Ecos de Huarochirí. Tras la huella de lo indígena en el Perú Gonzalo Portocarrero, editor © Colectivo Los Zorros, 2018 © Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2018 Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú feditor@pucp.edu.pe www.fondoeditorial.pucp.edu.pe Diseño, diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP Pintura de portada: Huallallo Carhuincho, de Josué Sánchez, acrílico sobre lienzo, 1984 Primera edición: junio de 2018 Tiraje: 500 ejemplares Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2018-07630 ISBN: 978-612-317-370-8 Registro del Proyecto Editorial: 31501361800527 Impreso en Tarea Asociación Gráfica Educativa Pasaje María Auxiliadora 156, Lima 5, Perú BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ Centro Bibliográfico Nacional 398.2098527 E Ecos de Huarochirí: tras la huella de lo indígena en el Perú / Gonzalo Portocarrero, editor.-- 1a ed.-- Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2018 (Lima: Tarea Asociación Gráfica Educativa). 284 p.: il. (algunas col.); 21 cm. Incluye bibliografías. Contenido: El Manuscrito de Huarochirí, Arguedas y el mundo andino  -- Reflexiones sobre el contenido del Manuscrito de Huarochirí -- Vigencia del Manuscrito de Huarochirí en el Perú contemporáneo -- Vigencia andina en los caminos del futuro -- Proyecciones a partir del Manuscrito de Huarochirí. D.L. 2018-07630 ISBN 978-612-317-370-8 1. Arguedas, José María, 1911-1969 2. Manuscrito quechua de Huarochirí 3.  Mitología peruana - Huarochirí (Lma.) 4. Cosmogonía andina - Perú - Huarochirí (Lma.) 5. Indígenas del Perú - Huarochirí (Lma.) - Religión y mitología I. Portocarrero Maisch, Gonzalo, 1949-, editor II. Pontificia Universidad Católica del Perú. BNP: 2018-136 221 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina Gonzalo Portocarrero1 1 La tradición bíblica y la elaborada en los Andes —tal como ella apa- rece en el Manuscrito (Taylor, 2008; Arguedas, 2009)—, aunque engendradas en espacios y tiempos muy distintos, crean constelaciones de significados que orientan la vida humana. Es decir, responden de manera sugerente a las mismas preguntas: de dónde venimos, cómo es la realidad y de qué manera nos ubicamos en ella2. 1 Como escritor de ensayos me inspiro, y cobijo, en la autoridad de Michel de Montaigne. Montaigne inventó un género discursivo que ha tenido tantos seguido- res como críticos. Las características de esta escritura son: el abordar un tema desde una perspectiva totalizante, multidisciplinaria; la voluntad de estilo, una prosa ágil y fluida; y el diálogo con el sentido común, cuestionar las certezas y las incertidumbres de la época. El autor no debe camuflar su presencia en el texto. Debe hacerla explícita y reflexionar desde su experiencia durante el mismo proceso de escritura, que es un momento de gran despliegue creativo. Los críticos al ensayo subrayan el impresio- nismo del género, su vocación literaria, la falta de una armazón conceptual predefinida y la excesiva presencia del autor. Estos críticos se afilian a la escritura académica con su orientación netamente disciplinaria, su retórica pesada y reiterativa, su especializa- ción erudita y la proliferación, mayormente ornamental, de referencias bibliográficas. Sin negar valor a la escritura académica, puede decirse que es poco comunicativa. 2 Este texto tiene un nosotros en cuyo útero se ha ido elaborando. Me  refiero al Colectivo Los Zorros y las Zorras, o Grey Zorruna. Las trayectorias biográficas de quienes somos parte de él son muy distintas, diversidad que amplía la perspectiva de 222 Ecos de Huarochirí Para el análisis de la tradición bíblica me concentro en el Génesis. En una nueva lectura del Génesis, efectuada en el Colectivo Los Zorros, he tratado de ganar distancia del universo narrativo del relato tal como me fue enseñado, y tal como lo aprendí, en mi infancia. En esta revi- sión, que es mucho más pensada, he venido a darme cuenta de algo que puede ser obvio: me refiero al poder modelador que tienen estas historias sobre el psiquismo humano. En su labor de esculpir los rudi- mentos de la subjetividad no encuentran, o no encontraban, demasiada resistencia. Para ganar distancia de la poderosa influencia de dichas narraciones, he apelado a excavar en las grietas, que ya en mi infancia, impidieron que las asumiera como totalmente mías. Desde muy niño, con temor, resistí su potente persuasión. Pero en el retorno crítico que emprendo he venido a descubrir que, pese a todo, soy un hijo más del Génesis. Y así, ante mi conciencia escéptica, agnóstica, se ha ido ilu- minando el fundamento social y religioso de mi subjetividad; el cauce por el que ha discurrido mi vitalidad sin que yo mismo lo terminara de saber. Me refiero, para empezar, a que la identificación con Adán, y con su terrible historia, me llevó a imaginarme como alguien frágil y herido, culpable de lo que no sé, corriendo por caminos desolados hacia una redención posible, construida sobre la base del esfuerzo y de la renuncia. La vida se me apareció como un sacrificio —dulce, angus- tioso, permanente— con el que borrar una oscura pero omnipresente culpa originaria. No es, desde luego, un sentimiento personal, pues está análisis. Todos tenemos la paciencia de escucharnos y el propósito de ir sedimentando un saber sobre nuestra contemporaneidad. Cada cual piensa como mejor puede y la idea es que todos vayamos poniendo por escrito las reflexiones que se suscitan en el grupo. Por la generosidad incondicional de nuestro anfitrión Rafael Tapia, nos reuni- mos cada jueves, desde hace cinco años. Con el temor de no mencionar a todos, pero con el deseo de agradecer a los que desde un inicio han sido más constantes, tengo que mencionar a Carmen María Pinilla Cisneros, Jessica Andrade, Gladys Chávez, Edmundo Murrugarra, Pedro Pablo Ccopa, Víctor Vich, Juan Carlos Ubilluz, María Emilia Yanaylle, Mariela Justo Ubillús, Cristina Planas, Cecilia Rivera y Marco del Mastro. Fuera del grupo, tengo que agradecer a Jesús González Requena por todo lo que he aprendido con él en conversaciones que se interrumpen sin tener término. 223 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero en el centro mismo de la tradición bíblica. Lo dice —certeramente— Santa Teresa de Jesús: esta vida terrena es como pasar una mala noche en una mala posada3. Pero tampoco, reitero, es que hubiera creído —a pies juntillas— en los relatos del Génesis. Desde que los escuché, temprano en mi infancia a mediados de la década de 1950, muchas dudas se quedaron dando vueltas en mi cabeza. Desde entonces no dejé de pensar en la veracidad de estas historias. Aunque viviera sus consecuencias. Ya en mi niñez había algo en mí que me llevaba a rechazarlas. Con mucha ansiedad me preguntaba: ¿el miedo puede ser acaso el fundamento del amor? ¿Cómo se nos puede pedir adorar a un Dios que nos amenaza con castigos horribles si no logramos sentir lo que nos demanda? ¿Puede llamarse amor a esa reverencia que tiene su fuente en el temor? La  carga de ansiedad de estas preguntas se veía aliviada por la imagen amorosa de la Virgen y, también, por la simpatía con el heroísmo de Jesús, tratando de acercarse, y servir de modelo, a nuestra vituperada humanidad. No obstante, es claro que estas sospechas, preguntas y atracciones, han sido realidades segundas, reacciones personales, y quizá no compartidas, frente a «imágenes primordiales» postuladas —por mi entorno social— como el centro y la esencia de cualquier subjetividad. Incluyendo la mía, quizá demasiado compleja y fracturada, y por ello anhelante de inte- gridad. Con el término «imágenes constitutivas», o «primordiales», me refiero, por ejemplo, a la perturbadora visión de la serpiente tentando a Eva indefensa; o a Dios, inapelable, sancionando la desobediencia de sus criaturas con el sufrimiento, la enfermedad y la muerte. Y también a Adán y a Eva, pobrecitos; temerosos y avergonzados, expulsados del paraíso, arrojados a un mundo inclemente para el que no fueron creados. 3 El texto preciso es el siguiente: «Que no queramos regalos, hijas; bien estamos aquí; todo es una noche en la mala posada. Alabemos a Dios. Esforcémonos a hacer peniten- cia en esta vida. Mas ¡qué dulce será la muerte de quien de todos sus pecados la tiene hecha y no ha de ir al purgatorio! ¡Cómo desde acá aún podrá ser comience a gozar de la gloria! No verá en sí temor sino toda paz» (Teresa de Jesús, s. f.). 224 Ecos de Huarochirí Es  probable que estas dudas sean compartidas por muchos de aque- llos que hemos absorbido el Génesis como el rudimento de nuestra subjetividad. Pero son pocos quienes elaboran y hacen públicos sus cuestionamientos. Y tampoco es que sean comprendidos. Más bien esas dudas, y el temor del que nacen y vienen a duplicar, son negadas por el dogma que las calma de una manera en que el pensamiento es incapaz de hacerlo. Pero este rechazo, y represión de la inquietud, resulta en el debilitamiento del espíritu crítico, en el repudio del pensamiento pro- pio. Y hasta se puede llegar a los extremos del fanatismo y la intolerancia. Pero atrincherarse tras un semblante de normalidad —tan deseable socialmente— es la cara de la moneda cuyo sello es repudiar las vacila- ciones y la perplejidad que generan los relatos aludidos. Esta «solución» tiene, sin embargo, sus debilidades, pues el rechazo a pensar se ve asal- tado por la potencia de lo acallado, por los miedos y ansiedades que nunca terminan de reclamar un esclarecimiento. Persistir en la negación suele llevar a alguna forma de agresión contra sí, o contra los demás. Miguel Ángel, en el siglo XVI, plasmó una imagen que representa la caída y la expulsión del paraíso (ver la figura 1). Sus frescos, en el cielo de la capilla Sixtina, cuestionan la interpretación oficial del relato bíblico que postula a la desobediencia de Adán y de Eva como causa de la caída. La serpiente aparece —humanizada— como una mujer-sirena que le alcanza a Eva el fruto de la perdición. Pero la posición de Eva no indica la existencia de una conversación previa que la hubiera sedu- cido para desobedecer a Dios. La naturalidad con que recibe el fruto sugiere que no imagina que un acto tan inocente podría ser el principio de acontecimientos tan nefastos. Adán, por su parte, está sereno, afe- rrado al árbol de la ciencia del bien y del mal. No hay rastros de miedo en su expresión. Miguel Ángel materializa una visión de la caída que resulta herética, expresiva del humanismo de su autor4, de su resisten- cia a pensar al ser humano como desobediente, pecador y culpable. 4 Comparto una experiencia personal que puede ser típica. Me refiero a mi encuentro con la escultura de David hecha por Miguel Ángel. Era 1980 y tenía treinta años. 225 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero Figura 1. Adán y Eva en el jardín del Edén (Capilla Sixtina). Miguel Ángel, ca. 1508 (Herreros, 2013). Se puede pensar que el lado izquierdo de la imagen sugiere que la caída es inexplicable o, en todo caso, resultado de un Dios que no protege a sus criaturas. Para explicarnos el lado derecho de la figura, que corresponde a la expulsión del Edén, tenemos que detenernos en la pintura de Masaccio, que data de la década de 1420 (ver la figura 2). Miguel Ángel la estudió detenidamente, fue su modelo. Masaccio muestra las terribles con- secuencias de la expulsión. Quien mira la imagen no puede dejar de identificarse con Adán y Eva; hace suyos el horror y la angustia, el dolor que apenas pueden contener. Están al borde de la locura, han sido con- vertidos en parias. Entonces ver la grandeza y hermosura del cuerpo de David me resultó una experiencia abrumadora. ¡Tan perfectos podíamos ser los seres humanos! ¡Qué compromiso tan difícil de asumir! La belleza de la estatua me dejó atribulado. 226 Ecos de Huarochirí Figura 2. La expulsión de Adán y Eva del paraíso. Masaccio, ca. 1425-1428 (Caminos Dispersos, 2011). En ambas pinturas se hace patente la severidad implacable de la san- ción divina. Y no aparece, o no se remarca, la supuesta culpabilidad de la criatura humana. El hecho es que, expulsados con violencia de su mundo original, Adán y Eva tienen que hacer suya una realidad que no conocen pero que saben que es desafiante y mortífera. Esta visión humanista, que nos acerca al hombre y a la mujer, y que cuestiona a Dios, es muy distinta a la imagen ortodoxa que culpabiliza a Adán y a Eva. La figura 3, creación de Lucas Cranach El Viejo, data de 1526 y es un buen ejemplo de una interpretación «ortodoxa» del texto bíblico. Es sintomático que Cranach fuera amigo de Lutero y el pintor oficial de los inicios del protestantismo. 