Derecho, Instituciones y Procesos Históricos XIV Congreso del Instituto Internacional de Historia del Derecho Indiano Primera edición, agosto de 2008 Edición de José de la Puente Brunke y Jorge Armando Guevara Gil © Instituto Riva-Agüero de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2008 Jirón Camaná 459, Lima 1 Teléfono: (51 1) 626-6600 Fax: (51 1) 626-6618 ira@pucp.edu.pe www.pucp.edu.pe/ira Publicación del Instituto Riva-Agüero N° 247 © Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2008 Av. Universitaria 1801, Lima 32 - Perú Teléfono: (51 1) 626-2650 Fax: (51 1) 626-2913 feditor@pucp.edu.pe www.pucp.edu.pe/publicaciones Foto de cubierta: Estantería de la Dirección del Instituto Riva-Agüero (Lima) Diseño de interiores y cubierta: Fondo Editorial Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores. ISBN Tomo III: 978-9972-42-859-3 Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2008-09998 Impreso en el Perú - Printed in Peru LA REGULACIÓN ESTATAL DEL FACTOR RELIGIOSO EN EL SIGLO XIX EN MÉXICO: EL OCASO DEL PATRONATO Rosa María Martínez de Codes 1. Precisiones doctrinales sobre «derecho eclesiástico» indiano y «derecho canónico» indiano La regulación del factor religioso en la América española del ochocientos requiere, en mi opinión, una precisión doctrinal respecto al sistema jurídico que lo rigió, a fin de clarificar continuidades y rupturas en el nuevo orden que las Repúblicas independien- tes se esforzaban en construir. En la actualidad, se observa un cierto empeño por parte de los cultivadores del Derecho indiano, de equiparar la expresión gobierno espiritual —entendida, en su sentido jurídico más estricto, como legislación para el gobierno de la Iglesia en In- dias— con el moderno concepto de Derecho eclesiástico. Así, ha escrito Sánchez Bella que «para la exposición de los estudios realizados sobre las instituciones indianas, seguiré el criterio de empezar por los referentes al ‘gobierno espiritual’, lo que ahora llamamos Derecho eclesiástico del Estado, que abarca todo lo referente a las relaciones con la Iglesia (Patronato, bulas, etc.)».1 Del mismo modo se ha dicho que las fuentes del siglo XVI «suelen emplear la expresión Gobierno espiritual para denominar lo que hoy llamaríamos Derecho eclesiástico».2 Y, con términos menos precisos —ya que escribía en un momento en que la realidad y la ciencia del Derecho eclesiástico del Estado, presente ya desde tiempo atrás en la literatura jurídica de Alemania e Italia, todavía no había hecho acto de presencia en España—, indicaba García-Gallo que «el fin misional que la colonización indiana tuvo, y la plena intervención que, en conse- cuencia, ejerció el estado español en materias eclesiásticas, dio lugar al desarrollo de una copiosa legislación secular en materia estricta de organización de la Iglesia —o de gobernación espiritual, como entonces se decía—, que redujo en Indias el ámbito de vigencia del Derecho canónico. De esta forma se inició, con la tolerancia de la propia Iglesia, la formación de una legislación eclesiástica de origen civil que en no pocos casos prevaleció sobre la estrictamente canónica».3 Durante todo el tiempo del dominio español en Indias, y hasta entrado el siglo XIX, la expresión Derecho eclesiástico resultaba absolutamente equivalente, idéntica, 1 I. Sánchez Bella, Nuevos Estudios de Derecho Indiano, Pamplona, 1995, p. 376. 2 Ibidem, p. 309. 3 A. García-Gallo, Manual de Historia del Derecho Español, Madrid, 1959. 356 Derecho, instituciones y procesos históricos a la de Derecho canónico. Se denominaba de ambos modos, indiferentemente, al ordenamiento jurídico propio de la Iglesia Católica; un ordenamiento confesional, emanado de la autoridad del Papa, de los Obispos y del resto del cuerpo legislativo eclesial, y que si regulaba relaciones que hoy son propias del orden civil era porque, en parte, se tuvo durante siglos un concepto diferente del actual de cuáles eran los campos y los límites entre las dos esferas, y en parte porque el propio poder estatal aceptaba y establecía la vigencia directa en el ámbito civil de múltiples normas canónicas. Con la Reforma protestante, Lutero negó la validez para la Iglesia reformada del Derecho canónico