Los rostros de la tierra encantada: religión, evangelización y sincretismo en el Nuevo Mundo. Homenaje a Manuel Marzal, S.J. José Sánchez Paredes, Marco Curatola Petrocchi, editores © José Sánchez Paredes, Marco Curatola Petrocchi, editores De esta edición: © Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2013 Av. Universitaria 1801, Lima 32 - Perú Teléfono: (51 1) 626-2650 Fax: (51 1) 626-2913 feditor@pucp.edu.pe www.pucp.edu.pe/publicaciones © Instituto Francés de Estudios Andinos, UMIFRE 17, CNRS-MAE Av. Arequipa 4500, Lima 18, Perú Teléfono: (51 1) 447-6070 Fax: (51 1) 445-7650 postmaster@ifea.org.pe www.ifeanet.org Este volumen corresponde al tomo 304 de la Colección «Travaux de l'Institut Français d'Études Andines» (ISSN 0768-424X) Cuidado de la edición, diseño de cubierta y diagramación de interiores: Fondo Editorial PUCP Primera edición, junio de 2013 Tiraje: 600 ejemplares Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores ISBN: 978-612-4146-35-0 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2013-06874 Registro de Proyecto Editorial: 31501361300246 Impreso en Tarea Asociación Gráfica Educativa Pasaje María Auxiliadora 156, Lima 5, Perú LAS MISIONES JESUÍTICAS: ¿UTOPÍAS POSIBLES O ENCLAVES PATERNALISTAS? Jeffrey Klaiber, S.J. Pontificia Universidad Católica del Perú La frase «utopía posible» fue acuñada por el padre Manuel Marzal, S.J., con el fin de contrarrestar la tendencia a usar la palabra «utopía» para referirse a las misiones o reducciones jesuitas, sobre todo las del Paraguay (Marzal, 1992). La palabra «utopía» no es adecuada porque los misioneros no se inspiraron en ningún modelo utópico, como hiciera Vasco de Quiroga en la Nueva España; sino, más bien, en varios modelos existentes, incluso el de un pueblo europeo bien planificado o bien el de una comunidad indígena reorganizada según criterios cristianos. La tendencia a idealizar las misiones se remonta al siglo XVIII, cuando Voltaire y otros pensadores vieron en ellas un posible modelo para la construcción de una nueva Europa libre, igualitaria y fraterna. El autor inglés Cunninghame Graham perpetuó esta imagen cuando escribió en su obra Vanished Arcadia que: «Los jesuitas no gobernaban las misiones como si fueran administradores de empresas, sino más bien, como los gobernantes de alguna utopía: aquellos soñadores que creen que es preferible ser feliz que rico» (1901, p. 204). Pero frente a esta corriente ha surgido una nueva tendencia que cuestiona a fondo esta imagen idílica de las misiones. Surge de un interés en resaltar no tanto la perspectiva de los misioneros; sino, sobre todo, la de los indios que vivían en ellas. En sí, esta intención es laudable. Pero, como veremos enseguida, viene acompañada de algunas premisas ideológicas que ponen en tela de juicio toda la empresa misionera. Esta nueva corriente se inspira en el movimiento a favor de los derechos indígenas y, en el caso de los autores norteamericanos, el movimiento a favor de las minorías étnicas, ya sean negros, hispanos o indios. Con frecuencia, esta corriente (también conocida por la frase en inglés politically correct) llega al extremo de denigrar la cultura occidental o de ponerla al mismo nivel que las cul- turas nativas de América. Fuertemente influenciados por el movimiento de Martin Luther King, el movimiento feminista y los distintos movimientos pro-indígenas de América del Norte y del Sur, los autores de esta línea consideran a las misiones Las misiones jesuíticas: ¿utopías posibles o enclaves paternalistas? 298 —en el peor de los casos— como una especie de prisión y, en el mejor, como enclaves paternalistas que privaban a los indios de su libertad y los convertían en «perpetuos menores de edad» (Parry, 1966, p. 171). Pero en lo que viene a ser un debate continuo, ya han aparecido otros estudios que a su vez cuestionan las conclusiones de esta última tendencia. Estos nuevos estudios afirman que había bastante libertad al menos en ciertas misiones jesuitas y que los indios lograron llevar adelante el proyecto misional cuando los misioneros fueron expulsados. Quiere decir, entonces, que no existía el paternalismo señalado en la crítica de los primeros autores. Podemos organizar este aporte siguiendo las tres etapas de este debate: (1) la etapa que se inicia con Herbert Bolton y otros, que estudiaron las misiones desde el punto de vista de los misioneros; (2) la etapa de los «anti-boltonianos», que pretenden resaltar la visión de los indios (los «vencidos») y que cuestionan la imagen presentada por Bolton y sus seguidores; y (3) la etapa más reciente carac- terizada por investigaciones que también parten de la realidad de los indios, pero que cuestionan muchas generalizaciones de la segunda tendencia. La escuela boltoniana Eugene Herbert Bolton (1870-1963), profesor durante años de la Universidad de California en Berkeley, dio origen a una subdivisión de estudios que se ubica entre la historia de Estados Unidos y la de América Latina; es decir, la frontera entre estos dos mundos (Bolton, 1917). Sobre todo, Bolton y sus seguidores se ocuparon de las