Homenaje Luis Jaime Cisneros Tomoll Editor: Eduardo Hopkins Rodríguez Diseño de carátula: Gisella Scheuch Copyright© 2002 por Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Plaza Francia 1164, Lima Telefax: 330-7405. Teléfonos: 330-7410, 330-7411 E-mail: feditor@pucp.edu.pe Obra Completa rústica: 9972-42-473-1 Tomo 11: 9972-42-475-8 D.L. 1501052002 2422 Obra Completa tapa dura: 9972-42-476-6 Tomo II: 9972-42-478-2 D.L. 1501052002 2421 Primera edición: julio de 2002 Derechos reservados, prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. La intertextualidad olvidada: Ercilla y García Lorca en la biblioteca de Borges Pedro Ramírez Universidad de Friburgo, Suiza EL DESOCUPADO LECTOR, que conoce la biblioteca bautizada por Borges con el nombre .de Biblioteca de Babel, disculpará que no lo invite a entrar en ella. No es descortesía de mi parte, sino mera imposibilidad, porque no tiene puerta de entrada ni de salida. En realidad, ya todos estamos dentro de ella, porque todos somos no solo lectores, sino tam­ bién bibliotecarios de esta inmensa biblioteca que algunos llaman el universo. La imposibilidad de entrar y salir (a no ser saltando al vacío de un pozo de ventilación) implica sus consecuencias prácticas: la biblioteca tiene 24 horas diarias de atención al público, carece de ser­ vicio de préstamos a domicilio y no necesita un sistema de multas para devoluciones retrasadas. Todos los libros están en libre acceso. La enorme ventaja de la biblioteca reside en su inmensa cabida, que hace innecesaria cualquier ampliación, y en su inagotable riqueza, puesto que contiene todos los libros pretéritos, presentes y futuros, en todas las lenguas y en todas las ediciones posibles, lo cual permite renunciar también a un presupuesto de adquisiciones. Es más, la des­ trucción o la pérdida de cualquier libro no significa ninguna reduc­ ción del caudal bibliográfico, puesto que todas las obras están presen­ tes en un sinnúmero de ejemplares que apenas difieren entre sí por una coma o una insignificante errata de imprenta. Desde luego, la biblioteca tiene también un grave inconveniente, y es que hasta ahora nadie sabe dónde está el catálogo general. De hecho, pues, en esta biblioteca no se pierde nada o casi nada, pero tampoco se encuentra nada o casi nada. El azar ha querido, sin embargo, que en uno de los innumerables anaqueles de las innumerables galerías hexagonales de que consta el edificio, el humilde bibliotecario que suscribe estas páginas haya en­ contrado cuatro obras contiguas, dos de Borges ( «El Aleph» y «El milagro secreto»), una de Alonso de Ercilla (La Araucana) y una de Federico García Lorca (Así que pasen cinco años) . La casualidad quiso reunir en un anaquel, pues, a tres autores que nunca tuvieron partí- 1306 La intertextualidad olvidada cular contacto entre sí, por no decir que se ignoraron u olvidaron mutua y minuciosamente. Como es obvio, no pude resistir a la tenta­ ción de confrontarlos entre sí. Me propongo, pues, resumir ahora el resultado de este encuentro, al que daremos el nombre algo pomposo de «intertextualidad». Entenderemos por tal el juego de referencias recíprocas que se establecen cuando un texto básico contiene una o varias citas explícitas o implícitas, incorporadas a él para dar lugar a una red, un entretejido, en el que cada hilo de la trama adquiere con­ notaciones distintas de las que tendría por sí solo. Podemos ilustrarlo con dos ejemplos sacados de una de las lectu­ ras más asiduas de Borges, el Quijote: l. Intertextualidad explícita. La aparición del Quijote de Avellaneda en 1614, un año antes de la publicación de la segunda parte del Qui­ jote cervantino, da lugar a un doble fenómeno de intertextualidad. Por una parte, el autor del Quijote apócrifo entreteje su novela con la primera parte cervantina, que es su declarado e imprescindible punto de partida. Por otra parte, Cervantes entreteje la segunda parte de su Quijote con la obra de Avellaneda, por cierto con un resultado que él mismo seguramente no deseaba: si bien es verdad que el prólogo cervantino a la segunda parte de 1615 y los capítulos finales de esta segunda parte dan buena cuenta de la novela apócrifa y ofrecen un alarde genial de innovaciones narrativas (que Borges ha llamado al­ guna vez «magias parciales del Quijote»), no es menos cierto que la obra vapuleada por Cervantes se beneficia al mismo tiempo de una inmerecida inmortalidad, ya que la lectura de la segunda parte cervantina solo adquiere su sentido cabal con la previa lectura del Quijote de Avellaneda. 2. Intertextualidad implícita. En su camino de regreso a su pueblo manchego después de ser vencido en Barcelona por el Caballero de la Blanca Luna, Don Quijote entretiene su vela nocturna cantando a la lejana Dulcinea una composición madrigalesca, que Cervantes ofrece al lector como producto del numen de Don Quijote (Quijote II, 68). En realidad, la crítica ha identificado hace ya mucho tiempo este breve madrigal como una traducción del italiano. En efecto, Cervantes ha traducido simplemente al castellano una conocida obrita del Bem­ bo,1 que en el original acaso no tenía otro valor que el de un ejercicio 1 En Gli Asolani (Quando io penso al martire[ .. ]) , cfr. Ed. RooRfcuEz MARíN. Madrid, 1947- 1949, Apéndice 38. Pedro Ramírez 1307 poético. Claro está que, aparte las obvias diferencias inherentes a toda traducción, en boca de Don Quijote, el madrigal se carga de un conte­ nido novedoso, de tono trágico: aquí es un caballero derrotado, de camino a su pueblo natal en el que pronto va a morir, quien canta a su amada que ha perdido su belleza debido al encantamiento de al­ gún mago envidioso. El entretejido transforma así en cierto modo el texto incorporado por Cervantes, a la vez que enriquece el texto bási­ co al adornar con plumas ajenas la vis poética del protagonista. La intertextualidad en Borges Decir que en Borges la intertextualidad imprime carácter a muchas de sus páginas, es una perogrullada. Si ya Unamuno había señalado que nuestra vida espiritual está radicalmente condicionada por la lec­ tura, hasta tal punto que en Cómo se hace una novela llega a decir que somos bfblicos (en el sentido etimológico de «gente de libros»),2 Borges proyecta metafóricamente esta noción a un cosmos-biblioteca en el que, como hemos dicho, todos somos bibliotecarios. De esta suerte es inconcebible una creación poética ex nihílo, porque todo texto está ya entretejido de lecturas actuales, inmediatas, o de lecturas lejanas, más o menos metabolizadas por la memoria. Las maliciosas páginas