La verdad nos hace libres. Sobre las relaciones entre filosofía, derechos humanos, religión y universidad Miguel Giusti, Gustavo Gutiérrez y Elizabeth Salmón (editores) © Miguel Giusti, Gustavo Gutiérrez y Elizabeth Salmón, 2015 © Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2015 Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú Teléfono: (51 1) 626-2650 Fax: (51 1) 626-2913 feditor@pucp.edu.pe www.fondoeditorial.pucp.edu.pe Diseño de cubierta: Gisella Scheuch, sobre la base de la escultura Logos, de Margarita Checa, fotografiada por Alicia Benavides Diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP Primera edición: junio de 2015 Tiraje: 500 ejemplares Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2015-08108 ISBN: 978-612-317-114-8 Registro del Proyecto Editorial: 31501361500583 Impreso en Tarea Asociación Gráfica Educativa Pasaje María Auxiliadora 156, Lima 5, Perú DE LA INDOLENCIA A LA COMPASIÓN Luis Fernando Crespo, Pontificia Universidad Católica del Perú Quisiera empezar señalando que me impresionó y me llamó a reflexión la afirma- ción del doctor Salomón Lerner Febres en el Discurso de presentación del Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) sobre el escándalo de la « indolencia» de quienes, habiendo podido actuar para impedir tanta tragedia y tanto dolor, no lo hicieron: «El informe que le entregamos expone, pues, un doble escán- dalo: el del asesinato, la desaparición y la tortura en gran escala, y el de la indolencia, la ineptitud y la indiferencia de quienes pudieron impedir esta catástrofe humanitaria y no lo hicieron» (Lerner Febres, 2003). Un párrafo más abajo continúa diciendo que, para explicar «tanta muerte y sufrimiento […] se necesita, como complemento, la complicidad, la anuencia o, al menos, la ceguera voluntaria de quienes tuvieron autoridad y, por tanto, facultades para evitarlos» (2003). Y refiriéndose a la clase polí- tica de ese tiempo, precisa lo siguiente: «hemos llegado al convencimiento de que ella [esa historia] no habría sido tan terrible sin la indiferencia, la pasividad o la simple incapacidad de quienes entonces ocuparon los más altos cargos públicos» (2003). Con frecuencia había entendido la palabra «indolencia» simplemente como sinó- nimo de pasividad, falta de reacción y de iniciativa ante una situación. Lo que el doctor Lerner denunciaba —esa era su intención, ¡denunciar! y enrostrar— era la incapacidad de sentir dolor, de compartir el dolor de las víctimas que fueron tor- turadas, desaparecidas y abusadas en los años de la violencia, de tantos peruanos y peruanas, especialmente andinos, quechuahablantes, pobres e insignificantes, que fueron tratados como cosas, objetos desaparecidos, que ni siquiera habían sido echados en falta por la mayoría de los ciudadanos, salvo —claro está— por sus ate- morizados e igualmente insignificantes familiares. La «indolencia» era una expresión de la fractura moral de nuestra sociedad, de la quiebra del sentido de fraternidad y humanidad entre los peruanos, del sentirnos ajenos a su drama y a su dolor y del sentirlos lejanos de nuestra responsabilidad. Los responsables eran otros: los terroristas de un lado y las Fuerzas Armadas del otro. Los no directamente afectados podrían contentarse con mirar con horror las imágenes ofrecidas en los medios de comunicación, lamentar los inconvenientes 578 LA VERDAD NOS HACE LIBRES de los  apagones y tener que aceptar por temor algunas restricciones de movimiento. Aun pasado el tiempo, esa actitud parece haber echado raíces. El mismo Salomón Lerner lo reitera en un reciente artículo: «La indiferencia ante la muerte de los pobres, de los excluidos de siempre fue —lo es todavía— una de las grandes derrotas morales que nos infligió la violencia armada» (Lerner Febres, 2015). La  «indolencia» es manifestación de una conciencia y de una actitud moral insolidaria, egoísta, en el fondo infraterna e inhumana. La denuncia de «indolen- cia» constituía, a la vez, un reclamo y un llamado apremiante a una nueva actitud humana de compasión, entendida en su sentido prístino, no tanto de lástima, sino de «com-pasión», compartir y hacer propio el sentimiento —de alegría o de sufri- miento— que afecta a los otros. En lo que nos ocupa, se trata más de compartir el dolor, la pasión, el sufrimiento