistían en unos almacenes "de sobrada capacidad para el corto número de navíos de guerra que regularmente ha habido en aquella mar" (Ibídem: 70). En la misma plaza del Callao también funcionaba una armería a cargo del capitán nombrado de la sala de armas, donde se recibía y entrega­ ba todo lo referente a municiones de guerra y armas de fuego. Las famosas fortalezas del Callao, por otro lado, consistían en "una mu­ ralla sencilla de piedra guarnecida de bastiones o balvartes nada re­ gulares y sin ningún foso, porque la calidad del terreno no lo permitía"(Ibidem: 138). Finalmente, Juan y Ulloa ya habían indicado durante un viaje previo, realizado en 1740, que la artillería que coro­ naba las murallas era toda de bronce, "pero tan gastada, que en lugar de oídos tenían lo cañones agujeros de cerca de dos pulgadas de diá­ metro, de modo que al tiempo de hacer salvas con ellos dexaba de percibirse el estruendo dentro del mismo Callao, porque la pólvora salía inflamada por los fogones" (Ibídem). Lo que se infiere de sus descripciones es que el primer puerto del Virreinato del Perú, y sus murallas y fortificaciones, no se encontra­ ban en el estado más óptimo durante 1740. No obstante, luego del terremoto de 1746 dejaron, simplemente, de existir. Como señaló el virrey Manso de Velasco en sus Memorias, "la sumersión que padeció el puerto del Callao poco tiempo después del movimiento de tierra, no habiendo dejado la fuerza de sus aguas más memoria de su pobla­ ción que algunos retazos de muralla ... y de las aguas se sacaron ... la mayor parte de la fusilería que estaba depositada en la sala de armas, pero rota e inservible por haberla consumido el salitre" (Conde de Superunda 1983: 260, 388). Esta fragilidad en la defensa de la ciudad fue evidente para los habitantes que residían o estaban de tránsito por Lima. No perdamos de vista este argumento cuando más adelan­ te se analice la conspiración de los indios olleros. Otra grave secuela del terremoto fueron las subsiguientes epide­ mias que atentaron contra la salud y la higiene de Lima y sus pobla- 938 Una rebelión abortada dores. Vargas Ugarte presenta los cálculos de dos contemporáneos de la época que dan cuenta del número de personas que fallecieron en Lima como resultado del sismo. La información que ofrece don Victorino Montero es de que para fines de noviembre habían perdido la vida unas 1,140 personas. Por su parte, Llano Zapata señala que entre muertos y desaparecidos el número de víctimas ascendió a 1,300. En el caso del Callao se calculaba que de 4,000 personas que habitaban el puerto sólo 200 quedaron con vida luego del maremoto que se desen­ cadenó por efecto del sismo (Pérez Cantó 1985: 68). Cabe recordar que para ese entonces Lima contaba con una población de alrededor de 50,000 habitantes.3 Con la mayoría de los hospitales en ruinas, la atención a los heri­ dos debió haber sido precaria y poco efectiva. De allí que las epide­ mias que se desataron como resultado del hacinamiento de la ciudad no fueran combatidas con la debida eficacia. No en vano el conde de Superunda señalaba que luego del sismo "se empezaron a sentir mu­ chas enfermedades graves, que tomaron en poco tiempo tanto au­ mento que los que fallecían eran muchos más que los que acabó el temblor" (Conde de Superunda 1983: 262). En efecto, en los días que siguieron al terremoto arremetió contra la ciudad de Lima una epidemia de tabardillo, enfermedad que no debe confundirse con el sarampión.4 El tabardillo o tabardete era una fiebre similar a la fiebre tifoidea, lo cual se prestó a errores de diagnóstico. Tabardillo es lo que en la actualidad se conoce como tifus exantémico o exantemático. El cua­ dro clínico, además de altas temperaturas, viene acompañado de flu­ jos de sangre, escalofríos, ardor de sienes y, en algunos casos, se complica con ictericia.5 Para el caso de México, Donald B. Cooper ha observado que el tabardillo y las viruelas venían a veces emparejadas, aunque el pri­ mero en hacer su aparición era el tifus.6 Evidentemente, una combi­ nación de ambas enfermedades debió producir un impacto epidémi- 3 Ibídem. La autora calcula que en el terremoto perdió la vida el 3% de la población de Lima. 4 Pérez Cantó (1985: 70). La autora identifica el tabardillo con el sarampión aunque, es oportuno precisar, que se trata de dos enfermedades completamente distintas. El sarampión es una enfermedad eruptiva. 5 0'Phelan (1993: 120). En el importante libro de Ashburn (1947: 92), se explica que en Inglaterra se conocía al tabardillo como "fiebre de la cárcel", "fiebre del hambre" y "fiebre de barco." 6 Cooper (1965: 50). En el caso de la epidemia de México de 1761-62, el tifus y la viruela se presentaron al mismo tiempo causando gran destrucción y despoblamiento. Scarlett O'Phelan Godoy 939 co de severa magnitud. Para el caso del Perú, Flores Galindo señala que en 17 49 -a sólo un año de ser debelada la conspiración de los indios olleros- la viruela asoló a la ciudad de Lima (Flores Galindo 1984: 105). A lo largo del siglo XVIII epidemias recurrentes de viruela cegaron . miles de vidas. Se ha calculado que en México un 60% de la población sujeta a contagio contrajo la enfermedad y de ella, un 10% sucumbió a consecuencia del mal (Cooper 1965: 86). La viruela combina dos factores: virus y agente. Los síntomas se inician con una fiebre repentina acompañada de escalofríos y dolores de cabeza que continúan por tres o cuatro días. Luego baja la tempe­ ratura y es entonces que aparece el salpullido. El virus puede sobrevi­ vir más de un año y se propaga a través de la ropa (Deutschmann 1961: 3,7,8). Los estragos de la viruela eran tan devastadores, que por ello se aunaron esfuerzos en producir una vacuna que aminorara sus efectos, la cual finalmente se introdujo en 1803. La profilaxia reco­ mendada era el confinamiento del paciente, para que no fuera una amenaza a la salud pública y, si era necesario, inclusive se optaba por su total aislamiento. A pesar de estas medidas, hubo casos en los cua­ les las familias cubrieron el rostro y las manos de los parientes falleci­ dos con viruela, para evitar ser señalados como posibles portadores del contagio. Inclusive se llegó a saber que algunos individuos habían sucumbido a la peste, debido a que sus parientes así lo manifestaron, posteriÓrmente, en el confesionario (Cook 1939: 967). Si bien se puede argumentar que la escasez de provisiones o la intermitencia en el abastecimiento de las mismas, luego del terremoto de 1746, pudo ser caldo de cultivo para la irrupción y propagación de las epidemias, esta aseveración no es del todo irrefutable. Investiga­ ciones recientes ya no aceptan como definitiva la correlación estable­ cida entre malnutrición e infecciones (Post 1985: 24). Aunque, sin duda, una prolongada subalimentación mermaba la resistencia hu­ mana frente a los focos infecciosos. Es en este sentido que J. D. Chambers ha planteado que las epidemias tienen su propio ritmo de desenvolvimiento (Chambers 1972: cap. 1 y 3). Lo que si es cierto es que las epidemias agudizaban el rol conflicti­ vo de los pobres. Es decir, éstos eran visualizados como sujetos que inspiraban piedad porque, debido a su indigencia, eran los más afec­ tados por los cataclismos. No obstante, también inspiraban temor, en la medida que precisamente por su miseria, eran los más proclives al pillaje y, eventualmente, les afloraba el instinto de rebelarse. Sin ir más lejos, el conde de Superunda daba cuenta en su Relación de Go- 940 Una rebelión abortada bierno, que al haber quedado numerosos bienes desamparados como resultado del sismo y las epidemias, hubo que contener "el latrocidio a que se dieron los negros, mulatos y otras gentes vulgares" (Conde de Superunda 1983: 261). Brian Pullon, en un sugerente ensayo, enfatiza el instinto de los sectores marginales por tomar posesión de una ciudad semi desierta (Pullan 1995: 107), de donde la población había huído despavoridamente para evitar ser afectados por la plaga o, en el caso concreto de Lima, para protegerse de las posibles réplicas del fatídico movimiento sísmico. No debe llamar la atención, enton­ ces, que la administración de justicia y la administración municipal quedaran temporalmente suspendidas en la capital del Virreinato, a consecuencia del terremoto, "por estar esparcidos los ministros y fuer­ zas por los campos" (Conde de Superunda 1983: 261). Se volverá sobre este punto al analizar la conspiración de 1750. 