que Borges escribió con el título de «Pierre Menard, autor del Quijote» nos dan un ejemplo sustancioso de esta red de citas en la que el contexto transforma de modo esencial el sentido de un mismo texto, creado por Cervantes o recreado por Pierre Menard. Llama la atención, por lo demás, que la incorporación de textos citados no ocurre únicamente en obras de crítica o de teoría literaria, sino, muy a menudo, también en textos narrativos, aunque en estos la intertextualidad entre en juego casi siempre mediante delegación del autor al personaje: no es entonces Borges quien cita, sino Pierre Menard, Carlos Argentino, Hladík o un Borges que no es el mismo Borges, sino otro Borges. A dos casos particulares de esta forma delegada de intertextualidad implícita voy a referirme ahora. En ambos ejemplos, la omisión del autor en cuestión puede deberse a que Borges conside­ ró la cita demasiado obvia, innecesaria o indeseable, o bien al hecho 2 «Todo es para nosotros libro, lectura; podemos hablar del Libro de la Historia, del Libro de la Naturaleza, del Libro del Universo. Somos bíblicos», (ÜNAMUNO, Miguel de. Cómo se hace una novela. Madrid: Guadarrama, 1977, p. 63). 1308 La intertextualidad olvidada más improbable de que la comunicación intertextual surgiera de en­ tre las nieblas del olvido. Ercilla en la Biblioteca El relato «El Aleph»,3 cuyo asunto queda ya insinuado en dos citas de Shakespeare y de Hobbes aducidas por Borges como lemas, se cen­ tra en la noción de un hipotético lúe stans, un punto o lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. Este Aleph no es una novedad absoluta, sino que tiene una larga cadena de precursores. Borges mismo, por boca del otro Borges, men­ ciona más de una docena de artificios análogos a su aleph. Así nos recuerda los quince mil dodecasílabos del Polyolbion de Michael Drayton, epopeya topográfica que registra la fauna, la flora, la hidro­ grafía, la orografía, la historia militar y monástica de Inglaterra. Alu­ de también al microcosmos de los alquimistas y cabalistas, al multum in parvo, a los emblemas de los místicos para significar la divinidad, a la esfera de Alanus de Insulis, cuyo centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna, al ángel de cuatro caras de Ezequiel, que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur, así como a un manuscrito del capitán Burton, al parecer descubierto por Pedro Henríquez Ureña en 1942 (dato que no he podido verificar, y dudo que lo pueda verificar nadie), donde se menciona varios congé­ neres del aleph: el espejo de Iskandar Zu al-Kamayn o de Alejandro Bicorne de Macedonia, en cuyo cristal se reflejaba el universo entero, la séptuple copa de Kai Josrú, el espejo mencionado en la noche 272 de las 1001 noches, el de Luciano de Samosata, la lanza especular de Júpiter en el Satyrikon de Capella y el espejo universal de Merlín, «re­ dondo y hueco y semejante a un mundo de vidrio», además del aleph que Burton sitúa en el interior de una columna de la mezquita de Amr, en El Cairo. En el epílogo de 1949 a El Aleph menciona además a H.G. Wells, The Christal Egg (1899) como posible influjo en el cuento del Aleph. Y en 1951, en sus ensayos titulados Otras inquisiciones,4 Borges vuelve a 3 Cito por la edición BoRGES, Jorge Luis. Obras completas. Barcelona: Emecé, 1966, vol. I (en adelante OC) . 4 BoRGES, OC, vol. II, pp. 14-16. Pedro Ramírez 1309 aludir en «La esfera de Pascal» a las múltiples fuentes posibles de su Aleph, para concluir que «quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas». Ahora bien, estas abundantes referencias a una tradición en tomo al Aleph o a artificios similares no fundamentan todavía una relación de intertextualidad entre el relato de Borges y los textos aludidos, que no son citados explícita ni implícitamente (salvo el de Shakespeare, Hamlet, II, 2, muy vagamente vinculado con el tema, y el de Hobbes, Leviathan, IV, 46, que precisamente considera absurda la posibilidad del Aleph entendido como un hic stans, correlato del nunc stans de la eternidad). Por lo demás, y esto es lo que nos interesa ahora más concretamente, ninguna de las eventuales fuentes citadas por nuestro autor pertenece a las literaturas hispánicas. Este hecho no parece haber inquietado mayormente a los críticos de lengua castellana. Alguno de ellos ha alar­ gado incluso la cadena de antecedentes no hispánicos y ha creído des­ cubrir en «El Aleph» «una reducción paródica de la Divina Comedia», parodia que sería «tan sutil, que muchos lectores de Borges y de Dante no llegaron a reconocerla».5 En honor a la verdad, el mismo Borges rechazó esta interpretación, que calificó de «obsequio no buscado».6 Ahora bien, en la literatura de lengua española hay por lo menos un texto que Borges habría tenido muy a mano para establecer con él una relación intertextual. Pero ni siquiera lo cita ni alude a su autor, Alonso de Ercilla (1533-1590), quien en la segunda parte de la Araucana (cantos XXIII-XXIV y XXVI-XXVII) describe profusamente una esfera mágica con las mismas propiedades que el Aleph borgesiano. En efecto, en su relato, Borges ofrece la doble experiencia del Aleph, primero a los ojos de un poeta ficticio, Carlos Argentino Daneri, que se propondrá el insensato objetivo de dar en sus amanerados alejan­ drinos una versión íntegra de su increíble visión total del universo, y después a los ojos de un yo narrador llamado Borges (otro Borges), que después de volcar en una bellísima página su experiencia de aquella totalidad, para librarse de su recuerdo demasiado abrumador, acaba­ rá recurriendo a dos mecanismos de defensa, la duda («yo creo que el Aleph de la calle Caray era un falso Aleph») y el olvido ( «¿Existe ese 5 Emir Rodríguez Monegal, citado por V ÁZQUEZ, María Ester. Borges, esplendor y derrota. Barcelona: Tusquets, 1999, p. 188. 6 Ib., p. 189. 