La ilusión de un país distinto Cambiar el Perú: de una generación a otra © Luis Pásara, 2017 © Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2017 Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú feditor@pucp.edu.pe www.fondoeditorial.pucp.edu.pe Diseño, diagramación, corrección de estilo y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP Primera edición: junio de 2017 Tiraje: 1000 ejemplares Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº 2017-07453 ISBN: 978-612-317-274-9 Registro del Proyecto Editorial: 31501361700693 Impreso en Tarea Asociación Gráfica Educativa Pasaje María Auxiliadora 156, Lima 5, Perú BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ Centro Bibliográfico Nacional 985.004 I La ilusión de un país distinto: cambiar el Perú: de una generación a otra / [testimonios, Abelardo Oquendo, José Alvarado Jesús, Héctor Béjar ... et al.]; Luis Pásara, [entrevistas].-- 1a ed.- - Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2017 (Lima: Tarea Asociación Gráfica Educativa). 396 p.; 24 cm. Incluye referencias bibliográficas. D.L. 2017-07453 ISBN 978-612-317-274-9 1. Realidad peruana - Siglo XXI 2. Intelectuales - Perú - Entrevistas 3. Celebridades - Perú - Entrevistas 4. Problemas sociales - Perú 5. Participación política - Perú 6. Perú - Política y gobierno - Siglo XXI 7. Perú - Condiciones sociales - Siglo XXI 8. Perú - Condiciones económicas - Siglo XXI I. Oquendo, Abelardo, 1930- II. Alvarado Jesús, José III. Béjar Rivera, Héctor, 1935- IV. Pásara, Luis, 1944- V. Pontificia Universidad Católica del Perú BNP: 2017-1864 189 Baltazar Caravedo «La dedicación a la vida partidaria y a la búsqueda del poder puede ser como una adicción que difícilmente se deja. No se es capaz de escuchar; se pierde la conciencia reflexiva; muchas veces, la dignidad». La idea de que el mundo puede cambiarse no vino de pronto sino que fue un proceso gradual. Empezó con las historias que mi padre nos contaba respecto de nuestros antepasados familiares. En su relato, mi tatarabuelo por el lado paterno —que lle- vaba el mismo nombre que yo— había luchado por la independencia del Perú. Con 16 años se enroló en el ejército de San Martín cuando este desembarcó en Pisco en 1820; estuvo en las batallas de Junín y Ayacucho. En el ejército peruano hizo una dilatada carrera, participando en revueltas y golpes de estado; llegó a general. Cuando integró el consejo de guerra que juzgó a Salaverry, se negó a firmar la sentencia de muerte, lo que le valió que lo deportaran. Fue diputado en la época de Castilla, pero renunció por no estar de acuerdo con lo que venía haciendo el parlamento y tuvo una conducta en favor de los que menos poder tenían. Cuando el general Mariano Igna- cio Prado lo envió a Huancané a debelar las acciones en contra de los terratenientes, mi tatarabuelo se declaró a favor de las demandas de los campesinos. Mi bisabuelo Caravedo estuvo enrumbado por las mismas pretensiones que su padre, aunque fue más radical en su conducta. Fue fusilado cuando tenía unos cua- renta años por intentar un golpe de estado contra el gobierno de Morales Bermúdez, a quien percibía como un títere de Cáceres. Otro de mis bisabuelos, Luis Carranza, que era médico, fue copropietario y codirector del diario El Comercio, conspicuo inte- grante del Partido Civil, ministro de gobierno durante la guerra con Chile y promovió la alianza con Nicolás de Piérola para derrotar a Cáceres en la revolución de 1895. Mi abuelo —que también se llamó como yo y era mi padrino— era el otro gran héroe en el relato de mi padre. Huérfano a los seis años, estudió medicina y fue uno de los pioneros de la psiquiatría en el Perú, con Hermilio Valdizán y Sebastián Lorente. Participó en la quema de las jaulas que existían en el Asilo Colonia de la Magdalena —hoy hospital Larco Herrera—, que animó Domingo Cabred, psiquiatra argentino La ilusión de un país distinto 190 y partidario de nuevos métodos en el tratamiento psiquiátrico. En su narración, mi padre