11. La real cédula de 1750 y los escribanos indios En 1750 el rey Femando VI promulgó una real cédula ordenando que ni los mestizos, ni los mulatos, se desempeñaran como escribanos o notarios y recomendó que no fueran nombrados para tales puestos aun en calidad de interinos. Además se estipulaba que tanto mesti­ zos, como mulatos y cuarterones, fueran prohibidos de matricularse en las universidades reales y de ingresar como novicios a las órdenes religiosas (Konetzke 1953: III, 247-248). Dentro del malestar que este decreto debió producir entre la elite indígena, se entiende que los in­ dios nobles se quejaran de que ya "no tenemos donde acogemos ni a nuestros hijos dándoles estudios y monasterios [ ... ]".7 Pero, como ya he argumentado en otro trabajo, esta legislación restrictiva frente a las posibilidades de ascenso social e incorporación de mestizos y mu­ latos en la vida colonial no era nueva, sus antecedentes se remonta­ ban al siglo XVI. Lo interesante es que el pronunciamiento de 1750 revocaba los avances que habían venido ganando las gestiones de los reyes Carlos II y Felipe V, quienes consideraban que podían hacerse excepciones de acuerdo al "mérito y capacidad" del aspirante a las dignidades eclesiásticas y oficios públicos. 8 7 Museo Británico, Londres (en adelante MB). Additional (ms.) 13,976. 8 Archivo General de Indias, Sevilla (en adelante AGI) Audiencia de Lima, Leg. 853. Real cédula despachada en 11 de setiembre de 1767 por don Carlos III, en que se Scarlett O'Phelan Godoy 941 En el caso de Lirna, la nobleza indígena había logrado franquearse un espacio bien consolidado corno escribanos de indios. Esta nueva medida debió afectarlos y resentidos profundamente. El detallado, y a veces poco difundido trabajo de Emilio Harth-Terré, indica que en el siglo XVIII, concretamente entre 1735 y 1750, varios indígenas se desempeñaron corno escribanos de indios en la parroquia de Santia­ go del Cercado, en Lirna. Entre los nombres que rescata Harth-Terré están los de Valentín Mino Yulli, Felipe Santiago Guarnán, Carlos Pablo de la Cruz, Miguel Rodríguez Guarnán (Harth-Terré 1973: 165). Es rnás, uno de los escribanos mencionados es don Pablo Carlos de la Cruz Churnbi Guarnán, quien desempeñaba funciones, en 1765, en el barrio de Olleros, en Cocharcas, ubicado inrnediatarnente antes del Cercado de Lirna. Los artesanos olleros eran por lo general indígenas, mientras que los azulejeros eran usualmente españoles. Para el siglo XVIII el gremio de olleros se había ganado un obvio reconocimiento en Lirna, ya que tenía su alcalde y veedores. Muchos de ellos parecen haber sido originarios del pueblo Santo Domingo de los Olleros, ubi­ cado en la vecina provincia de Huarochirí, conocido por su tradición alfarera (Ibídem : 67-68). La presencia de numerosos escribanos indios empleados por arte­ sanos de provincias establecidos en Lirna, tampoco debe sorprender. No hay que olvidar que la elite indígena residente en Lirna y sus pro­ vincias áledañas enviaba a sus hijos a educarse al colegio de El Prínci­ pe, que funcionaba en la capital, regentado por los jesuitas.9 Allí, en teoría, los alumnos eran adiestrados en leer y escribir, pasándoseles varias materias que los dejaban expeditos para ingresar a las univer­ sidades y desempeñarse, entre otras profesiones, corno escribanos. Su manejo simultáneo del español y el quechua debió influir en que fue­ ran altamente demandados para litigios donde se hallaban involu­ crados pobladores indios. Pero, en la práctica, este sistema educativo no funcionó tan eficientemente. En la segunda mitad del siglo XVII, ya se habían levantado quejas formales contra la administración jesuítica del colegio de El Príncipe. La principal denuncia era que a los pupilos indígenas no se les trata- confirma y amplía las de los años 1691 y 1725. Para mayor información sobre este punto consúltese mi libro La gran rebelión en los Andes. De Túpac Amaru a Túpac Catari. (O'Phelan 1995: 48). 9 Olaechea (1982: 112). El colegio de El Príncipe, se fundó en 1618, durante el gobierno del virrey Príncipe de Esquilache, de donde tomó su nombre. 942 Una rebelión abortada ba bien y que, además, se estaban admitiendo alumnos españoles, con lo cual la exclusividad del colegio de caciques se desvirtuaba. Inclusive las críticas aludían a una discriminación de los alumnos in­ dios frente a los españoles. Así, se alzaron protestas de que "éste cole­ gio lo han convertido de españoles, echando a los hijos de caciques a una sala muy apartada del colegio, muy indecente y de poca comodi­ dad, ocupando la sala principal de los caciques los españoles" (Puen­ te Brunke 1998: I, 50). Como contraparte a estos ataques se esgrimie­ ron argumentos a favor de que los indios nobles compartieran aulas con alumnos españoles para que con esta convivencia "pudieran ven'." cer su pusilanimidad, así como la cortedad y encogimiento de sus genios". Pero, indudablemente, lo que estaba detrás de esta política conciliadora, era el temor a que los hijos de caciques y de indios prin­ cipales que allí estudiaban, salieran "muy ladinos" (Ibídem: I, 51). Es decir, que estuvieran en capacidad de escribir denuncias, redactar manifiestos, conspirar, rebelarse. En una palabra, de atentar contra el Estado colonial. 111. Los indios olleros y el conventillo de Cocharcas La población indígena de Lima se concentraba fundamentalmente en dos áreas: la parroquia de Santiago del Cercado y la parroquia de Santa Ana donde, precisamente, se ubicaba el barrio de Cocharcas. Ambas parroquias eran vecinas aunque, para el siglo XVIII, era ma­ yor el número de indios residiendo en Santa Ana (Cosamalón 1999: 51, 54). Ambas eran, en todo caso, áreas populosas cuyos habitantes vivían en conventillos y rancherías. Aunque, de acuerdo a Gregario de Cangas, también habían en el Cercado "porción de arboledas, cha­ cras y huertas" (Cangas 1997 [1770]: 33). Allí los indios convivían con negros, españoles y castas, cuyo punto en común era pertenecer todos ellos a lo que en el siglo XVIII se denominaba "la plebe," o "gen­ te de baja extracción" .10 Harth-Terré, una vez más, hace una descripción de estas vivien­ das tugurizadas. Así es posible saber que los conventillos o callejones de cuartos contaban con un pasillo a cielo abierto y, a los lados, unas 10 Ibídem: 37. Cangas se refiere a la "vasta plebe de mulatas, zambas, mestizos, negros y mucha gente blanca ordinaria". Scarlett O'Phelan Godoy 943 puertas que daban acceso a las viviendas. "Cada apartamento tenía una pieza con su alacena en el muro y su corral. En éste se hacía una cocina con su fogón. Los pisos eran de tierra aprisionada" (Harth-Terré y Márquez Abanto 1962: 161-162). La presencia de estos conventillos se hallaba bastante extendida en el siglo XVII, y su número de cuartos variaba, teniendo algunos más de veinte aposentos que se alquilaban individualmente. Aunque, como detecta María Antonia Durán, tam­ bién hubo indios dueños de viviendas instaladas, fundamentalmente, en dos zonas: el Cercado de