1310 La intertextualidad olvidada Aleph [verdadero]? ¿Lo he visto cuando vi todas las cosas y lo he olvidado? Nuestra mente es porosa para el olvido [ ... ]»). Por su parte, en La Araucana, Alonso de Ercilla interrumpe en dos ocasiones el hilo de su relato de la guerra entre españoles y araucanos para dar a conocer el espectacular artificio del mago Pitón, que en una gran esfera milagrosa puede hacer visible todo el globo terráqueo y mostrar, incluso, futuros acontecimientos lejanos en el espacio. Tes­ tigo de esta visión total es el mismo poeta (a quien en rigor debería­ mos llamar «el otro Ercilla» ), aunque la exposición verbal de la expe­ riencia se confía al propio mago araucano. Recordemos, en un breve cotejo de las dos versiones del tema, que para acceder al Aleph de la calle Caray, en la casa del poeta Carlos Argentino, hay que penetrar en la oscuridad del sótano, aunque esta oscuridad se disipe instantáneamente al contemplar el Aleph, que con­ tiene todas las luminarias, todas las lámparas, todos los veneros de luz. Del mismo modo, para llegar a la visión de la esfera milagrosa de Ercilla es necesario pasar por la cueva del viejo Pitón, «una oculta y lóbrega morada/ que jamás el alegre sol la baña» (XXIII, estr. 40), os­ curidad que pronto se disipa al pasar «por la pequeña puerta caver­ nosa» (XXIII, estr. 65) a una cámara cuyo techo está iluminado por «innumerables piedras relucientes» (XXIII, estr. 66). La estrofa 68 del mismo canto XXIII describe el maravilloso artificio: En medio des ta cámara espaciosa, que media milla en cuadro contenía, estaba una gran poma milagrosa, que una luciente esfera la ceñía, que por arte y labor maravillosa en el aire por sí se sostenía: que el gran círculo y máquina de dentro, parece que estribaban en su centro. En las dimensiones difieren, ciertamente, las esferas descritas por Ercilla y por Borges. La de La Araucana «era en grandeza tal que no podrían/ veinte abrazar el círculo luciente» (XXVII, estr. 4). La borgesiana es una pequeña esfera tornasolada de dos o tres centímetros de diáme­ tro, aunque capaz de albergar todo el espacio cósmico, sin disminu­ ción de tamaño. Los dos primeros versos de La Araucana, XXIII, estro­ fa 71, definen igualmente la gran esfera como Aleph: Pedro Ramírez 1311 Y esta bola que ves y compostura es del mundo el gran término abreviado [ ... ]. En ella resulta visible con cartesiana evidencia (por lo clara y distinta) todo el universo mundo (XXVII, estr. 4): Donde todas las cosas parecían En su forma distinta y claramente Los campos y ciudades se veían, el tráfago y bullicio de la gente, las aves, animales, lagartijas, hasta las más menudas sabandijas. Con nuevos pormenores insiste en esta propiedad la estrofa XXIII, 76, donde el poeta empieza a narrar su ávida contemplación del micro­ cosmos especular: Yo, con mayor codicia, por un lado llegué el rostro a la bola transparente, donde vi dentro un mundo fabricado tan grande como el nuestro, y tan patente como en redondo espejo relevado, llegando junto el rostro, claramente vemos dentro un anchísimo palacio, y en muy pequeña forma grande espacio. El resto de este canto y el siguiente canto XXIV ofrecen la historia anti­ cipada de la batalla naval de Lepanto, con gran profusión de detalles (hasta tal punto que todos los contendientes se pueden identificar por rótulos impresos en su frente donde constan su nombre y su cargo). Es más, la milagrosa esfera proporciona también percepciones acústicas, de modo que el poeta ~scucha la arenga completa de Don Juan de Aus­ tria a sus huestes y la de su oponente Ali Bajá a las suyas. Con la narra­ ción de la batalla de Lepanto concluye la primera visita de Ercilla a la cueva del mago. Luego, al final del canto XXVI (estr. 40-52), cuando el poeta tiene de nuevo acceso a la cueva y disfruta de una segunda oportunidad para ver el «milagroso globo» (estr. 50) o «gran poma lucida» (estr. 52), no va a presenciar ya un acontecimiento singular, sino que contemplará (canto XXVII) el gran espectáculo de toda la geografía mundial (estr. 5): 1312 La intertextualidad olvidada El mágico me dijo: «Pues en este lugar nadie nos turba ni embaraza, sin que un mínimo punto oculto reste verás del universo la gran traza: lo que hay del norte al sur, del este al oeste, y cuanto ciñe el mar y el aire abraza, ríos, montes, lagunas, mares, tierras famosas por natura y por las guerras. Tal visión panorámica es, por tanto, tan rica como la que tiene Carlos Argentino en el Aleph de su sótano. Pero el propósito de este Carlos Argentino es descabellado: describir minuciosamente en un poema, titulado La Tierra, todos y cada uno de los detalles de su visión. Forzo­ samente, este poema tenía que quedar fragmentario. En cambio, Ercilla, consciente de la amplitud de la materia, empieza excusándose ante su privilegiado lector ( que no es otro que el rey Felipe II) por la proli­ jidad de la descripción que va a emprender: [ ... ] que no se puede andar mucho en un paso, ni encerrar gran materia en chico vaso. (XXVII, 2) Acto seguido procede a una pormenorizada enumeración de los paí­ ses conocidos, a lo largo de casi cuatrocientos endecasílabos que reco­ rren detallada y ordenadamente todo el orbe terráqueo. En conjunto, la enumeración de Ercilla no resulta fragmentaria, sino que queda redondeada (sin otra laguna que la lamentable omisión de Suiza). La escena puede concluir, pues, sin brusquedad, y el anciano Pitón pon­ drá fin a la maravillosa visión cósmica despidiendo cortésmente a Ercilla, porque se hace tarde, y hay que regresar a casa: Ha mucho rato que declina el día, y tienes hasta el sitio largo trecho. (XXVII, 54) El rasgo esencial que distingue la contemplación del Aleph en ambos autores reside en la diferente perspectiva estética: consciente de sus limitaciones, Ercilla no se enfrenta a lo infinito con la pretensión de abarcarlo íntegramente con su mirada y mucho menos con sus pala­ bras. De ahí que el relato de las dos visitas a la cueva de Pitón, aunque resulte prolijo, no pierda en ningún momento la mesura de la estética renacentista. Carlos Argentino, en cambio, es incapaz de condensar Pedro Ramírez 1313 en un todo organizado el infinito cúmulo de detalles percibidos en el Aleph, y su desaforada descripción se pierde en la maraña de la enu­ meración caótica: unas hectáreas del estado de Queensland, más de un kilómetro del curso del Ob, un gasómetro al norte de Veracruz, las principales casas de comercio de la parroquia de Concepción, etc. Es verdad que la visión del Aleph es relatada, además, por el otro Borges en la densa página poética que organiza en un magistral crescendo la experiencia del instante epifánico. Pero este Borges no resulta menos víctima de la «desesperación de escritor», por su incapacidad para comunicar cabalmente esta epifanía: «Lo que vieron mis ojos fue si­ multáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es». De ahí que el sentimiento de infinita veneración, de infinita lástima ante la visión del inconcebible universo no pueda coronar poéticamente la escena, que Borges interrumpe bruscamente con la intempestiva re­ aparición de Carlos Argentino. ¿ Qué conclusión cabe extraer de este somero resumen de unos can­ tos de La Araucana, en cotejo con el relato de