misiones y especialmente de la figura de Eusebio Kino, el célebre misionero jesuita del Tirol, que trabajó en el norte de México y en el actual estado de Arizona (Bolton, 1936). Las obras de Bolton coincidieron con un nuevo interés por la frontera, un tema central en la historiografía norteamericana. Sus seguidores, especialmente los dos jesuitas, John Francis Bannon y Peter Dunne, profundizaron en el tema con sus propios aportes (Bannon, 1955; Dunne, 1940). Lo que tenían en común era su admiración por la labor misional de España y eso fue en una época cuando la «leyenda negra» todavía ejercía notable influencia en la cultura anglosajona. La crítica moderna acusa a la escuela boltoniana de solo poner de relieve a los misioneros, relegando a los indios a un segundo plano. Además, los boltonianos no cuestionaron el uso de métodos violentos o de castigos corporales en las misiones. Para Bolton, la misión introducía la civilización y la herencia occidental en la frontera, educaba a los indios y les daba un nivel más alto de prosperidad. Además, ella defendía a los indios cristianos de los indios «infieles» y de otros enemigos. Jeffrey Klaiber, S.J. 299 La reacción anti-boltoniana Podemos tomar como ejemplo de esta reacción la obra editada por Erick Langer y Robert Jackson: The New Latin American Mission History (1995). Los autores critican a las historias de las misiones escritas por Bolton y sus seguidores por su poco sentido crítico frente a los misioneros y por su pobre concepto del indio. Según los autores de esta tendencia revisionista, los indios se refugiaron en las misiones no por amor al cristianismo ni por el estilo de vida en las misiones, sino porque las alternativas en el mundo fuera de ellas eran peores. La misión era un refugio donde escapar a las guerras, el hambre y la esclavitud. Pero ella distaba mucho de ser una «utopía»: era más bien una comunidad campesina cerrada al mundo, que funcionaba bajo un régimen estricto que regulaba cada movimiento y cada acción. A veces los misioneros se quejaban de la pereza de los indios. Pero esa «pereza» fue, en realidad, una respuesta de los débiles frente a la rigidez del sistema misional. Con respecto a las misiones jesuíticas, el autor Thomas Whigham reconoce las buenas intenciones de los misioneros, pero también los critica por su paternalismo, que finalmente no preparó a los indios para vivir fuera de las misiones o para relacionarse adecuadamente con el mundo real. Dijo así: Se debe reconocer que los jesuitas se mantuvieron fieles a sus ideales. Su abnegación y su devoción a los indios, más sus logros técnicos, arquitectónicos y musicales, amén de sus aportes a la medicina y la botánica, les han merecido bastantes enco- mios. Sin embargo y a fin de cuentas, el sistema jesuítico les falló a los indios. Al desempeñar el papel de intermediarios culturales entre el mundo de los blancos y el de los indios, los jesuitas paternalistamente restringían los contactos entre los indios y los españoles. Nunca buscaron la asimilación de los primeros a la sociedad hispánica y, por lo tanto, bajo la estricta vigilancia jesuítica, nunca les concedieron ninguna medida de libertad (Whigham, 1995, p. 167). Whigham reconoce que la vida fuera de las misiones no era mejor. En ese mundo había «oficiales corruptos» y «traficantes mañosos». Cuando los jesuitas fueron expulsados, los indios se encontraban desamparados y sin los necesarios «mecanismos de defensa» que les habrían ayudado: apenas conocían el castellano, no entendían bien el sistema capitalista y no sabían cómo competir en este sistema. El sistema misional no tenía lugar en el mundo colonial de fines del siglo XVIII y ciertamente no entraba en los esquemas del liberalismo del siglo XIX. Con el tiempo, los indios fueron abandonando las misiones en busca de trabajo en las ciudades españoles o portuguesas. Whigham solo repite de una forma moderna la que ha sido una crítica cons- tante a las misiones jesuíticas. En 1966, el historiador J. H. Parry emitió este juicio acerca de las misiones del Paraguay: «[los guaraníes] eran tratados suave pero firmemente, como perpetuos menores de edad». En consecuencia, escribe Parry, Las misiones jesuíticas: ¿utopías posibles o enclaves paternalistas? 300 «cuando los jesuitas fueron expulsados de los dominios de la corona española, las utopías selváticas enclaustradas se derrumbaron» (Parry, 1966, p. 171). Algunas respuestas a las críticas En primer lugar, sería preciso limitar este tema a las misiones jesuíticas del Paraguay y de Bolivia o Charcas (Chiquitos y Mojos). Las misiones jesuíticas en otras partes de América Latina, por distintos motivos, no tuvieron el mismo éxito que las célebres misiones del Paraguay y las menos célebres pero igualmente exitosas de Bolivia. Por ejemplo, en Mainas, en el norte peruano, las antiguas misiones, en ausencia de los jesuitas y con muy pocos misioneros seculares y franciscanos, no resistieron el avance de la selva a lo largo del siglo XIX. En Nueva España, donde existía un impresionante sistema misional en el noroeste y en Baja California, algunas