y humillación de los otros; incluso de los «muy otros», personalmente desconocidos, lejanos y olvidados, pero al fin y al cabo seres huma- nos, peruanos, hermanos nuestros. Compartir su dolor y, de alguna manera, hacerse cargo de su situación. La compasión auténtica implica algo más que un sentimiento: se trata de asumir una causa que reivindique la dignidad y el reconocimiento de la persona maltratada, reclama el restablecimiento de la justicia violentada. Desde una perspectiva humana y teológica, la denuncia de la indolencia me remitió al tema bíblico de la compasión, como rasgo que especifica, en primer lugar, la actitud de Dios ante el sufrimiento humano y, consecuentemente, la actitud de la persona que se reconoce creyente. Desde esa perspectiva quiero ofrecer algunas consideraciones. La  actitud compasiva, con frecuencia entendida como sentimiento de lástima, había quedado como disminuida y devaluada, un sentimiento subjetivo y poco eficaz. Una relectura de los textos bíblicos desde experiencias y compromisos más solidarios y atentos a las causas del sufrimiento injustamente infligido a los más débi- les ha permitido redescubrir la hondura y alcance de la compasión de Dios. Y, a su vez, esta referencia al Dios compasivo demanda de la persona creyente una solidari- dad más lúcida y efectiva. 1. La compasión liberadora del Dios bíblico Un  primer acercamiento lo descubrimos en los albores de la fe bíblica en Dios. El texto de Éxodo 3, 7-12 nos presenta la compasión de Dios de forma muy humana y desgarrada: «he visto la aflicción de mi pueblo en Egipto, he escuchado el cla- mor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos […] el clamor de los israelitas ha llegado hasta mí y he visto la opresión con que los egipcios los afligen». Con len- guaje humano y apasionado, se revela un Dios cercano, atento y conmovido ante el sufrimiento de un pueblo oprimido y maltratado. En  los capítulos anteriores 579 De la indolencia a la compasión / Luis Fernando Crespo se había descrito el oprobio de esa situación de esclavitud y propósito de exterminio. Las expresiones del relato muestran una mirada atenta y aguda de Dios, quien per- cibe que si hay opresión y sufrimiento es porque hay quien oprime y hace sufrir. No se queda en una simple percepción, denuncia y toma posición ante la situación concreta en favor del pueblo oprimido. Su compasión no se queda en sentimiento, se compromete en una acción que termine y transforme esa situación: «He bajado para librarlo de la mano de los egipcios y para subirlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel». La situación de esclavitud y opresión es percibida por la mirada compasiva de Dios como inaceptable, debe cambiar radicalmente. La  verdadera compasión no agota su alcance en mera actitud contemplativa, ni siquiera en la denuncia, por otra parte sin duda necesaria; reclama una acción solidaria y liberadora. El  versículo 10 presenta un cambio de perspectiva un tanto sorprendente: «Ahora, pues, ve: yo te envío al Faraón, para que saques a mi pueblo, los israelitas, de Egipto». Dios, que había anunciado que iba a liberar personalmente a su pueblo, compromete a Moisés para que realice tal empresa. Dios no sustituye —en realidad no puede sustituir— la libertad y la responsabilidad histórica de los seres humanos. Es vano esperar directamente de Dios la solución de nuestros problemas e injusticias. Es nuestra tarea y responsabilidad. En ese sentido, hay que replantear muchas expre- siones de piedad —¿qué es lo que hemos de pedir a Dios?— y también algunas de las críticas que han visto en Dios un rival del ser humano. Ante la respuesta asustada y elusiva de Moisés, Dios precisa su papel: «Yo estaré contigo». Y ¡qué importante es en la vida saber con quién contamos a nuestro lado como aliento y respaldo! Pero no le dice «lo haré en vez de ti». Dios constituye al ser humano en sujeto y protagonista de su propia historia. La fe impulsa, motiva, orienta, reclama, sacude nuestra tendencia a desentendernos, nuestra indolencia; y alienta, acompaña, da fuerza para hacer de nuestra debilidad fortaleza en la búsqueda de una humanidad más justa, fraterna y humana. La fe en el Dios que ama, es com- pasivo y liberador se realiza en la solidaridad efectiva y en el compromiso, acto