insistía en el sentido de compromiso que tenía mi abuelo, su vida austera y su responsabilidad en la recuperación de sus pacientes o de los que había en el llamado «manicomio». Si bien no tuvo actuación en la vida política, manifestó un gran inte- rés por modificar la cultura predominante que rechazaba a los enfermos mentales, y consideraba necesario ampliar el conocimiento sobre la salud mental, cargado de prejuicios, incluso en su propia profesión. Mi abuelo fue uno de los personajes más importantes como referente para mí. Aunque él no tuvo nada que ver con la política, sí tuvo un deseo de transformación, de cambio, de modificación, que quizá fue lo que me enganchó con él. Creo que en la narrativa de mi padre había un mensaje épico que insinuaba que había que remontar la frustración que traía la familia al no poder concretar la materialidad del espíritu que los movía. Este fue uno de los ejes que influyeron en mi percepción respecto de un rol que yo podía cumplir. Los mayores fueron una suerte de guía inconsciente. Además de mis antepasados, fueron personajes importantes para mí en el Perú: José Carlos Mariátegui, Víctor Raúl Haya de la Torre, Fernando Belaunde, Luis Alberto Sánchez, Jorge Basadre y Raúl Ferrero Rebagliati. Eran como si fuesen muy familiares debido a la manera en la que mi padre los refería en las conversaciones a la hora del almuerzo. Decía que mi abuelo en algún duelo o debate había sido padrino de Mariátegui y que Luis Alberto Sánchez siendo universitario había sido secretario de mi abuelo. A Basadre, lo conoció en tertulias en las que los intelectuales de una generación mayor, que era la de Basadre, intercambiaban ideas con los más jóvenes, como mi padre. A Ferrero él también lo conocía del Colegio, y de toda la vida, porque fueron buenos amigos. A Belaunde lo conocía del colegio La Recoleta y del Rotary Club; de él me gustaba su estilo, su forma de hablar cuando hablaba en público, cómo declamaba cuando se dirigía a la población; en la intimidad tenía una forma distinta. Internacionalmente los personajes referentes fueron: Mahatma Ghandi, Albert Einstein, Sigmund Freud, Winston Churchill, John Kennedy —a quien asesinaron cuando estaba en mi último año de colegio, el 22 de noviembre de 1963, día en el que terminaron las clases— y Charles de Gaulle, a quien saludé en Palacio de Gobierno en su visita al Perú en el primer gobierno de Belaunde. Mi padre había sido invitado y me pidió que lo acompañase, tenía diecisiete años y fui vestido de frac. Leí a Mariátegui y a Haya de la Torre; podía recitar partes de El anti-imperialismo y el APRA porque en esa época tenía muy buena memoria. En mi adolescencia uni- versitaria leía textos que contenían reflexiones, de Jean Paul Sartre, Albert Camus, Ortega y Gasset, Ernst Cassirer, Miguel de Unamuno. Por aquí también aparecen Hegel, Nietzsche, Marx, Heidegger y, en general, textos de filosofía. Las  novelas Baltazar Caravedo 191 me interesaron en la universidad; me marcaron García Márquez —cuando se publicó Cien años de soledad me encantó— y Vargas Llosa. Pero durante un tiempo largo la poesía era lo que más me atraía. Me gustaban Antonio Machado, José María Eguren, César Vallejo, la poesía china. Cuando terminé el colegio ingresé a estudiar Medicina. Mi padre, al igual que el suyo, fue médico psiquiatra. En el desarrollo de mis estudios de premédicas empecé a sentir que no había espacio para mí en esta actividad. Algunos de los profesores de la Universidad Cayetano Heredia, cuando recién los conocía me preguntaban si yo era el hijo/nieto del doctor Caravedo. Esta forma de relacionarse conmigo no me gustaba; quería ser yo mismo. Me retiré de la carrera de Medicina y decidí estudiar Ciencias Sociales. En la época del gobierno militar se había empezado a desarrollar en la Universi- dad Católica un movimiento estudiantil marxista. Jacques Gouverneur, un profesor belga, dictaba Teorías Económicas Comparadas basado en el Tratado de economía marxista de Mandel. Se me