de las misiones habían sido secularizadas (entregadas al clero secular) mucho antes de la expulsión. Pero lo que es más importante, no existía una «República» como en Paraguay. Antes bien, habían muchos grupos étnicos distintos que se encontraban en diferentes niveles de desarrollo, algunos muy primitivos y otros muy avanzados. Además, estas misiones experimentaron una serie de sublevaciones indígenas, provocadas en parte por la pre- sencia de mineros y rancheros españoles. En este sentido, sería difícil comparar estas misiones con las del Paraguay, que gozaban de cierta unidad cultural antes de la llegada de los misioneros europeos. De otro lado, nunca hubo ninguna rebelión significativa en las misiones paraguayas: un dato sumamente importante a tener en cuenta. Por otra parte, las misiones de Chiquitos y Mojos no solo no cayeron abruptamente en decadencia, sino que perduraron mucho tiempo después de la expulsión. Además, las misiones de Chiquitos nunca desaparecieron: los pueblos que conformaron la antigua «Chiquitanía» existen hoy en Bolivia. Son pueblos florecientes que se han convertido en el centro de una atracción turística que crece día a día. En este sentido, las misiones de Bolivia son comparables a las del Paraguay, porque sobrevivieron con bastante éxito a la expulsión de los jesuitas. En segundo lugar, conviene reconocer la validez de algunas de las críticas modernas con respecto a las misiones, sobre todo la referencia al «infantilismo» de los indios. Por ejemplo, en las misiones no se enseñaba a leer a los indios comunes, solo a los hijos de los caciques. Además, como señala la etnohistoriadora Lucía Gálvez, con frecuencia los mismos misioneros se quejaban de la falta de previsión de los indios o de su falta de interés en «progresar» (Gálvez, 1995, pp. 310-311). El padre José Cardiel, que vivió en las misiones de Paraguay entre 1731 y 1768, observaba que los indios que huían de las misiones para vivir en Buenos Aires y otras ciudades españoles, «después de trabajar dos o tres meses se dan al ocio y gastan al punto todo lo que ganaron en bebida y embriagueces, vicio que aprenden allí» (Gálvez, 1995, p. 311). En cuanto a la crítica de que les faltaba un sentido Jeffrey Klaiber, S.J. 301 de progreso, Gálvez anota que los misioneros pretendían, tal vez sin darse cuenta, convertir a «guaraníes agrícola-recolectores en copias de campesinos europeos» de un día a otro. Además, el sistema misional, que había logrado satisfacer las necesidades económicas básicas de los indios, no ofrecía muchos incentivos para cambiar. ¿Para qué si las cosas iban bien? En este punto conviene situar las misiones en un marco más amplio: el mundo psicológico de los campesinos de todos los tiempos, pero especialmente de aquellos que viven en sociedades preindustriales. En estos casos, los intelectuales y reforma- dores siempre se han quejado de la falta de iniciativa de los campesinos, que son percibidos como ignorantes y pasivos. Los campesinos no participaron mayormente en la Revolución Francesa y los populistas de la Rusia del siglo XIX sintieron una gran frustración ante la pasividad del campesinado, que no mostró mucho interés por su llamado a tomar conciencia de su situación, como paso previo a la gran revo- lución social. En el fondo, se cumple la observación hecha hace tiempo por George Foster, con respecto a los campesinos de América Latina, de que el «progreso» no es un valor para las comunidades rurales, sino el vivir en paz y armonía. Por eso, afirma Foster en un conocido artículo, se impone la visión del «bien limitado»: la idea de que la ganancia individual va en detrimento de la comunidad. Antes bien, dada la escasez de bienes, se debe repartir lo poco que hay equitativamente entre todos (Foster, 1965). Volviendo a las misiones del Paraguay, si bien no había una escasez de bienes, tampoco existía el concepto del lucro personal: todos trabajaban para el bien de la comunidad. En este sentido, podemos preguntarnos si la falta de interés en «progresar», que los antiguos misioneros notaban, se debía al sistema misional o más bien al tipo de sociedad en que vivían los indios, la cual reunía muchos rasgos de cualquier sociedad agrícola preindustrial. Finalmente, conviene ver la historia desde distintas perspectivas. Lo que los críticos modernos llaman «infantilismo» era más bien ingenuidad admirable para ciertos observadores románticos, como Voltaire y Rousseau. El autor del Emilio presenta a los hombres del campo como inocentes y sencillos frente a los hombres de la ciudad, que son civilizados y sofisticados, pero a la vez artificiales y carentes de sentimientos espontáneos. Tal vez los indios de las misiones exhibían algunos rasgos de «infantilismo»; pero, de otro lado, no habían caído todavía en los vicios de los indios que vivían en compañía de los españoles. Ahora podemos tocar el tema central: ¿estas misiones prepararon a los indios para vivir en el mundo fuera de las misiones? Si la respuesta es negativa, entonces las misiones tampoco los prepararon para enfrentar la crisis provocada por la expulsión de los jesuitas. Los autores que hacen esta crítica se apoyan en las tesis de que los indios o bien volvían a la selva después de la expulsión, eran incapaces de acomodarse al mundo español, o bien que las misiones cayeron rápidamente en la decadencia. Frente a estas tesis, los estudios recientes afirman que: (1) los indios Las misiones jesuíticas: ¿utopías posibles o enclaves paternalistas? 