Tolerancia. Sobre el fanatismo, la libertad y la comunicación entre culturas Centro de Estudios Filosóficos © Centro de Estudios Filosóficos, 2015 De esta edición: © Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2015 Av. Universitaria 1801, Lima 32- Perú Teléfono: (511) 626-2650 Fax: (511) 626-2913 feditor@pucp.edu. pe www.fondoeditorial.pucp.edu. pe Diseño, diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP Primera edición: abril de 2015 Tiraje: 500 ejemplares Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2015-04305 ISBN: 978-612-317-078-3 Registro del Proyecto Editorial: 31501361500415 Impreso en Tarea Asociación Gráfica Educativa Pasaje María Auxiliadora 156, Lima 5, Perú Osear Nudler 1 Universidad de Bariloche 1 Argentina La intolerancia ontológica y el poder de la metáfora Mi propósito en este breve ensayo es referirme a una forma de intolerancia que he bautizado con el nombre de «intolerancia ontológica». Introduciré este concepto en la primera parte y lo retomaré en la última, en que acudiré a la novela El Proceso de Franz Kafka para profundizar en su naturaleza. ¿Cómo se relaciona la intolerancia ontológica con formas más convencionales de intolerancia? En general, a partir de cualquiera de estas últimas, por ejemplo la intolerancia religiosa, la intolerancia política, etcétera, se puede pasar a la intolerancia ontológica pero, y este es un punto que quisiera subrayar, este pásaje no constituye simplemente un aumento en el grado de la intolerancia sino un salto cualitativo. Hace falta un salto porque hay una brecha conceptual entre el rechazo de una cierta opinión, creencia o conducta del otro, ya sea en materia religiosa, política, moral, etcétera, y un rechazo global del otro, un rechazo de su ser, es decir, un rechazo ontológico. En términos aristotélicos, la intolerancia ontológica supone pasar del nivel de los atributos o los predicados, al nivel de la sustancia o del sujeto. Pero este pasaje no es como en Aristóteles un pasaje lógico que deja inalterado al ser. Por el contrario, a diferencia de las otras formas de intolerancia, cuando opera la intolerancia ontológica su producto es un ser ontológicamente degradado. No necesariamente se trata de una degradación en el aspecto físico, como ocurre con Gregor Samsa en el relato de Kafka. El aspecto externo puede ser el mismo que en las formas no degradadas del ser pero ello no obsta para que se afirme la existencia de una degradación interna, espiritual o moral. Inversamente, transformaciones físicas repentinas como la de Gregor Samsa no suponen necesariamente por cierto una degradación ontológica. A veces implican lo contrario, en los cuentos infantiles una muchacha puede transformarse en bruja pero también en hada. O un sapo transformarse en príncipe. Y otras veces no parece haber ni downgrading ni upgrading ontológico, como en los casos del Gargantúa de Rabelais o el Gulliver de Swift. Saliéndonos por un momento de la literatura y apelando a la historia, un caso clásico de aplicación de la noción de intolerancia ontológica es la persecución de brujas y herejes en la Europa cristiana. El principio rector era efectivamente que esos seres no tenían simplemente su mente extraviada, como le ocurrió por ejemplo a Agamenón cuando, según explicara luego él mismo, se apoderó de la doncella de Aquiles impulsado por una diosa que se había posesionado temporariamente de su voluntad. No, se consideraba que los herejes tenían todo su ser degradado, incluido su cuerpo, por la presencia permanente dentro de él de fuerzas demoníacas. De ahí que la tortura, la laceración de la carne fueran considerados remedios indicados para extirpar el mal de esos cuerpos. Sin embargo, nunca se podía estar seguro del éxito 4. Tolerancia y laicidad 169 Osear Nudler de la operación purificadora, de modo que el remedio final no podía ser otro que la destrucción total del cuerpo degradado por medio del fuego. Esta no era pues una operación absurda, irracional sino perfectamente coherente dentro de la lógica de la intolerancia ontológica. Observemos que estar instalado dentro de esta lógica no implica que las formas no ontológicas de intolerancia hayan desaparecido. Siguen presentes, pero ha cambiado su función, en lugar de funcionar como causas o razones de la persecución en contra de ciertas personas se convierten en marcas o señales que permiten afirmar la presencia en ellas de degradación ontológica. Así, por ejemplo, dentro de una lógica de la intolerancia religiosa la persecución cristiana de los judíos debía teóricamente cesar cuando estos renunciaban a su fe y se convertían al cristianismo. No obstante, en la práctica difícilmente desaparecía del todo la sospecha de la inautenticidad