Lima y la parroquia de San Lázaro (Durán Montero 1994: 177). Mientras que, hubo otros que se alojaron en habita­ ciones que les alquilaban españoles, mestizos y mulatos (Flores Espinoza 1991: 55). Por otro lado, los ranchos o rancherías eran viviendas muy humil­ des, hechas de paja, en las que residían -por lo general- pobladores negros. Se ubicaban, sobre todo, en el área de Malambo, parroquia de San Lázaro (Durán Montero 1994: 166). No obstante, es posible cons­ tatar la presencia de artesanos indios que ya, desde el siglo XVII, ha­ bían fijado su lugar de residencia en Malambo. Sin ir más lejos, Do­ mingo Martín, sedero, poseía allí una casa y dos esclavos. A su vez, Gregario Hemández, labrador y alcalde de naturales, era dueño de una casa y tres esclavos (Ibídem: 177). A las afueras de la portada de Cocharcas, se ubicaba la finca de la Ollería,' donde habían tambos y cuartos en arrendamiento. En 1763, por ejemplo, Pedro Saxsamuni pagaba 7 reales al mes por un cuarto en la ollería. Antonio Saxsamuni, por su parte, pagaba 12 reales men­ suales por un cuarto que, por el precio, se puede suponer era de ma­ yores dimensiones. Cristóbal Pérez tenía arrendadas, ese mismo año, las tierras de la ollería de Oyada por 8 pesos. 11 La ollería de Cocharcas parece haber estado situada precisamente en la puerta de Cocharcas, en el área inmediata a la portada. Pagaba 28 pesos 6 reales anuales de censos al Hospital de Santa Ana, teniendo 958 pesos de principal.12 Dentro de los implementos con los que constaba una ollería destacan: un horno grande de campana, un horno menor de campana, una mijarra de fierro, una taona de moler piedras, soleras de piedras, ca­ jas de barro crudo; entre otros. 13 11 Archivo General de la Nación (en adelante AGN). Colección Moreyra. Leg. Dl.69, cuaderno 1779 (1763). 12 AGN. Colección Moreyra. Leg. Dl.69, cuaderno 1776, (1760-1811). 13 AGN. Temporalidades. Hacienda la Calera. Surco, Lima, (1767). 944 Una rebelión abortada De acuerdo al padrón realizado en el barrio de Cocharcas, en 1771, su población multiétnica representaba el 3.51 % de los habitantes de la ciudad de Lima. Debe haberse tratado, por lo tanto, de uno de los barrios más poblados de la capital (Quiroz 1991: I, 199). Dentro de sus habitantes predominaban los migrantes venidos de la sierra cen­ tral: Huamanga, Huarochirí, Jauja. Esto se debía, sin duda, al hecho de ser la portada de Cocharcas la entrada obligada a la capital para el comercio procedente de los Andes centrales. De esta manera Cocharcas se convirtió en un eje comercial que vinculaba Huarochirí-Yauyos­ Lurín-Lima.14 Y, como ha observado Sánchez Albornoz, un buen nú­ mero de éstos indios que entraban a la capital "de tránsito" termina­ ban estableciéndose en la ciudad de Lima, aunque manteniendo acti­ vo el flujo comercial con sus provincias de origen (Sánchez Albornoz 1988). Con razón es posible constatar que, de acuerdo al Patrón de Lima de 1771, en la Casa de Ollerías del barrio de Cocharcas, residían en el cuarto 4, Joseph Inga, ollero de 29 años, natural de Huarochirí; en el cuarto 6 Felipe Macoyunga, indio natural de Huarochirí, de edad de 56 años, ollero; y en el cuarto 8, Santiago Payta, indio natúral de Huarochirí, de edad de 50 años y de oficio ollero (Escobar Gamboa 1984: 265). No es extremo pensar que todos ellos fueran, muy proba­ blemente, originarios del pueblo de Santo Domingo de los Olleros. Es posible advertir ciertas coincidencias en el vestuario de los pobladores indígenas procedentes de esta comunidad, tales como el poncho blan­ co, la solapa morada, camisa de bretaña y el sombrero de paja. 15 No es extremo pensar que se tratara de la indumentaria distintiva de su pueblo de origen. El vestido era también entre los migrantes una ma­ nera de identificarse y hacer explícita su procedencia. Pero los indios migrantes del interior del Virreinato no sólo con­ fluían en estas viviendas colectivas y en espacios de sociabilidad como pulperías, chicherías y chinganas, las cuales abundaban tanto en Cocharcas, como en Santa Catalina y Malambo.16 También tenían reu­ niones sociales, fiestas y fandangos en sus propias habitaciones, don- 14 Ibídem: 208. Consúltese también Cosamalón (1999: 183). 15 Archivo Central de la Beneficencia de Lima ( en adelante ACB). Registro del Hospital de Santa Ana, Año 1753, ff. 114-115. Ese año ingresaron en el mes de julio dos indios solteros procedentes de Santo Domingo de los Olleros, llevando el atuendo señalado. Uno fue Francisco Tomás Gómez, quien fue internado en el pabellón de Medicina; el otro fue Francisco Tomás Millarde, paciente de Cirugía. 16 Zegarra Flórez (1999: 191,201). La autora ha logrado identificar la chichería de la zamba Fabiana, en Cocharcas; la chingana de la plazuela de Santa Catalina; y la chingana del callejón La Ollería, en Malambo. Scarlett O'Phelan Godoy 945 de disfrutaban con sus coetáneos de la música, el baile y las bebidas alcohólicas. Fue precisamente en uno de estos momentos de esparci­ miento, que se produjo un incidente con las autoridades locales, que creó anticuerpos y levantó suspicacias hacia la comunidad de indios olleros radicados en Lima. Así, en 1747, Alberto Moya, alcalde ordinario de los indios olleros del barrio de Santa Ana, abrió una causa judicial contra siete indios, "todos del comercio de olleros," a quienes acusaba de desacato a la autoridad.17 De acuerdo a su propio recuento de los hechos, el sábado 9 de diciembre, alrededor de las tres de la mañana, el alcalde Moya recibió la noticia de que en el conventillo de Cocharcas, "estaban en un atroz fandango de arpa y guitarra". 18 Se apersonó entonces al "cuarto o rancho" donde se realizaba el baile, para evitar que la re­ unión llegara a mayores excesos. 19 En respuesta, según su declara­ ción, fue atacado ;'por dhos. indios, sus mujeres y demás que se halla­ ban allí," quienes le propinaron "horribles golpes con manos, palos y con cuanto topaban".2º Entre los testigos llamados a declarar con el fin de esclarecer los sucesos, es posible encontrar a don Francisco García Inga Ximénez, indio capitán del barrio de Santa Ana, de edad de más de cuarenta años quien, en 1750, sería señalado como uno de los prin­ cipales conspiradores de la abortada rebelión de Lima. Dentro de las confesiones que se tomaron como resultado del albo­ roto, figura la de María Isabel, india de la provincia de Huarochirí, casada con Juan Bautista Chumbiruri, de ejercicio ollero. Su versión sobre los hechos que ocurrieron la madrugada del 9 de diciembre, es bastante diferente a la del alcalde. Según María Isabel, los indios que fueron detenidos se hallaban reunidos con el propósito de velar una imagen de la Purísima y de Jesús Nazareno, que habían traído unos naturales en cajones para pedir limosna. Se encontraban rezando cuan­ do irrumpió el alcalde Alberto Moya con sus ministros, todos ebrios, y "empezó a echar mano a su espada y con ella lastimó al alférez An­ drés Macavilca [ ... ]". 21 A través del proceso judicial es posible obser- 17 AGN. Real Audiencia. Causas Criminales, Leg. 11, cuaderno 113, año 1747. 18 Ibídem De acuerdo a Juan y Jorge de Ulloa, los fandangos eran bailes que llevaban al desorden en la bebida de aguardiente y mistelas, y" a proporción que se calientan las cabezas, va mudándose la diversión en deshonestidad[ ... ]" Juan y Ulloa (1983: II, 497). 19 Cuando se organizaba un fandango, con anterioridad ya se había visitado la pulpería y se habían tomado unos cuántos tragos. Consúltese el artículo de Johnson (1998': 134). 20 AGN. Real Audiencia. Causas criminales, Leg.11, cuaderno 113, afio 1747. 21 Ibídem. 