302 nunca fueron los sujetos pasivos que a veces se presenta, ni durante las misiones ni después; (2) de hecho, después de la expulsión ellos lograron llevar adelante el proyecto misional sin los misioneros; (3) las misiones cayeron en decadencia a causa de otros factores, no la incapacidad de los indios; (4) los que abandonaron las misiones lograron, con pocas excepciones, integrarse a la sociedad española- portuguesa con bastante éxito; y (5) algunas de las misiones, como los pueblos actuales de Chiquitos, nunca perdieron la continuidad con las antiguas misiones. El mito de la pasividad guaraní Dos autores en particular, el historiador argentino Ernesto J. A. Maeder y la historiadora norteamericana Barbara Ganson, cuestionan el mito de la pasividad guaraní. En realidad, según ellos, los guaraníes fueron agentes activos muy capaces de tomar decisiones. El ejemplo máximo de esta independencia de espíritu fue la guerra guaranítica, de 1754-1756. La guerra fue provocada por el Tratado de Madrid de 1750 entre España y Portugal. Según el tratado, siete misiones al este del río Uruguay pasarían de manos de España a formar parte del imperio portu- gués. Los jesuitas fueron obligados a abandonar los pueblos, lo cual hicieron. Los padres intentaron persuadir a los indios de seguirlos con la idea de construir nuevas misiones en territorio español. Pero los caciques guaraníes rechazaron la invitación y decidieron resistir cualquier intento de desalojarlos. En su obra, The Guaraní under Spanish Rule in the Río de la Plata (2003), Ganson analiza las muchas peticiones que enviaron los caciques al rey y al gobernador de Buenos Aires y señala que las cartas muestran un sorprendente espíritu de independencia, así como una clara conciencia de su historia y de sus derechos. Dice una de estas misivas: Señor Gobernador, don José Andonaegui: Nosotros hemos recibido su carta pero no podemos creer que esas sean las palabras de nuestro rey. Porque van contra las palabras del rey Felipe IV, escritas a nosotros en 1716. Él nos prometió que si fuéramos fieles vasallos y defendiéramos su tierra, él nunca la entregaría a otro rey. El Rey, nuestro rey, siendo el representante de Dios en la tierra, no puede quebrar la promesa que nos hizo al igual que a nuestros antepasados. […] En esta, nuestra tierra, han muerto nuestros santos maestros, los sacerdotes que se esforzaron por nosotros y que sufrieron tanto por Dios y su amor. Seguramente, si el Rey comprendiera todo esto, no querría que abandonáramos nuestra tierra, sino que estaría indignado contra todos aquellos que lo desean. […] No deseamos la guerra. Pero si la guerra viene, confiados en Jesucristo declaramos: ¡salvemos nuestras vidas, nuestras tierras, y todos nuestros bienes! Si es la voluntad Jeffrey Klaiber, S.J. 303 de Dios que muramos, entonces solo queremos morir en esta tierra donde hemos nacido, donde hemos sido bautizados y criados. Solo aquí deseamos morir. Y Usted, Señor Gobernador, ¡pagará eternamente por esto en el infierno! (McNaspy, 1986, p. 308). Las autoridades sospechaban que los jesuitas eran los verdaderos autores de estas cartas. Es posible que estos hayan ayudado a los guaraníes a redactarlas en español; pero, como señala Ganson, el estilo refleja una mentalidad guaraní, especialmente el uso de insultos y un lenguaje agresivo (Ganson, 2003, pp. 98-102). La decisión de los guaraníes de los siete pueblos de ir a la guerra sorprendió a todos, inclusive a los propios jesuitas, que habían intentado persuadir a los indios de que abandonaran los pueblos. En 1753, poco antes del comienzo de las hosti- lidades, el superior de las misiones, el padre Martín Stobel, escribió a otro jesuita: [Es] ahora cuando los indios de las Misiones han mostrado lo que son en realidad, y no lo que parecen ser, pues, algunos de América y Europa [creen que son] como unas estatuas maquinales, que no tienen voluntad o movimientos que el que les da el imperio de los jesuitas del Paraguay […] y que el empeño puesto en que los indios cumplan las reales órdenes […] ha encontrado la resistencia (Maeder, 1993, p. 171). Otro misionero también era del mismo parecer: «[…] esta pobre gente no es para que se la atropelle y hacer salir del paso, sino, se echa con la carga» (Maeder, 1993, p. 171). La guerra resultó un desastre para los indios. Aunque lucharon durante dos años (1754-1756), tuvieron que enfrentar a 3000 soldados españoles y portugueses, con armas de fuego y cañones. Los guaraníes, en cambio, eran 1300 en total (de los siete pueblos) y sin armas de fuego. Durante la guerra murieron 1511 guaraníes y solo tres españoles y un portugués (Ganson, 2003, p. 108). Cabe preguntar por qué los indios no se resistieron