Borges? Para ser hones­ tos, ninguna, si de lo que se trata es de un tradicional inventario de fuentes e influencias: el gran lector que era Borges conocía bien la epopeya de Alonso de Ercilla, uno de los pocos libros de la biblioteca de Don Quijote que se salvaron de la quema decretada por la impla­ cable inquisición del cura y el barbero. Pero aun reteniendo: l. Algunos destellos de posible parodia, como el prosaísmo de La Araucana 1, 7, 1: «Es Chile norte sur de gran longura», etc. y la apela­ ción al lector de 11, 61, 1: «Sabed que fue artificio, fue prudencia», que bien pudieran haber dado pie al similar prosaísmo y a la misma ape­ lación de los alejandrinos de Carlos Argentino: «Sepan. A manderecha del poste rutinario/ (Viniendo, claro está, desde el Nornoroeste)»; y 2. Aunque reparemos en la común insistencia de los verbos de per­ cepción visual, en posición anafórica ( «Mira al principio de Asia a Calcedonia [ ... ] Mira la Siria, ves allí la indina/ tierra [ ... ] Mira el ten­ dido mar Mediterráneo [ ... ] Mira a Persia y Carmania, que confina [ ... ] Ves la Hircania, Tartaria y los albanos [ .. . ] Ves el revuelto Cirro caudaloso [ ... ]» en La Araucana, XXVII «Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telara­ ña. [ ... ]» en Borges), debemos reconocer que para la génesis del texto básico de «El Aleph» La Araucana era perfectamente prescindible. ¿Cómo hablar, entonces, de intertextualidad? A posteriorí, la pre­ sencia y la coexistencia de ambas obras, La Araucana y «El Aleph», en 1314 La intertextualidad olvidada los anaqueles de nuestra propia biblioteca, ya no nos permite pasar por alto el juego de referencias mutuas, aunque Borges no lo haya mencionado y acaso lo haya olvidado. Ciertamente, «nuestra mente es porosa para el olvido», según confiesa el narrador al final del rela­ to. Pero para nosotros, lectores de Ercilla y de Borges, el vaivén espe­ cular: «vi el Aleph desde todos los puntos, vi en el Aleph la tierra, y en la tierra otra vez el Aleph y en el Aleph la tierra [ ... ]», no debe condu­ cir necesariamente al torbellino de las repeticiones interminables. Para nuestra lectura intertextual, un Aleph remite al otro. Volveremos so­ bre este punto más adelante. García Lorca en la biblioteca El segundo posible olvido borgesiano concierne a la narración de 1943 «El milagro secreto». El asunto del relato es relativamente sencillo: el dramaturgo Jaromir Hladík, judío checo condenado a muerte por los nazis después de la invasión de Praga, pide a Dios un año de plazo para terminar su drama inconcluso: Los enemigos. Por un milagro se­ creto, el Señor otorga a Hladík no el año pedido, pero sí el tiempo necesario para dar fin a su labor. Este tiempo trascurre precisamente en el instante de vértigo en que lo abate la descarga mortal del pelo­ tón de fusilamiento, en la hora y la fecha previstas. Esta concentra­ ción de un largo período de tiempo en un lapso mucho más breve tiene una copiosa tradición en la literatura universal. Borges se limita a insinuárnoslo con la cita de un versículo del Corán (II, 261) que encabeza su relato: Y Dios lo hizo morir durante cien años y luego lo animó y le dijo: - ¿ Cuánto tiempo has estado aquí? -Un día o parte de un día, respondió. Por supuesto, la literatura hispánica es rica en ilustraciones de esta con­ densación milagrosa del tiempo, desde la lírica medieval a la poesía reli­ giosa de Valle-Inclán,7 escritor al que Borges, por cierto, parece haber apreciado mucho. Pero no es este aspecto del relato «El milagro secreto» el que quisiéramos comentar extensamente aquí. Más nos interesa en 7 En Aromas de leyenda (versos en loor de un santo ermitaiio), Clave VIII . Pedro Rarnírez 1315 nuestro contexto el asunto del drama que el protagonista de la narración concluye en su mente en el instante de su propio fusilamiento. De tal drama, titulado Los enemigos, el narrador no nos da ningu­ na cita textual, aunque sí un resumen conciso, pero bastante ilustrati­ vo, de su contenido. Sabemos que observaba las unidades aristotélicas de tiempo, lugar y acción. Esta se desarrolla en la biblioteca del prota­ gonista, el barón de Roemerstadt. En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt, en el momento en que un reloj da las siete. A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce a sus visitantes, pero tiene la impresión de que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la había solicitado. Este ahora ha enloquecido y cree ser Roemerstadt. Al final del segundo acto, Roemerstadt se ve obligado a matar a un conspirador. En el tercer acto se acumulan las incoherencias, vuelven personajes que parecían descartados ya de la trama; vuelve por un instante el hombre a quien Roemerstadt había matado en el segundo acto. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete. Aparece el primer interlocu­ tor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del pri­ mer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador acaba por deducir que Roemerstadt no es otro que el miserable Jaroslav Kubin. El drama, en definitiva, no ha ocurrido: es el delirio circular que inter­ minablemente vive y revive este pobre loco. Ni que decirse tiene que el hipotético drama esbozado por Borges tendría muchas dificultades para subir a los escenarios y para mante­ nerse en la cartelera. Se le podría vaticinar una más que escéptica acogida por parte del público, poco avezado a piezas dramáticas de escasa acción y de complejos buceos psicológicos, más aun si están compuestas en hexámetros. Sea como fuere, el drama de Hladík no llegó a ser escrito ni siquiera en la ficción borgesiana: antes de su de­ tención, su autor no había terminado más que el primer acto y alguna escena del tercero. La composición definitiva y acabada del drama tampoco se escribió, sino que solo tuvo lugar en el fulgor instantáneo de la memoria de su moribundo autor (lo que nos induce a suponer un segundo milagro secreto, gracias al cual Borges pudo asistir como invisible espectador a la secreta creación de Hladík). Por varios motivos este drama inventado por Borges nos obliga a pensar en una obra dramática de Federico García Larca, titulada por este Así que pasen cinco afias, y subtitulada significativamente, Leyenda del tiempo. Así que pasen cinco aiios fue publicada por primera vez en 1316 La intertextualidad olvidada Buenos Aires, 1938, por la Editorial Losada, en el tomo VI de las Obras completas de García Larca recopiladas por Guillermo de Torre, el cu­ ñado de Jorge Luis Borges. Las ediciones posteriores tienen en