946 Una rebelión abortada var que la mayoría de los detenidos eran indios originarios de Huarochirí, que declararon como oficio ser olleros, recauderos, chacareros. Algunos de los reos que inicialmente fueron identificados como olleros, en declaraciones posteriores se autodefinieron como recauderos. Esto lleva a pensar que los indios olleros se habían gana­ do una reputación de ser inquietos y levantiscos por lo cual, al mo­ mento de dar su testimonio, prefirieron no hacer obvia su conexión con la actividad alfarera, para evitar verse perjudicados. Pero, la sus­ picacia del alcalde Moya en el evento del conventillo, también revela que los olleros huarochiríes acostumbraban a llevar a cabo reuniones donde, aunque argumentaran estar recogidos en oración, levantaban sospechas de estar complotando. Es interesante aludir al altercado del conventillo de Cocharcas, te­ niendo en cuenta que se produjo tres años antes de ser debelada la conspiración de 1750. Además, tuvo como protagonistas a los indios olleros de Huarochirí, quienes serán señalados, más adelante, como los principales cabecillas de la conjuración de Lima. Adicionalmente, en el incidente de 1747 se vió involucrado nada menos que Francisco Ximénez Inga, quien de detentar el cargo de capitán del barrio de Santa Ana, pasaría a ser el líder incuestionable de la violenta rebelión de Huarochirí, que hizo eco a la fallida conspiración de Lima, en 1750. IV. Negros e indios: una convivencia intrincada Sobre el tema concerniente a la convivencia entre negros e indios en la colonia, hay posiciones encontradas. Así, Alberto Flores Galindo, en su libro Aristocracia y plebe, nos habla de la latente rivalidad entre estos dos grupos étnicos. Apelando a Terralla y Landa, advierte como luego de señalarse el enfrentamiento existente entre criollos y euro­ peos, este se compara a la violencia II entre los indios y negros, quienes se profesan total aborrecimiento" (Flores Galindo 1984: 170). Es más, para sustentar su posición recurre a un informe elevado por el virrey O'Higgins, quien con el fin de desechar los temores de la Corona so­ bre una posible alianza entre negros e indios, les recuerda que la ani­ madversión que se profesaban entre ellos, era más fuerte que su odio a los españoles, concluyendo: son irreconciliables (Ibídem: 169). El reciente libro de Jesús Cosamalón Aguilar, Indios detrás de la mu­ ralla, nos presenta otro aspecto de esta convivencia interétnica. Así, el autor alude a la solidaridad cotidiana surgida entre negros e indios, Scarlett O'Phelan Godoy 947 al hecho de compartir el mismo barrio, el mismo centro de trabajo, la misma actividad económica. Para sustentar su propuesta, recurre a los libros de matrimonios de la parroquia de Santa Ana donde ubica enlaces interétnicos, concluyendo que no existía una aversión hacia este tipo de unión (Cosamalón 1999: 70, 153). Lo que incuestionablemente se percibe en la atmósfera social de esta mentada convivencia, es lo que Flores Galindo ha denominado, una "tensión étnica". Y, estoy hablando en términos generales, sin concentrarme en los casos excepcionales que, sin duda, los hubo. En este sentido la impresión que recibió O'Higgins, de que negros e indios eran irreconciliables, no era del todo artificial. Pero, lo que corresponde preguntarse es porqué había esta desconfianza entre negros e indios, porqué se veía con escepticismo que se tejiera entre ellos una alianza. Un punto de partida en el distanciamiento entre estos grupos étnicos fue el hecho de que, desde el temprano período colonial, los indios estuvieron en condiciones de poder poseer esclavos negros. Si bien para los caciques y principales, así como para los indios nobles, el tener esclavos para su servicio privado era parte de sus privilegios, es evidente que numerosos indios del común, sobre todo artesanos, tam­ bién participaron del mercado de esclavos. Esta relación subalterna que se estableció, sentó las bases para que no prosperara un acerca­ miento · más profundo entre estos sectores sociales. El valioso trabajo de Harth-Terré nos ofrece innumerables casos de compra-venta de esclavos por parte de la población indígena de Lima. Así, en 1741, don Agustín de Cargoraque, cacique principal y gober­ nador de Cajamarca la Grande, vendió a Francisco Clemente Colla, alcalde de los naturales del Cercado, un mulato de 36 años, que había comprado en 300 pesos (Harth-Terré 1973: 89). Posteriormente, Fran­ cisco Clemente venderá dicho esclavo a Mateo Ramos, indio del puer­ to del Callao, quien se desempeñaba como alcalde en el Piti-Piti, que era como se conocía al barrio indio afincado en el puerto (Ibídem: 113). Igualmente, al testar el indio principal de Magdalena, Esteban Guacay, declaró tener entre sus posesiones, cuatro esclavos (Ibídem: 102). In­ clusive es posible observar que las jóvenes indias que ingresaban al Beaterio de Nuestra Señora de Copacabana, en Lima, llevaban consi­ go esclavas de servicio. Tal fue el caso de don Francisco Rodríguez, indio natural del puerto de Paita, quien cedió en 1745 tres esclavas a su hija Rafaela, recogida en el beaterio (Ibídem: 108). 948 Una rebelión abortada Pero no sólo los indios nobles, sino también los artesanos, compra­ ron y entrenaron esclavos negros. En 1650, por ejemplo, Miguel de la Cruz, indio alcalde ordinario del pueblo de Santiago del Cercado, testó dejando entre sus bienes a un esclavo negro que antes había sido propiedad de un escultor (Ibídem : 111). Otro caso es el del carpintero Juan Rodríguez quien, en 1649, compró por 630 pesos a Gaspar, un negro angola de 25 años (Ibídem: 116). De forma similar, en 1702 el maestro sombrerero Agustín de la Cruz, indio, vendió por 250 pesos una esclava que había adquirido el año anterior de una tal Ana Ma­ ría, también india (Ibídem: 94). Un caso que merece especial atención es el del indio Ventura Matienzos quien, al recibir la dote de manos de su futura consorte, Rosa de Avendaño, hija del indio don Lorenzo de Avendaño y Tantta, "comisario de la caballería del batallón de naturales de esta ciudad y cacique segundo de los pueblos de Chorrillos y Miraflores," declaró traer tres esclavos negros, mayores de edad, y uno menor, para el servicio de la casa y chácara. Lo interesante es que posteriormente, en 1746, Rosa Avendañó enfatizó ser hija de Manuela La Rosa Guamán Inga (Ibídem: 102). Con ello subrayaba su estirpe noble, precisamente en momentos en que la nobleza indígena de Lima, encabezada por fray Calixto Túpac Inga, empezaba una acérrima campaña para de­ fender sus privilegios.22 Mi punto de vista sobre las relaciones entre negros e indios es que una cosa era convivir, compartir espacios de trabajo y diversión. Pero otra, muy distinta, era forjar una alianza. Y, menos aún, tratándose de aunar esfuerzos con los indios nobles y los artesanos indios de Lima, quienes poseían negros en calidad de esclavos de servicio y operarios entrenados como aprendices. Esto nos habla de una relación desi­ gual y que por lo complicada, bien merece ser denominada ''intrinca­ da". Y, en éste punto, vale la pena mencionar el incidente - al que alude Flores Galindo- entre Victoriano, un zambo carretero que mató por un motivo banal, a un indio ollero en el tambo de Mirones (Flores Galindo 1984: 203, n. 80). No resulta del todo sorprendente, enton­ ces, que la conspiración de Lima fuera delatada, en secreto de confe­ sión, por un negro "amigo" de los principales cabecillas. 