227 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero Figura 3. Adán y Eva. Lucas Cranach El Viejo, 1526 (Mazzino, 2011). La imagen es meridianamente clara. Son los últimos momentos de Adán y Eva en el Edén. Aún reina la armonía. Los animales conviven pacífica- mente entre sí. Pero el destino está sellado. Eva ya ha sido seducida por la serpiente. Y en el detalle (ver la figura 4) podemos observar mejor su rostro, gracias a cuya expresividad sentimos las causas de la caída. 228 Ecos de Huarochirí Figura 4. Adán y Eva (detalle). Lucas Cranach El Viejo, 1526 (Mazzino, 2011). La gestualidad de Eva transmite convicción y seguridad; hasta soberbia. Está convencida de que se convertirá en una diosa, pues le ha creído a la serpiente. La imagen fija un momento preciso del relato: aquel en el que Eva está convenciendo al dubitativo Adán de la conveniencia de comer el fruto, de desobedecer al creador. La culpabilidad de Eva es clara, su «desafiante orgullo» está inspirado por el demonio. Por tanto, la sanción de Dios no puede estar más merecida. Mientras que el humanismo ami- nora, o no registra, la culpa humana y cuestiona implícitamente a Dios, la reforma protestante busca que nos identifiquemos como seres llevados y traídos por la desobediencia y el pecado. Especialmente la hembra de la especie, Eva, tan ingenua y tonta, pero también tan orgullosa y seductora. Como lo ha señalado Jesús González Requena, el catolicismo no arrincona tanto a la feminidad (2015). En la religiosidad íntima de las prácticas devocionales, el catolicismo da a la Virgen María un lugar central en el panteón divino. Antes que a Dios Padre, o incluso a Jesús, los fieles prefieren dirigirse a la Virgen Madre, pues confían en que ella es una mediadora muy favorable. María conoce la debilidad humana, y como madre está dispuesta a perdonar y, hecho fundamental, su influjo 229 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero sobre su hijo y el padre es potentísimo. No en vano Julia Kristeva dice que la Virgen María es el centro invisible de la Trinidad. El pensamiento teológico no da tanta importancia a la Virgen María, pero en la iconografía religiosa ella aparece con un poder persuasivo de extraordinaria contundencia. La  apoteosis de este poder se hace visible en la bellísima y conmovedora imagen de Diego de Velázquez, La coronación de la Virgen, que data de la década de 1630 (ver la figura 5). Figura 5. La coronación de la Virgen. Diego de Velázquez, ca. 1635-1636 (Finaldi, 2007). 230 Ecos de Huarochirí María no parece advertir lo que sucede a su alrededor. Pero su rostro, tan elegante y hermoso, evidencia una mezcla de majestad y discre- ción que nos informa que no ignora su importancia, aunque no quiera hacer aspavientos en torno a ella. Y  en el Padre y el Hijo observa- mos una admiración rendida y una amorosa gratitud. Finalmente, el Espíritu Santo ilumina, y santifica, toda la escena. María es la reina y quienes  se  encuentran más arriba que ella lo están para reconocer su grandeza. 2 Pese a haber leído varias veces el Génesis, nunca me embarqué en la empresa de intentar aclarar las dudas que habían ensombrecido mi infancia. Pero en esta nueva lectura me he propuesto una actitud más inquisitiva y personal. Y para que esto sea posible han convergido varios factores. Un supuesto básico ha sido el estudio de otro libro sagrado. Me  refiero al Manuscrito (Taylor, 2008; Arguedas, 2009)5, cuya lec- tura fue llevada a cabo, también, en el Colectivo Los Zorros. Como la Biblia, el Manuscrito reúne un conjunto de textos instituyentes que fundamentan una manera de situarse en el mundo. La eficacia de estos textos, imaginarios en su origen pero reales en sus consecuencias, reside en establecer lo sagrado; es decir, en nominar todo aquello que la comunidad define como potente y soberano, que funda y regula el gobierno de la vida colectiva. En  la cosmovisión andina un ejemplo muy destacado de esto son las montañas, asociadas a las lluvias, pro- veedoras del agua, que es la base de la agricultura y de la vida. Pero el concepto de huaca o divinidad incluye también seres mitológicos que 5 Se puede hablar de «tradición bíblica» solamente en referencia a una tradición otra, extraña, que no es parte de una de sus derivaciones. En el complejo espacio abierto por la tradición bíblica se sitúan el judaísmo, el cristianismo y el islamismo. Lo que estas religiones comparten entre sí solo puede ser pensado desde una otredad raigalmente diferente, como es el caso de la tradición andina. 231 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero tienen una presencia dependiente por entero de una iconografía y una correspondiente narrativa, pues carecen de una representación natural visible. Este es el caso de Pachacámac, una de las huacas más poderosas mencionadas en el Manuscrito, que está representada mediante más- caras y esculturas que reciben sacrificios en adoratorios expresamente construidos para ellas. Estas huacas tienen una vigencia que va más allá de la localidad desde donde puede ser visible una gran montaña, por- que habitualmente están asociadas a estas. Son divinidades veneradas por colectividades mucho más amplias. Digamos que la Biblia coloca a la especie humana, arrinconada por sus propias faltas, frente a una realidad hosca que tendrá que sojuzgar mediante un esfuerzo penoso. El Manuscrito, en cambio, presenta a grupos de personas que no objetivan el mundo en que viven como una realidad contrapuesta a lo humano. Viven arraigados, sumergidos, en un entorno cargado de sacralidad, poblado de huacas o divinidades, cada una con un poder soberano que puede influir en un territorio más o menos grande. Entonces la continuidad de la vida requiere una relación armoniosa con estos poderes que demandan agradecimiento —tangible en ofrendas y sacrificios— para que continúen dispensando sus favores. No obstante, no hay garantías suficientes, pues las huacas no  tienen necesariamente un comportamiento ético y predecible. Pueden actuar de manera caprichosa e injusta, tal como el Dios del Antiguo Testamento. Esta situación significa que las catástrofes nunca se pueden terminar de prevenir, por más celo que se ponga en las ofren- das y los rituales de veneración. 3 Es un  nivel más personal, puedo decir que han sido favorables las circunstancias para esta empresa de lectura y comentario que ahora ensayo. En efecto, tengo ya 65 años, una edad desde la cual se puede comenzar a mirar «a vuelo de pájaro» la propia trayectoria personal. 232 Ecos de Huarochirí Entonces, comprendo mejor —eso presumo— lo que he vivido pues percibo mi vida como una totalidad. O, mejor dicho, siento que mi vida ha sido una articulación incesante, e incierta, entre el azar, la nece- sidad y las decisiones que yo mismo he ido tomando. Esto significa que trato de aceptarme sin exaltación ni mayores reproches. Y que me dirijo hacia donde apunta mi deseo y mis temores me lo permiten. No siem- pre lo consigo, pero eso pretendo. Como otro hecho favorable, debo referir la prolongada convale- cencia en que me encontraba al inicio de la escritura de este ensayo. La enfermedad me alejó de la monotonía de mi vida cotidiana; me dio la inquietud, y el tiempo, para cavilar sobre los temas pendientes en mi vida, como la significación de estos relatos fundamentales por tan enclavados en la infancia. Finalmente, intentando siempre definir mi perspectiva, creo haberme desprendido —al menos en parte— de la necesidad de hacer de mí un espectáculo, de demostrar algo importante a alguien que está por encima de mí y que, en consecuencia, y gracias a mis supuestos logros, me pueda señalar como digno de ser amado o imitado. Es decir, ya no me siento tan atrapado en la obligación de obtener aprobación y reconocimiento. Entonces, a partir de la sugerente lectura grupal del Colectivo Los Zorros, me propuse proseguir el examen de los relatos del Génesis en la perspectiva de esclarecer su significado y, en particular, la influen- cia verdaderamente constitutiva que han tenido en mi vida. En  esta empresa de exploración, no está demás decirlo, también pretendo razo- nar acerca de en qué medida puedo resignificar estos relatos para que sean una presencia más amable en mi futuro. Si he sido prolijo en señalar las coordenadas que definen mi punto de vista es porque pienso que toda interpretación y comentario está enraizado en una vida que a su turno es hija de una colectividad y una época. No creo pues en una interpretación objetiva, única, defini- tiva. Menos aún en el caso de los textos sagrados, pues está visto que cada época tiene que releerlos para (re)imaginar su futuro. No se vaya 233 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero a pensar, sin embargo, que yo soy un relativista radical que piensa que todas las interpretaciones son igualmente válidas, y que tanto vale una como otra. Me parece sí evidente que hay algunas que son más sugesti- vas y completas que otras. Hay que apuntar, por tanto, a elaborar una interpretación lo más sugerente y exhaustiva; dentro de lo realizable, claro está. Me parece que esta empresa es posible y que el diálogo con la tradición bíblica y la tradición andina es enriquecedor. Ahora bien, si los textos estuvieran ya agotados, si de su revisión no emergiera nin- guna visión de futuro, entonces solo quedaría vivir entre ruinas, como en uno de esos filmes posapocalípticos que están tan a la moda. Pero no es esto lo que yo considero, y sea como fuere, una vez com- partidas la razón y perspectiva de mi empresa, paso a comunicar los incipientes resultados de mis reflexiones. En nuestro Colectivo Los Zorros, después de leer el Manuscrito, concordamos en que el texto andino funda una subjetividad muy dis- tinta a la que instituye la tradición bíblica. En esta última, el miedo al castigo, y a la culpa, produce una ansiedad que inhibe el libre des- pliegue de la espontaneidad humana. El temor a ser visto y juzgado por Dios, y por nuestra propia conciencia, resulta de la anticipación del castigo que resultaría si fuera a prevalecer nuestra espontanei- dad, que siempre gravita hacia la transgresión y el mal. Desconfiar de nuestras inclinaciones parecería ser el primer mandamiento. Si no logramos controlarnos, y hacemos lo que queremos pero no debe- mos, el resultado será el odio hacia nosotros mismos, los reproches incesantes, una anticipación pálida del castigo eterno al que estamos destinados. La división del mundo interior entre una parte que acusa y otra que —encogida—se defiende es, entonces, inevitable. El miedo a la culpa, el pecado y el castigo nos detiene en una reflexividad inde- cisa, atormentada. No es suficiente hacer el bien, dejando en el camino nuestras más íntimas expectativas. La  «voz de la conciencia» nos demanda más, siempre más. La renuncia y el sacrificio nunca pueden terminar, pues, 234 Ecos de Huarochirí en realidad, no tienen una finalidad concreta. Los tribunales que nos juzgan no otorgan fácilmente su beneplácito. Y así, de tanto postergar, colocar atrás, nuestros impulsos y deseos terminamos por perderlos de vista, por olvidarlos o desconocerlos. Vivimos poniendo por delante nuestro deber. Entonces a la hora de actuar nos importa ser aproba- dos, quizá lisonjeados, por la voz que nos manda. Incluso podemos imaginarnos una alegría, una fiesta, en medio de nuestros afanes. Pero conforme se acerca a su prometida realización, esa alegría se desvanece pues resulta que nuestros méritos son siempre insignificantes. Tenemos que hacer mucho más. Estas valoraciones están especialmente desarro- lladas en la vertiente protestante de la tradición bíblica, aquella en la cual todo lo mundano y sensual es postulado como moralmente sos- pechoso, en la que solo la devota entrega al trabajo garantiza la paz de la conciencia. En la vertiente judía, en cambio, hay margen para el descanso y la fiesta. En el inicio del mundo, Dios deja de crear el sétimo día. Entra en una condición que Agamben llama «inoperosidad». Es un tiempo en el que toda finalidad productiva está proscrita. Queda en suspenso todo afán hacendoso. Entonces es posible la fiesta, que es justamente la santificación de lo creado, la plena aceptación del mundo. Agamben lo dice así: Más en general, es toda la esfera de las actividades y de los compor- tamientos lícitos, desde los gestos cotidianos más comunes hasta los cantos de celebración y alabanza, la que es investida de esa inde- finible tonalidad emotiva que llamamos «festejo». En la tradición judeocristiana, este modo particular de hacer y de vivir juntos se expresa en el mandamiento (cuyo significado hoy parece haberse extraviado completamente) de «santificar las fiestas». La  inopero- sidad que define a la fiesta no es simple inercia o abstención: se trata, más bien, de una santificación, es decir, de una modalidad particular del hacer y del vivir (2007, p. 155). 