cuenta esta edición y la copia mecanográfica que conservaba Pura Ucelay, directora del Club Anfistora, que en junio y julio de 1936 estaba ensa­ yando la obra para estrenarla. Como es obvio, Borges solo pudo ma­ nejar la edición de su cuñado, y no pudo tener en cuenta las modifi­ caciones introducidas en el manuscrito de Pura Ucelay por el mismo García Larca. Por su asunto difícil de escenificar, la pieza se representa raras veces en los teatros de gran público, por lo menos en España, aunque es objeto de numerosas lecturas y representaciones más o menos pri­ vadas en ambientes universitarios. Veamos los aspectos principales del drama lorquiano que pueden ser de interés en nuestro contexto. En lo que sigue van a menudear las referencias a Larca sin un correspondiente contexto borgesiano. Ello es inevitable, puesto que disponemos del texto completo del drama de Larca, mientras que Borges no nos ha dejado escrito más que un resu­ men del drama proyectado por su personaje Hladík. En el primer acto de Así que pasen cinco años, un joven recibe las sucesivas visitas de tres amigos, un viejo y dos jóvenes. El espectador entiende pronto que estos tres visitantes son otros tantos desdobla­ mientos del mismo protagonista, en sus tres proyecciones temporales hacia el futuro, el presente y el pasado (esta es una de las razones del subtítulo que le dio Larca: Leyenda del tiempo). Varios hechos simultá­ neos se presentan mediante mutaciones escénicas: primero la muerte de un niño, hijo de la portera de la casa donde vive el protagonista; al mismo tiempo que el niño muere, un gato es apedreado por unos chi­ quillos, y su cadáver es arrojado por estos al tejadillo del jardín de la misma casa. En este primer acto, el joven despide a una mecanógrafa, enamorada de él sin esperanza de ser correspondida. Varios persona­ jes aluden a un plazo de cinco años de ausencia de la novia, con la que el joven espera casarse a su regreso. En el segundo acto entra en escena la novia del protagonista. Han transcurrido los cinco años de espera. El joven del primer acto, a quien acompaña su viejo visitante de la primera escena, acude a la casa de la novia después de golpear a unos niños que estaban matando un gato a pedradas. Se están llevando a cabo los preparativos para la boda, pero inesperadamente la joven abandona a su prometido para fugarse con un jugador de rugby. Pedro Ramírez 1317 En el tercer acto, el joven protagonista desdeñado por la novia pre­ tende el amor de su antigua mecanógrafa, pero esta, a pesar de seguir enamorada de él, le impone a su vez un plazo de espera de cinco años. La escena se desarrolla ahora en un bosque y en un pequeño teatro dentro de este bosque, cuyo escenario reproduce, algo reduci­ da, la biblioteca del primer acto. Reaparece aquí el niño muerto, cru­ zando en silencio este pequeño escenario. Regresa el viejo del primer acto, con una herida mortal en el pecho. El cuadro final del tercer acto nos devuelve a la misma biblioteca del primero, ahora en su ta­ maño real: el joven ha regresado de un viaje después de cinco años. Acaban de enterrar (¡por tercera vez!), al niño hijo de la portera. Por último, llegan tres nuevos visitantes, los tres jugadores que represen­ tan una nueva personificación de las parcas. Con ellos, el protagonis­ ta se ve obligado a jugar su última carta. Perdido el juego, termina la obra con la muerte del joven. Los paralelismos con el drama de Jaromir Hladík resumido en el relato de Borges son muchos. En ambos casos, la acción se desarrolla en una biblioteca. El tiempo parece detenido en la obra de Hladík ( en la que el reloj da las siete al comienzo del primer acto y al fin del tercero). En la obra lorquiana describe un violento zigzagueo: el tiem­ po se estanca en el primer acto. En efecto, al comienzo de este acto, un reloj da las seis, y al final del mismo acto siguen siendo las seis en punto. Pero el tiempo avanza y retrocede a la vez cinco años en el segundo y en el tercer acto, para regresar al punto de partida al final de la obra, en que el joven protagonista sigue teniendo veinte años, como al principio. Ya hemos mencionado el trasiego de visitantes hostiles que impor­ tunan a Roemerstadt en Los enemigos, y hemos señalado que la muer­ te del protagonista de Así que pasen cinco años sobreviene precisamen­ te a raíz de la visita de sus tres enemigos. En lo que se refiere al elenco de personajes femeninos, la pieza lorquiana difiere de la de Borges por su complejidad, si bien la intervención de la novia, que tras sus cinco años de fidelidad acaba por desdeñar a su joven prometido, guarda cierto vago paralelismo, por su actitud inasequible, con la novia de Roemerstadt en Los enemigos, Julia de Weidenau, que, aun sin en­ trar en escena, se nos presenta como el amor imposible del protago­ nista Kubin. Las reiteraciones son comunes a ambos dramas: si en el de Hladík aparece en el tercer acto el primer interlocutor repitiendo las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto, en Así que pasen 1318 La intertextualidad olvidada cinco años hay varias repeticiones textuales que dan lugar a un inten­ cionado juego de simetrías. Por ejemplo, al comienzo del primer acto evoca el Joven un recuerdo de infancia: «Guardaba los dulces para comerlos después», a lo que replica el Viejo: «Después, ¿verdad? Sa­ ben mejor [ .. . ]». Esta misma evocación se produce en el tercer acto, ahora en boca de la Mecanógrafa: «De pequeña, yo guardaba los dulces para comerlos después», con la réplica de la Máscara: «¡Ja, ja, ja! Sí, ¿verdad? Saben mejor». Igualmente, la imperiosa pregunta del Joven a la Mecanógrafa, «¿Has escrito las cartas?», se repite en el tercer acto, aunque esta vez, es ella quien la dirige al Joven. La reiteración textual más frecuente y más llamativa en el drama de Lorca es, sin embargo, la que retoma las palabras del título: «Así que pasen cinco años». Así, en el primer acto se refiere el Joven a su plazo de espera, proyectado ahora hacia el futuro: «Hasta que pasen cinco años./Pero en estos cinco años [ ... ] ». Poco después reprocha el Joven a su amigo: «Tú no puedes comprender que se espere a una mujer cinco años» Y en la misma escena es el Amigo segundo el que pronuncia el vaticinio: «Dentro de cuatro o cinco años existe un pozo en el que caeremos todos» (vaticinio escalofriante, si recordamos que Federico estaba escribiendo estas palabras en 1931, cinco años antes de su propia muerte). En el segundo acto, la referencia al plazo de cinco años se dirige al pasado. Aquí es una criada la que reconviene a