de la conversión y el mantenimiento en secreto de las antiguas creencias y ritos, lo cual exigía una vigilancia constante y un castigo ejemplar cuando tales violaciones eran descubiertas. Pero la persecución nazi de los judíos es diferente, ella constituye un caso claro de operación de una lógica de intolerancia ontológica. Suponer dentro de esta lógica que la conversión puede ser una razón para terminar con la persecución, trocar la intolerancia en tolerancia, es absurdo. Es como suponer que un individuo puede mediante un acto voluntario cambiar su código genético. Cuando las creencias o prácticas son tomadas como indicadores ontológicos, el hecho de cambiarlas no implica que aquello que indicaban haya cambiado. En todo caso, solo implica que es oportuno acudir a otros indicadores, reales o imaginarios, como, en este ejemplo, supuestas características raciales. Ahora bien, la intolerancia ontológica exige como mínimo un par, una dupla «ontologizador-ontologizado». Esta dupla está definida por una relación asimétrica, corporizada en la mirada ontológicamente degradadora que el primero dirige al segundo. Esa mirada puede también ser asumida por el sujeto que es degradado, de modo que este llega a mirarse a sí mismo con la mirada del otro. Una consecuencia de esta reflexividad de la mirada es que el sujeto llega a experimentar un sentimiento de culpa no asociada con ningún delito o ninguna infracción concreta, es decir, un sentimiento de culpa ontológica. En el cuento La condena de Kafka, el hijo hace suya la mirada degradadora del padre y, extrayendo la conclusión lógica de ella, se ve a sí mismo como culpable y se suicida arrojándose al río. Similar a este caso de ficción fue el caso real de Otto Weininger, un pensador de origen judío que, después de escribir un influyente alegato acerca de la inferioridad de las mujeres y los judíos, se suicidó espectacularmente en la Viena anterior a la Primera Guerra Mundial. Para algunos contemporáneos, por ejemplo Spengler, Weininger fue un héroe espiritual que no dudó en aplicar en su propio caso la consecuencia lógica de su pensamiento. He aludido a dos relatos de Kafka, La metamorfosis y La condena. No es por cierto extraño que recurra a Kafka en este contexto, ya que a mi juicio no hay otro autor que haya mostrado como él los vericuetos de la degradación y la culpa ontológicas. Aunque, vale la pena aclarar, si bien este ha sido posiblemente su tema mayor, 170 Tolerancia. Sobre el fanatismo, la libertad y la comunicación entre culturas La intolerancia ontológica y el poder de la metáfora no escaparon tampoco a la atención de Kafka otros fenómenos de alcance ontológico, por ejemplo, el fenómeno inverso, el upgrading ontológico, ilustrado por Kafka con el ejemplo de la transformación de un simio en hombre, según se relata en Informe para una academia. O el fenómeno de un ser que posee una doble naturaleza, el personaje del pequeño relato La cruza, que presenta un animal que es simultáneamente cordero y felino. Sin embargo, la gran mayoría de los relatos de la serie protagonizada por animales se sitúa en el área de articulación entre lo animal y lo humano, y suponen un estado de degradación. Volvamos a la dupla ontologizador-ontologizado. Se trata de una unidad concep­ tualmente mínima susceptible de combinarse o alterarse en la realidad de diversas maneras. Por ejemplo, en el universo kafkiano la entidad ontologizadora no es generalmente otro concreto, como lo es el padre del mencionado cuento La condena o el propio padre de Kafka, según aparece en la Carta al padre. Suele ser una entidad del tipo del Tribunal de El proceso o del grupo de funcionarios de El castillo. O el comando que dirige la construcción de la gran muralla china, comando que liga y asigna su lugar a cada uno de los trabajadores pero cuya ubicación, organización interna y lógica operativa permanecen desconocidas. Estas entidades cuasi abstractas, además de ser de una naturaleza enigmática, tienen en estos relatos de Kafka un poder que no solo es absoluto sino también independiente de razones que hagan inteligibles sus actos. No existen tampoco signos que permitan al menos vislumbrar, como en la teología calvinista, sus designios. A su vez, los sujetos que se encuentran sometidos a este poder sin rostro ni siquiera tienen el ancla de una mirada, aunque sea una mirada degradadora. Para describir esta situación con algo más de detalle nos acercaremos un poco más al mundo de El proceso. Pero antes de hacerlo abriré un paréntesis para considerar dentro de qué tipo de figura del lenguaje podría encuadrarse un texto como este. Es común el uso del término «alegoría» para designar relatos que se refieren indirectamente a una realidad