de amor y compasión, que libera y humaniza. La continuación de las palabras de Dios a Moisés acentúa aún más nuestra sorpresa y afina el sentido de la fe: «y esta será la señal de que yo te envío: cuando hayas sacado al pueblo de Egipto ustedes darán culto a Dios en este monte». Uno, acostumbrado a las pruebas de la existencia de Dios, esperaría otro tipo de «señal», una señal previa, contundente. La fe en Dios no se impone, a Dios se lo descubre, experimenta, en su presencia generalmente discreta en la vida y en los acontecimientos; se lo reconoce en la acción coherente y en la acción de gracias. La reflexión, el momento de la teología, «inteligencia de la fe», viene después. 580 LA VERDAD NOS HACE LIBRES La experiencia del éxodo, y el texto que lo recoge, resultó paradigmática en el desarrollo de la fe y de la ética bíblica. En las motivaciones del «decálogo» se repiten con insistencia expresiones como «Yo soy Yahvé, tu Dios que te he sacado del país de Egipto, del lugar de la esclavitud» (Éxodo 20, 2). Esto puede observarse, espe- cialmente, en las normas de conducta que afectan a los más débiles e indefensos: «no oprimas al forastero; ya saben lo que es ser forastero, porque forasteros fueron ustedes en el país de Egipto» (Éxodo, 23, 9). «Si  tomas en prenda el manto de tu prójimo, se lo devolverás al ponerse el sol, porque con él se abriga […] Clamará a mí y yo lo escucharé, porque soy compasivo» (Éxodo, 22, 25-26). La compasión y la misericordia de Dios en los profetas, y también en los salmos, aparecen como rasgos fundamentales de Dios, junto a su reclamo de justicia para con los pobres. Se insiste mucho en ellos, quizás por la dificultad de ser asimilados en la religiosidad cotidiana más proclive a reconocer la omnipotencia de Dios, el temor a su juicio y el culto sacrificial que lo aplaque ante el pecado. Son conmovedoras las expresiones de Oseas para presentar el amor y la ternura de Dios como las de un padre para con su hijo pequeño: «Yo enseñé a caminar a Efraín tomándolo por los brazos […] yo era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Oseas, 11, 3-4). Y las de Isaías, que compara la ternura de Dios con la de una madre para con su hijo: «¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ellas llegaran a olvidar, yo no te olvido» (Isaías, 49, 15). Sin embargo, ese amor y ternura de Dios no se podían acoger sin descubrir la exigencia de respeto al derecho y a la vida de los más débiles, igualmente amados y queridos por Dios, y objeto preferente de su preocupación. Los profetas vinculan «conocimiento de Dios» —en el sentido fuerte de «conocer» en la Biblia— y práctica de la justicia. Jeremías, dirigiéndose al rey Joaquín, lo recrimina ásperamente: «Ay del que edifica su casa sin justicia y sus pisos sin derecho, se sirve de balde de su prójimo y su trabajo no le paga […] Tu padre, ¿no comía y bebía? Pero practicaba justicia y equidad […] hacía justicia a la causa del cuitado y del pobre. […] ¿No es eso cono- cerme?» (Jeremías, 22, 13-16). Lo contrario de «conocer a Dios» no es solo ser agente de iniquidad e injusticia, sino el no compartir la pasión de Dios por los que sufren; es la «indolencia» de quie- nes están sumergidos en el disfrute de su bienestar como en una coraza que les impide percibir y ser sensibles ante el sufrimiento, el dolor y la desesperación de las víctimas de tantos desastres, violencias e injusticias. El profeta Amós, un profeta campesino escandalizado por el lujo y la superficialidad de los sectores acomodados de la ciudad, en tono patético y amenazante clama: ¡Ay de los que se sienten seguros en Sión y de los que confían en la montaña de Samaría, los notables de la capital de las naciones […] ustedes los que tratan 581 De la indolencia a la compasión / Luis Fernando Crespo de  alejar el día funesto y acercan un estado de violencia!, los que se acuestan en camas de marfil, arrellenados en sus lechos, los que comen corderos del rebaño […], los que canturrean al son del arpa […] los que beben vino en anchas copas y se ungen con los mejores perfumes, pero no se afligen por el desastre de José (Amós, 6, 1-7). Una descripción que bien puede acercarse a nuestra realidad de desigualdades hirientes entre quienes viven en el lujo y en el despilfarro y quienes carecen de lo más