pontificio, y confió a los poderes civiles el gobierno de la propia Iglesia. Ello dio poco a poco lugar a una normativa de origen determinadamente civil para regir el ámbito de lo eclesial; surgió un Derecho protestante que no era Derecho canónico —no provenía del Papado—, pero que sí regulaba —en lo espi- ritual y lo temporal— la vida de la Iglesia, y la de los fieles en cuanto que miembros de esta. La doctrina alemana que logró imponerse en el siglo XIX denominó a estas normas como Staatskirchenrecht, Derecho eclesiástico del Estado, lo que marcaba la diferencia con el Kirchenrecht —Derecho eclesiástico— que era el nombre alemán del Derecho canónico. Y consolidada tal denominación, la doctrina italiana de finales del XIX y principios del XX tradujo el Staatskirchenrecht por Diritto Ecclesiastico dello Stato, un ordenamiento que, fuera ya del ámbito de la Reforma, suponía el resultado de la actuación normativa del Estado en el campo de lo religioso, fruto también de la radical separación entre la Iglesia y el Estado que había sido propugnada por el liberalismo y había alcanzado carta de naturaleza mucho más en los países católicos que en los luteranos, evangélicos y ortodoxos. Y de ahí pro- viene nuestro Derecho eclesiástico del Estado. Lo cual viene a probar que tal Derecho eclesiástico tiene como fuente al Estado en virtud del poder propio que este se auto atribuye hoy sobre todos los fenómenos religiosos con dimensión temporal; sola- mente excluye de su poder normativo la vida interna de las confesiones religiosas y aquellas actividades de los ciudadanos que posean carácter espiritual y carezcan de dimensión civil. Lo dicho bastará para resolver que el fenómeno del gobierno espiritual de las In- dias no fue, ni podemos asimilarlo al mismo, un moderno Derecho eclesiástico esta- tal. La Corona española nunca rigió la vida de la Iglesia ni de los fieles en las Indias en virtud de un poder propio de carácter civil del que se considerase por sí mismo titular; siempre se mantuvo la tesis de que el poder político, el Rey muy en especial, actuaba por delegación pontificia, en nombre de la Santa Sede, como vicario delegado del Papa, y por tanto ejerciendo una autoridad canónica, no estatal. La fuente del Patronato era el Papa; la fuente del Vicariato era el Papa asimismo; los Reyes gobernaban en su nombre y no en virtud de un poder o autoridad autónomos y 357La regulación estatal del factor religioso en el siglo XIX en México n Rosa María Martínez de Codes propios.4 E incluso cuando, ya en el XVIII, nazca la tesis de la delegación inmediata y directa de Dios en los Monarcas para el gobierno de la Iglesia indiana —uniendo el poder regio sobre lo espiritual con su poder sobre lo temporal, procedentes ambos de Dios—, tal tesis nunca superará de facto la esfera doctrinal —pues los pocos casos que en la praxis legislativa se dieron suponen excepciones de todo punto singulares y casi anecdóticas— y fue rechazada expresamente al reformar bajo Carlos III la legislación indiana; la Junta codificadora carolina mantuvo e incluso reforzó la tesis vicarial, en cuya virtud no pudo existir en Indias un Derecho eclesiástico en el sentido actual del término, sino un Derecho canónico emanado del Papa o directamente, o a través de sus delegados los Reyes de España y de las restantes fuentes normativas canónicas.5 En todo caso, quizás cupiese considerar Derecho eclesiástico estatal el ejercicio del Pase Regio o Exequatur y del subsiguiente control de las decisiones pontificias, episco- pales y sinodales, siempre que tengamos en cuenta que la Santa Sede aceptó de hecho esa praxis y que la misma se integró en el cuadro amplísimo del Vicariato, entendido como función de dirección en todos los sentidos de la Iglesia en Indias por parte de los Reyes, cuya cercanía a la vida indiana les situaba en condiciones más adecuadas que las de los Pontífices para entender qué normas canónicas debían aplicarse allí y de qué manera. Si nos hemos detenido en clarificar una cuestión aparentemente terminológica, lo hemos hecho porque el análisis de la misma sitúa en su correcta posición y encuadre el tema de la regulación estatal del factor religioso en la América española del ocho- cientos. No