22 Para mayor información sobre el tema consúltese el libro de Francisco Loayza (1946). Scarlett O'Phelan Godoy 949 V. La fallida conjuración de artesanos: convocatoria y plan De acuerdo a su Relación de Gobierno, la primera comunicación que el virrey conde de Superunda tuvo sobre la conspiración que se trama­ ba en Lima, fue el 21 de junio de 1750 (Conde de Superunda 1983: 248). Su informante, un clérigo de San Lázaro, le hizo saber que ha­ bía recibido la noticia de boca de un esclavo de su parroquia, en secre­ to de confesión. Alarmado el Virrey con la inesperada novedad, tomó como medida preventiva introducir un espía que se confundiera en­ tre los indios de los cuales se recelaba, para así poder conocer los de­ talles del plan que urdían. De esta manera Superunda se enteró que los conjurados se habían citado en Amancaes, el 24 de junio, con motivo de la fiesta de San Juan (Vargas Ugarte 1956: 247). El punto de reunión para las festividades de Amancaes eran las pam­ pas y cerros de San Jerónimo. Desde temprano los habitantes de Lima, de todas las razas y condiciones sociales, iban en caravana a la pampa; ya sea a pie, a caballo, o en calesa. Allí se daba cita "toda la ciudad de Lima y alrededores"(Reverter-Pezet 1985: 14). Suarda, en 1631, ya se refiere a la fiesta de Amancaes, "donde fueron cantidad de hombres y mugeres con meriendas e instrumentos de música, danzas y otros entre­ tenimientos" (Su:ardo 1936: I, 167). Mugaburu, por su parte, describe cómo e1;11683, por la tarde, el virrey duque de La Palata se trasladó a los Amancaes, para asistir a la caza de venados y halcones. Según el cronis­ ta, "concurrió esta tarde a aquel parage toda la ciudad [ ... ] a vet también las tiendas y meriendas, y hubo infinitas" (Mugaburu 1917: VIII, 141): Pero, si bien patricios y plebeyos participaban de la misma festividad, ello no quiere decir, necesariamente, que se mezclaran. Como bien dice el adagio, estaban juntos, pero no revueltos. Cada quien tenía su espacio dentro de las pampas y compartía las celebraciones con gente de su calidad y clase. El relajamiento de las jerarquías, producto de la efer­ vescencia del momento, no era total. Tenía sus restricciones. Pero, indu­ dablemente, los Amancaes eran un ambiente idóneo para conspirar, sin levantar mayores sospechas. Así, por lo menos, lo entendieron los principales cabecillas de la abortada rebelión de Lima. La denuncia de que se planeaba tomar la capital generó inquietud entre los pobladores limeños. Por ejemplo, un contemporáneo como Alonso Carrió de la V andera, se refiere en su Reforma del Perú, a que "los indios de las ollerías que están en los arrabales de ésta ciudad de Lima, la mayor parte huarochiríes, intentaron arruinar toda la ciu­ dad y pasar a cuchillo a todos sus habitantes" (Carrió de la Vandera 950 Una rebelión abortada 1966[1782]). Y es en el acápite que aborda el plan que se tenía previs­ to para atacar la ciudad, cuando se hace posible observar que la expe­ riencia del sismo y maremoto de 1746, les proporcionó a los conjura­ dos una serie de elementos que supieron articular en su proyecto. Como se encargó de señalar Carrió, la idea era que una noche oscura y cuando los españoles estuvieran dormidos, apostarse alas umbrales de sus puertas bien armados y, rompiendo los diques del río y sus compuertas, anegar la ciudad, lo que les era muy fácil - a su parecer- por el gran declive que tienen las aguas desde su naci­ miento y, gritando que se salía el mar, dejarían su lecho los españoles y, viendo que sus casas estaban inundadas, creerían el rumor y no atende­ rían más que a abrir las puertas para libertar sus vidas, las de sus mujeres e hijos, corriendo a los inmediatos cerros. Pero, los inhumanos indios, que habían de estar en sus umbrales les ahorrarían el viaje, pasándolos a cuchillo sin resistencia (Ibídem: 48). Es posible observar que el alzamiento lo proyectaron para que es­ tallara de noche, como sucedió con el terremoto, que cogió a todos desprevenidos, al ocurrir a las 10.30 p.m. En este sentido, el manus­ crito sobre la conspiración que se encuentra en el Museo Británico de Londres, señala que también se pensaba "a media noche pegar fuego en todos los ranchos que hay en los quatro extremos de la ciudad y largar por ella el río que pasa por el alto de Santa Catalina". 23 No hay que obviar el contenido religioso detrás del intento de destruir la ciu­ dad con agua (inundación) y con fuego (incendio). Ambos elementos cargan un evidente significado purificador (Zemon Davis 1975: 178- 179). Adicionalmente, hay que advertir que la propuesta de anegar la ciudad respondía al propósito de poder dar la voz de alarma de que se salía el mar. Es decir, una alusión directa al maremoto de 1746 que destruyó el Callao, cuyo recuerdo todavía se mantenía vivo en la me­ moria de los habitantes de Lima. La expectativa de que los españoles saldrían huyendo hacia los cerros era, precisamente, lo que había ocu­ rrido luego de producirse el terremoto de 1746. Indudablemente una ciudad semi abandonada, era más fácil de tomar. Era una ciudad desprotegida, como se señaló en las primeras páginas de este ensayo. Una ciudad vulnerable. · 23 MB. Additional (ms.) 13,976. Scarlett O'Phelan Godoy 951 Con relación al punto de reunión donde se tramaba el alzamiento, todo parece indicar que se trató de una de las modestas casitas de la Ollería, que ya han sido descritas. De acuerdo a Carrió, allí los indios "estaban celebrando sus grandes aparatos con repetidos brindis de aguardiente" (Carrió de la Vandera 1966 [1782]: 48). Fue a este conci­ liábulo al que invitaron al "negro amigo" que más tarde los delataría y, estando ebrios, lo hicieron partícipe de sus planes. La intención que tenían era convocar al levantamiento a todos los indios del Cercado, a todos los artesanos indios de la ciudad, a los que se agregarían los indios de la Magdalena. Pero, ante la infidencia del negro amigo, el virrey Superunda inmediatamente "hizo cercar las ollerías y prender a todos los que se hallaron en ellas quienes confesaron sus intentos [ ... ]" (Ibídem: 49). Esto lleva a pensar que si bien pulperías,· chinganas y chicherías eran puntos de encuentro y de sociabilidad entre los dife­ rentes sectores de la plebe, al momento de conspirar, de planear un alzamiento, se prefería un centro de reunión más privado como era, en el caso de Lima, una de las viviendas de la Ollería. El plan que urdieron se puede reconstruir a través de las confesio­ nes de los reos detenidos. Estos habían previsto que estallara la rebe­ lión - porque esa es la connotación que habría alcanzado el movimiento de no haber sido abortado- el 29 de septiembre, día de San Miguel Arcángel. En esa fecha era costumbre que el virrey asistiera en la ma­ ñana a -misa en la iglesia de San Agustín, participando luego de la fiesta que los indios celebraban "en honrra del glorioso San Miguel" (Suardo 1936: I, 291). Las monjas de Santa Catalina de Sena también acostumbraban a realizar, ese día, una fiesta en su convento (Ibídem: 11, 99, 145). San Miguel Arcángel era el patrón de los Armeros y los Pintores (Reverter-Pezet 1985: 74). Vale recordar que para el alzamiento se habían convocado a todos los artesanos indios de la ciudad. Dos elementos propios de las festividades coloniales eran la ilumi­ nación de la ciudad "por medio de la colocación de luminarias en las casas de hachas de cera en los edificios públicos y de artefactos de alquitrán, brea y copé en las plazas de la población" (Bromley 1964: 211). Otra característica era la profusa presencia de "colaciones". Es decir los refrescos, dulces y bizcochos que se distribuían entre los asis­ tentes al espectáculo. Además, no pocas veces eran los gremios los que ofrecían las mencionadas colaciones, que eran abundantes y de mucha variedad (Ibídem: 212-213). En el caso concreto de la festivi­ dad de San Miguel Arcángel, los indios que participaban de la proce­ sión estaban permitidos de portar escopetas, lo cual les facilitaba estar convenientemente armados sin provocar suspicacias o resque- 952 Una rebelión abortada mores. Inclusive, a través de las confesiones de los implicados, se nota su afán por concertar con los vecinos de Lima, para que éstos los su­ plieran de armas, bajo el argumento de que así el desfile resultaría de gran lucimiento. 