de la misma manera cuando los jesuitas fueron expulsados de todas las misiones doce años después. Conviene señalar que la fecha de la expulsión en Paraguay fue 1768 y no 1767, como en el resto de la América hispánica. El gobernador, Francisco de Paula Bucareli, el sucesor de Andonaegui, decidió no ejecutar la orden de expulsión inmediatamente por temor a una suble- vación indígena. Antes bien, preparó el camino para ejecutar la orden intentando ganar el favor de los guaraníes. Por ejemplo, en noviembre de 1767, invitó a los caciques guaraníes a Buenos Aires, donde los agasajó y los colmó de regalos (Ganson, 2003, p. 121). Bucareli evidentemente quería ganar la confianza de los caciques para que no reaccionaran violentamente cuando se aplicara la orden de la expulsión. Aun así, varios miles de guaraníes huyeron de sus pueblos cuando el gobernador y sus soldados llegaron con el fin de apoderarse de las misiones (Ganson, 2003, p. 125). En general, sin embargo, no hubo mucha resistencia Las misiones jesuíticas: ¿utopías posibles o enclaves paternalistas? 304 ya que la mayoría de los indios creía que la salida de los jesuitas no iba a afectar el régimen normal de las misiones. En su estudio, Ganson sigue la pista de los guaraníes que abandonaron las misiones después de la expulsión. Muchos consiguieron trabajo como peones asala- riados en estancias. Otros buscaron trabajo en las ciudades españolas y portuguesas como carpinteros, albañiles y hasta soldados. En este sentido, la vida en las misiones había preparado a muchos indios para vivir en el mundo de los españoles y portu- gueses. Los propios oficiales españoles y criollos reconocían el valor de los indios de las misiones. Un tal Tomás Estrada, un oficial español en Colonia, Sacramento, declaró en una carta al virrey de Buenos Aires que los guaraníes de las misiones eran «gente muy práctica» (Ganson, 2003, p. 131). En 1790, el virrey mandó que devolviesen a los indios que se habían escapado de las misiones. El alcalde del pueblo de Concepción (Uruguay) protestó, señalando que «la calidad de estas gentes [los guaraníes de las misiones] es bien conocida» (Ganson, 2003, p. 131). Un guaraní que fue sin duda un ejemplo del éxito fue Cristóbal Pirioby, un músico de la misión de San Carlos. En Buenos Aires, Cristóbal cambió su nombre a José Antonio Ortiz y llegó a ser tutor de música de muchas familias de la élite. Otro ejemplo es Andrés Guacaraví, nacido en las misiones, formó parte de las milicias guaraníes. Bajo el mando de José Artigas, «Andresito» (así fue conocido popularmente) llegó a ser un caudillo regional encargado de las antiguas misiones (Ganson, 2003, pp. 160-162). Andresito fue capturado por los portugueses en 1817 y encarcelado hasta su muerte en 1822. Muchas mujeres de las misiones consiguieron trabajo como costureras, cocineras, panaderas, lavanderas y sirvientes domésticas. Lamentablemente, algunos indios de las misiones no tuvieron tanta suerte y terminaron como mendigos en las calles de Buenos Aires. Ganson con- cluye, afirmando su tesis original: los guaraníes sobrevivieron porque nunca habían sido tan pasivos en las misiones y porque estas les habían brindado la formación necesaria como artesanos, artistas y trabajadores, para enfrentar las exigencias de la vida fuera de ellas. Algunos, como Cristóbal Pirioby y «Andresito», hasta se destacaron en la vida. Las misiones después de la expulsión En su obra Misiones del Paraguay: conflictos y disolución de la sociedad guaraní (1768- 1850) (1992), Ernesto J. A. Maeder estudia detenidamente la lenta decadencia de las misiones del Paraguay (que también abarcaban el norte de Argentina, donde se encontraba las mayoría de las misiones) después de la expulsión. No hay duda que las antiguas misiones experimentaron un «colapso demográfico» tras la salida de los misioneros. La población de los treinta pueblos que conformaban las misiones del Paraguay en 1767 era de 88 828 personas, pero en 1803 solo quedaban 38 430 indios Jeffrey Klaiber, S.J. 305 en los pueblos (Maeder, 1992, p. 54). Esta disminución se debía principalmente a la emigración de los indios hacia las ciudades españoles y portuguesas. Algunos volvieron a la selva. Pero Maeder no atribuye este hecho a la incapacidad de los indios para llevar adelante el proyecto misional, sino a la mala administración de los nuevos gobernantes que reemplazaron a los jesuitas. Los nuevos adminis- tradores seculares usaron sus puestos para promover sus carreras y ganar dinero. Además, no comprendían, ni les interesaba comprender, el régimen bajo el cual funcionaban las misiones. Cobraban tributos con el fin de sostenerse, creando así una carga económica adicional para las misiones. Los sacerdotes seculares enviados para atender espiritualmente a los indios tampoco se interesaban en mantener el antiguo sistema de las misiones. La mayoría no sabía guaraní. Al mismo tiempo, se derribaron las barreras que separaban las misiones de la sociedad a su alrededor. De esta manera brusca, las misiones fueron obligadas a competir con la sociedad colonial. En palabras de Maeder (1992, p. 47), fue debido a estos cambios que «la antigua disciplina se resquebrajó». Pronto los signos de este resquebrajamiento se hicieron evidentes: «repartos desordenados de los almacenes», el abandono de las tareas comunes y un «deterioro perceptible» en las casas y otros edificios. La «mística» de solidaridad que había animado todas las actividades de las misiones durante casi 150 años sencillamente se disipó. Frente a este hecho, muchos indios eligieron salir de ellas para buscar nuevas oportunidades en las estancias cercanas o en Buenos Aires, Montevideo o São Paulo. Durante las guerras de la independencia, los caudillos locales pelearon entre sí para dominar la región, destruyendo aún más las misiones. Finalmente, en 1848, el presidente del Paraguay, Carlos Antonio López, dio el golpe de gracia con un decreto que declaró a los indios de las 21 misiones «ciudadanos libres». El decreto suprimió totalmente el sistema de gobierno de los caciques y eliminó la propiedad comunal. Todo lo que era comunal fue confiscado por el Estado. Los indios no tuvieron ninguna participación en estas decisiones que afectaban radicalmente su vida. Mojos Entre 1681 y 1767, los jesuitas de la Provincia del Perú fundaron 20 misiones con 35 000 indios bautizados entre los mojos y otros indios, en lo que hoy es el departamento del Beni, en el norte de Bolivia. Para el momento de la expulsión, esta población había bajado a 16 000 personas (Santos, 1992, pp. 230-233). Entre 1692 y 1767, misioneros jesuitas del Paraguay también fundaron una serie de misiones entre los chiquitos del oriente boliviano. En su apogeo, había once misiones con 19 981 indios (Santos, 1992, pp. 233-235). Estos dos sistemas de misiones constituyen la mejor respuesta a la crítica de que los jesuitas mantuvieran Las misiones jesuíticas: ¿utopías posibles o enclaves paternalistas? 306 a los indios en un estado de niñez perpetua. Como señala el historiador David Block en su obra La cultura reduccional de los Llanos de Mojos (1997), la salida de los jesuitas de Mojos no significó el fin de «la cultura reduccional»; antes bien, los jesuitas dejaron «tras de sí una elástica cultura reduccional apoyada en sólidos cimientos» (Block, 1997, p. 181). Los trece pueblos de Mojos fueron gobernados por sus propios caciques, que habían «acumulado una valiosa experiencia» durante el régimen de las misiones. Tras la expulsión, la corona española nombró administradores seculares para gobernarlas y el obispo de Santa Cruz designó a curas seculares para atender lo espiritual. Durante un breve lapso, 1785-1793, Mojos contó con un administrador de excepcionales cualidades —Lázaro de Ribera— que gobernaba con bastante eficacia. Durante su gestión, Ribera compuso un «Nuevo Plan» para reordenar las antiguas misiones; pero él dejó su puesto para un nuevo destino antes de poder aplicarlo. Lamentablemente, los curas que reemplazaron a los jesuitas eran muy pocos (catorce para treinta y cinco plazas) y no estaban a la altura de su nueva misión. Uno de los nuevos gobernadores anotó que algunos de los curas «eran sobresa- lientes solo en los malos ejemplos y en la insuficiente instrucción que dan a sus fieles» (Block, 1997, p. 183). Muchos de los curas, que tenían lazos familiares o que estaban vinculados con intereses locales en Santa Cruz, buscaban beneficiarse económicamente. Además, los nuevos administradores que llegaron después de Ribera intentaron imponer el «Nuevo Plan», pero esto solo provocó la resistencia de los indios. Los indios se sublevaron contra las autoridades y los curas en 1805 y nuevamente en 1822. Esta última rebelión fue provocada por un nuevo gober- nador, Francisco Javier Velasco, quien mató a un cacique por no acatar órdenes. El levantamiento terminó con la muerte del gobernador y algunos curas. Estas rebeliones muestran que los indios no eran precisamente niños sumisos incapaces de afrontar la situación después del fin del régimen de las misiones. No obstante estas adversidades, hasta la época de la independencia de Bolivia (1825) aún se podían reconocer en estos pueblos la fisonomía y los rasgos esenciales de las antiguas misiones. En una visita efectuada a Mojos en 1832, el naturalista francés Alcide Dessaline d’Orbigny expresó su asombro por este hecho: Por lo ocurrido con las misiones de Paraguay debe creerse que la conservación de las instituciones de los jesuitas bajo los diferentes gobiernos que se han venido sucediendo desde hace sesenta y cinco años evitó la destrucción de las misiones de Moxos; por eso, en 1832, podía encontrar todavía intactas, bajo otros hombres, con costumbres distintas y una prosperidad muy inferior, todas las instituciones administrativas y religiosas que los jesuitas dejaron en la provincia en el momento de su expulsión en 1767 (Orbigny, 1945, IV, p. 1445). Jeffrey Klaiber, S.J. 307 Al mismo tiempo, el naturalista francés notó con cáustica ironía que los indios, a pesar de ser «libres», eran tratados como esclavos: «Nunca he visto bajo un gobierno libre más esclavitud y despotismo» (Orbigny, 1945, IV, p. 1312). Los verdaderos