235 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero La inoperosidad, escribe Agamben, «coincide con el mismo festejo», pues supone abstraer los fines, suspender el vector utilitario de la acción humana. Lo propio de la fiesta es la inmersión en el instante, el olvi- darse del mañana. Desde esta perspectiva, el descanso sabático no es un tiempo muerto o añadido, sino que representa el cumplimiento mismo de la creación. Es decir, la fiesta no es un tiempo inútil, pues la inope- rosidad como borramiento de los fines significa abrir la posibilidad a la libre expresión del deseo. Por ello, dice Agamben: […] la tradición rabínica ve en el sábado una parcela y una anti- cipación del Reino mesiánico. El Talmud expresa este parentesco esencial entre el sábado y el olam habba, «el tiempo por venir», con su crudeza habitual: «Tres cosas anticipan el tiempo por venir, el sol, el sábado y el tashmish» (una palabra que significa la unión sexual o la defecación) (2007, p. 163). En el mundo moderno, sin embargo, se ha impuesto la ética protes- tante con su mandato de una entrega total al trabajo entendido como la única actividad en la que podemos encontrar refugio de las tenta- ciones, el pecado y el corrosivo sentimiento de absurdo o sinsentido de la existencia. Quizá la exaltación del trabajo y el arrinconamiento de lo festivo puedan representar una salida a las contradicciones del tiempo «inoperoso», abierto a la expansión pero también a la desme- sura y la muerte. En el reino del exceso y de lo informe no funcionan las reglas que normalizan la vida cotidiana. El levantamiento de todas las represiones permite la emergencia del amor y el odio, el imperio de la ternura y la violencia. De allí que la cultura letrada propiciara una reforma profunda en las costumbres en los siglos XVI y XVII. Peter Burke ha llamado a este proceso el «triunfo de la cuaresma sobre el carnaval». El equilibrio tradicional entre la fiesta y el ascetismo se rompe, de manera que ahora reina el trabajo sin fiesta. Es probable que las dificultades para lograr un balance entre el autocontrol y la desmesura fueran aprovechadas 236 Ecos de Huarochirí por la naciente burguesía en provecho de la expansión de la nueva reli- gión capitalista6: el dinero tiende a sustituir a Dios, las fábricas a las iglesias y monasterios, y el trabajo a las prácticas devotas. La alternativa protestante es espiritualizar al máximo la fiesta gracias a la sublimación que permiten la música y el canto. Y, desde luego, acentuar el rigorismo de la conciencia, la vigilancia y la evaluación per- manente, y minuciosa, de lo que ocurre en nuestro mundo interior. No ocurre lo mismo en la tradición católica. La Contrarreforma es más conciliatoria con la cultura popular carnavalesca. La Iglesia católica trata de normar el goce. No hay tanto miedo a la espontaneidad de los impulsos. Las faltas pueden ser disculpadas, no es tan opresiva la exi- gencia de integridad, pues gracias a la confesión podemos recuperar el estado de gracia. La fiesta no excluye al cuerpo y sus sentidos, los hace participar en el baile, la comida y esa risa que estremece. No obstante, la Iglesia trata de capturar lo festivo, de someterlo a una lógica basada en la moderación, en el rechazo del desenfreno, en el miedo al castigo eterno. La fiesta tiene que pasar por la aduana de la religión y la Iglesia. Lo festivo se justifica como celebración o júbilo devocional, como agra- decimiento, a Dios, la Virgen o los santos. 6 Utilizo la expresión «religión capitalista» siguiendo a Giorgio Agamben, para quien Dios no murió, solo se «transformó en dinero». El nuevo Dios es mucho más exi- gente, pues su mandato supone la subordinación de la vida al quehacer productivo. Todos los instantes de la vida deben ser empleados en actividades laborales sujetas a fines predefinidos. Mientras que todas las religiones se caracterizan por la diná- mica sacralización-profanación, el capitalismo no tolera la profanación, no le deja espacio. En las religiones antiguas, el sacrificio de un animal a una deidad supone la sacralización de su cuerpo, su incorporación al dominio de lo trascendente. Pero esta transformación es temporal, pues luego de la ceremonia en que se entrega el corazón, o la cabeza, del animal en cuestión, el resto del cuerpo regresa al orden profano, de manera que puede ser disfrutado por los creyentes. El mandato de hacer todo ins- tante productivo conlleva la imposibilidad de la profanación. Y la vivencia de todo tiempo como sagrado. 237 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero 4 En la tradición andina el goce y la fiesta están menos obstaculizados por la observación severa, y compulsiva, en la que nos instala la tradición bíblica, especialmente en su versión protestante. En el mundo indígena el desenfreno no produce temor o desconfianza, sino que puede llegar a ser una obligación, un mandato. La  voz que la sociedad indígena ha instalado en la conciencia de la gente es pues muy distinta. Los favores recibidos por las huacas, o divinidades, se deben agradecer y la manera de mostrar esta gratitud es la ofrenda y la alegría. No se trata, sin embargo, de una actitud generalizada. Esta sensibilidad predomina en el culto a las huacas locales, como son Pariacaca, Chaupiñanca, Chuquisuso y muchas otras que aparecen en el Manuscrito. Las divinidades cuya adoración trasciende lo local también requieren sacrificios, pero en el Manuscrito no llega a ser clara la contraprestación que estas huacas ofrecen a cambio del culto que reciben. Se  trata de divinidades que despiertan mucho temor, pues se les atribuye un poder desmesurado que puede dar lugar a grandes catástrofes. Entonces pare- ciera que en estos casos el sacrificio u ofrenda sería un pago para no ser importunado. Si seguimos a Durkheim y su idea de que el sistema religioso de una sociedad traduce en el campo simbólico las relaciones de poder vigentes entre mundos sociales, tendríamos que decir que las comunidades tienen, respecto a las huacas locales, actitudes muy dis- tintas en relación con las que guardan frente a las huacas panandinas. Y que esta diferencia es muy significativa, pues traduce la percepción de los costos y beneficios que aporta cada clase de huaca. La lluvia y la fertilidad de la tierra, la continuidad de la vida, dependen de las huacas locales. En cambio, el orden y la ausencia de catástrofes resultan de las divinidades mayores. Esto significaría que, aunque la localidad pueda ser autosuficiente en su capacidad productiva, es siempre vulnerable al desorden y la guerra, por lo que tiene que sacrificar a las divinidades mayores, pues de ellas depende el mantenimiento de la paz. 238 Ecos de Huarochirí No obstante, esta situación es vivida de una manera peculiar en el Manuscrito. Es un hecho que los incas y sus propias huacas apenas apa- recen en su universo narrativo. Y cuando lo hacen es para pedir ayuda a los hijos de Pariacaca y sus divinidades. En definitiva, el Manuscrito no es una fuente de información significativa para reconstruir con pre- cisión las relaciones entre el Estado inca y las etnias y comunidades que poblaban el extenso territorio del Imperio7. En  el capítulo 23 se narra que un grupo de comunidades de la región se rebela al dominio inca, situación que enfrenta el inca Túpac Yupanqui. La  rebelión dura muchos años y los incas no logran una victoria definitiva. Deciden entonces convocar a todas las huacas a las que tributan ofrendas. Digamos a los pueblos aliados y sus emisarios. Ya reunidas en el Cusco, el inca interpela a las huacas en un tono que oscila entre la súplica y la amenaza. En el Manuscrito se lee: El inga empezó a hablar. «Padres, les dijo, huacas y huillcas, ya saben cómo yo los sirvo de todo corazón con oro y con plata, ¿Es posible que ustedes no me ayuden a mí, que os sirvo con tanta generosidad, ahora que estoy perdiendo tantas huarancas de mis hombres? Por este motivo los he hecho convocar». Ninguno de ellos contestó. Más antes, permanecieron en silencio (Taylor, 2008, p. 103). Entonces Pachacámac adopta una actitud desafiante y dice: Oh inga sol, yo no propongo nada puesto que suelo hacer temblar la tierra entera con todos ustedes juntos. En efecto, no solo aniqui- laría al enemigo sino que acabaría con todos ustedes y con el mundo entero también. Por eso me he quedado callado (2008, p. 105). 7 No obstante, algo puede decirse, y sospecho que es importante, pues se refiere no tanto a la economía de las relaciones entre el gobierno inca y las etnias y colectivida- des, sino a la manera en que estas relaciones eran vividas por los pueblos sometidos al imperio del Tahuantinsuyo. Y en el área restringida, pero probablemente significativa, que cubre el Manuscrito de Huarochirí esta relación no es sentida como una opresión foránea, sino como una colaboración entre iguales. 239 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero Finalmente es Macahuisa, el hijo de Pariacaca, quien se compro- mete a derrotar a los rebeldes. Y, efectivamente, gracias a su dominio sobre la lluvia y los rayos, los arrasa. Y el inca queda tan agradecido por esta victoria que promete hacer realidad todo lo que desee el hijo de Pariacaca. Pero Macahuisa responde: «Yo  no deseo nada excepto que te hagas huacsa y celebres mi culto como lo hacen nuestros hijos de Yauyos» (2008, p. 105). La  situación es complicada, probablemente reveladora de la rela- ción entre los «hijos de Pariacaca» y el gobierno imperial de los incas. El  hecho es que hay un alzamiento local de varios pueblos que los incas no pueden controlar. En  la conciencia local, tal como aparece representada en el Manuscrito, este alzamiento aparece como un hecho decisivo que pone en peligro el dominio inca. Entonces es el mismo inca gobernante quien ruega por la ayuda de las huacas locales. Pero este «ruego», el texto lo insinúa, parece ser más un gesto retórico que una actitud genuina. En realidad, en el trasfondo está la amenaza. El inca deja entrever, según el Manuscrito, que todas las huacas atendidas por su gobierno perderían sus ofrendas y privilegios de no colaborar con la represión del alzamiento. Es evidente que el inca está pidiendo tro- pas e intimidando a las poblaciones locales. Pero estos sucesos no son recordados así por el narrador del texto. No es la amenaza de Túpac Yupanqui lo que mueve a los dioses y hombres de Huarochirí. Según el relator, son las súplicas del inca las que conmueven a Macahuisa que, de común acuerdo con su padre Pariacaca, usa su formidable poder para develar la sublevación. Y al final lo que desea es que el inca le tenga miedo y le honre más. 5 La exigencia de las huacas no es ilimitada, no implica el desarrollo de un espíritu sacrificial que lleve al trabajo sin fiesta, al cultivo del ascetismo, a la sacralización compulsiva de la obligación. La satisfacción de la gente 240 Ecos de Huarochirí por el éxito de sus trabajos y los favores recibidos de las huacas es el trasfondo de alegría que define el ánimo festivo como una realidad que es, al mismo tiempo, sagrada y profana. Las huacas y la gente se rego- cijan en el acontecimiento único que es la fiesta. Si el trabajo