elemental para subsistir. Al celebrarse un año más de la entrega del informe de la CVR, su presidente escribía lo siguiente: «La vida de los pobres sigue valiendo muy poco para quienes tienen poder» (Lerner Febres, 2014). La fe en el Dios apasionado por la vida de los pobres nunca ha podido separarse de la compasión, del compartir y del hacerse cargo del sufrimiento y de las causas históricas que lo originan. La pobreza y el dolor que ella genera no son una fatalidad, constituyen una violencia y una violación de derechos elementales humanos, causa- das por el egoísmo y el desinterés de otros humanos. La «indolencia» ante tan grande sufrimiento denota una actitud de inhumanidad y, para quienes se dicen creyentes, una negación práctica de la fe que afirman. 2. La compasión de Jesús y su indignación ante la indolencia La  teología actual presta una atención especial a la auténtica dimensión humana de Jesús, no en oposición a la confesión de su condición de Hijo de Dios, sino más bien como el acceso al misterio de su persona y de su singular relación con el Padre. Ante la demanda de uno de sus discípulos que reclama que Jesús les dé a conocer al Padre, Jesús responde «quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Juan, 14, 9). Un riesgo permanente en la religiosidad cristiana ha sido la de divinizar a Jesús de tal manera que se disipe su verdadera condición humana. Curiosamente, la primera herejía cristiana consistió en negar la «carne» de Jesús. Los Concilios de los siglos IV y V, para presentar adecuadamente el misterio de Jesús, hubieron de establecer no solo el «verdadero Dios», sino igualmente el «verdadero hombre». En el acercamiento a lo humano e histórico de Jesús, Hugo Echegaray planteaba el concepto de «práctica de Jesús», enmarcándolo en su contexto histórico, para una mejor comprensión de su mensaje y de su persona. En esa «práctica», que abarca palabras, acciones y estilo de vida, nos encontramos reiteradamente con su actitud de compasión. Los verbos griegos que se emplean y que traducimos por compasión son los siguientes: «σπλαγχνίζομαι» (splanchnizomai), sentir compasión, conmo- ción de las entrañas, y «ἐλεέω» (eleeo) tener compasión, piedad, misericordia. Ante el dolor de una madre viuda por la pérdida de su hijo único, se afirma que «[a]l verla, el Señor tuvo compasión [se conmovió entrañablemente] de ella y le dijo: “No llores” 582 LA VERDAD NOS HACE LIBRES […] y él se lo dio a su madre» (Lucas, 7, 11-15). Pero también ante la situación del pueblo aplastado y desalentado por la ocupación y despojo por parte del Imperio Romano que ocupaba la región se indica lo siguiente: «al ver a la muchedumbre, sintió compasión [se conmovió] de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor» (Mateo, 9, 36). La misma expresión se repite al ver al pueblo, el cual lo ha seguido y escuchado largamente, en el desierto y con hambre: «sintió compasión de ellos […] se puso a enseñarles muchas cosas […] les contestó: “denles de comer”» (Marcos, 6, 34-44). El sentimiento de compasión que descubrimos en Jesús y que propone a los dis- cípulos como clave de comportamiento en la parábola del samaritano bueno no se queda en el sentimiento, reclama concreciones efectivas de solidaridad que respon- dan con inteligencia y eficacia a la necesidad de las personas en situación de maltrato y despojo. La parábola responde a la pregunta del escriba «¿quién es mi prójimo?». Pregunta tramposa, supone que hay personas que no son prójimo a amar y atender. Jesús contrapone la actitud de personas del mundo religioso, como el sacerdote y el levita, que, «al ver al hombre medio muerto, dio un rodeo», con la del samaritano: «al verle, tuvo compasión. Acercándose, vendó sus heridas, echando en ellas aceite y vino; y le montó en su propia cabalgadura […] ¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de ladrones? Él dijo: “el que practicó la misericordia con él”» (Lucas, 10, 29-37). La parábola descalifica el comportamiento indolente, despectivo, insensible, el pasar de largo mirando para otro lado, ante la situación «mediomuerta» del desconocido. El prójimo no es el que está próximo a mí, más bien yo que me aproximo me hago prójimo del desconocido en necesidad. Frente a la indolencia, la compasión, el compromiso lúcido y eficaz