24 Estas ceremonias de carácter ritual, operaban como modelos y tam­ bién como espejos, que reflejaban -en miniatura- una simplificación de las relaciones existentes al interior de la sociedad a la cual pertene­ cían (Muir 1997: 5). Estudios recientes enfatizan el hecho de que las procesiones ceremoniales deben ser visualizadas como la pública rati­ ficación del grupo que detenta el poder. No deben ser entendidas, por lo tanto, como la manifestación de la ciudad en su conjunto, de un cuerpo homogéneo, sino más bien como la exaltación de un grupo en particular. Así, dentro de este marco conceptual, las celebraciones dejan de ser percibidas como eventos espontáneos, pasando a ser es­ trictamente regulados por quienes ostentan el poder (Lindenbaum 1994: 173). Las festividades y sus desfiles organizados cuidando los mínimos detalles ayudaban, en el caso concreto de la Lima colonial, a consolidar y extender el ámbito de dominación del poder, frente a sus vasallos. Las festividades eran, de esta manera, un momento de desen­ fado pero, también, un momento de tensión. De allí que se apostaran autoridades locales para supervisar que el evento transcurriera pací­ ficamente, evitando que desembocara en alguna manifestación tumultuaria. Y, en este sentido, la excesiva iluminación de las calles principales, no tenía como único objetivo darle mayor brillo a la pro­ cesión, sino también ejercer un control más estrecho sobre los indivi­ duos que desfilaban y los que asistían como espectadores (Ibidem: 174- 175). Benjamín Me Ree es particularmente escéptico con respecto a la opinión que afirma que las procesiones reforzaban la unión de los participantes, en la medida que se caminaba hombro a hombro en abierta demostración de confraternidad. Es más, para sustentar su punto de vista señala que no era fuera de lo común, en la Europa preindustrial, que la intranquilidad social y los disturbios urbanos se vieran asociados con las ceremonias procesionales. En su concepto el principio de las ceremonias era resguardar las jerarquías (Me Ree 1994: 189-192). Precisamente, la manera de consolidar una imagen pública se lograba con una cuidadosa coreografía y manejo de escena en el 24 MB. Additional (ms.) 13,976. Scarlett O'Phelan Godoy 953 rito procesional. El lenguaje de la procesión era, evidentemente, del orden visual. De esta manera se buscaba para cada gremio un atuen­ do específico que, en el caso concreto de la fiesta de San Miguel Arcángel, que se montaba en Lima, venía resaltado con el uso de escopetas. Pero, volviendo a la conspiración de 1750, de acuerdo al plan tra­ zado, el primer objetivo del ataque iba a ser el virrey y su familia, para lo cual se había dispuesto enviar quinientos hombres al Palacio, quie­ nes tenían órdenes de tomar posesión de la Sala de Armas. Luego de capturar al virrey se iban a remitir quinientos hombres al Callao, "para apoderarse del presidio y armas de él, y aquí poner cincuenta hom­ bres. en cada esquina encamisados para conocerse".25 En este punto es importante traer a colación el hecho de que, en 1750, tanto el Pala­ cio del virrey, como el puerto del Callao, todavía se encontraban sien­ do refaccionados a causa del mal estado en que quedaron luego del terremoto de 1746. Evidentemente, los conspiradores pensaron sacar ventaja de esta crítica situación que, a su modo de ver, haría más fácil la captura de estos dos estratégicos edificios. En el caso de la casa de gobierno, esto no era muy difícil, ya que existían bastantes cajones de pequeños comerciantes arrimados al Palacio y en la parte trasera de él (Durán Montero 1994: 188), lo que facilitaba poder estudiar los movimientos al interior del recinto del virrey. Es más, como señala María Ántonia Durán, "la existencia de éstos cajones adosados al Palacio lo afearon sin duda, pues enmascaraban su fachada, al dejar al descubierto el corredor y la puerta" (Ibídem: 190). Es decir, la visibi­ lidad del palacio quedaba bastante expuesta, sin contar con la debida protección. Por otro lado, en el Callao también pululaban diariamen­ te artesanos, muchos de los cuales vivían en Lima y se desplazaban al puerto para trabajar en su maestranza. Allí confluían carpinteros, calafateros, herreros, entre otros. A excepción del capitán de la maestranza, sus operarios "se componían de gente de castas, entre las quales no era menor el número de indios"(Juan y Ulloa 1982: 1, 82- 83). El propósito de estas referencias es demostrar que existían los mecanismos montados para poder observar, a través de los artesanos y pequeños comerciantes, lo que ocurría tanto en Palacio como en el Callao. No era cuestión de improvisar, los conspiradores podían contar con una base informativa bastante aceptable. 25 MB. Additional (ms.) 13,976. 954 Una rebelión abortada La convivencia intrincada entre negros e indios a la que ya se ha hecho referencia, también estuvo presente en el plan de la conjura­ ción de 1750. Lo que se infiere de la documentación revisada, es el interés de los indios por buscar una alianza con la población negra, no tanto en términos de amistad como, en todo caso, motivados por el temor a ser traicionados, si no hacían a los esclavos partícipes de sus planes. Así lo expresan en sus propias palabras: "Y al mismo tiempo levantar la voz de libertad a todos los esclavos para que no se les opusie­ sen antes sí los ayudasen, habiendo repartido entre ellos algunos de los empleos principales [ ... ] para que no hubiese esclavos y todos gozasen de libertad [ ... ]".26 Lo que puede tomarse, a primera vista, como un discurso a favor de la abolición de la esclavitud, también refleja un trasfondo de otra índole. Y es que, no hay que olvidar que eran, preci­ samente, mulatos y zambos los que conformaban uno de los más so­ corridos y convocados batallones en caso de surgir la intranquilidad social en Lima: el batallón de pardos libres. De acuerdo al trabajo de Leon Campbell, más de la mitad de la milicia estaba compuesta por castas o sectores étnicamente de origen no blanco. El virrey éonde de Superunda dejó constancia de la presencia de dieciocho compañías de mdios que totalizaban 900 hombres. Adicionalmente habían seis compañías de mulatos o pardos, que sumaban 300 individuos, y ocho compañías de negros libres que aglutinaban 392 hombres. En el regi­ miento de caballería habían ocho compañías de mulatos que suma­ ban 453 individuos y siete compañías de negros libres que totalizaban 100 hombres (Campbell 1978: 18). Esto quiere decir que en el ejército prestaban servicios alrededor de 1,245 individuos de origen africano. Era, por lo tanto, una táctica elemental el ganarse sino el apoyo, al menos la neutralidad, de la población conocida como "castas de co­ lor". Más aún si se tiene en cuenta que en Lima, los negros, zambos y mulatos constituían casi la mitad de la población de la capital: de un total de 52,645 habitantes, 23,520 estaban conformados por negros libres y esclavos. Y, en el Cercado, eran inferiores por un margen es­ caso, a la población india.27 Indudablemente, era mejor tenerlos .como aliados, que como enemigos. ,, 26 MB. Additional (ms.) 13,976. 