ha sido fecundo es porque las huacas han ayudado. Los sacrificios rituales y la celebración del trabajo son parte de la misma fiesta. Una expansión de la espontaneidad que hace contundente el culto a lo divino. Trabajo, favor divino, gratitud y alegría están como soldados en una cadena que en la tradición bíblica parece haberse debilitado por una conciencia demasiado temerosa del desenfreno, por una vigilancia permanente sobre la probable intrusión de lo demoniaco. Chuquisuso es una huaca a quien la gente de Cupara está muy agradecida. Era una mujer muy atractiva. Su belleza atrajo a Pariacaca que, desesperadamente, la quería poseer. Pero el pueblo de Cupara tenía muy poca agua y Chuquisuso quería remediar esta situación. Entonces no cede de inmediato a los requerimientos de la poderosa huaca. Le pone una serie de condiciones que Pariacaca cumple y que significan que Cupara contará con un acueducto que multiplicará la provisión de agua y la producción de alimentos. Acatadas todas sus condiciones, Chuquisuso finalmente se entrega a Pariacaca y luego se convierte en piedra, en el borde de la acequia. Chuquisuso representa un modelo de feminidad muy estimado, pues gracias a la inhibición de su sexualidad, y a la atracción que su belleza ejerce en Pariacaca, logra direccionar la energía masculina con el fin de que beneficie a toda su colectividad. La gente le está muy agradecida. Y esta gratitud se vive en una gran fiesta. El Manuscrito describe el acontecimiento en los siguientes términos: Cómo, hasta hoy día, los cupara honran a Chuquisuso. Los cupara forman un ayllu llamado Cupara. Y, hasta hoy, siguen viviendo reducidos en San Lorenzo. Uno de los linajes de este ayllu se llama Chahuincho. Chuquisuso era miembro del ayllu de los chahuin- cho. Estos, antiguamente, cuando era época de limpiar la acequia 241 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero [lo que se hacía y se sigue haciendo por el mes de mayo] iban todos juntos al santuario de Chuquisuso con ofrendas de chicha, de ticti, de cuyes y de llamas y allí adoraban a esta mujer-demonio. Hacían una cerca de quishuar alrededor de su santuario y permanecían allí cinco días durante los cuales no permitían que la gente saliera a pasear. Se dice que, cumplido este rito, proseguían con la limpieza de la acequia y, cuando habían terminado todo, regresaban bai- lando. Conducían en medio de ellos a una mujer que representaba a Chuquisuso y a la que trataban con tanta veneración como si fuera ella misma. Cuando esa mujer llegaba a su comunidad, los demás la estaban esperando y le ofrecían chicha y otras cosas. Luego cele- braban una fiesta muy grande, bailando y bebiendo durante una noche entera. Después, cuando don Sebastián Ninahuilica, cacique principal de Huarochirí, vivía todavía y era señor de esta provincia, en la época del Corpus Christi y de las otras grandes pascuas, una mujer que hacía las veces de Chuquisuso traía chicha en una gran aquilla y un gran poto y la distribuía entre todos los presentes. «He aquí la chicha de nuestra madre», decía, y luego repartía maíz tostado que traía en un mate grande (2008, p. 47). La fiesta a Chuquisuso tiene varios momentos: primero, en el mes de mayo, tiempo de limpiar la acequia, la gente se reúne en torno a Chuquisuso petrificada. Llevan distintas clases de ofrendas. Construyen un cerco y permanecen en su perímetro por cinco días. En ese periodo nadie puede salir; segundo, cumplido este rito, la celebración pro- sigue con la limpieza de la acequia; tercero, una vez terminada esta tarea, regresan bailando y en medio de los hombres se hace presente una mujer que representa a Chuquisuso y que es muy venerada. Se le ofrece chicha y distintas clases de manjares; cuarto, cuando llegan a la comunidad se celebra una fiesta «muy grande, bailando y bebiendo durante una noche entera». La  mujer que representa a Chuquisuso reparte liberalmente la bebida, diciendo: «He aquí la chicha de nues- tra madre». 242 Ecos de Huarochirí Lo  que se puede decir sobre el primer momento es puramente hipotético. Los que van a trabajar se encierran, con sus ofrendas, tras un cerco que ellos mismos construyen y que tiene como cen- tro a Chuquisuso. Parece ser un momento de concentración en que se brindan las ofrendas sin recibir nada a cambio. De alguna manera este momento reproduce los ruegos que hace Pariacaca a Chuquisuso. En  el segundo momento, los hombres, inflamados por el deseo de la fiesta, y por su inminencia, se dedican al duro trabajo de limpiar la acequia. También están inspirados por Pariacaca, que la construyó bajo la expectativa de yacer con Chuquisuso. Entonces, la limpieza repro- duce la construcción, y la fiesta y el baile reemplazan al sexo. En ambos casos el trabajo se vuelve ardoroso, pues su término promete una gran satisfacción. En el tercer momento el trabajo cesa y la fiesta se inicia. Se agradece a Chuquisuso en la persona de la mujer que la representa. ¿Qué le agradecen? Haberlos hecho trabajar intensamente bajo la pro- mesa de una gran eclosión festiva. Y en el momento final: la plenitud de la fiesta. Esta vez la mujer que representa a Chuquisuso ya no es venerada sino que se dedica a recompensar y satisfacer a la gente de la comunidad que está muy alegre. Distribuye «la chicha de nuestra madre». En el relato en que se inspira el ritual este es el momento de felicidad de Pariacaca, pues Chuquisuso se le brinda, conforme a lo acordado, para recompensar sus esfuerzos. Es  claro que el mito es el guion del rito y que el rito es la dra- matización del mito. Estamos ante un complejo mítico ritual que, inspirado en la imaginación de la gente, rinde culto a una feminidad altruista y autocontrolada y a una masculinidad deseosa y trabajadora. El  encuentro de estas figuras permite la reproducción de la vida, la renovación de las condiciones que hacen posible la agricultura. No obs- tante, es claro un trasfondo patriarcal, pues no estamos ante una sexualidad femenina autónoma. La  sexualidad femenina es el acicate que disciplina el deseo masculino que finalmente será el que habrá de encontrar satisfacción. 243 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero La  fuerza de este complejo mítico ritual es patente en el hecho de que sesenta años después de la invasión española, y de sucesivas campañas de extirpación de idolatrías, la fiesta de Chuquisuso se siga celebrando, aunque los indígenas la traten de ocultar como si fuera la celebración del Corpus Christi. Es probable que la fiesta con que termina la limpieza de acequias y con la que se honra la feminidad de Chuquisuso no se limite a lo que narra el relator del Manuscrito. Es muy plausible que la fiesta se pro- longue en encuentros sexuales que imiten a Pariacaca y Chuquisuso. Esta posibilidad está desarrollada en el cuento de José María Arguedas titulado «El ayla». En este relato, Arguedas narra cómo la fiesta es con- tinuada, especialmente por los jóvenes, en encuentros sexuales en las faldas de los cerros que rodean a las comunidades. 6 Hay que tener en cuenta que los relatos del Génesis se elaboran desde un trasfondo de sufrimiento y esperanza. En sus historias un tema fun- damental es explicar el porqué del dolor y por qué no es la última palabra, pese a que permee la vida humana. El sujeto de la enunciación, es decir, quien imagina estos relatos, es el pueblo judío. O, en todo caso, es un autor cuya voz expresa la experiencia de su colectividad, una realidad de pobreza y opresión. Los judíos están asediados por sus vecinos que son pueblos mucho más poderosos, y viven en un territorio áspero y desértico. No obstante, las historias narradas en el Génesis no se refieren solo al sujeto de la enunciación, al pueblo judío, sino que tratan del con- junto del género humano. Los protagonistas son los primeros hombres y mujeres, aquellos de quienes descendemos todos los seres humanos. La  idea de la humanidad como una especie única, que tiene un origen común y que fue creada por un Dios solitario y todopoderoso, a su «imagen y semejanza», proviene de la tradición judía, o es anterior 244 Ecos de Huarochirí y, en todo caso, es absolutamente revolucionaria, pues supone dar por sentada la igualdad entre todos los hombres y las mujeres. Esta idea será opacada por el surgimiento de la figuración de un Dios étnico que hace pacto con el pueblo de Israel. Pero luego será retomada como el eje de su mensaje por Jesús y San Pablo. En otras tradiciones, como la andina, cada pueblo reclama para sí un origen particular y distinto. Y sus miembros ven en los otros a seres diferentes; entonces, no sienten que compartan con ellos algo significativo. Por tanto, la posibilidad de identificarse con el otro, el extraño, queda muy mermada. Lo que significa que sentimientos como la caridad, la compasión y la simpatía no tienen un terreno propicio sobre el cual florecer. Esta idea del pueblo judío es, a la vez, un descubrimiento y un principio instituyente. En parte corresponde a la realidad, pues los seres humanos son iguales en tanto comparten un patrimonio genético que les hace pertenecer a la misma especie, de manera que cualquier cruce puede producir un vástago fértil. Pero también son muy diferentes entre sí en sexo, edad, tamaño, color y, sobre todo, en tanto herede- ros de distintas tradiciones culturales. Entonces abstraer las diferencias para enfatizar el momento de igualdad implica instituir el principio de un Dios que es padre de todos, que no tiene favoritos; en consecuencia, todos seremos juzgados con la misma vara. Sea como fuere, el pueblo judío se constituye a sí mismo a través de repetir, y asumir, una serie de historias en las que está muy presente el infortunio. Pero, paradójicamente, este infortunio no destruye la espe- ranza sino que la vivifica. Además de la tensión entre la realidad del mal, tan presente en este mundo, y la promesa del bien futuro, surge la desvalorización de la vida terrenal y la espera del mesías, el construc- tor del reino prometido. Esta actitud tiene en el talante apocalíptico una expresión social: la proliferación de lo retorcido es la señal de que es inminente el fin de los tiempos. El  reino de Dios está muy cerca. Se abre entonces un horizonte mesiánico de redención y la mirada de la gente se voltea hacia el camino de regreso al Edén. 245 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero 7 Instalados en el paraíso terrenal, Adán y Eva tienen frente a sí un hori- zonte de dicha eterna. El Edén es una maravilla, un lugar de equilibrio y armonía. No hay razones para el miedo ni el dolor. Así lo imagina Brueghel El Viejo hacia 1610 (ver la figura 6), el pintor del carnaval y el goce campesino, de la tierra feraz donde las especies conviven de manera pacífica y juguetona. Pero una vez producida la «caída», la vida pasa a definirse —sobre todo— por el dolor, la enfermedad y la muerte. Y esta situación de la criatura humana, tan poco lisonjera, se explica, en el relato bíblico, por su propio comportamiento, por la desobediencia de Adán y de Eva al mandato de Dios. Figura 6. El jardín del Edén. Jan Brueghel El Viejo, ca. 1610-1612 (Gaskell, 2012). 246 Ecos de Huarochirí En el Edén, Adán y Eva viven dejándose llevar por una feliz esponta- neidad. No conocen el sufrimiento ni la muerte. Y aunque en el relato bíblico no se precisan sus actividades, podemos imaginar que se ama- ban, jugaban y descansaban. ¿Serían sus vidas realmente interesantes? La pregunta puede sonar anacrónica, pues Adán y Eva, absorbidos por la intensidad de cada momento, no tenían por qué desear, ni siquiera pensar. Estarían siempre contentos y satisfechos. Pero aunque desfa- sada, la pregunta no deja de ser pertinente pues nos hace pensar sobre cuán humanos podrían ser Adán y Eva. En realidad, en el relato del Génesis, ellos despliegan sus vidas en un ámbito más cercano a lo ani- mal que a lo específicamente humano. Su vida se podría asemejar a la de niños siempre complacidos y felices, sin un atisbo de conciencia. El narrador del relato presenta la caída como resultado de una con- catenación particular de circunstancias y decisiones. Su premisa es la prohibición de Dios: Adán y Eva no deben comer de la fruta del «árbol de la ciencia del bien y del mal», que está en el centro mismo del Edén. Esta prohibición, por donde se la mire, hace patente una distancia entre Dios y sus criaturas. Es decir, aunque Dios las haya creado a su imagen y semejanza, no son iguales a él. Hay cosas que él puede y ellas no. Es claro que el narrador exculpa a Dios de cualquier responsabili- dad en la caída de Adán y de Eva. La intención de Dios, nos sugiere, fue proteger a sus criaturas de un conocimiento peligroso, que podía resultarles dañino. La premisa de esta actitud es que Dios sabe que sus criaturas son frágiles. Están habitadas por un desequilibrio oculto, algo que una vez revelado las puede llevar a empecinarse en la destrucción y el mal. Entonces Dios opta por no compartir con Adán y Eva la capa- cidad de enjuiciar lo que está bien y lo que está mal. Pero, al mismo tiempo, pone a su alcance la posibilidad de adquirir esta capacidad, pues basta con comer del fruto prohibido. El narrador insinúa que Dios quiere respetar el libre albedrío de sus criaturas. La caída es entonces una culpa humana. 