para responder al despojado y maltratado. Hoy habría que hablar también, ante la masiva situación de pobreza y violación de derechos, de un amor al prójimo, organizado y político, de una «caridad política». Allá por los años del Concilio, el teólogo Padre Marie-Dominique Chenu planteó, en un célebre artículo titulado «Las masas humanas, mi prójimo», esta exi- gencia de dar un nuevo y más amplio horizonte al sentido del amor al prójimo. La compasión de Jesús no fue un simple sentimiento de bondad. Tuvo mucho de provocación, de actitud libre frente a costumbres y tradiciones, incluso religiosas. Para Jesús, el amor de Dios no está encerrado en el cumplimiento de la Ley. En su tiempo, en nombre de la Ley y del «sábado», se justificaban comportamientos reñi- dos con la universalidad del amor de Dios y su preferencia por los insignificantes. El Evangelio de Marcos (1, 40-45) nos ofrece un relato de curación de un leproso. Según las prescripciones de la Ley, debía considerárselo «impuro» y, por tanto, excluido del culto y de la convivencia. Lo curioso es que este leproso «se le acerca». Jesús lo acoge: «extendió su mano y lo tocó». Según la Ley, Jesús quedó impuro. 583 De la indolencia a la compasión / Luis Fernando Crespo Doble transgresión: del leproso y de Jesús. Traducciones frecuentes de la Biblia ante- ponen como actitud de Jesús: «compadecido». Las nuevas ediciones de la Biblia de Jerusalén escriben «encolerizado». Buenas fuentes antiguas prefieren respaldar esta lectura. Pareciera que, como quizás nosotros hoy, algún copista encontró difícil ver a Jesús «encolerizado» y lo sustituyó por «compadecido». Personalmente me costó aceptar el cambio. Pero, finalmente, lo entendí: a Jesús debió «dolerle» e indignarle la situación de ese hombre, enfermo y excluido, social y religiosamente. Encolerizado por esa situación, realmente inhumana y contradictoria con la compasión de Dios, rompe y transgrede la Ley, lo toca y le pide: «vete, muéstrate al sacerdote y haz por tu purificación la ofrenda que prescribió Moisés para que les sirva de testimonio» y seas reconocido y acogido en la comunidad. La reacción «encolerizada» de Jesús está más cerca y revela mejor la compasión liberadora de Dios. La  compasión solidaria con la persona sufriente y excluida suscita a la vez en Jesús indignación para con quienes se escudan en pretextos religiosos —sábado y sinagoga— para permanecer indiferente ante el sufrimiento y la posible curación por Jesús de un hombre tullido. Jesús lo coloca en medio y desafía: «“¿Es lícito en sábado salvar una vida en vez de destruirla?” Pero ellos [luego sabremos que son los fariseos, estrictos cumplidores de la Ley] callaban. Entonces, mirándoles con ira, apenado por la dureza de su corazón, dice al hombre: “Extiende tu mano […]”» (Marcos, 3, 1-6). Una compleja reacción: ira y a la vez pena. No debiera esperarse de quienes se ufanan de ser seguidores de la Ley de Dios una actitud de desentendimiento —indolen- cia— frente al sufrimiento de los enfermos. Jesús es hombre creyente, de actitudes y sentimientos claros: si Dios es el «Abba», padre querido, «papá», que pone su pre- ferencia en «el huérfano, la viuda y el extranjero», no se puede cerrar los oídos y el corazón ante el clamor silencioso de los maltratados por la vida. A Jesús, verdadero humano y hermano, le duele y le indigna la insensibilidad egoísta, cerrada, especial- mente de los que se dicen creyentes. La situación se repite. Las curaciones en sábado y en la sinagoga —tiempo y lugar sagrados—son un signo de que, para Jesús y para su «Abba», antes que la religión, les interesa la vida o, dicho de otro modo, para el Dios de Jesús lo más importante es la vida humana, lo más sagrado es la vida, más aún si se trata de los más pequeños e indefensos. En otra oportunidad, cuando un sábado los discípulos arrancan espigas, ante la crítica de los mismos fariseos, había sentenciado que «el sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Marcos, 2, 27). La enfermedad y el hambre o, en positivo, la salud y la satisfacción de las necesidades básicas humanas no son solo derechos humanos, son derechos de Dios, como lo expresó bien Hugo Echegaray. Si queremos una expresión definitiva del rechazo de Jesús a la insensibilidad e indo- lencia ante el sufrimiento de