abrió una nueva perspectiva. Las lecturas que simultá- neamente estuvieron de moda en ese entonces fueron las de Louis Althuser y Martha Harnecker. De ese modo fui evolucionando en mis ideas políticas y empecé a parti- cipar más en las actividades políticas del movimiento estudiantil. «MI COMPROMISO ESTUVO MUY CARGADO DE RESISTENCIA DE MI PARTE. NO ME GUSTABAN LAS FORMALIDADES, LOS RITOS Y PROTOCOLOS QUE USUALMENTE TIENEN LA IGLESIA Y LOS PARTIDOS POLÍTICOS». En  la década de los sesenta se habían producido en el país levantamientos arma- dos como el del Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Había surgido otro movimiento de izquierda, Vanguardia Revolucionaria, que tenía influencia en el movimiento estudiantil de la Católica, en el que destacaba Javier Diez Canseco, amigo a quien conocía desde el colegio. Otro personaje importante y creador de la organización fue Ricardo Letts, también exalumno del colegio, pero varios años mayor. Lo vi en varias oportunidades cuando se invitaba a la Universidad personajes para debatir la coyuntura política. La ilusión de un país distinto 192 Otro profesor importante en mi formación y reflexión fue Heraclio Bonilla. Gracias a él descubrí mi interés por la historia económica, y, específicamente, la historia económica del Perú en su etapa republicana, la base del curso que él dictaba. Mi tesis de bachiller trató sobre la formación de lo que se denominaba la «burguesía nacional» en el periodo de 1933 a 1948. Bonilla fue mi asesor. Mi tesis de maestría versó sobre las ten- siones entre grupos económicos y políticos establecidos en Lima y Arequipa, de 1948 a 1956. Luego trabajé sobre la década de 1920 y posteriormente sobre el empresariado pesquero de 1939 a 1973. Mis trabajos fueron  publicados como libros. Paralelamente a mi formación académica me fui comprometiendo con el movi- miento político que se gestaba desde la izquierda. Al  comienzo, mi compromiso estuvo muy cargado de resistencia de mi parte. No me gustaban las formalidades, los ritos y protocolos que usualmente tienen la Iglesia y los partidos políticos. Tampoco me gustaba la palabra «camarada». No me sentía comprometido con esas formalida- des, aunque sí les encontraba cierto sentido, porque se enganchaban con la idea de que había que modificar el mundo. Pero el compromiso no fue algo que asumí de pronto y de golpe. Iba a los círculos de discusión de algunos textos sobre marxismo, por ejem- plo. Con el paso del tiempo, cuando te vas quedando, te piden que te hagas un poco más comprometido y tienes otro nivel. Ingresé entonces al círculo de apoyo industrial, donde estaba Pancho Verdera y también estuvo Fernando Villarán. Yo trabajaba cosas que tenían que ver con burguesía e industria. Había una discusión sobre si la burgue- sía nacional existía o no. Yo tenía la posición de que sí existía, una posición distinta a la de Aníbal Quijano o a la de los teóricos de la dependencia, como Theotonio Dos Santos o Vania Bambirra, algo más rígidos que Fernando Enrique Cardoso. Pasar del círculo a la célula era ya la militancia. Me integré a la célula y como militante de Vanguardia Revolucionaria, fui a enseñar a la Universidad de Huancayo desde agosto o setiembre de 1972 hasta mayo de 1973. Hubo una discusión y yo dije: «Ya pues, me voy», a Huancayo. Era recién egresado en ese momento y fue como asumir un sacrificio en aras de esto que era la revolución —una idea superior—, en la cual iba a jugar algún rol, según me percibía. Me casé, la primera vez, en setiembre de 1972 y Augusta me acompañó a Huancayo. Ella era una integrante del círculo agra- rio, en el que estaban Rodrigo Montoya, José María Caballero, Mariano Valderrama, Fernando Eguren y otros. Fuimos los dos; ella se vinculó allá con Tomás Montoya, primo de Rodrigo, y hacía trabajo en la zona del centro, con las comunidades. En la Universidad del Centro di un curso de Macroeconomía en el Programa de Arquitectura. El primer día de clase, un estudiante se paró y me dijo: «Profesor, ¿usted cómo caracteriza la sociedad peruana?». Era para identificarme, para ver si me admitían o no. La verdad, no les di ninguna respuesta clara; yo parecía más un diletante que una persona con claridad respecto del sentido de la revolución; siempre Baltazar Caravedo 193 me moví en esa zona gris y era más flexible que otros. Me movía más en el mundo intelectual y pensaba que los que eran revolucionarios tenían que estudiar mucho, que no podían ser simplemente predicadores vacíos casi de todo, menos de lo que estaban predicando. Por eso tenía mucho interés en investigación, en historia, en buscar referentes del conocimiento. Eso quizá me alejaba también de la gente que estaba en la militancia, que creo no tenía tanto interés en tener más conocimiento. Ser demasiado rígido, ser un dogmático limita tu pensamiento y eso a mí me asus- taba; por eso a mí no me gustaba levantar el puño y hacer esas maromas, porque no me sentía identificado con esa rigidez. Yo no era para hacer pintas, nunca hice una pinta; no era para organizar movili- zaciones en la calle; nunca repartí volantes en la puerta de las fábricas. Le daba más importancia a la cuestión intelectual, al conocimiento. Me acuerdo de Ricardo Letts, que debatía con energía y fuerza, pero a veces me daba la sensación de que le faltaba conocimiento. Me desilusionaba la precariedad del conocimiento con el que se traba- jaba. Teníamos otra edad, desde luego, pero en parte me asustaba y limitaba mi completa identificación. Por eso es que luego tuve mayor acercamiento a Alfonso Barrantes, porque él era una persona que no tenía una postura  cuadriculada ni  dogmática. «LA ACCIÓN POLÍTICA ERA UNA ACCIÓN EDUCADORA. EL MENSAJE ERA AMPLIAR LA CONCIENCIA UNIVERSAL, LA DE CADA UNO DE LOS HOMBRES Y MUJERES». Para mí la revolución consistía en cambiar la manera autoritaria en que se relacionan las personas. Por eso tenían una importancia especial el conocimiento y la educación. El poder político no lo era todo. No me impresionaban los regímenes llamados socia- listas. No consideraba que eso era la revolución. Hay una parte del discurso de Haya en Acho, en 1931, que describe bien lo que yo sentía acerca de la revolución. Decía algo así como: A palacio se puede llegar por el oro o con las armas, pero nosotros que- remos llegar a la conciencia del pueblo porque es ahí donde reside el verdadero poder. La acción política era, pues, una acción educadora. El mensaje era ampliar la con- ciencia universal, la de cada uno de los hombres y mujeres. La violencia, la muerte, la tortura, la extorsión, el secuestro, me parecían perversiones de la humanidad para imponer y someter, no la ruta de la liberación. Cambiar el mundo era transformar la configuración ética de las sociedades, de los seres humanos, de la humanidad. La ilusión de un país distinto 194 La lucha armada era un tema que se conversaba en distintos medios. Pero para mí no era un tema: nunca me imaginé metralleta en mano. No, porque la violencia también forma parte de mi historia familiar: al papá de mi tatarabuelo lo fusila- ron y mi tatarabuelo, como dije antes, se opuso al fusilamiento de Salaverry. A mi bisabuelo también lo fusilaron. El tema de la violencia y la muerte es injusto; no es digno y es injusto. A mí me parecía que el proceso era más gradual; no tiene que ser todo de golpe y la transformación es algo gradual. En ese sentido, la existencia de una burguesía nacional me parecía importante porque daba un respiro. Nunca me sentí cercano a los que tenían posturas radicales, pero en términos amicales no me distanciaba. No asumí una posición drástica que integrara todo, como por ejemplo: si eres una persona que estás con la izquierda y piensas en la revolución, tienes que actuar así. No era un cuadriculado. En la etapa de clandestinidad la militancia partidaria era sinónimo de sacrifico; entregar la vida para que se plasmase el mensaje que traíamos. El mensaje era un catecismo que distinguía arbitrariamente quiénes eran «los