distinta de aquella que literalmente describen. Para tomar un ejemplo célebre, la alegoría platónica de la caverna se refiere al contraste entre el reino de las Ideas y el reino sensible hablando de la diferencia entre la visión que tienen unos prisioneros encadenados en el interior de una caverna de espaldas a la luz y la que tiene un prisionero que es liberado y sale al exterior. Sin embargo, «alegoría» es una denominación que parece adecuada solo en los casos en que mediante el relato se intenta trasmitir alguna tesis o enseñanza. Por tanto, para abarcar la totalidad de los relatos del tipo señalado, incluidos los de carácter literario en que no existe o no es evidente una intención doctrinaria o didáctica, se requiere una denominación más general. El término «metáfora» es a mi juicio el indicado, y no solo porque carece de aquellas connotaciones extraliterarias. Lo es sobre todo porque la fuerza revelatoria de ciertos rasgos de la realidad que atribuimos a textos como El proceso parece ser una extensión de ese mismo poder como instrumento para el conocimiento que numerosos estudiosos contemporáneos del tema atribuyen a la metáfora. 4. Tolerancia y laicidad 171 Osear Nudler Notemos que en el caso del texto platónico, el objeto o tem.a al cual se refiere -la distinción entre dos mundo&- queda explícito en el texto. Así ocurre también en el discurso científico, com.o cuando se usan por ejemplo modelos hidráulicos de fenómenos eléctricos, modelos orgánicos de la sociedad humana o modelos computacionales de la mente. La realidad a la cual se conecta el modelo científico está en todos los casos explícitamente indicada. En cambio, en el discurso literario este no es necesariamente el caso. La relación entre el texto literario tomado com.o una metáfora y el objeto al cual se refiere suele ser intrínsecamente conjetural, incierta, materia de interpretaciones alternativas entre las cuales no existe un método de decisión seguro. Para ilustrar este punto, mencionemos algunas de las interpretaciones m.ás conocidas de El proceso. Para Max Brod, el amigo y albacea de Kafka, El proceso, así com.o también El castillo, requieren una lectura teológica. En estas novelas Brod cree ver, a pesar de su aparente negatividad, una referencia clara a la justicia y la gracia divinas, respectivamente. Otra lectura, no teológica pero sí metafísica, asocia El proceso con una filosofía del absurdo. Dice por ejemplo Posner: «El corazón de El Proceso reside en los esfuerzos fútiles de K. por encontrar un significado hum.ano en el universo simbolizado por el Tribunal, que no ha sido creado para acomodarse o ser inteligible al hombre sino que es arbitrario, impersonal, cruel, engañoso y elusivo»1. Para otros intérpretes, en cambio, El proceso y otras obras de Kafka deben leerse en clave psicológica. Así, para Bridgewater2 , los distintos personajes de la obra son proyecciones de distintos aspectos del yo dividido del protagonista. Por último, recordemos las interpretaciones que proponen una lectura sociológica de El proceso, por ejemplo la que se ofrece en La máquina burocrática de González García3 • La realidad a la que refiere El proceso sería, según esta interpretación, la realidad de una sociedad que el proceso moderno de racionalización ha convertido en una jaula de hierro, según la difundida versión parsoniana de la expresión de Max Weber: «stahlhartes Gehause». Mucho se ha argumentado en favor y en contra de estas y otras interpretaciones y, si bien considero que algunas están mucho mejor fundadas que otras, creo, com.o queda dicho, que no existe, sencillamente porque no puede existir, la interpretación verdadera o excluyente de El proceso. Presentaré ahora, con la modestia que la anterior reflexión exige, mi propia interpretación de El proceso, según la cual este relato ha de leerse com.o una representación metafórica de todo mundo en que la intolerancia ontológica es constitutiva. Lo que nos presenta este relato es un caso químicamente puro de intolerancia ontológica. ¿Por qué digo «químicamente puro»? Porque la persecución de que es víctima K. no se apoya en ninguno de los atributos que han sido tomados tradicionalmente com.o soportes para la intolerancia, tales como la adhesión a ciertas creencias religiosas o políticas, la pertenencia a una minoría étnica o lingüística, etcétera. Es decir, ni siquiera se ofrece una apariencia de justificación a través del pasaje de una forma convencional de intolerancia: la intolerancia ontológica. K. es un funcionario de banco exitoso del 1 PosNER, R. Law and Literature. Cambridge, 1998, p . 135. 2 Cf. BRIDGWATER, P. Kafka and Nietzsche. Bonn, 1974. 3 Cf. GONZÁLEZ GARCÍA, M. La máquina burocrática. Madrid: Visor, 1989. 