247 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero Pese a que la orden de no comer la fruta carece de una razón expli- cita, sí conlleva la advertencia de un peligro. Dice Dios: «De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás» (Biblia, 1970). Es  un mandato respaldado por una amenaza. Pero a Adán y a Eva esta amenaza tiene que haberles resultado incompren- sible. Ellos no conocían la muerte y en consecuencia no tenían cómo temerle. Tampoco podían imaginar la ira de su creador. El  narrador sugiere que Dios apela a la gratitud de sus criaturas para que cumplan con su orden. Es decir, Dios espera que ellas se den cuenta de que su prohibición está inspirada por el amor, espera que la respeten aun cuando no la entiendan. No obstante, si nos atenemos al texto, es discutible que Adán y Eva puedan sentir gratitud hacia Dios. Cierto que son felices, pero también es verdad que ellos no pidieron ser creados. Y sería necesario, para que estuvieran agradecidos, que su felicidad corresponda a la realización de un deseo primero implorado y luego concedido por Dios. Pero ellos no han sentido carencia alguna, por lo que no conocen el deseo. Entonces lo que Adán y Eva pueden —quizá— sentir hacia su creador es una simpatía que fluye de la idea de que su bienestar está ligado, de una manera difícil de discernir, a la presencia de Dios. Pero, en lo sustancial, la prohibición no tiene para Adán y Eva un motivo que les resulte comprensible. Más fácil de entender es el razona- miento de la serpiente cuando le dice a Eva que Dios quiere detenerlos en una minoridad perpetua, en una condición propia de criaturas que no saben lo que es bueno para ellas. El árbol de la ciencia del bien y del mal está en el centro del Edén. Y entre sus ramas habita una serpiente, un animal que es una figuración demoniaca, una encarnación del mal. Y el demonio desea destruir la obra de Dios porque esa es su vocación. Su goce es descarriar la perfección del mundo. Y pese a ser todopoderoso, Dios permite que el demonio 248 Ecos de Huarochirí se instale en el centro del Edén y que desde allí trate de seducir a sus amadas criaturas. Al formular la prohibición, Dios hace explícito su deseo de que Adán y Eva permanezcan sin saber lo que es el mal ni lo que es el bien. Su inocencia quedaría preservada por obedecer un mandato cuya razón no entienden. Dios los convoca a confiar en sus buenas intenciones. Y no deben hacerse preguntas sobre los motivos de la prohibición, por- que no obtendrán respuestas. Pese a exculpar a Dios e inculpar a Adán y a Eva, el texto va más allá de la intención del narrador, pues deja entrever que, en verdad, la responsabilidad es del mismo Dios. Ya vimos cómo Adán y Eva no tienen forma de saber las intenciones de Dios; tampoco de comprender su amenaza. Entonces, es claro que Dios deja inermes a sus criaturas. No hay forma de que resistan el asecho del demonio. De haber tenido miedo de Dios, hubieran podido rechazar la demoniaca seducción. Pero no podían tenerlo, porque hasta ese momento Dios nunca los había castigado y no conocían el dolor. El texto desautoriza al narrador. Pero pese a su claridad, este desaprueba —sin atenuantes— la desobe- diencia de Adán y de Eva y justifica las duras sanciones con que Dios los castiga. Si concebimos al texto como transmitiendo la realidad de los hechos y a la voz del narrador como proporcionando una «interpretación ofi- cial», entonces tendríamos que decir que el narrador oculta la realidad de los hechos que transmite para adecuarla a su deseo, a su toma de partido, es decir, la culpabilidad del hombre y la bondad de Dios. En efecto, hablar de la arbitrariedad de Dios y de la inocencia de sus criaturas sería intolerable para el narrador, pues subvertiría dos de sus ideas fundamentales: la culpabilidad de la primera pareja humana en la introducción del mal en el mundo, el pecado original; y la justicia de Dios al sancionar drásticamente a Adán y a Eva. Esta disonancia entre lo que dice el texto y la posición del narra- dor es síntoma de que el relato es ambivalente. Aunque el narrador 249 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero no acepta la posibilidad de que Dios pueda ser injusto y arbitrario, lo cierto es que en el relato la culpabilidad humana no queda fundamen- tada. Más en general, en el Antiguo Testamento uno de los rostros de Dios es el de una presencia caprichosa e irascible. Y el otro es amoroso y paternal. Entonces tenemos dos figuraciones muy distintas de Dios. En  la primera, Dios se deja llevar por sus preferencias y la atracción del goce que relumbra en un momento dado. Entonces puede pre- ferir a unos sobre los otros sin tomar en cuenta los méritos de cada quien. En la segunda figuración domina el compromiso ético: Dios no tiene favoritos, es justo y mide a todos con el mismo criterio. Hace lo que debe. Ejemplos de la primera figuración son el Dios que aprecia a Abel y disminuye a Caín. O el Dios que agrede sin mayor razón a Job. En esta misma línea se inscribe el Dios que prohíbe comer el fruto del árbol de la ciencia del bien y del mal, que entrega a sus criaturas a la eficaz seducción del demonio. Y que luego castiga en forma inmiseri- corde a Adán y a Eva. En realidad, en el caso de Adán y Eva la conciencia de haber cometido un pecado es posterior a la «mala» acción. Por tanto, es solo retroac- tivamente, después de comer del fruto, que ellos caen en la cuenta de haber hecho algo que los perjudica, una acción que les acarreará un tremendo castigo. Paradójicamente son inocentes hasta después de cometer el acto que los torna en culpables. Solo después de comer el fruto viene el miedo al castigo de Dios y la culpa de haber obrado mal. La caída, la pérdida de la inocencia, no resulta de un comportamiento deliberado sino de la ignorancia, y de la persuasión del demonio. Dios es inmisericorde, castiga sin una razón verdadera. Y encima hace creer a sus criaturas que están siendo sancionadas por su mal comportamiento, que ellas son las culpables de sus males. Entonces las criaturas asumen que son malas y que su salvación está en el temor al castigo y en la vigilancia de su comportamiento para que este sea congruente con los mandatos de Dios. 250 Ecos de Huarochirí Así podemos comprender, más allá de lo que dice el narrador, que el razonamiento de la serpiente fuera tan seductor. ¿Por qué Dios les habría prohibido comer de ese fruto? ¿No será que Dios está celoso y no quiere que, gracias al fruto, lo igualen en poder? Pero otra vez: el narrador insinúa que Dios prohíbe comer el fruto por razones muy distintas a las que manifiesta la serpiente. El cono- cimiento del bien y del mal es un saber muy peligroso. El  inocente está protegido de hacer el mal porque no sabe lo que es el mal. Esta tesis implica que solo obra mal quien sabe que está haciendo mal. Es decir, el conocimiento del mal es la condición del mal obrar. La per- sona inocente puede actuar de una forma que redunde en desmedro de otros, pero no se podría decir que está haciendo mal pues desconoce el hechizo de la transgresión, de la desobediencia a las órdenes de Dios. Quien conoce el mal ha perdido su inocencia y está expuesto al asecho que significa desafiar a Dios. Adán y Eva no saben las consecuencias de comer el fruto prohibido. Pero desobedecen y los resultados son inmediatos. Ya saben lo que está bien y lo que está mal. Y lo primero que descubren es que la desnudez está mal. Sienten que estar descubiertos es inapropiado. Entonces ocul- tan su sexo con hojas de parra. La paz de la inocencia es reemplazada por un tormentoso sentimiento de vergüenza. Se ocultan de Dios, no quieren darle la cara, ya saben que han hecho algo que no está bien. La transgresión causa la caída. Adán y Eva, ellos, y todos sus descen- dientes, serán culpables y tendrán que pagar. Pero detengámonos un momento en el tema del sexo. El texto nada dice sobre las actividades sexuales de Adán y Eva antes de la caída. Si asumimos que no conocían el deseo sexual, tenemos que concluir que la caída produce la sexualidad. Y, además, que la sexualidad no cabe en el Edén. Esta interpretación es congruente con el hecho de que hasta ese momento Adán y Eva no tuvieran descendencia. Si, por el contra- rio, suponemos que Adán y Eva eran activos sexualmente, entonces 251 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero tenemos que concluir que la satanización del sexo es un castigo que forma parte del conjunto de sanciones que Dios impone a sus criaturas. En ambos casos, sin embargo, queda claro que se instaura una valora- ción fundamentalmente negativa de la sexualidad, pues desde la caída se la considera sucia, manchada; y, a veces, abominable. En pocas palabras, Adán y Eva viven inocentes y felices en el Edén. Pero la prohibición de Dios les genera una pregunta inquietante, una forma inicial de conciencia, de diálogo consigo mismos. Ese límite arbitrario e incomprensible a su libertad perturba su feliz ignorancia. Probar el fruto, más que un acto de rebelión, obedece a una inocente curiosidad, o, en todo caso, a una desconfianza en torno a lo que Dios pretendía con su prohibición. La culpa y la conciencia aparecen como cara y sello de una nueva forma de estar en el mundo, resultado de un acto que es considerado como malo y censurable pese a ser ejecutado por personas que no tienen idea de lo bueno y lo malo, de las conse- cuencias de sus actos. Según la tradición cristiana, mucho le debe haber dolido a Dios la desobediencia de sus criaturas. Tanto que está dispuesto a sufrir para redimirlas de sus pecados. Dios se rebajará a la condición humana en la figura de Jesús y, entonces, encarnado como hombre, sufrirá lo indeci- ble para abrir nuevamente las puertas del clausurado paraíso, la morada original del hombre y la mujer. La  culpa es verse y sentirse a sí mismo como malo, como desca- lificado para suscitar el amor de Dios. La culpa es el resultado de la autoconciencia doliente, de esa facultad que interioriza el imperativo de observarse a sí mismo, de examinarse (todo el tiempo) para evaluar si se está obrando, o no, de acuerdo a la ley, a la voluntad de Dios. Cuando Adán y Eva comieron la fruta no sabían qué les habría de pasar. Pero de inmediato, nos dice el relato bíblico, sintieron que habían hecho «mal», que estaban en falta. Sintieron vergüenza y miedo. Y la sexualidad fue el primero de los males. 