buenos» y quiénes no, quiénes eran los enemigos», lo que llevaba a una postura radical que invalidaba con la acción aquello que se postulaba. El partido estaba por encima de todo. La dedi- cación al partido afectaba la vida familiar. La dedicación significaba ser clandestino, no trabajar y no recibir un salario; muchas veces, la que debía trabajar era la mujer, la esposa o la compañera. No fue mi caso, pero sí lo vi en otros militantes que no terminaron la universidad o que vivían en malas condiciones. Esta dinámica cambió cuando se pasó de la clandestinidad a la legalidad. Cuando la izquierda dejó de ser clandestina se abrieron muchas puertas, lo que cambió la vida a los militantes. La dedicación a la vida partidaria y a la búsqueda del poder puede ser como una adicción que difícilmente se deja. Por esa adicción se modifica el sentido del tiempo, el sentido de las palabras, el propósito de los actos. La incongruencia se apodera del universo en el que se desenvuelven las personas. No se es capaz de escuchar; no se es capaz de tomar conciencia de los impactos que la vida de uno mismo provoca en sus familiares; se pierde la conciencia reflexiva; muchas veces, la dignidad, y los sujetos de la transformación se convierten en meros objetos desalmados. Así como mi ingreso fue un proceso gradual, mi salida fue también un proceso gradual. Tal como lo percibo ahora, venía saliendo. En ese proceso tenía la sensación de que no contaba con el reconocimiento de la organización, en parte porque vivía en San Isidro, mis papás vivían en San Isidro y había estudiado en el colegio Santa María. Ricardo Letts, Javier Diez Canseco, Fernando Eguren y Diego García Sayán eran del mismo colegio y a todos nos veían un poquito como pitucos, aunque no a todos con el mismo nivel de intensidad. Javier era más aceptado, pero Diego o yo Baltazar Caravedo 195 estábamos más alejados en el sentido del afecto, la cercanía, el compromiso; como que había una cierta resistencia. Estuve entre los amigos y simpatizantes de Vanguardia Revolucionaria entre 1971 y 1975. Salgo de Vanguardia y hay una etapa, que no es tan corta, en la que no estaba en nada. Después encuentro un espacio en el MIR, donde me conecté muy bien con Carlos Tapia y varios otros. La gente era más amiga, Tapia era más simpático que Murrugarra en términos sociales. Eran mucho más flexibles, menos rígidos, aun- que un sector había tenido antes una etapa de la lucha armada, que yo no he vivido. Estando ahí tuve una cercanía muy fuerte con Barrantes, que para mí era importante por su posición, pero también porque no me generaba mucho conflicto o tensión con el partido. Cuando se decidió participar en el proceso electoral de 1980, para mí la participación en el MIR pasó a un segundo plano. La UDP se formó con la inte- gración de Vanguardia, todos los MIR juntos, el PCR, lo de Ronald Gibbons —que no me acuerdo cómo se llamaba—, y creo que Insurgencia Socialista. Eran cinco. Mi actividad política estaba en la UDP, como representante del MIR, conjuntamente con Carlos Tapia. Ahí estábamos con Alfonso Barrantes, Javier Diez Canseco, Carlos Tapia, Julio Rojas, Manuel Dammert y otros más. Cuando a fines de 1979 y comienzos de 1980 se constituyó ARI [Alianza Revolucionaria de Izquierda], que para participar en el proceso electoral de 1980 impulsaron la UDP y los grupos trotskistas alrededor de Hugo Blanco, fui elegido personero legal de ese frente ante el Jurado Nacional de Elecciones. Lo inscribí en el Jurado. Cuando se partió ARI, la UDP decidió ir a las elecciones de 1980 con candidato presidencial, que fue Carlos Malpica porque Alfonso Barrantes no quería ir de candidato. Fui en el cuarto lugar de la lista de candidatos a diputados; salieron los dos primeros —Cucho Haya y Javier Diez Canseco— y yo no salí. Luego, en las elecciones municipales de noviembre, fui el segundo en la lista de Izquierda Unida para la Municipalidad de Lima, con Eduardo Castillo —que fue secretario general de la Federación de Empleados