los pobres y desdichados, la encontramos en la dramática 584 LA VERDAD NOS HACE LIBRES parábola del Juicio Final en el capítulo 25 del Evangelio de Mateo. «Tuve hambre, tuve sed, era extranjero, estuve desnudo, enfermo o encarcelado […] y no me dieron de comer, de beber, no me acogieron, no me vistieron, no me visitaron». No es que me hicieron daño, me hicieron mal, no… es que ¡no hicieron nada! La contraposición entre las dos partes de la parábola no se encuentra entre los que hicieron bien y los que obraron mal, sino entre los que, ante las mismas situaciones de necesidad y sufri- miento, hicieron y los que no hicieron, los indolentes e insensibles. La sentencia de Jesús es tremendamente descalificadora ante dicha conducta como actitud humana y como comportamiento religioso. Por otra parte, y muy importante para los creyentes, Jesús deja en claro su identificación personal «con cualquiera de estos hermanos míos más pequeños»: los que pasan hambre, sed, están desnudos, enfermos o presos. Cómo se asume la causa de la vida de los pobres es el criterio, el gran criterio teológico, para juzgar cómo somos humanos y si realmente estamos cerca de Dios. 3. De la indolencia a la compasión Si bien mi reflexión ha corrido naturalmente por el camino de la teología, he tenido la convicción de moverme en un ámbito profundamente humano. La indolencia, el mirar para otro lado, la distancia y la abstención del juicio y de la acción ante el sufri- miento, ante la violación flagrante y sistemática de derechos, más aun cuando esto es causado y perpetrado por decisiones y actores humanos, equivale a una renuncia a la condición humana. La solidaridad, antes que ser una virtud consciente y libremente asumida, es como un dato objetivo, ontológico. El mero hecho de ser humano me constituye hermano y solidario y, por tanto, crítico y responsable de lo que acontece a los otros seres humanos. No quiero decir que esto surja necesariamente de manera espontánea. Estamos sometidos a complejos condicionamientos sociales y culturales, modelos de éxito y bienestar, que tienden a separar individuo y comunidad, realiza- ción personal y responsabilidad solidaria y política. En una emotiva homilía a los pocos meses de asumir su ministerio de Obispo de Roma, el Papa Francisco en Lampedusa, donde habían perecido ahogados cientos de africanos, clamaba y denunciaba que en la sociedad moderna estamos tan centra- dos en nuestros problemas individuales que hemos perdido la capacidad humana de dolernos y de llorar ante la desgracia de los más pobres: «¿Quién de nosotros ha llorado por este hecho y por hechos como este?». ¿Quién ha llorado por la muerte de estos hermanos y hermanas? ¿Quién ha llorado por esas personas que iban en la barca? ¿Por las madres jóvenes que llevaban a sus hijos? ¿Por estos hombres que deseaban algo para mantener a sus propias familias? Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar, de «sufrir con»: ¡la globa- lización de la indiferencia nos ha quitado la capacidad de llorar! […] pidamos 585 De la indolencia a la compasión / Luis Fernando Crespo al Señor la gracia de llorar por nuestra indiferencia, de llorar por la crueldad que hay en el mundo, en nosotros, también en aquellos que en el anonimato toman decisiones socio-económicas que hacen posibles dramas como este. «¿Quién ha llorado?». ¿Quién ha llorado hoy en el mundo? El  objetivo del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación no era el de quedarse en un objetivo informe sobre lo ocurrido. Creo que aspiraba a más: hacernos descubrir y enrostrar un juicio ético formulado como «vergüenza» para platearnos como nación una manera nueva de reconocernos, aceptarnos y convivir juntos. Era necesario conocer y asumir la «verdad» de lo que pasó con toda su crudeza y su dolor. Tampoco era suficiente quedarnos allí. Algunos recibieron con sospecha el añadido «y Reconciliación». Falta de perspectiva. No bastaba mirar el pasado, había que construir el futuro. Y este requería novedad, confianza y reconciliación. Los dos aspectos, verdad y reconciliación, se necesitan y condicionan. Solo así podíamos mirar con ojos purificados el futuro de nuestro pueblo, de unos hermanos recon- ciliados. No sería posible una verdadera «reconciliación» sin reconocimiento de la «verdad». Solo