252 Ecos de Huarochirí 8 He escrito sobre diversos aspectos del Manuscrito. Entonces en este ensayo solo hago una breve presentación. Este texto reúne una colec- ción de relatos andinos recogidos por un escriba anónimo a instancias de un sacerdote, Francisco de Ávila, cuyo propósito era el de conocer mejor las mentalidades andinas con el fin de que las campañas de extir- pación de idolatrías fueran más eficaces. Estos relatos fueron puestos sobre el papel a fines del siglo XVI y, aunque es notoria la influencia cristiana, es determinante en ellos la cosmovisión andina. En todo caso, se trata de los textos andinos menos contaminados por la tradición bíblica. Por último, debe tenerse presente que el Manuscrito recoge los relatos de un área relativamente pequeña de los Andes Centrales. Quienes imaginan estas historias, y viven de acuerdo a lo que plantean, son los «hijos de Pariacaca», los pueblos que reconocen en esa gran montaña a su divinidad tutelar. No obstante, es muy probable que los relatos de otras localidades de los Andes compartieran el mismo sus- trato de creencias que examinaremos en este parágrafo. Hecha esta breve aclaración, lo que ahora cabe es profundizar en el tema que es motivo del presente ensayo. Me refiero a la relación entre sacrificio, alegría y fiesta. Había mencionado que en la tradición bíblica hombres y mujeres, los descendientes de Adán y Eva, estamos condena- dos al sufrimiento. Podemos redimirnos si cultivamos una empecinada disposición al sacrificio, hecho que implica una renuncia (casi) sistemá- tica de la impulsividad. Entonces, idealmente, una privación que es una ofrenda a Dios no autoriza una alegría plena sino que es el punto inicial en la búsqueda de un nuevo sacrificio. El goce del cuerpo, especialmente el derivado del sexo, es visto con mucha sospecha. Lo  ideal es el cultivo de la renuncia, cristalizar una autoobservación mortificante, que nos haga conscientes de la fugaci- dad de la vida y la inminencia de la muerte. Inserto aquí una anécdota personal. De niño, en mi primer viaje al Cusco, en una de las muchas 253 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero iglesias coloniales que visité leí la siguiente inscripción, escrita con una multitud de huesos fémures: «Yo fui lo que tú eres, y tú serás lo que yo soy». La frase tiene una larga historia. Me impresionó que estuviera escrita con huesos; no sabía darle un significado. Me parecía macabra y morbosa, pero también realista y sublime. La inscripción quedó gra- bada en mi memoria, pues era la reiteración perfeccionada de lo que venía siendo mi educación religiosa. No hay pues mucha paz, ni mucha felicidad, para la criatura construida por la tradición bíblica. Ningún sacrificio es suficiente. Dios quiere —siempre— más ofrendas. Eso es lo que nos dice su voz instalada en nuestra conciencia. En el Manuscrito es visible que hombres y mujeres establecen una relación más amable con sus divinidades. No  se plantea la idea de una desobediencia primordial que funda un sentimiento de culpa y que exige sobrellevar castigos y hacer incesantes sacrificios. Las huacas desean lo suyo, y hay que remunerarlas, pero una vez cumplido el ritual de agradecimiento, se impone la sensación del deber cumplido y las puertas de la alegría quedan ampliamente abiertas. Hombres y mujeres están autorizados a un goce rotundo, sin cortapisas. Entonces, realizado el sacrificio, ya se cumplió con las huacas, y lo que ahora viene es la fiesta hasta el frenesí. El agradecimiento o gratitud, dice Baruch de Spinoza, «es un deseo, o solicitud del amor, por el que nos esforzamos en hacer bien a quien nos lo ha hecho con igual afecto de amor». La ofrenda andina —llamas, cuyes, coca, chicha— responde a esa «solicitud del amor», o impulso amoroso, con que los hombres y mujeres, los prota- gonistas de los relatos del Manuscrito, corresponden con felicidad los favores recibidos de sus huacas. En la tradición bíblica, la gratitud se ve ensombrecida por la ambivalencia de Dios y la consiguiente ambigüe- dad de la actitud humana en la que conviven el temor de quien salda —imprecisamente— una deuda con la tierna devoción que inspira la pasión de Jesús. En el mundo del Manuscrito hay innumerables huacas. Cada colecti- vidad tiene muchas divinidades. Y las y los miembros de las comunidades 254 Ecos de Huarochirí sostienen con sus dioses una relación hecha de reverencia, temor y agra- decimiento. Sin su concurso la tierra estaría seca y sería estéril. Las huacas merecen tributos que compensen y celebren la ayuda a los pue- blos que benefician. Los hijos e hijas de Pariacaca, los que crean y viven bajo el auspicio de los relatos del Manuscrito, no han hecho del sufrimiento la marca más profunda de su existencia. Para ellos la alegría es un deber, pues a través de ella se expresa la gratitud hacia las huacas que los protegen. La  fertilidad debe celebrarse pues resulta del esfuerzo de hombres y mujeres, y de la benevolencia de las huacas. La ausencia de celebración y alegría sería una ingratitud, un pésimo augurio para el futuro. Vivir plenamente la impulsividad hasta el frenesí que anula la con- ciencia, todo ello en rituales festivos bien establecidos, es la condición de la fertilidad, así como su lógica consecuencia. Dejarse llevar por la alegría tiene como fundamento la música y el baile. Y, probablemente, la con- secuencia es la sexualidad que representa para los hombres y las mujeres lo que la fertilidad significa para la tierra: el (re)nacimiento de la vida. Las hijas e hijos de Pariacaca, que son los sujetos que enuncian los relatos del Manuscrito, viven dentro del mundo. Situación muy diferente a la del hombre de la tradición bíblica. Dice Lévinas que «el hombre es una interrupción del ser por la bondad». La primera parte de la frase es acertadísima dentro de la concepción bíblica en la que Dios dona la naturaleza a la humanidad. «Todo lo que se mueve y vive, os será para mantenimiento: así como las legumbres y plantas verdes, os lo he dado todo». La humanidad está pues llamada a apro- piarse y redefinir «todo lo que vive» en su propio provecho. Los hijos de Pariacaca, en cambio, no están enfrentados a la naturaleza, no tratan de «conquistarla». Forman parte de ella. La naturaleza no es objetivada como un dominio diferente a lo humano. Lo que existe está permeado de sacralidad. Las huacas están por todas partes. Los hombres y mujeres engalanan a las huacas y les rinden culto, así ganan su apoyo para que las cosechas sean abundantes. 255 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero Cada localidad tiene sus propias huacas. Y su poderío es proporcio- nal a la fuerza de las colectividades que les rinden culto. Pariacaca es una montaña, pero también una divinidad reconocida por los pueblos de una amplia comarca. Este reconocimiento proviene de su triunfo sobre Huallallo Carhuincho, otra montaña y divinidad que fue derrotada por Pariacaca. Este triunfo es el origen de un tiempo nuevo. La época de Huallallo fue muy dura, pues esta huaca era cruel y exigía que le dieran como alimento la mitad de los niños y niñas. Y la gente estaba llena de pesadumbre por tener que entregar a sus criaturas. Entonces, uno de los relatos fundadores narra la manera en que Pariacaca se hace presente en el mundo. Promete vencer a Huallallo y anular el impío tributo. Se desata entonces un combate cósmico entre las huacas. Pariacaca con- trola el agua de las lluvias mientras que Huallallo hace lo propio con el fuego. Entonces, pese al fuego gigantesco en que arde Huallallo, la lluvia de Pariacaca lo neutraliza, de manera que a aquel no le queda más que huir. Surge entonces, bajo la protección de Pariacaca, un nuevo orden social, una sociedad más feliz, menos acongojada. La gente le sacrifica con gusto, animales, llamas y cuyes, y también coca y chicha. Las fiestas a las divinidades andinas suelen durar cinco días. El sacri- ficio, que es la manifestación del culto a las huacas, es una muestra de agradecimiento que autoriza la alegría y la fiesta, una explosión jubilosa en la que la música y el baile ciegan la mirada de la conciencia y esti- mulan la desinhibición que posibilita recuperar la libertad del cuerpo y la entrega a la sexualidad. En la fiesta consagrada a la huaca Chuquisuso, la gente limpia las acequias. El trabajo se desarrolla con alegría pues su horizonte es la fiesta. «Siguen festejando la limpieza de las acequias porque les vence el deseo de cantar y beber con los demás, hasta embriagarse. “He limpiado la ace- quia, solo por eso voy a beber, voy a cantar”» (Arguedas, 2009, p. 47). El trabajo es la primera parte de la fiesta. No es entonces un castigo o una realidad inevitable. En la fiesta se agradece a la huaca en un ritual en el que lo sagrado y lo profano son dos caras de la misma moneda. 256 Ecos de Huarochirí Otra fiesta, muy grande, es la dedicada a Chaupiñanca, la huaca asociada con la fertilidad de la tierra. Alrededor de junio la celebraban los huacasas cantando y bailando durante cinco días: Llevaban colgadas del cuerpo sus bolsas de coca. Los demás hombres, aquellos que tenían llamas, llevaban pumas y bailaban y cantaban, los que no tenían llamas lo hacían así no más solos. Quienes llevaban pumas decían: «Ahora él [¿la tierra?] madura». Ese canto se llamaba huancay cocha. Otros cantos llamados ayño también cantaban y bailaban, y el canto llamado casayaco. Cuando cantaban y bailaban el casayaco, Chaupiñanca se alegraba especial- mente, porque para danzarlo se quitaban los vestidos y se cubrían solo con parte de los trajes; lo vergonzoso de cada hombre [el sexo] lo cubrían con un paño corto de algodón, Cantando y bailando [el  casayaco] decían: «Chaupiñanca se regocija mucho viendo la parte vergonzosa de cada uno de nosotros». Y cuando cantaban y bailaban esa danza, comenzaba la maduración del mundo. Todas esas cosas hacían en esa pascua [de Chaupiñanca] (2009, p. 67)8. Lo notable en esta descripción etnográfica es la complicidad entre la gente y la huaca. El frenesí de los bailarines y el júbilo de Chaupiñanca. El sexo, la fertilidad y la alegría se potencian mutuamente. No todo es felicidad en la cosmovisión andina. Para empezar, en el Manuscrito queda claro que no hay un concepto de género humano 8 Taylor traduce el texto de la siguiente manera: «Sabemos que, en su pascua, los que llamamos huacasas preparaban bolsas de coca y ejecutaban bailes rituales que duraban cinco días. Algunos hombres, propietarios de llamas, bailaban llevando pieles de puma; los que no poseían llamas, bailaban sin esas pieles. Entonces, se decía de los que lleva- ban las pieles de puma: “Ellos son prósperos”. Este baile se llamaba el Huamaycocha. Ejecutaban otro baile llamado Ayño. Y bailaban otro llamado Casayaco. Se dice que, cuando bailaban el Casayaco, Chaupiñamca se regocijaba mucho porque lo bailaban desnudos. Solían bailar, colocándose solo una parte de sus ornamentos y cubriendo sus vergüenzas con taparrabos compuestos de un paño de algodón. y, es cierto que, como bailaban desnudos, creían que Chaupiñamca, al ver sus vergüenzas, se regocijaba mucho. Según cuentan, la época en que bailaban el Casayaco era de gran fertilidad. Estas son las ceremonias que realizaban durante su pascua» (2008, pp. 61, 63). 257 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero que pueda fundar la expectativa de una igualdad entre toda la gente. Cada pueblo tiene un origen y una historia particular. En varios casos los antepasados nacen de lagunas o pacarinas, o también, de cuevas. En otros casos surgen de los árboles. No hay pues la idea de una huma- nidad que desciende de una pareja primordial. Este es un aspecto en el cual la potencia de la tradición bíblica es evidente. Los pueblos indígenas encontraron muy seductora la propuesta evangélica de una humanidad común, de una igualdad entre todos los seres humanos. Esta concepción universalista era extraña al mundo andino, que tendía hacia el localismo y la fragmentación, o a la confederación, imperial y jerarquizada, pero también inestable y violenta, como ocurría en las guerras por la sucesión9. Aunque no se mencionan explícitamente, el Manuscrito sugiere la presencia de conflictos y guerras entre los pueblos andinos. El agua y la tierra eran bienes muy cotizados. No obstante, las luchas entre comu- nidades son narradas como batallas entre huacas. Gana la más poderosa y, junto con ella, el pueblo que la venera, que la ha hecho suya. Pero el conflicto puede resolverse pacíficamente mediante alianzas matri- moniales que hacen posible, por ejemplo, que el agua, siempre escasa, sea compartida entre colectividades vecinas. El destino de los pueblos 9 El ejemplo clásico es la cruenta lucha entre Huáscar y Atahualpa. Y la venganza que en nombre de Atahualpa realizan sus generales victoriosos en la ciudad del Cusco. Este es el tema del capítulo XIX de la crónica de Juan de Betanzos, Suma y narración de los incas: «Y, siendo ya esto hecho, mandó que las mujeres del Guascar fuesen apartadas y, ya que apartadas fueron, mandó que a las que preñadas estuviesen, ansí vivas como estaban, les fuesen sacados de los vientres los hijos que dentro tenían; y luego fue hecho. E así, [a] algunas de ellas que tenían otros hijos de Guascar, mandó que los abriesen como las que vivas estaban, y que todas las demás hijas de Guayna Cava fuesen colgadas de aquellos palos e de los mas altos de ellos, y que los hijos sacados de los vientres fuesen colgados de las manos y brazos y pies de sus madres, que ya eran colgadas de los palos. Y a los demás señores y señoras que ansí eran presos, fuesen primero que los matase en el monte atormentados, al cual tormento ellos llaman chacnac, y despues de ansí atormentados, fuesen muertos, haciéndoles hacer la cabeza pedazos con unas hachas que ellos llaman chambi, con las cuales pelean y entran en guerra» (2004, p. 298). 