Bancarios del Perú—, Marcial Rubio, Diego García Sayán, Ángel Delgado, Marco Tulio Gutiérrez, César Rojas Huaroto y otros más. En la Municipalidad yo decía: «Soy la derecha de la izquierda». Hice una buena relación con el alcalde Eduardo Orrego, que era el ala izquierda de Acción Popular, y él me nombró representante de la Municipalidad en SEDAPAL. Esa izquierda clan- destina que surge al proceso electoral no tenía en la cabeza formar parte de empresas del Estado. Pero no me lo enrostraron. Cuando en 1981-1982 era regidor de la Municipalidad de Lima, el Concejo decidió privatizar la limpieza pública de la ciu- dad y las empresas privadas que perseguían ser seleccionadas para ello se dedicaron a buscar en el Concejo una mayoría que les permitiera llevarse la preferencia. Hubo muchos manejos escondidos: las empresas invitaban a los regidores para que fueran La ilusión de un país distinto 196 a conocer su empresa en Argentina o en París. Algunos se embarcaron y yo mantuve una posición más consistente con la idea de que esta es una función municipal y las empresas privadas no van a dar un aporte sustantivo. Esto se llegó a debatir en Izquierda Unida y algunos defendieron la idea de que estas empresas podían aportar algo, pensando en la próxima campaña. No sé si se concretó. La  modificación de una forma de ver las cosas puede ser gradual o abrupta. Es gradual cuando las frustraciones son provocadas por una sucesión de fracasos que no conducen a la realización de la utopía. Es abrupta cuando en un solo acto se des- nuda o la inviabilidad de lo que se propone o la incongruencia de quienes la llevan a cabo. En el episodio del concurso para adjudicar la limpieza pública se esfumaron el concepto de revolución, la calidad de los revolucionarios, el sentido del mensaje transformador. Aparte de eso, la estocada final fue esa metida de pata que hago cuando me entre- vista Sonia Goldemberg. Yo mismo me di cuenta de que no tenía la competencia para hacer política. Me decepcioné de mí mismo, de mi propia debilidad. La crisis tenía que ver conmigo mismo. Me llevó a repensar mi vida, especialmente la ruta por el sendero de la política que había escogido para contribuir a la transformación del mundo. Tomé distancia respecto de lo que yo había sido, con una mirada muy crítica de mí mismo. Fue para mí una crisis total, diría que integral porque las fuen- tes que avivaron esta crisis provenían de diferentes planos o diferentes dimensiones. A propósito de esto comencé a escribir lo que finalmente fue la novela El atardecer de los sebastianes, que traduce la crisis en la que estaba y se publicó mucho tiempo después, en 2002. Fue una necesidad de alejamiento, pero, principalmente, pena y tristeza por la frustración que yo mismo me había provocado. No conozco a alguien con un tipo de problema parecido al mío. Por eso destaco el peso que en mí tiene mi abuelo, el mundo de la locura. La combinación de un proceso de introspección crítica, con un proceso de evaluación crítica del mundo externo del cual era parte lleva al estallido que se convierte en una crisis, pero luego me abre una ruta distinta. No conozco a alguien así, con la misma sensación o perspectiva. «EN 1983 YA NO ME SENTÍA PARTE DE LA IZQUIERDA; NO ESTABA EN CONTRA PERO MI IDENTIDAD SE HABÍA MODIFICADO». Baltazar Caravedo 197 Me parece que en ese período de mi vida que va de 1971 a 1980 tenía la sensación de que podía contribuir a cambiar la historia peruana desplegándome en dos planos: la búsqueda académica y la actividad política. Creo que así se sintetizó mi proceso de comprensión de la realidad en ese momento. Estando en la Municipalidad, ya no sentí que en ese movimiento en el que estaba había coherencia y decidí alejarme. Comencé a pensar que el mundo no era así y comencé a leer muchas otras cosas, aparte de las referidas a descentralización, que era un tema que todavía me motivaba; comenzaba a pensar en la posibilidad de con- figurar empresas distintas. Regresé al IEP por unos