la Novia infiel: «Un hombre tan bueno. Tanto tiempo esperándola. Con tanta ilusión. Cin­ co años» . El reproche se repite en las palabras del padre de la novia: «Viene a casarse contigo. Tú le has escrito durante los cinco años que ha durado nuestro viaje. [ ... ] Cinco años, día por día». En esta escena de despedida es el mismo Joven el que repite el terrible presentimiento lorquiano: «[ ... ] no me puedes cerrar la puerta porque vengo mojado por una lluvia de cinco años . Y porque después no hay nada, porque después no puedo amar, porque después se ha acabado todo». En el tercer acto, la alusión al título y leitmotiv de la obra se dirige ora al pasado, ora a un futuro irreal. La Mecanógrafa, que en este acto se estiliza claramente como el correlato femenino del protagonis­ ta, resume: «Hace cinco años que me está esperando, pero ... ¡Qué her­ moso es esperar con seguridad el momento de ser amada!». También el Jugador 1 º alude al lapso fatídico, poco antes de la muerte del pro­ tagonista : «Ni a la otra ni a la señorita mecanógrafa se les ocurrirá venir por aquí hasta que pasen cinco m10s, si es que vienen». Pedro Ramírez 1319 Pero no solamente las palabras, también la acción es reiterativa en el drama de Hladík y en el de García Lorca. En el drama esbozado por Borges sabemos que en el tercer acto vuelven actores que parecían descartados de la trama, incluso personajes que han muerto ya en escenas anteriores; así, según Borges, vuelve por un instante el hom­ bre muerto por Roemerstadt en el segundo acto, sin que esta incon­ gruencia llame la atención de ninguno de los personajes. En la pieza de Lorca ya hemos hecho notar que la acción discurre en los tres actos simultáneamente con la .muerte del niño hijo de la porte­ ra. Otras reiteraciones son menos evidentes, pero contribuyen a señalar la simultaneidad de la acción y, de modo en apariencia incongruente, el paso del tiempo. Así, durante todo el primer acto se hacen alusiones a una tormenta que se avecina, y el espectador percibe truenos cada vez más cercanos, se habla de un aguacero. Son las seis de la tarde, empieza a llover. En el segundo acto, por una aparente incoherencia, la escena nocturna ofrece un cielo despejado que permite contemplar un eclipse de luna, pero al mismo tiempo el joven llega a la casa de su novia «mojado por una lluvia de cinco años». En el tercer acto, la ac­ ción se sitúa hacia la medianoche. El autor respeta así su propia norma del «día dramático»: Así que pasen cinco años, como casi todos los dra­ mas de Lorca, empieza con luz diurna, para terminar en la noche. Ahora bien, a todas estas coincidencias y analogías temáticas en­ tre el drama Los enemigos, esbozado en «El milagro secreto» de Borges, y la obra lorquiana Así que pasen cinco años, se añade la coincidencia del relato con la atroz realidad histórica: al autor dramático de la ficción borgesiana y a Federico García Lorca les estaba reservada la misma muerte ante un pelotón de fusilamiento. A mi modo de ver, la intertextualidad entre las dos obras que nos ocupan, aunque inicialmente brotara del subconsciente, no debía pa­ sar inadvertida para Borges. En «El milagro secreto» nuestro autor ha entretejido la crónica de los últimos días del imaginario dramaturgo checo con la del martirio real del poeta español. Probablemente, sin ánimo de glorificar al poeta granadino, por el que ya sabemos no sen­ tía particular simpatía, Jorge Luis Borges nos ha dejado un testimonio tácito de la presencia lorquiana, con intenciones que desconocemos. Por otra parte, es innegable que Borges dejó sentadas en su relato, quizá sin proponérselo, las bases para una interpretación de Así que pasen cinco años que hizo fortuna. El tercer milagro secreto está, por tanto, en el hecho de que los estudiosos de García Lorca asumieran y difundieran una determinada interpretación (por cierto no necesa- 1320 La intertextualidad olvidada riamente exacta) del drama, sin darse cuenta de que lo que estaban haciendo en realidad era un comentario a la narración de Borges. ¿En qué consiste dicha interpretación de Así que pasen cinco años? Hace ya un cuarto de siglo Francisco Ruiz Ramón, en su Historia del teatro español. SigloXX, 8 resumió (¿y asumió?), estas posiciones: para Alfredo de la Guardia, Así que pasen cinco años es un «drama inte­ rior», «monodrama» o «drama unipersonal»; para Robert Lima sería un «monólogo» cuya acción sucede en el amorfo pensamiento del Joven, que sería la única persona real de la pieza; para R.G. Knight sería un day-dream cuya acción «ocurre en la mente del Joven». Por su parte, Eugenio F. Granell, en su estudio «Así que pasen cinco años ¿qué?»,9 llega a afirmar que la obra es un «monólogo interno» de un solo personaje que piensa y habla: Por eso no hay ni siquiera diálogo. El personaje único resume el drama entero. Se interroga a sí mismo. Por tanto, monologa. El coloquio es vir­ tual. El aparente diálogo es la forma que adquiere el monólogo interno que ha suscitado una obsesión del protagonista. La consecuencia de estas premisas es, según Granell, que Así que pa­ sen cinco años, la «leyenda del tiempo», es un drama que transcurre en un solo instante: El tiempo no transcurre en este drama. Cuando empieza, un reloj da las seis. Otras seis campanadas se oyen al terminar el primer acto. O sea, lo acaecido lo fue al margen del tiempo. Este intérprete no se arredra ante el hecho de que al final de la obra no sean las seis, sino las doce: Cuando termina el drama, en vez de seis suenan doce campanadas. Lo mismo da. Como interviene el eco, resulta que las doce son las seis. Todo ha sucedido en un exhalación. 8 Rulz RAMÓN, Francisco. Historia del teatro espaiiol. Siglo XX. Madrid: Cátedra, 1975, pp. 188-189. 9 GRANELL, Eugenio F. «Así que pasen cinco años ¿qué?». En: GIL, Ildefonso Manuel (ed.). Federico García Larca. 