siendo «verdaderos» podremos volver a encontrarnos, mirarnos sin recelos, imaginar el futuro y caminar juntos, «reconciliados». La compasión —opuesta a la indolencia— es expresión de amor, el verbo hebreo para decirlo deriva de «entrañas»; un sinónimo, «misericordia», deriva de «corazón». La compasión, que es una manera amorosa, conmovida, de acercarnos a los otros, a su realidad, puede cualificar y hacer más lúcida y cercana nuestra mirada y nues- tro juicio. Siempre me llamó la atención lo que el sabio Rey Salomón, al iniciar su reinado, le pide a Dios, quien le había sugerido que le pidiera lo que necesitara. «Concede, pues, a tu siervo un corazón para entender y para hacer justicia a tu pue- blo, para discernir entre el bien y el mal. Cierto, ¿quién podrá hacer justicia a este pueblo tan grande?» (1 Reyes, 3, 9). Corazón y rectitud, compasión y sentido ético para una sabia conducta política. Acercamiento con corazón para entender, comprender la tragedia y sus causas. La dura realidad de las víctimas necesitaba ser abordada con ojos compasivos. Siendo muchas, e importando la exactitud de cuántas habían sido, se requería capacidad de asombro, de indignación, de respeto y de ternura ante cada relato y cada desgracia, ante el dolor de cada persona. Es una lección que no hemos de olvidar hoy al acer- carnos para analizar la realidad. Es importante la estadística y las cantidades, es igual o más importante la actitud fraterna respetuosa y compasiva. La compasión es importante también a la hora del enjuiciamiento ético. La luci- dez y la contundencia de la descalificación y del rechazo no deben olvidar que se trata también de seres humanos y hermanos. Eso ayudará a purificar y controlar la espontánea reacción de venganza para convertirla en razonable exigencia de justicia, 586 LA VERDAD NOS HACE LIBRES que abra el camino hacia una reconciliación entendida como «el restablecimiento y la refundación de vínculos fundamentales entre los peruanos» (Comisión de la Verdad y Reconciliación, 2003, tomo 1, p. 36). Salomón Lerner lo comentaba en un artículo hace poco más de un año: «Como se apreciará, la reconciliación se ofreció como un horizonte y por tanto exigía —y aún lo hace— una marcha permanente en la que hemos de avanzar lo más posible con la conciencia de que no llegaremos de modo perfecto a la utopía de una sociedad totalmente presidida por la justicia y en la que sea realidad la plenitud de la vida buena» (2013). Finalmente, la compasión —como decíamos a propósito del samaritano: lúcida, eficaz y organizada— debería acompañar nuestra búsqueda apasionada y lúcida de una sociedad de verdad, fraterna y reconciliada, donde cuenten en primer lugar los derechos de los pobres, de las víctimas, de los olvidados. Y, con gran urgencia, son necesarias las «reparaciones», tan postergadas y lentas. La atención preferente y urgente a las condiciones de vida de los pobres, víctimas de un sistema económico que antepone la ganancia de unos pocos muy poderosos, viene urgida por las pala- bras del Papa Francisco: «No deben quedar ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro […] Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos» (2013, p. 48). No quisiera terminar esta contribución sin agradecer a Salomón Lerner Febres su testimonio y sapiencia en sus años de rectorado en la Pontificia Universidad Católica del Perú, expresado particularmente en inolvidables discursos de Inauguración del Año Académico, así como su tarea de coordinación de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, cuyo informe debe seguir siendo inspiración y tarea para la actual y las próximas generaciones en el Perú. Bibliografía Comisión de la Verdad y Reconciliación (2003). Informe final. Lima: CVR. http://www. cverdad.org.pe/ifinal/ Lerner Febres, Salomón (2003). Discurso de presentación del Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Lima, 28 de agosto. http://www.cverdad.org.pe/ifinal/ discurso01.php Lerner Febres, Salomón (2013). CVR y la reconciliación. La República, 29 de noviembre. Lerner Febres, Salomón (2014). CVR. Por una memoria que nos libere. La República, 29 de agosto. Lerner Febres, Salomón (2015). CNDDHH: 30 años. La República, 30 de enero. Papa Francisco (2013). Exhortación apostólica Evangelii Gaudum. Madrid: Palabra.