meses. Pero mi padre me pidió que lo ayudase en la gestión de la clínica psiquiátrica que tenía; estando ahí, asociado con mi hermano Leopoldo, planteé que la clínica se convirtiera en una comunidad terapéutica, lo cual significaba que los pacientes tenían voz y voto. Para mí esto fue como el inicio de la responsabilidad social: se hizo la experiencia de una empresa dis- tinta, donde los pacientes eran los que conducían la asamblea todos los días, de lunes a viernes, durante una hora, más o menos, para abordar temas del funcionamiento de la clínica, lo que generaba un clima de cambio. La experiencia no llegó a prosperar. Me  acerqué al Concejo Provincial a proponer una evaluación del funciona- miento de SEDAPAL con la participación de sus trabajadores. Durante casi un año tuve la responsabilidad de hacer esa evaluación participativa, que en esa época era algo novedoso. Hice una alianza muy estrecha con el sindicato y también con varios de los profesionales que no estaban sindicalizados. En diciembre de 1985 hicimos un taller en el que participaron doscientos funcionarios y empleados de SEDAPAL. Produjimos cuarenta páginas de recomendaciones, divididas por sectores o temas dentro de la empresa, que no se pusieron en práctica porque el gobierno aprista vio en eso una incomodidad. Creo que en 1983 ya no me sentía parte de la izquierda; no estaba en contra pero mi identidad se había modificado. El tema de derecha e izquierda pasó a un décimo lugar; no era mi preocupación en ese momento, sino cómo darle consisten- cia y credibilidad a mi propio trabajo, que es lo que me animaba. Hacer el trabajo que quería estaba más vinculado a temas de investigación. Por esa época publiqué algunas cosas más. El problema del descentralismo fue un libro publicado en 1983 por la Universidad del Pacífico. Después vinieron otros dos textos, vinculados al tema de la empresa pública, que editó la Fundación Ebert. A fines de los años ochenta y comienzos de los noventa entré de lleno al tema de responsabilidad social. Vino un cambio total de perspectiva. Me acerco más al sector empresarial innovador o que tenía la disposición de una mirada transformadora, hasta cierto punto. La necesidad de transformar el mundo no me abandonó. Entre 1985 y 1995 me replegué hacia la actividad intelectual y las organizaciones sin fines de lucro, La ilusión de un país distinto 198 e  investigué y escribí nuevos libros. Promoví inversiones sociales en diversos luga- res del Perú. Contribuí a la financiación de proyectos principalmente en la sierra peruana, en los lugares en los que se encontraban poblaciones sin acceso al mercado. En la primera mitad de la década de los noventa empecé a elaborar intelectualmente la conceptualización de responsabilidad social. Publiqué, en diversos medios, artícu- los referidos a responsabilidad social que, en esa época, se veía como algo inviable, difícil, idealista, utópico. En 1995 hice alianza con un grupo de jóvenes empresarios, Perú 2021, que incorporaron la perspectiva; con ellos y la Universidad del Pacífico auspiciamos varias publicaciones y yo escribí trabajos sobre esta propuesta. He tenido lecturas que me han hecho mirar el mundo de manera distinta; Edgar Morin me parece interesante: es una perspectiva que trata de integrar varias discipli- nas, lo cual es todo un desafío. Hoy me encuentro trabajando en la perspectiva de sistemas complejos, examinando cómo se vinculan sus componentes, sus distintas dimensiones. Y me he embarcado en una propuesta que es interesante para explorar la posibilidad de transformar la dinámica de la sociedad. Es una iniciativa que pro- mueve empresas con propósito, también llamadas empresas B. «HE DEJADO ATRÁS LA RUTA DE LA POLÍTICA Y NO LO LAMENTO. EL COMPROMISO Y LAS RESPONSABILIDADES QUE ASUMÍ LOS VEO COMO PARTE DEL PROCESO DE MI VIDA, COMO UN TRAMO DE BÚSQUEDA». Hoy la vida es distinta a cuando yo era joven. Me parece que los jóvenes actuales no están conformes con lo que sucede y que también se