3ra ed. Madrid: Taurus (Colección El Escritor y la Crítica), 1980. Pedro Ramírez 1321 No voy a entrar en la discusión detallada de estas peregrinas reflexio­ nes, que no pueden sostenerse sin matizaciones, según he analizado en otra parte.10 Lo que aquí y ahora nos interesa es que los comenta­ ristas de Lorca se han dedicado a aplicar a Así que pasen cinco años las conclusiones que J.L. Borges había formulado para el drama Los ene­ migos, de su relato «El milagro secreto»: toda la acción se ha desarro­ llado instantáneamente en la delirante conciencia del protagonista. Al adoptar esta interpretación del drama lorquiano, la crítica in­ curre en el error de ignorar el surrealismo que Federico había abraza­ do una vez agotada la vena gitanista de su romancero. Y es que nadie tomó demasiado en serio el viraje estético del granadino emprendido con la Oda al Santísimo Sacramento del Altar: Manuel de Falla, a quien iba dedicada la oda, la rechazó por irreverente. Buñuel y Dalí, los surrealistas más conspicuos del grupo de la madrileña Residencia de Estudiantes, la desdeñaron por considerarla racionalista, y acaso tam­ bién demasiado piadosa. Las tentativas de Poeta en Nueva York no vieron la luz antes de la muerte del poeta. En el teatro, las piezas más decididamente surrealistas quedaron inacabadas (El público, La come­ dia sin título). No es de extrañar que Federico García Lorca, a quien el mismo Borges, desorbitando el eco del Romancero gitano, había califi­ cado despectivamente de «andaluz de profesión», no consiguiera con­ vencer a nadie con su primera pieza surrealista Así que pasen cinco años, lapso que es irreductible a las coordenadas del reloj y del calen­ dario, porque a la vez transcurre y deja de transcurrir en el horizonte onírico propio del Surrealismo: los cinco años son tanto un aplaza­ miento del amor como el plazo cumplido de la vida acabada. Si el juicio de Jorge Luis Borges sobre García Lorca queda estanca­ do en este inmovilismo que impone al granadino el sambenito del gitanismo literario, es preciso formular de nuevo la pregunta: ¿pode­ mos legítimamente hablar de intertextualidad entre Borges y García Lorca? Ya lo hemos insinuado: para nosotros, en «El milagro secre­ to», la obra lorquiana ha quedado ciertamente entretejida con el rela­ to y le ha impreso su carácter, le ha dado unos visos que no tendría de otro modo. 10 En RAMfREz, PEDRO. «Apostillas a Así que pasen cinco afias». Neuchatel: Versants, 1988, pp. 75-90. 1322 Balance La intertextualidad olvidada Los dos casos acabados de comentar de la presencia más o menos fortuita de Ercilla y de García Lorca en un mismo anaquel de la biblio­ teca de Borges no son, desde luego, esporádicos. Las letras hispáni­ cas, que por una de lo que él llama sus «incurables limitaciones» nun­ ca acabó de gustar,11 tienen una presencia poco enfatizada en la obra de Borges, pero de ningún modo ineficaz. En tal caso, ¿qué sentido puede tener la búsqueda de una intertextualidad olvidada entre Borges y ciertos autores de lengua española no citados por él? Se trata de la cuestión de la tradición literaria a la que pertenecen tanto Borges como su propia obra: a nuestro modo de ver, la irónica calificación que Guillermo Cabrera Infante dio en su día a Alejo Car­ pentier ( «es el último escritor francés que escribe en español para de­ volver la visita a Heredia» ), aparte de ser una broma descabellada e injusta, no podría aplicarse en modo alguno a Borges, como si él fuese «el último escritor inglés que escribió en español para devolverle la visita a Jorge Santayana». En ese tema, nos es forzoso analizar un poco la conciencia de la tradición válida en la concepción de Borges. Es innegable que, por su aprendizaje de las lenguas en su infancia, por su formación escolar y por sus preferencias de lector en la edad madura, Jorge Luis Borges no puede encasillarse en la estricta tradición hispánica. Dejando aparte los concretos datos biográficos que ya apuntan al cosmopolitismo cul­ tural de Borges, el testimonio de sus escritos desde 1920 a 1986 es inequívoco: constante y llamativa es la presencia de Dickens, Verlaine, Schopenhauer, Novalis, Stevenson, Whitman, Carlyle, Ariosto, Heráclito, Berkeley, De Quincey, Wells, Flaubert, Joseph Conrad, Stefan George, Balzac, Shakespeare, Osear Wilde, los autores orienta­ les y los autores nórdicos . Cierto, también los clásicos españoles Cervantes y Quevedo son omnipresentes (Quevedo le ha prestado a Borges incluso el título de su Historia de la eternidad). Pero rara vez los acompañan otros autores españoles o hispanoamericanos, que no siem­ pre quedan bien parados: con Góngora, Gracián, Unamuno, Rafael Cansinos Assens y Américo Castro, comparten un protagonismo no excesivo Evaristo Carriego, los poetas gauchescos, Alfonso Reyes, Lugones, Groussac, Macedonio Femández y unos pocos más. Y, des- 11 Epílogo para BoRGES, Jorge Luis, OC, vol. III, p . 499, escrito en 1974. Pedro Ramírez 1323 de luego, ni Alonso de Ercilla ni Federico García Lorca se encuentran en este inventario. Debemos convenir, claro está, en que Borges se siente desvincula­ do de España, como afirma ya en su juventud, en «El escritor argen­ tino y la tradición»: «La historia argentina puede definirse sin equivo­ cación como un querer apartarse de España, como un voluntario distanciamiento de España [ ... ]. El hecho de que algunos ilustres es­ critores argentinos escriban como españoles es menos el testimonio de una capacidad heredada que una prueba de la versatilidad argentina [ ... ]. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental [ ... ]. De- bemos pensar que nuestro patrimonio es el universo».12 Nada que objetar, salvo quizá el hecho de que Borges generalice en exceso a todos sus paisanos el principio de cosmopolitismo que sin duda rige sus preferencias personales. Sin vacilación podremos admi­ tir también la ya citada autodescripción que insertó Borges en la edi­ ción de 1974 de sus Obras completas: «[ ... ] no acabó nunca de gustar de las letras hispánicas, pese al hábito de Quevedo». Poco importa en este contexto que incidentalmente Borges pueda descubrir afinidades sentimentales entre lo argentino y lo español, cuando se trata del in­ dividualismo visceral representado por el sentido de la justicia en Don Quijote (I, 22) y en Tadeo Isidoro Cruz: «Más de una vez, ante las vanas simetrías del estilo español, he sospechado que diferimos insalvablemente de España; estas dos líneas del Quijote han bastado para convencerme de error; son como el símbolo tranquilo y secreto de nuestra afinidad». 13 Y no obstante, hasta aquí hemos hablado de la tradición recibida. Pero no es este el único sentido de la tradición, ni por supuesto es este el sentido único en que la entiende Borges en la conocida página «Borges y yo»: Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte 12 BoRGES, Jorge Luis, OC, tomo I, pp. 267-274. 13 lb., tomo II, p. 36. 