golpes al antiguo sistema misional vinieron bajo la forma del liberalismo político y del capitalismo moderno. En 1842, el presidente José Ballivián decretó la creación del departamento del Beni, que abarcaba los antiguos pueblos de misión. El decreto, basado firmemente en la filosofía liberal de entonces, eliminó por completo el sistema de tierras comunales, confiscó los edificios comunales y alentó la inmigración hacia el Beni. Los nuevos inmigrantes eran blancos, inclusive algunos políticos que sufrían el exilio interno, en busca de tierras y prosperidad. Al mismo tiempo, las empresas nacionales y extranjeras descubrieron ciertos produc- tos que estaban en gran demanda. Anteriormente, los administradores coloniales y los curas ya habían promovido la exportación de productos como el cacao y el algodón. Además de esto, había una gran demanda de la corteza de quinina para la industria farmacéutica. Pero el golpe más grande se dio con la demanda del látex recogido del árbol de goma en la región amazónica de Bolivia y Brasil. En la décadas de 1960 y 1970, miles de jóvenes mojeños fueron seducidos mediante el sistema del enganche para buscar trabajo en los campos de la explotación gomera, lejos de la sabana de Mojos. Todos estos procesos, la inmigración y la emigración, se combinaron para socavar lo que quedaba del antiguo sistema misional. Block concluye su estudio afirmando su tesis principal de que la «cultura reduc- cional» no se desmoronó a causa de la pasividad o incapacidad de los indios, ya que ellos llevaron el proyecto misional adelante durante más de sesenta años, no obs- tante la ineptitud de los administradores y la corrupción de los curas. Finalmente, los indios no pudieron resistir el doble golpe del liberalismo individualista y el capitalismo salvaje, que se combinaron para erosionar la antigua cultura misional construida por los jesuitas y los indios durante casi noventa años. Chiquitos De otro lado, las antiguas misiones de Chiquitos sufrieron bastante menos cambios, quizás debido a su aislamiento: situadas al este de Santa Cruz, no constituían focos económicos importantes para la nueva nación. Tres distintos viajeros europeos fueron testigos de la supervivencia de la cultura misional en el siglo XIX: Alcides Dessalines d’Orbigny, el naturalista francés que visitó las misiones de Mojos, tam- bién visitó las de Chiquitos entre 1826 y 1834; Moritz Bach, un alemán que trabajó durante ocho años como secretario del gobernador de la provincia de Chiquitos; y François de la Porte, Conte de Castelnau, otro naturalista francés que visitó la región en 1845. Los testimonios son muy similares y todos concuerdan en afirmar Las misiones jesuíticas: ¿utopías posibles o enclaves paternalistas? 308 que el régimen de vida en los pueblos de la «Chiquitanía» aún exhibía rasgos de las antiguas misiones, sesenta y hasta setenta y ocho años después de la expulsión. Orbigny, que visitó cada pueblo de las antiguas misiones seis décadas después de la salida de los jesuitas, observó que todavía mantenían el mismo sistema eco- nómico que en tiempo de las misiones. Además, los indios tocaban los mismos instrumentos, cantaban los mismos cantos y presentaban obras teatrales que habían aprendido en tiempo de los jesuitas. Con referencia a los chiquitanos contempo- ráneos, apunta Orbigny: Se ha hablado a menudo del excesivo rigor de esos religiosos para con los indíge- nas. De haber sido así, los indios no se acordarían todavía hoy con tanto amor de ellos. No hay un solo viejo que no se incline ante su solo nombre, que se recuerde con viva emoción aquellos tiempos felices, siempre presentes en su pensamiento y cuya memoria se transmite en las familias de padres a hijos […] No quisieron imponer la menor modificación a las costumbres, uso y ceremonial establecidos por los jesuitas (Hoffman, 1979, pp. 71, 73). Moritz Bach, que llegó a América en 1822 y trabajó durante ocho años como secretario del gobierno provincial de Chiquitos en la siguiente década, escribe acerca de las antiguas misiones con —tal vez— más realismo que Orbigny. Su obra, que resume sus años en Bolivia, fue publicada en Leipzig en 1843 bajo el título de Die Jesuiten und ihre Mission Chiquitos in Sudamérika. Primero, como el naturalista francés, expresa su admiración por la obra de los jesuitas: «[…] su actividad misionera entre los chiquitanos fue una verdadera bendición de Dios y su expulsión una desgracia terrible» (Bach, 1843, p. 3). Luego describe su situación actual: «El país actual de los chiquitanos hace recordar, en muchos aspectos, la época de los Padres y las costumbres que en sus tiempos reinaban en las reduccio- nes se han conservado, en general, hasta hoy… solo que todo está deteriorado» (Bach, 1843, p. 74). En 1845, otro naturalista francés, François de la Porte, Conde de Castelnau, visitó las antiguas reducciones chiquitanas. En su libro sobre su viaje por América, Expédition dans les parties centrales de l’Amérique du Sud (1851-1857), expresa su opinión de que los chiquitanos, a pesar de haber sido «emancipados» del tutelaje colonial, todavía