172 Tolerancia. Sobre el fanatismo, la libertad y la comunicación entre culturas Osear Nudler Notemos que en el caso del texto platónico, el objeto o tema al cual se refiere -la distinción entre dos mundo&- queda explícito en el texto. Así ocurre también en el discurso científico, como cuando se usan por ejemplo modelos hidráulicos de fenómenos eléctricos, modelos orgánicos de la sociedad humana o modelos computacionales de la mente. La realidad a la cual se conecta el modelo científico está en todos los casos explícitamente indicada. En cambio, en el discurso literario este no es necesariamente el caso. La relación entre el texto literario tomado como una metáfora y el objeto al cual se refiere suele ser intrínsecamente conjetural, incierta, materia de interpretaciones alternativas entre las cuales no existe un método de decisión seguro. Para ilustrar este punto, mencionemos algunas de las interpretaciones más conocidas de El proceso. Para Max Brod, el amigo y albacea de Kafka, El proceso, así como también El castillo, requieren una lectura teológica. En estas novelas Brod cree ver, a pesar de su aparente negatividad, una referencia clara a la justicia y la gracia divinas, respectivamente. Otra lectura, no teológica pero sí metafísica, asocia El proceso con una filosofía del absurdo. Dice por ejemplo Posner: «El corazón de El Proceso reside en los esfuerzos fútiles de K. por encontrar un significado humano en el universo simbolizado por el Tribunal, que no ha sido creado para acomodarse o ser inteligible al hombre sino que es arbitrario, impersonal, cruel, engañoso y elusivo»1 • Para otros intérpretes, en cambio, El proceso y otras obras de Kafka deben leerse en clave psicológica. Así, para Bridgewater2 , los distintos personajes de la obra son proyecciones de distintos aspectos del yo dividido del protagonista. Por último, recordemos las interpretaciones que proponen una lectura sociológica de El proceso, por ejemplo la que se ofrece en La máquina burocrática de González García3 • La realidad a la que refiere El proceso sería, según esta interpretación, la realidad de una sociedad que el proceso moderno de racionalización ha convertido en una jaula de hierro, según la difundida versión parsoniana de la expresión de Max Weber: «Stahlhartes Gehause». Mucho se ha argumentado en favor y en contra de estas y otras interpretaciones y, si bien considero que algunas están mucho mejor fundadas que otras, creo, como queda dicho, que no existe, sencillamente porque no puede existir, la interpretación verdadera o excluyente de El proceso. Presentaré ahora, con la modestia que la anterior reflexión exige, mi propia interpretación de El proceso, según la cual este relato ha de leerse como una representación metafórica de todo mundo en que la intolerancia ontológica es constitutiva. Lo que nos presenta este relato es un caso químicamente puro de intolerancia ontológica. ¿Por qué digo «químicamente puro»? Porque la persecución de que es víctima K. no se apoya en ninguno de los atributos que han sido tomados tradicionalmente como soportes para la intolerancia, tales como la adhesión a ciertas creencias religiosas o políticas, la pertenencia a una minoría étnica o lingüística, etcétera. Es decir, ni siquiera se ofrece una apariencia de justificación a través del pasaje de una forma convencional de intolerancia: la intolerancia ontológica. K. es un funcionario de banco exitoso del 1 PosNER, R. Law and Literature. Cambridge, 1998, p. 135. 2 Cf. BRIDGWATER, P. Kafka and Nietzsche. Bonn, 1974. 3 Cf. GoNZÁLEZ GARCÍA, M. La máquina burocrática. Madrid: Visor, 1989. 172 Tolerancia. Sobre el fanatismo, la libertad y la comunicación entre culturas La intolerancia ontológica y el poder de la metáfora cual no se sabe que tenga ninguno de estos atributos potencialmente utilizables como elemento de descalificación. Y, sin embargo, K. es objeto de intolerancia ontológica. Esta ya aparece claramente en el episodio inicial, el episodio de la «detención» de K. Cuando una mañana este es informado por uno de los dos hombres que se han presentado repentinamente en la pensión en que vivía que se encontraba detenido, y cuando pregunta por qué, recibe la siguiente respuesta: «No estamos aquí para decírselo. El proceso ya está en curso; Ud. se enterará de todo en su oportunidad». Como K. no se da por satisfecho con esta respuesta e insiste en saber de qué se le acusa, finalmente recibe de boca de un tercer funcionario que llega al lugar, un inspector, la siguiente respuesta: «No puedo decir que esté Ud. acusado, no sé si lo está. Está Ud. detenido, esto es lo cierto, y no sé nada más». O sea, K. ha sido detenido y, como nos enteramos luego, está siendo sometido a proceso, pero no