258 Ecos de Huarochirí vencidos no genera preocupación entre «los hijos de Pariacaca». Sus tierras serán ocupadas y aquellos tendrán que mudarse a territorios ¿menos? pobres y lejanos. Las huacas más cercanas tienen un arraigo local. Son veneradas por colectividades con las que los pobladores tienen un pacto que significa la provisión de buenas cosechas a cambio de generosas ofrendas. Esta alianza es conveniente para ambas partes. 9 Sabemos que el Manuscrito fue escrito por un relator indio o mestizo a instancias del padre Francisco de Ávila. Ha habido diversas especulacio- nes sobre el autor del Manuscrito, pero más importante que conocer su nombre es inferir su lugar de enunciación, las coordenadas sociales que explican los deseos que dan forma a sus narraciones. La manera en que da cuenta de los relatos y ritos de los hijos de Pariacaca. Y es evidente que este relator no es un sujeto íntegro y coherente. Está dividido entre vectores muy difíciles de reconciliar. De un lado, aspira a preservar las tradiciones de su pueblo, está orgulloso de ellas y hasta se puede sentir en el texto cierta simpatía por los cultos indígenas. No obstante, de otro lado, son muy prominentes las protestas de fe cristiana y la reite- rada desaprobación a las prácticas idólatras de los «hijos de Pariacaca». Entonces, no llegamos a saber lo que el escritor quiere. Podemos presu- mir que es un hombre que tiene un pie en cada uno de estos mundos. Una situación aparentemente insostenible pero que, paradójicamente, es muy representativa del universo indígena, que participa en sistemas de creencias y ritos que desde Occidente se definen como antagónicos. Pero no desde ese mundo indígena. Esta situación produce la ira y desesperación del padre Ávila, que no puede comprender la profundidad de la raigambre de la que se nutren los cultos indígenas. Ávila piensa que no basta con hacer par- ticipar a los indígenas de los ritos católicos, menos que aprendan de 259 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero memoria oraciones y creencias. Su idea es tratar de conocer a fondo el universo mítico andino, pues solo desde un saber minucioso sería posi- ble erradicar la idolatría. Y aunque finalmente fracase, como él mismo lo reconoce, se puede decir que su intento estuvo muy bien pensado. Su estrategia es visible en su Tratado de los evangelios… (Ávila, 1648)10, que es un resumen de los evangelios. O, en realidad, un «sermonario», pues cada resumen de un episodio de alguno de los evangelios va seguido de una extensa explicación sobre su significado. Se  configura así un conjunto de sermones que es no solo una exposición sistemática de la doctrina cristiana, sino al mismo tiempo una suerte de manual de lucha contra las creencias y los ritos indígenas. Ávila construye una estrategia dirigida a generar incertidumbre entre sus oyentes. Pretende fomentar, a la vez, el miedo y la esperanza. Miedo al castigo de Dios, al infierno; y esperanza en la salvación, en la gloria que aguarda a quienes persisten en la obediencia a Dios pese a las asechanzas del demonio. Ávila es un personaje muy discutible. Explotó a los indios con muy poca piedad y acumuló una fortuna nada desdeñable. No obstante, estaba poseído de un intenso celo evangelizador. Además, siendo mestizo y hablando quechua, conocía la vitalidad del mundo religioso indígena que era una realidad que la Iglesia no deseaba ver y que los indios ocultaban tras un semblante de correctos cristianos, o que protegían mediante sobornos para que las autoridades españolas se hicieran de la vista gorda. Entonces tenemos en este personaje dos facetas que son difíciles de reconciliar: el explotador sin corazón y el predicador exaltado. Difíciles porque en sus sermones alaba la caridad y la justicia que en sus comportamientos niega con una actitud depredadora que lo lleva al robo de la propiedad de los indios y a la inmisericorde explotación de su fuerza de trabajo. 10 El título completo del texto es: Tratado de los evangelios, que nuestra madre la iglesia propone en todo el año desde la primera dominica de adviento hasta la última misa de difuntos, santos de España y añadidos en el último rezado. Explicase el evangelio, y se pone un sermón en cada uno de las lenguas castellana y general de los indios deste reino del Perú, y en ellos, donde da lugar la materia, se refutan los errores de la gentilidad de dichos indios. 260 Ecos de Huarochirí Desde un lenguaje moral podríamos hablar de un cinismo empecinado. Desde una perspectiva psicológica tendríamos que calificarlo como un sujeto fragmentado, esquizoide; sometido al imperio de deseos exclu- yentes y contradictorios entre sí como son el dinero y la gloria, de un lado, y, del otro, la santidad en la entrega a su misión evangelizadora. Pero esta escisión en la subjetividad de Ávila resulta un síntoma social, pues el mundo colonial no encontró una manera de armonizar los idea- les evangélicos en los que fundamentaba su legitimidad con el goce que le procuraba el abuso y la explotación de un mundo que no lograba defenderse de una manera eficaz. Podemos imaginar a Ávila como una subjetividad muy disociada, una suerte de «santo ladrón». Alguien que tiene que haber estado asediado por un intenso sentimiento de culpa. Para Francisco de Ávila, la idolatría está enraizada en las fiestas y las borracheras. Allí reside la «ganancia del demonio», pues en esas circuns- tancias su influjo es irresistible. Escribe Ávila: Entonces el demonio por aquella presteza de sentir (que habemos dicho) penetrando los cuerpos así entorpecidos y mezclándose por ciertas visiones imaginarias en sus pensamientos, o ya estando des- piertos o dormidos los puede persuadir y persuade sus perversos intentos por modos admirables, e invisibles, y como los Indios son tan inclinados a este vicio de la embriaguez, y se dejan de ven- cer dél con tanta facilidad y frecuencia (como es notorio) tienen más ocasiones y son menos costosas sus diligencias para inducir- los eficazmente a la Idolatría heredada de sus padres, y excitada, y persuadida de sus viejos, y hechiceros, y a otros pecados a que la misma embriaguez inclina como son fornicaciones, adulterios, incestos, y otras más execrables torpezas y abominaciones. Para cuyo remedio y el de evitar tan aceleradas y arrebatadas muertes como este vicio les acarrea y otros daños lamentables que con él se experimentan, está prohibido vender vino por diversas ordenanzas […] (1648, p. 16). 261 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero Los indios, según considera Ávila, son llevados a ingerir alcohol por la «presteza de sentir», o lo que también podríamos llamar «ganas de gozar». Una vez embriagados son presa fácil del demonio. Entonces el culto a las huacas, y el consiguiente despliegue festivo, significa abrir la puerta a los «pecados a que la misma embriaguez inclina como son fornicaciones, adulterios, incestos, y otras más execrables torpezas y abominaciones». Es muy interesante constatar que para Ávila lo más censurable no es tanto el rendir culto a los ídolos sino las «torpezas y abominaciones» que se cometen bajo el influjo del demonio. Y  es también muy notable que esas «torpezas» se refieran a prácticas sexuales que se consideran como la esencia de la transgresión al orden moral establecido por Dios. En la secuencia «fornicaciones, adulterios, inces- tos» hay implícita una gradiente de va de lo malo a lo peor. ¿Y cuáles serán esas «otras más execrables torpezas y abominaciones» que el autor guiado por una suerte de afán pudoroso ya no se atreve a mencionar? Aunque toda respuesta sea conjetural, es muy probable que Ávila se esté refiriendo a la homosexualidad, al «pecado nefando» contra la natura- leza y el orden de Dios. Para Ávila, la embriaguez y la persuasión demoniaca —que libera la «presteza de sentir», e impulsa hacia el exceso— configuran la dinámica que debe ser quebrada a fin de producir verdaderos cristianos. Se trata de evitar a los indios los tormentos del infierno y de llevarlos, bajo la conducción de la Iglesia, a la salvación y la gloria eterna. No obstante, como ya se ha dicho, Ávila considera que este loable propósito es prác- ticamente imposible por lo dados que están los indios a las borracheras licenciosas, amparadas en el culto a sus huacas. En realidad, Ávila lucha por una reforma de las costumbres y de la economía libidinal de los pueblos indígenas. En vez de buscar el goce «en la carne», especialmente la sexualidad, los indios deberían buscar ese goce en la espera paciente de la gloria que es la recompensa eterna a la disciplina y el autocontrol. Pero lograr que el mundo indígena 262 Ecos de Huarochirí intercambiara su goce sensual e inmediato por un goce imaginario que proviene de la anticipación del cielo era una empresa suma- mente difícil. Entonces la estrategia de Ávila será conmover a su auditorio com- parando los tormentos del infierno con la satisfacción total del cielo. Van a la casa del demonio de fuego sus almas, y allí se están abra- zando, allí padecen, allí lloran. Allí están tristes sin fin. Y después el día final cuando Jesucristo venga a tomar cuenta, volverán las almas a salir, tomarán sus cuerpos, y resucitarán en cuerpo y alma, para volver otra vez al infierno y padecer ambos. Ah hermanos míos, y hermanas mías, eso que os digo no es cosa de burla. Oíd más: así como esos malos que fueron ricos y vivieron conten- tos han de padecer con almas y cuerpos; así también los buenos, los justos que cumplen los Mandamientos de Dios, y mueren en su gracia, aunque aquí hayan sido pobres, sin hacienda, sin qué vestirse, sin comer, ni tener qué entrar en la boca, aborrecidos y desechados de otros. Estos en muriendo han de ir a la bienaventu- ranza de Dios, sus almas a ser ricos, hermosos, y a conseguir todo género de contentos. Y en el último día cuando Dios tome cuenta, han de bajar estas almas para juntarse con sus cuerpos y resucitar y así juntos han de volver al cielo, para vivir allí en la preferencia de Dios eternamente (1648, p. 97). No obstante, la descripción del sufrimiento en el infierno es mucho más vívida y lograda que la reconstrucción de los goces del cielo: Jesús señor nuestro volviendo su rostro hacia los que están a la mano izquierda con semblante airado les dirá: Gente mala digna de todo mi castigo y rigor (ello quiere decir maldecido) id al fuego eterno que está aparejado para el Príncipe de los demonios y para los demás que le siguieron. ¿Y  a ese fuego por qué vas? Porque cuando tenía hambre no me socorriste con la comida, ni con la bebida cuando tenía sed (1648, p. 126). 