27 El censo del virrey Gil de Taboada, practicado en 1795, arrojó para Lima una población de 52,645 habitantes, de los cuales, 23,520 estaban conformados por negros libres y esclavos. En el caso del Cercado, 5,412 habitantes eran indios, mientras que los negros libres y esclavos sumaban 4,610. El censo ha sido publicado por John Fisher en Scarlett O'Phelan Godoy 955 VI. Inculpados y represión: un espectáculo público La captura de los conspiradores, como ya ha sido mencionado, se produjo en un taller de la Ollería de Cocharcas. Melchor de Paz en su crónica incluye una Relación y verdadero romance, sobre la sublevación que intentaron hacer los "indios mal acordados y algunos mestizos de la ciudad de Lima" (Paz 1952: I, 193). Esta relación no sólo tiene un indudable valor literario sino que, para el presente estudio, consti­ tuye también una fuente que ofrece valiosa información sobre los reos convictos acusados de haber participado en la abortada rebelión de 1750, como se pone en evidencia a continuación: Y dra de siete cabezas, Se formó en siete sujetos, Que hallaron su propio daño, Con pensar en el ageno. La voz fue de Antonio Cabo, El principal instrumento, De ir un concierto f armado, Para hacer un desconcierto. Era el otro Pedro Santos, Más no lo era en sus consejos, Pues ellos en él mostraron, El natural más perverso. Era otro Julián de Ayala, Otro Gregario Loredo, Que siendo español en parte En todo fue contra ellos. Un Santiago Hualpa Maita, Melchor de los Reyes luego, También Miguel Surichac, Son de éste número el resto. Varios de los referidos, Donde Francisco Y nea fueron, Queriendo sin ser Doctores, En Junta hallar un remedio. General era Miguel, Francisco Y nea subalterno, Teniente general Santos, Tres potencias del Infierno. Del careo entre los detenidos se vino a saber que hacía dos años que tramaban esta conspiración (Vargas Ugarte 1956: 248). Es decir, cuando los efectos del terremoto y las subsecuentes epidemias que azotaron Lima, todavía eran latentes. Además, la fecha citada coinci­ de con las celebraciones que se llevaron a cabo, en 1748, para conme- su libro Government and Society in Colonial Peru. The Intendant System, 1784-1814. (Fisher 1970: 251, apéndice 2). 956 Una rebelión abortada morar la subida al trono de Femando VI. Según John Rowe, los caci­ ques residentes en Lima habían tomado una parte "muy lucida" en esta ceremonia (Rowe 1976: 42) . De allí que el virrey conde de Supe­ runda concluyera, bastantes años antes que el visitador Areche, que no era conveniente "que en las públicas solemnidades de proclama­ ción y nacimiento de príncipes se distingan los indios en gremio sepa­ rado [ ... ] y mucho menos que se les permita la representación de la serie de sus antiguos reyes con sus propios trajes y comitiva (pues) tres de los que hicieron aquella figura fueron cabezas las más altivas del levantamiento" (Conde de Superunda 1983: 250). Probablemente se trataba de Santiago Hualpa Maita, Melchor de los Reyes y Miguel Surichac. Lamentablemente, las fuentes no proporcionan mayores detalles sobre el papel que les tocó cumplir a cada uno de los inculpados. Miguel Surichac o Surruchaga, un mestizo "cholón," parece haber sido la figura clave. Había trabajado para don Alonso Santa, uno de los oficiales del virrey Villagarcía. Estando en Palacio, Surruchaga aprendió a leer y escribir y, más adelante, acompañó a su patrón cuan­ do éste fue nombrado corregidor. A partir de su proximidad con don Alonso, Surruchaga no sólo conoció el interior del Palacio de gobier­ no, sino que también tuvo acceso al manifiesto de Oruro de 1739 (O'Phelan Godoy 1988: 114-115). Por otro lado, el encargado de deli­ near el mapa requerido para la invasión de Lima era conocido como Francisco El Mellizo. Le correspondió la tarea de "dibujar la invasión del Palacio y Sala de Armas, previniendo las avenidas, con precau­ ciones de un militar experimentado"(Conde de Superunda 1983: 249). Otro indio, identificado como Alberto fue, aparentemente, el respon­ sable de reclutar -recurriendo al disfraz de mercachifle- la adhesión de los caciques y principales de los poblados vecinos. 28 Es probable que de ésta manera fuera convocado Francisco Ximénez Inga, empa­ rentado con la elite indígena de Huarochirí. 29 Tanto Francisco El Me­ llizo, como Alberto, lograron fugar de la justicia siendo condenados en ausencia, a la pena capital. Finalmente, el encargado de ganar adeptos a través del discurso parece haber sido Antonio Cabo, a quien 28 Biblioteca Nacional de Lima (en adelante BNL). Sala de Manuscritos. C 4438. 29 Francisco Ximénez Inga estaba casado con María Gregoria Melchor, sobrina del cacique de Huarochirí, don Andrés de Borja Puipulibia. Museo Mitre, Buenos Aires (en adelante MM) . Ms. ArmB, C19, Pl, No. de orden 4, f . 6. Diario Histórico del Levantamiento de la provincia de Huarochirí. Scarlett O'Phelan Godoy 957 se le atribuía seducir "a sus congéneres con vanas razones diciéndo­ les, entre otras cosas, que Santa Rosa había pronosticado que en el año de 50 volvería el Imperio del Perú a sus legítimos dueños" (Vargas Ugarte 1956: 248). Santa Rosa parece haber estado estrechamente ligada a la comuni­ dad de indios olleros de Huarochirí. La santa limeña había sido, en vida, dominica terciaria. Se entiende entonces que fueran los domini­ cos los que asumieron la tarea de construir su convento en Lima (Durán Montero 1994: 121). Si tenemos en cuenta que el pueblo de origen de los olleros huarochiríes era, precisamente, Santo Domingo de los Olleros, Santa Rosa era la indiscutible santa patrona de dicho pueblo. Tan temprano como en 1675, los indios del mencionado pueblo pidie­ ron, formalmente, que se les autorizara fundar una cofradía dedica­ da a "la Santa Rosa de Santa María en la iglesia de dicho pueblo de los olleros". 30 Dentro de las constituciones redactadas para hacer efec­ tiva la fundación de la cofradía, en el inciso cuatro se señalaba: "no se han de admitir en esta cofradía los indios que se embriagaren, escan­ dalosos, ydólatras, ni hechiceros, y a los que lo fueren serán expelidos de la dicha cofradía". 31 Los mayordomos debían ser elegidos un día después de la celebración de la fiesta de la Santa Rosa y, dentro de sus funciones, estaba la de visitar a los enfermos y avisar si alguno de ellos tenía necesidad de ser confesado.32 No hay noticias que indiquen si la solÍcitada cofradía prosperó. De lo que si existen referencias es de que el Gremio de naturales olleros, radicados en Lima, que habitaban en las inmediaciones del Santuario de Nuestra Señora de Cocharcas tenían, para 1780, constituida una hermandad para el culto "del Sr. San Joseph que se venera en la Iglesia del Beaterio de Copacabana y se denominaban Devotos Hermanos de San J oseph". 33 Esta informa­ ción es interesante, en la medida que vincula al gremio de olleros con el de carpinteros, ambos devotos de San José. Indica también el grado de integración alcanzado por el gremio de indios olleros en la ciudad de Lima, en la cual se movían con soltura, manteniendo contacto ac­ tivo entre sí a través del barrio de Cocharcas, donde residían, y de la hermandad de San Joseph, a la que pertenecían. No se hallaban, de ninguna manera, dispersos o desvinculados. Tenían elementos idó­ neos como para articular una conspiración. 30 Archivo Arzobispal de Lima (en adelante AAL). Cofradías, LXIII: 21, año 1675. 31 !bid. 32 !bid. 33 AAL. Cofradías, LX: 14, año 1780. 