1324 La intertextualidad olvidada esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atribu­ tos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relaciones hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o de la tradición.14 Conviene leer esta página atentamente para identificar a los dos Borges y para dilucidar el sentido que se da en ella a la tradición. El Borges que caminaba por Buenos Aires y se demoraba para mirar el arco de un zaguán, el aficionado a los relojes de arena, a los mapas, al sabor del café o a la prosa de Stevenson, este Borges dejó de existir en 1986. El otro, el Borges a quien le ocurrían las cosas, el que figuraba en temas de profesores y en diccionarios biográficos, este Borges es el que ha sobrevivido, es nuestro Borges, el que logró muchas páginas válidas, que ya no son del otro Borges, sino del lenguaje y de la tradición. La tradición, ciertamente, se recibe por el aprendizaje, por la edu­ cación, por la lectura todo lo selectiva que se quiera. Pero a esta tradi­ ción recibida, pasiva, Borges (como todos los creadores artísticos) aña­ de una tradición activa, la de su propia obra. Y esta tradición activa no está ahí como un bloque errático que un viejo glaciar dejó olvidado en el paisaje, sino que confluye con el caudal vivo de una literatura que tiene su cauce en el lenguaje. Borges sabe perfectamente, y así lo reco­ noce, que este cauce le está impuesto necesariamente, fatalmente, porque la lengua de expresión piensa en nosotros y por nosotros: «Los idiomas del hombre son tradiciones que entrañan algo de fatal», ha afirmado Borges en «El otro, el mismo».15 En el mismo libro, con un énfasis casi alarmante para un lector que solo conociera al Borges iconoclasta de los años treinta, el poeta dirige la palabra a España, en los versos iniciales: Más allá de los símbolos, más allá de la pompa y la ceniza de los aniversarios, más allá de la aberración del gramático que ve en la historia del hidalgo 14 lb., p. 186. 15 lb., tomo II, 1964, p. 235. Pedro Ramírez que soñaba ser don Quijote y al fin lo fue, no una amistad y una alegría sino un herbario de arcaísmos y un refranero, estás, España silenciosa, en nosotros[ .. . ]. Y en los versos finales: [ ... ] podemos profesar otros amores, podemos olvidarte como olvidamos nuestro propio pasado, porque inseparablemente estás en nosotros, en los íntimos hábitos de la sangre, en.los Acevedo y los Suárez de mi linaje, España, madre de ríos y de espadas y de multiplicadas generaciones, incesante y fatal. 16 1325 Me guardaré de capitalizar para una fiesta patria estos versos emotivos o emocionados. Pero tomo nota de que esta incesante y fatal España es la que impone al Borges creador su lengua como destino, que se sobrepone a las amables preferencias del bibliotecario. Al mar­ gen de tales preferencias, que pertenecen a la tradición pasiva, Borges asume su destino, el de la tradición activa: «Mi destino es la lengua castellana». 17 En esta lengua que piensa en él y a través de él, se encuentra, entre otros muchos, los olvidados contextos, ercillianos y lorquianos, que mi lectura ha entretejido con los dos relatos de Borges. Para volver a la metáfora inicial de la Biblioteca, todos somos bibliotecarios, somos bíblicos, gente de libros. Es cierto que la creación literaria, en tales condiciones, jamás puede ser una creación desde la nada, ex nihilo. Pero no es menos cierto que nuestra condición de bibliotecarios nos concierne también como lectores: para nosotros, lectores de Borges, tampoco es posible la lectura que parta de cero, la lectura ex nihilo. Como lectores de lengua española, también nosotros estamos insertos en una tradición que nos impone una lectura activa. La intertextua­ lidad olvidada por un autor no nos obliga a incurrir en el mismo olvi­ do. Por ello, en la gran esfera milagrosa del Pitón de La Araucana bri- 16 Ib., pp. 309-310. 17 lb., p. 492. 1326 La intertextualidad olvidada llará siempre el Aleph tornasolado de formato menor que guardaba Carlos Argentino en los sótanos de su casa, y de igual modo en este Aleph minúsculo imaginado por Borges siempre relucirá la gran poma que admiró Alonso de Ercilla. El segundo olvido, el riguroso silencio que envuelve a García Larca en la obra de Borges, es difícilmente explicable. Y lo es más aun si pensamos que en los años de madurez y de vejez, el poeta Borges recuerda a Andalucía y recuerda a Granada, pero tampoco rescata del olvido la Andalucía amada de Federico y la Granada donde ocu­ rrió el crimen: Alhambra Grata la voz del agua a quien abrumaron negras arenas, grato a la mano cóncava el mármol circular de la columna, gratos los finos laberintos del agua entre los limoneros, grata la música del zéjel, grato el amor y grata la plegaria dirigida a un Dios que está solo, grato el jazmín. V ano el alfanje ante las largas lanzas de los muchos, vano ser el mejor. Grato sentir o presentir, rey doliente, que tus dulzuras son adioses, que te será negada la llave, que la cruz del infiel borrará la luna, que la tarde que miras es la última.18 18 Fechado en Granada, en 1976. En: Historia de la noche. BoRGES, Jorge Luis, OC, tomo III, 1977, p.168. Pedro Ramírez De la divina Andalucía Cuántas cosas. Lucano que amoneda El verso y aquel otro la sentencia. La mezquita y el arco.La cadencia Del agua del Islam en la alameda. Los toros de la tarde. La bravía Música que también es delicada. La buena tradición de no hacer nada. Los cabalistas de la judería. Rafael de la noche y de las largas Mesas de la amistad. Góngora de oro. De las Indias el ávido tesoro. Las naves, los aceros, las adargas. Cuántas voces y cuánta bizarría Y una sola palabra. Andalucía. 19 1327 Nuestra tarea de lectores-bibliotecarios de la inmensa biblioteca borgesiana se cifra ahora en dejar cada uno de los dos libros en el anaquel que le corresponde, dando a Borges lo que es de Borges y a Larca lo que es de Larca. Es decir, no leyendo Así que pasen cínco años como si la «leyenda del tiempo» fuese de Borges, ni imaginando el drama no escrito de Los enemígos como si fuera de Larca. Pero sin olvidar tampoco la muerte común del imaginario dramaturgo checo y del Federico real. Cómo no pensar, a la luz de «El milagro secreto», que en los días de agonía que precedieron a aquella funesta madruga­ da de agosto de 1936, el poeta granadino bien pudo implorar y recibir del Señor el gran milagro, cuyo secreto no nos ha sido revelado. 19 Y no es menos doloroso el silencio que envuelve a Federico en el soneto de «Los conjurados», datado en 1985 (BoRGES, Jorge Luis, OC, tomo III, p. 487). 1328 La intertextualidad olvidada Referencia Bibliográfica BORGES,Jorge Luis 1966 Obras Completas. Barcelona: EMECE. GRANELL, Eugenio F. 1980 «Así que pasen cinco años». En: Ildefonso Manuel Gil (ed.). Federi­ co García Larca. Madrid: Taurus. V ÁZQUEZ, María Ester 1999 Borges, Esplendor y derrota. Barcelona: Tusquets.