se considera necesario invocar para ello, ni en ese momento ni más adelante, ningún delito que haya cometido. Incluso, el inspector le hace notar a K. que su pregunta por el delito cometido está fuera de lugar. Y le aconseja, textualmente, hacer menos alharaca con su inocencia, ya que, según agrega, «eso estropea la impresión, más bien buena, que Ud. produce en otros aspectos». Está claro que si K. ha sido detenido y está procesado es porque, al menos en principio, se lo considera culpable. Pero ¿culpable de qué? Esta pregunta no solo no es respondida; ni siquiera es formulada. Hacerlo sería cometer un error categorial, ya que lo que se espera como respuesta a una pregunta como esa es justamente lo que en esta situación está excluido: la mención de algún delito o crimen cometido. Por lo tanto, la atribución de culpabilidad nos remite en este caso a una culpa de otro tipo, existencial u ontológica. Esta lectura se ve reforzada por otros pasajes, por ejemplo por el consejo adicional que le da el inspector a K.: piense menos en nosotros y más en sí mismo. Ahora bien, como lo muestran sus preguntas y toda su conducta, K. no parece reconocer de entrada su condición de culpable. En realidad, solo considera una vez esa posibilidad pero concluye rápidamente que no hay nada en su vida anterior por lo cual pudiera ser culpado (o sea no entiende el tipo de culpa que se le atribuye). Toda su energía se concentra en buscar una manera de zafar de tan absurda situación y retomar su vida normal. La narración que sigue al mencionado episodio de la detención constituye básicamente una descripción de los numerosos y cada vez más desesperados intentos de K. de volver a esa normalidad y los frustrantes resultados que logra. Solo al final reconoce la esterilidad de sus esfuerzos y parece vislumbrar la naturaleza de su culpa y aceptarla con resignación. Es el momento en que K. deja de luchar y se entrega mansamente a sus verdugos, quienes, cumpliendo correctamente con su función burocrática, le ejecutan como corresponde a su condición ontológica degradada, es decir, lo «acuchillan como a un perro». Se consuma así al final de El proceso el pasaje de K. de la humanidad a la animalidad. El drama de K. guarda una cierta semejanza con el Edipo de Sófocles. Al principio, tampoco Edipo es consciente de su culpa y solo el desarrollo de los acontecimientos, que en su caso forman parte del curso de una investigación que él mismo impulsa, 4. Tolerancia y laicidad 173 Osear Nudler hace que descubra finalmente su verdadera identidad y, por tanto, su culpa. Pero no hay por cierto en Edipo, ni lo hay en la tragedia clásica, nada semejante a la degradación ontológica kafkiana. Por el contrario, hay una expiación de la culpa y, en Edipo en Colono, una exaltación del Edipo anciano como sabio que culmina en la hora de su muerte. Para concluir, una reflexión a partir del carácter profético que suele atribuirse a los relatos de Kafka, en particular El proceso, en relación con el Holocausto. La clave de la cuestión reside a mi juicio en la extraordinaria capacidad de Kafka para percibir los gérmenes presentes en su propio tiempo de un sistema en el cual la intolerancia ontológica no es una característica accidental o secundaria sino una condición constitutiva, una condición de posibilidad. K. puede ser considerado como un representante temprano de los millones de individuos que, en la Alemania nazi y en otros lugares, han sido durante el último siglo estigmatizados y exterminados como portadores de una supuesta culpa ontológica. Sin embargo, es claro que sería un error reducir el campo de aplicación de la odisea de K. a los regímenes totalitarios. Su significación es mucho más general, según se muestra, como se sugirió más arriba, a través de la «pureza» de la intolerancia que padece K., no fundada en ningún soporte ni contexto particular. Esto nos permite ver al desnudo, por decirlo así, esta forma de intolerancia, así como el entramado de relaciones y juegos de lenguaje que la alimentan. Y esta misma pureza del concepto kafkiano nos facilita también comprender, más allá de la apariencia onírica de la narración, que la intolerancia ontológica es una realidad presente en nuestro propio mundo. Así, pues, una «lección» positiva que podemos a mi juicio extraer de esta lectura de Kafka es que la lucha en favor del derecho spinoziano de todo ser humano a «perseverar en su ser», a ser ontológicamente respetado y, en consecuencia, a no ser culpado ni discriminado ni perseguido en virtud de ninguna característica «esencial», real o imaginaria, que se le atribuya, es un imperativo categórico de nuestro tiempo. 174 Tolerancia. Sobre el fanatismo, la libertad y la comunicación entre culturas