eran tratados como menores de edad por los administradores nombrados por el gobierno. Sin embargo, para los indios no había ninguna com- paración entre el régimen de explotación vigente y el antiguo de las misiones. Para ellos, los tiempos pasados definitivamente eran mejores: El respeto que los indios tienen a las autoridades públicas y a sus curas es, sin duda, muy grande; sin embargo se quejan muchas veces de que estos funcionarios no vienen a sus pueblos sino para enriquecerse a costa de su trabajo; entonces hablan con amargo dolor de los «buenos padres» que los gobernaban con abnegación, cuidando solamente los intereses de sus protegidos. Cuando dicen tal cosa, con los Jeffrey Klaiber, S.J. 309 ojos llenos de lágrimas, se refieren concretamente a los sacerdotes [de la Compañía] […] (Castelnau, 1851-1857, III, pp.. 213-214). Cuando Castelnau escribía estas líneas, ya habían pasado setenta y ocho años desde la expulsión. Igual que los indios de Mojos, los chiquitanos también fueron atraídos por los caucheros para trabajar en las zonas de explotación y el capitalismo moderno tam- bién llegó a los pueblos, amenazándolos con borrar su pasado colonial. Sin embargo, en la década de 1930, la zona comenzó a experimentar una serie de cambios que contribuyeron a un renacimiento de ese pasado colonial. En 1930, se fundó el Vicariato de Chiquitos y, en 1951, se creó el de Ñuflo de Chávez, que se separó del primero. Al mismo tiempo, llegaron franciscanos bávaros que se esforzaron en poner en marcha varios programas de asistencia técnica, sanitaria y financiera. Los misioneros también reorganizaron a algunos de los pobladores en comunidades que se parecían a las antiguas misiones jesuíticas. Con la revolución de 1952 se puso en marcha la reforma agraria (que llegó a la provincia de Chiquitos recién en la década de 1960), que otorgó títulos de propiedad a los campesinos. Además, el Estado fundó muchas escuelas en la zona. Finalmente, con el descubrimiento de muchas de las partituras de las misas que Doménico Zipoli había compuesto para las misiones, ha habido un resurgimiento de la música barroca y, en especial, de la música que se tocaba en las misiones. Actualmente, cada año se realizan festivales de música barroca en los pueblos de Chiquitos, a los que concurren artistas de todo el mundo; pero también los propios pobladores, orgullosos de su pasado, participan con sus propios coros. En 1990, la UNESCO declaró a las antiguas misiones «Patrimonio Cultural de la Humanidad». Seis de los diez pueblos de la «Chiquitanía» conservan todavía los templos de la época de la misiones (Cisneros & Richter, 1998, p. 22). En este artículo hemos resumido los puntos de vista de ciertos estudios recientes que, reforzados por los testimonios de algunos visitantes del siglo XIX, demuestran que las misiones jesuíticas del Paraguay y Bolivia no cayeron inmediatamente en la decadencia, tal como presumieron algunos otros autores. Y los indios tampoco eran «menores de edad», víctimas de una rígida teocracia jesuítica que no les preparaba para vivir en el mundo «real» fuera de las misiones. Antes bien, con la expulsión de los misioneros, algunos indios —los guaraníes de los siete pueblos— lucharon para salvar sus tierras. Otros, como los de Mojos y Chiquitos, llevaron el proyecto misional adelante. Aun cuando ello no fue posible debido a los malos adminis- tradores, los curas corruptos o los liberales insensibles a la realidad de las culturas indígenas, muchos guaraníes del Paraguay y de Argentina, gracias a los oficios y las habilidades artísticas que habían aprendido en las misiones, lograron afrontar la vida en las ciudades españolas y portuguesas. Todo esto nos hace pensar que, si bien las antiguas misiones no fueron precisamente «utopías», tampoco fueron Las misiones jesuíticas: ¿utopías posibles o enclaves paternalistas? 310 simples refugios donde escapar del mundo. Eran, más bien, comunidades que brindaban a los indios protección contra ese mundo hostil y que al mismo tiempo les proporcionaban un alto nivel de prosperidad económica. Pero con los hábitos de constancia y disciplina que se les inculcaban, más un sentido profundo de su propia identidad como indios y cristianos, los indios de hecho también tenían lo necesario para sobrevivir y hasta alcanzar el éxito en el mundo colonial. Bibliografía Bach, Moritz (1843). Die Jesuiten und ihre Mission Chiquitos in Sudamerika. Leipzig: Mittler. Bannon, John, S.J. (1955). The Mission Frontier in Sonora, 1620-1687. Nueva York: United States Catholic Historical Society. Block, David (1994). Mission Culture on the Upper Amazon. Lincoln, Nebraska: University of Nebraska Press. Block, David (1997). La cultura reduccional de los Llanos de Mojos (traducción de Josep M. Barnadas). Sucre: Historia Boliviana. Bolton, Herbert E. (1917). The Mission as a Frontier Institution in the Spanish American Colonies. American Historical Review 23, 42-61. Bolton, Herbert E. (1936). Rim of Christendom: A Biography of Eusebio Francisco Kino, Pacific Coast Pioneer. 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