plantean utopías. Por ejemplo, he descubierto que en muchos países está creciendo un movimiento de las denomi- nadas empresas B. Es  un movimiento impulsado, principalmente, por las nuevas generaciones de empresarios que no se satisfacen solo con hacer utilidades. Quieren resolver problemas sociales y ambientales. El  sector de juventud con el cual me relaciono más es el que está metido en emprendimientos, en empresas, a quienes la responsabilidad social les parece insufi- ciente o, a veces, puro marketing. Ellos están más en la onda de resolver el problema a través de la configuración de empresas híbridas, que si bien pueden hacer utilidades, Baltazar Caravedo 199 resuelven o buscan resolver problemas sociales y ambientales. Ahí sí me conecto con ellos, porque pienso que es una forma nueva, creativa, innovadora si se quiere, de un mecanismo transformador. Hace unos días he estado en una reunión con gente que es de otra generación, distinta; pueden ser todos mis hijos. Me siento bien, creo que me puedo comunicar bien. Hago un esfuerzo por hablar en el mismo lenguaje de ellos, asumiendo sus preocupaciones, que son las que hoy en día tiene la humanidad. Pero sé que ellos no se van a enganchar con la utopía de mi juventud. Normalmente no hablo de mi paso por la izquierda, porque no sé cómo van a reaccionar y no quiero que tengan prejuicios en relación a las ideas nuevas, que van surgiendo, y que a mí me parece importante promover. Y porque, además, las personas piensan que uno no cambia. Yo pienso que sí, uno sí cambia. En un sentido no he abandonado a mi tatarabuelo ni a mi abuelo, ni a algunas ideas que me acompañaron en el proceso de mi vida, en todos los tropiezos que he vivido. Creo que sigo motivado, tal vez ilusamente, por ese proceso de transforma- ción que se puede generar. Los procesos de transformación son transformaciones que no cesan. La vida es un proceso continuo de transformación de uno mismo, por lo pronto, y del entorno en el que uno vive. He  dejado atrás la ruta de la política y no lo lamento. El  compromiso y las responsabilidades que asumí los veo como parte del proceso de mi vida, como un tramo de búsqueda. Para mí la vida es experiencia y no la califico. No creo que uno, efectivamente, cometa errores. Uno vive su vida en las circunstancias en las que está y que enfrenta. No hago una valoración negativa de mi paso por la izquierda; es parte de mi proceso de transformación personal. ¿Qué cosa hubiera hecho si no hubiera pasado por la izquierda? No lo sé. Por eso son importantes para mí los antecedentes que vienen de la familia, que te van dando una configuración determinada, que te limitan y también te potencian. Es lo que ha pasado conmigo y no considero que sea un error. Veo cosas positivas y cosas que son negativas en todo el proceso de mi historia personal. No es que me arrepienta, sino que esto fue así; nada más. Hay cosas que son de principio, que no haría, como la lucha armada o la corrupción. Hay ciertos valores que son parte de la configuración de una identidad, que si bien es cambiante, algunos elementos permanecen. Con un esfuerzo de imaginación, quizás hubiera hecho algunas cosas diferentes, quizás hubiera debido tirar más hacia centro-izquierda que izquierda, pero esto es simple especulación o imaginación. La  mía es una historia que no se va a poder escribir de nuevo. No la valoro mal, es parte de mi formación y me ha permitido ver cosas que no hubiera visto desde otro ángulo. Muchos de mis compañeros de cole- gio, con los que me veo cada cierto tiempo, tienen unas miradas que no comparto; La ilusión de un país distinto 200 ellos no comprenden algunas cosas que he podido visualizar. No digo que sea más sabio que ellos ni mucho menos; simplemente, tenemos puntos de vista distintos, nos hemos parado en lugares distintos para observar el proceso de nuestras vidas. He aprendido lo que sé hoy, y continuaré explorando, ampliando mi conocimiento, mi capacidad de comprensión, mis afectos, mi sentido.