263 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero En el fragmento anterior la salvación se asocia primordialmente a la caridad, a compartir con el prójimo desvalido. Pero antes la asociación es con el autocontrol y el inhibirse de las «torpezas y abominaciones» típicas de las fiestas y sus excesos. Apuntemos, aunque sea de paso, que la concordancia entre ambas formas de salvación no está bien estable- cida, pues la caridad no depende tanto del autocontrol, ya que puede fundamentarse en el deseo de compartir el goce, como suele ocurrir en las fiestas andinas. Más en la expansión de la alegría que en la renun- cia virtuosa. Ávila emplea otra forma de ganarse la buena voluntad de los indí- genas. Constantemente remarca que todos los hombres —blancos, indios, negros— descendemos de Adán y Eva, la pareja primordial creada por Dios, a su imagen y semejanza. En el mismo sentido rei- tera, una y otra vez, que Dios no tiene favoritos y que, a la hora de aplicar su justicia, todos recibirán lo que estrictamente merecen. Los blancos no son superiores a los ojos de Dios. Los favorecidos por Dios serán los que han tenido corazón para los pobres, sin importar su color o riqueza. En  su arsenal de armas de persuasión otro recurso importante es la manera en que Ávila se vale de los evangelios para proponer una fiesta alternativa a las indígenas. El primer milagro que realizó Jesús, recuerda Ávila, fue la transformación del agua en vino en las bodas que se celebraban en Canán. De ninguna manera quería Jesús que la gente se embriagara. La abundancia no tiene que llevar al desenfreno. Aunque Dios nos dé mucho maíz, trigo y vino y varias otras cosas, no es para comer demasiado sino solo para vivir con ello, y con lo que sobrase acudir a los pobres, y por eso en el Evangelio de hoy convirtió el agua de esos cántaros grandes en vino, para lo que sobrase quedase en manos de los novios, para dar a sus amigos y a los pobres. Porque Dios no nos da cosas por medida porque ni es pobre ni es escaso como nosotros (1648, p. 212). 264 Ecos de Huarochirí Entonces, al exceso de las festividades indígenas, Ávila opone la moderación de las celebraciones cristianas. Más todavía: la idea es que la fiesta debe ser ante todo un momento de glorificar a Dios, un tiempo de recogimiento en el que se estrecha la relación entre el hombre y lo divino. Así como aquellos ofrecieron a Cristo rey nuestro, oro, incienso y mirra, así vosotros ofreced, en lugar de oro, vuestro corazón por ser Dios poderoso, y en lugar de incienso vuestras oraciones, adorando y creyendo en él, y en lugar de mirra le ofreced verdadero arrepen- timiento por lo que hasta aquí habéis cometido, con propósito de la enmienda porque de esta manera se gana el cielo y no hay otro camino (1648, p. 200). El regocijo que mueve la fiesta no es la satisfacción de los sentidos sino el goce de sentirse más cerca de Dios. El triunfo sobre lo impulsivo y lo demoniaco. ¿Nuestra carne no es terrible enemigo nuestro? Sí, veamos cómo lo es. ¿De esta manera para dar un poco de gozo a tu carne cuántas veces te has embriagado? Responde ¿y tú hombre, y mujer, cuán- tas veces has pecado solo por dar un momento de contento a tu cuerpo? […] Ves ahí cómo tu enemigo es tu carne (1648, p. 353). Pero esta compleja estrategia tiene sus limitaciones. Ávila sabe que puede muy poco contra los cultos y las fiestas indígenas. Yo propio no saqué más de treinta mil ídolos por mis manos hará treinta años, de los pueblos del corregimiento de Huarochirí, Yauyos, Xauxa, y Chaupihuarancas, y otros pueblos y quemé más de tres mil cuerpos de difuntos que adoraban. Esto es muy público en este reino y hoy pienso que todos han vuelto a lo mismo (1648, p. 326). Desde la misma introducción a su sermonario Ávila reconoce la difi- cultad de la evangelización. Los indígenas participan de las ceremonias cristianas para acto seguido entregarse a sus idolatrías. 265 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero Llevado por el cacique Cristóbal de Choquecaxa, Ávila decide pre- dicar en plena fiesta de Chaupiñanca, con evidente riesgo de su vida. Llegó el día de la fiesta y díjose la misa con mucha solemnidad y prediqué yo en un grandísimo concurso. Y cuando me pareció dije: ahora ya hemos tratado de nuestra señora; digamos algo de vuestra fiesta y de Pariacaca. Mirad el demonio, aunque es vuestro amigo al parecer, no es sino vuestro mayor enemigo, pues os engaña y pro- cura vuestra condenación persuadiéndolos a esta fiesta mayor cada cinco años, y hoy es el quinto de la antecedente. Ya sé que estáis aquí de toda la comarca, y que ha de durar esta fiesta cinco días, y dije otras cosas en orden a esto. Y luego en la tarde entendí del que me dio el soplo, el grande sentimiento de todos. Pero sin embargo se celebró con mucha ostentación de galas, mantas de cumbe, y plumería, dones y presentes unos a otros y al quinto día trajeron de presente al cura, que era el bachiller Bartolomé Barriga, al corregi- dor y a otros beneficiados que habíamos concurrido a cada uno su presente, de costales de maíz, papa, quinua, carneros de castilla, y aves pero a mí con ser el vicario, y haber sido el predicador no me le hicieron de cosa alguna por el odio, que entonces me tomaron (1648, p. 60). El  testimonio de Ávila es muy revelador, pues pone en evidencia cómo las autoridades españolas conocían los cultos indígenas que se ocultaban tras las fiestas cristianas, pero cómo se quedaban calladas, acaso sobre todo por los regalos o sobornos que habrían de recibir al final de la gran fiesta. La celebración no pierde su brillo pese al sermón de Ávila. Los indígenas lo escuchan, pero no le hacen caso. Muchas cosas han cambiado desde los tiempos de Ávila. Pero la fiesta indígena sigue teniendo esa vitalidad sin culpa, ese desenfreno que no excluye, sino supone, el compartir con los demás la comida y la bebida. Es un momento de encuentro entre lo sagrado y lo profano. Todos reciben lo suyo: las huacas sus ofrendas y los hombres la posibi- lidad de abrirse al goce, con la intensidad y el peligro que ello conlleva. 266 Ecos de Huarochirí No  obstante, aún tiene vigencia también el estereotipo colonial que ve en la fiesta indígena la causa de la abyección del indio. Una inmo- ralidad, un desperdicio de recursos, una causa del «embrutecimiento» colectivo del pueblo indígena. Pero lo que la fiesta pone en evidencia es la vitalidad de una economía libidinal sobre la que se funda un com- plejo mítico y ritual que se niega a desaparecer aunque pueda ser muy dinámico en sus transformaciones sucesivas. Podemos ahora volver sobre el «cinismo» de Ávila. El mundo colo- nial se legitimó sobre la base de un engaño: el postulado de que la evangelización era la tarea que justificaba la dominación sobre los indí- genas. Engaño porque era un supuesto en el que nadie terminaba de creer. Si bien es cierto que los pueblos indígenas no fueron enteramente refractarios a la evangelización, también es verdad que se aferraron a sus modos tradicionales de goce. Resistieron la satanización y optaron por esconder sus ritos y sobornar a los españoles para poder continuar celebrándolos. Y  de otro lado, siendo el esfuerzo evangelizador una realidad, la Iglesia concedió cada vez más espacio a las creencias y los ritos indígenas. 10 Freud decía que la autoconciencia, y el apego a la ley, reprimen nues- tra espontaneidad y capacidad de goce, pero que aseguran, en cambio, sobre la base de la renuncia a lo impulsivo, un orden social más estable y seguro, menos conflictivo que el provisto por las sociedades que no fomentan la vigilancia interior. Añade, sin embargo, que el incremento del autocontrol significa que la agresividad se dirige hacia adentro del mundo subjetivo, de manera que en el hombre occidental hay una ten- dencia a una autoagresión excesiva. Es decir, a la culpa, que es el castigo interiorizado que tratamos de evitar y para lo que renunciamos —sumi- samente— a nuestra impulsividad. Y no es fácil que esta autoagresión sea tramitada de una forma constructiva. La energía que no se puede 267 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero liberar en el mundo, porque la ley lo prohíbe, tendría que ser sublimada, dirigida hacia las satisfacciones que brindan las metas culturales, creati- vas y tranquilizadoras. Este es el análisis de Malestar en la cultura, texto clave en la producción de Freud y que data de 1930 (1981a). Es  probable que una de las referencias fundamentales de Freud fuera el Génesis, leído en una época en la cual, con la gran depresión y el ascenso del fascismo, ya se puede presentir la eclosión de violen- cia más grande en la historia humana, la impulsada por el fascismo y el estalinismo. En  los albores de la modernidad, durante el siglo XV, en Europa tiene vigencia una economía libidinal que no refrena tanto la impulsi- vidad. El frenesí y el exceso pueden ser vividos legítimamente en ciertos periodos del año, en las fiestas, señaladamente durante los carnavales. Paralelamente, la «inoperosidad», la posibilidad de no hacer, la legiti- midad del ocio, significa que la subjetividad no está aún definida como una agencia compulsiva. Existe aún «el poder no hacer» (Agamben, 2007, p. 63). Una clase de inactividad que no debe confundirse con la impotencia, pues en su base se encuentra una elección. Se trata de una resistencia al impulso productivista que brota de la culpabilización y de la definición del trabajo, y de la actividad, como espacio de salvación, libre de pecado y culpa. Esta cultura, pese a la represión, se mantiene vigente en el mundo popular durante mucho tiempo. Pero el nuevo régimen basado en «vigilar y castigar»11, en una racionalización productivista de la subjetividad indi- vidual y colectiva, produce una disciplina lacerante sobre un número cada vez mayor de personas, sobre todo entre aquellos que no acceden a salidas creativas que les permitan sublimar su angustia y descontento a través de la creatividad. Disciplina que se complementa con diversas 11 La misma idea está en muchos autores: Foucault, Elias, Burke y desde luego Freud. Sus antecedentes pueden remontarse al romanticismo y a la idea de una naturaleza corrompida, depredada por el progreso. 268 Ecos de Huarochirí formas de embriaguez, con adicciones anestesiantes12. La producción de individuos culpabilizados y obedientes es una solución que deja como saldo una capacidad científica y económica sin precedentes en la historia de la humanidad, pero asimismo individuos saturados de una agresivi- dad con la que no saben lidiar y que se convierte en culpa y autoflagelo. Freud piensa haber identificado un impasse central en el desarrollo de la cultura: la culpa, que sería el sentimiento civilizador por excelen- cia, supone el despliegue de la agresividad contra uno mismo. Es decir, la renuncia a la impulsividad efectuada por el miedo al castigo significa que esa impulsividad solo puede dirigirse contra uno mismo. E implica, también, que la conciencia moral se robustece en tanto dispone de toda la energía que la gente no ha podido volcar sobre el mundo. Entonces las sociedades más civilizadas son aquellas que producen individuos flagelados, descontentos, incapaces de gozar. Depresivos, ajenos a sus deseos. El impasse reside en que, de otro lado, no parece ser una mejor opción el dejar que la gente viva sin freno su impulsividad, pues enton- ces lo que resulta son sociedades violentas y empobrecidas. En todo caso, Freud, siguiendo la tradición del Génesis, considera que la ley y la conciencia son dispositivos claves para ordenar una sub- jetividad humana sobre la que pueda fundamentarse un orden social equilibrado. Finalmente, la ley es el «no» paterno, la autoridad del padre que, interiorizada, convierte al niño en un sujeto «autorregulado», pues ya sabe lo que está bien y lo que está mal. Lo que debe, y no debe, hacer. Entonces el dilema que enfrenta la humanidad es, o bien el camino de la represión, la culpa y el trabajo, que lleva al orden y al progreso pero también al aburrimiento, la depresión y, finalmente, a la eclosión volcánica de la violencia reprimida; a las grandes guerras que, paradó- jicamente, destruyen lo que vivifican. O bien, el camino de liberar, o tolerar, el desarrollo de la impulsividad, produciendo subjetividades sin culpa, desenfrenadas, dando lugar, por tanto, a sociedades conflictivas 12 Dice Adam Philips: «Everybody is dealing with how much of their own aliveness they can bear and how much they need to anesthetize themselves» (Popova, s.f.). 269 Culpa y alegría en las tradiciones bíblica y andina / Gonzalo Portocarrero y pobres, en las que la prevalencia del goce inmediato se paga con la inseguridad y el enfrentamiento permanente entre individuos. Freud lo plantea en los siguientes términos: [Si reconocemos que] la cultura impone tan pesados sacrificios, no solo a la sexualidad, sino también a las tendencias agresivas, compren- deremos mejor por qué al hombre le resulta ta