958 Una rebelión abortada Luego del proceso judicial seguido a los principales cabecillas de la abortada rebelión de Lima, la Sala del Crimen de la Real Audiencia condenó a muerte a seis de los principales inculpados. En teoría la pena de muerte se aplicaba sólo en caso que las pruebas presentadas para demostrar el delito fueran conclusivas (McManners 1981: 369). Pero, en muchos casos, bastaba con que hubiera una "certidumbre moral" de que se había trasgredido la ley, para condenar el crimen. Esto último debió ser lo que ocurrió con la conspiración de Lima, ya que la ejecución de los reos convictos tuvo lugar el 22 de julio de 1750, cuando los detenidos aún no llevaban un mes en prisión (Vargas Ugarte 1956: 248). Y es que, para las autoridades coloniales era impostergable hacer escarmentar cuanto antes, a quienes habían te­ nido la osadía de confabular contra la Corona. En el siglo XVII euro­ peo, el elemento al que se apelaba para condenar las conspiraciones sediciosas, era el denominado lese-majesté, que implicaba que se había cometido desobediencia a Dios y al Rey. 34 No obstante este énfasis cambió en forma significativa hacia finales de siglo, en que se comen­ zó a argumentar insistentemente que los insurrectos habían atentado contra el proyecto público, contra el bien común. Pero, en el caso de la conspiración de Lima de 1750, se afirmó que se había atentado contra el Rey, pero también contra todos los españoles, a quienes se iba a "pasar a cuchillo". En otras palabras, se estaba atacando al po­ der peninsular en su conjunto: monarca, autoridades y súbditos. Aunque los perdones e indultos fueron comunes durante el siglo XVIII, muchas veces se optó por transferir a los condenados a presi­ dios lejanos y, de esta manera, liberarlos de la pena de muerte (Hay 1975: 43-45). Probablemente en más de una ocasión se apeló al "beneficio del clero" que, alrededor de 1706, era ya un privilegio generalizado por medio del cual un convicto podía exonerarse de la pena de muerte, a cambio de servir su condena en un presidio de ultramar (Langbein 1983: 117). Claro que las posibilidades de ser am­ nistiado de una ejecución ejemplar eran más altas si la ofensa había sido menor, o si el acusado pertenecía a una familia respetable y, en el caso del Perú colonial, era étnicamente blanco. No debe llamar la aten­ ción, entonces, que al pasar sentencia a los reos de la conspiración de Lima, dos de los acusados fueran enviados al presidio de Ceuta (Áfri- 34 Holmes (1987: 168). El tema del delito de Lesa Majestad también ha sido abordado por Carlos Díaz Rementería (1974). Scarlett O'Phelan Godoy 959 ca) y otros dos fueran trasladados al presidio de la Isla de Juan Femández (en las costas del Reino de Chile) (Conde de Superunda 1983: 249). El único mestizo del grupo, 11casi criollo," recibió 200 azo­ tes y los otros inculpados - probablemente indios- fueron ahorcados y descuartizados. 35 La ejecución a que se sometió a los involucrados en la conspiración fue una puesta en escena, como si se tratara de un espectáculo públi­ co. Estas ejecuciones dramatizadas eran eventos que contaban con una amplia asistencia en el siglo XVI y XVII europeo.36 De allí se tomó el modelo para ser aplicado en Hispanoamérica. Natalie Zemon Davis describe como la multitud presenciaba la extirpación de la lengua del acusado, la mutilación de las manos del inculpado. La multitud se congregaba para ver como los traidores eran decapitados, sus cuer­ pos descuartizados y sus miembros - brazos y piernas- puestos en ex­ hibición en diferentes puntos de la ciudad, al igual que las cabezas, que se clavaban en picotas (Zemon Davis 1975: 162). En el caso de la conspiración de Lima, las cabezas y extremidades de los implicados que fueron capturados, juzgados y condenados, se colgaron en las murallas de la ciudad, para servir de escarmiento. Al ajusticiamiento, que se llevó a cabo en la plaza mayor de Lima, acudió una compañía de 400 indios nobles y milicianos para, de esta manera, enfatizar públicamente su lealtad al Rey de España y a las autoridádes peninsulares (Spalding 1984: 274). El conde de Superunda explicitó haber tomado 11las correspondientes precauciones" (Conde de Superunda 1983: 248) para mantener bajo control a la multitud que llegó a la plaza para espectar el castigo ejemplar. No hay que olvidar que las ejecuciones públicas eran uno de los principales méto­ dos por medio del cual el Estado demostraba su poder (Sharp 1985: 144-160). Apelando, una vez más, a la Relación y verdadero romance 35 MB. Additional (ms.) 13,976. No era la primera vez que se daba una sentencia tan sangrienta. En 1730, en Cotabambas, Cuzco, los indios que asesinaron al corregidor Don Juan Josef Fandiño, fueron condenados a muerte, ahorcados, y descuartizados. Sus cuerpos desmembrados se exhibieron durante cuatro meses, "para que sirviera como castigo exemplar a las provincias vecinas y a los que pasen por allí". Para mayor información consúltese mi libro Un siglo de rebeliones anticoloniales (O'Phelan 1988: 99-104). 36 Este tema ha sido ampliamente abordado en el libro de Spierenburg (1984) . El autor señala cómo las ejecuciones públicas son cuidadosamente planeadas y el ceremonial que siguen es importante. Las ejecuciones se "dramatizan" para enfatizar su aspecto moralizador. 960 Una rebelión abortada sobre la sublevación de 1750, es posible conocer algunos detalles so­ bre cómo se organizó la represión. Así, todo parece indicar que luego de oír sentencia, los reos convictos fueron trasladados a la capilla, donde recibieron los auxilios de la religión católica. Esto implica, in­ dudablemente, la presencia del clero para ayudarlos a "bien morir" (Ibídem: 160-161). Después fueron conducidos a la horca, instalada en un estrado que ellos mismos habían construido. Al día siguiente de la ejecución, se bajaron sus cuerpos sin vida, los mismos que fueron divididos, y colocados en puntos diversos "donde antes juntos se vie­ ron" (Paz 1952: I, 196). Meses después, concretamente el 19 de sep­ tiembre de 1750, sería ahorcado, también en la plaza mayor, Pedro de los Santos, a quien se describe como indio cirujano. La Gazeta de Lima informó de la sentencia, en que se mandó "le fuesen cortadas las manos y cabeza y se clavasen en una picota, en el sitio nombrado La Pampilla, cerca de la Capilla antigua de San Francisco de Paula, don­ de tenía su habitación [ ... ]" (Vargas Ugarte 1956: 250). La violencia de la represión es un índice de que la conspiración dejó una honda huella entre los pobladores de la ciudad de Lima y del Virreinato del Perú, en general. Con razón el conde de Superunda alertaba en su Relación de Gobierno, "nunca debe deponerse el prudente cuidado que pide la experiencia de que, en habiendo malignidad que los incite, son los indios capaces de reincidir y entrar en nuevas inquietudes" (Con­ de de Superunda 1983: 249). La gran rebelión de 1780-1781 en el sur andino, que puso en jaque a la Corona, haría que sus palabras tuvie­ ran nuevamente vigencia. Pero, del trauma de la gran rebelión la población colonial no se repondría tan rápidamente como, aparente­ mente ocurrió con la conspiración de los indios artesanos e indios olleros de Lima, en 1750. PLANO DE LA CIUDAD DE LIMA Malambo Portada ,+\ Escala o -==- 500m. - Parroquia de San Lázaro Callejón de Contradicción Callejón de San Francisco · Callejón de Romero Parroquia de Sta. Ana ~-·': ,~ · ,1,1 ~ Cocharcas Callejón de la Ventura Úrsula Ludowieg OP. V) /j p.¡ >-1 [ o ~ ::r­ ro Si" ::i C') o o.. o '-<: \O O\ ~ 962 Una rebelión abortada Bibliografía Fuentes documentales ARCHIVO ARZOBISPAL DE LIMA (sigla usada AAL). Lima Cofradías. LXIII: 21. Año 1675; LX: 14. Año 1780. ARCHIVO GENERAL DE LA NACIÓN (sigla usada AGN). Lima. Colección Moreyra. Leg Dl.69, Cuaderno 1779, Año 1763; Leg. Dl.69, Cuaderno 1776, Año 1760-1811. Temporalidades. Hacienda la Calera. Surco, Lima. Año 1767. Real Audiencia. Causas criminales. Leg. 11, Cuaderno 113. Año 1747. ARCHIVO GENERAL DE LA BENEFICIENCIA DE LIMA (sigla usadaABL). Lima. Registro del Hospital de Santa Ana. Año 1753, fs. 114, 115. ARCHIVO GENERAL DE INDIAS (sigla usada AGI). Sevilla. Audiencia de Lima. Leg. 853. BIBLIOTECA NACIONAL DE LIMA (sigla usada BNL). Lima. Sala de Manuscritos. C4438. MUSEO BRITÁNICO (sigla usada MB). Londres. Additional (ms.) 13,976. MUSEO MITRE (sigla usada MM). Buenos Aires. Ms.ArmB, C.19, Pl, N.º de orden 4, f. 6. 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