debe olvidarse, como punto de partida, que la presencia y la existencia jurídica y sociológica de la Iglesia católica, preexiste a los Estados mismos. Después de la Independencia, las nuevas repúblicas han tenido desarrollos muchas veces similares, aunque con matices peculiares en cada una, en materia religiosa. Pero un denomi- nador común ha sido la presencia de la Iglesia Católica, y la trabajosa evolución del modo en que ella se relacionó con los Estados, desde que los Estados existen. Como bien se sabe, para las Indias no se firmó nunca un concordato; el primero de la historia de España procede de 1753, se refiere a la Metrópoli y precisamente invoca el Derecho canónico indiano como un argumento en favor del universal Pa- tronato, dotado de importantes regalías,6 que concede a la Corona sobre sus reinos.7 4 «El Regio Vicariato supone, por consiguiente, una delegación de poderes jurisdiccionales eclesiásticos. Es, además, regalía de la Corona, aunque no es innata (mayestática) al poder real» en J. M. García Añoveros, La Monarquía y la Iglesia, p. 117. 5 Véase A. de la Hera, «La legislación eclesiástica indiana bajo los borbones», Iglesia y Corona, pp. 433-459. 6 Véase V. Rodríguez Casado, «Iglesia y Estado en el reinado de Carlos III», Estudios Americanos, I, 1948, p. 6. 7 Véase T. Egido, «El Regalismo y las relaciones Iglesia Estado en el siglo XVIII», en R. García Villoslada, Historia de la Iglesia en España, IV, La Iglesia en la España de los siglos XVII y XVIII, Madrid 1979, pp. 177-188. 358 Derecho, instituciones y procesos históricos Y si no se firmó un concordato fue porque no era ni se estimó necesario; en su lugar, opera en Indias la amplia delegación pontificia que entendemos como Derecho de Patronato.8 2. C onfesionalidad y reivindicación del derecho de patronato en la fase de formación de los estados nacionales A diferencia del Vicariato, que los monarcas se auto atribuyen —o les atribuye la doctrina—, y que adquiere su legitimidad histórica a través de su propio ejercicio y de la actitud tolerante al respecto por parte de la Santa Sede —que aceptó la práctica vicarial sin aceptar la teoría—,9 el Patronato fue concreta y específicamente objeto de una concesión y reconocimiento pontificios, que la doctrina conoce sobradamente y que Leturia ha documentado con toda precisión.10 Las negociaciones para su con- cesión11 constituyeron una auténtica labor concordataria, aunque no diesen lugar a un concordato propiamente dicho; mediante las mismas, ambas Partes regularon sus futuras relaciones sobre la base de mutuas concesiones: la Corona recibió múltiples privilegios y derechos en orden al gobierno espiritual de las Indias, y la Iglesia contó con un total —en todos los terrenos— y completo —sin reservas— apoyo de la Co- rona para la realización de la obra evangelizadora. El resultado de tales negociaciones fue, de parte romana, la concesión patronal, y de parte española, en este caso sin documento bilateral alguno que lo estableciese, el compromiso del Estado de actuar como misionero, apoyando y financiando la con- versión a la fe del nuevo continente,12 empresa que la Santa Sede no hubiese estado en condiciones de llevar a cabo sin la directa intervención de la Corona. Las facultades patronales no se le concedieron a la Corona en un solo momento ni de una sola vez. Más aún, muchas de ellas no se le concedieron nunca, lo que dio lugar a la existencia de una clara franja de competencias estatales que es difícil de calificar: 8 Véase M. Gómez Zamora, Regio Patronato español e indiano, Madrid 1897, que hasta bien entrado el siglo XX constituyó el mejor estudio sobre la materia; P. de Leturia, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, I, Época del Real Patronato, Roma–Caracas 1959, que reúne la mejor investigación sobre las fuentes de este Derecho; y la bibliografía recogida por A. de la Hera [5], p. 510. 9 «EL Vicariato es, pues, un desarrollo abusivo del Patronato, pero que tiene de común con él su con- dición de concesión de la Santa Sede a la Corona, es decir, su origen eclesiástico. Cierto que nunca lo concedió la Santa Sede, pero como concedió por ella se presenta por la doctrina oficial española, y Roma, si niega esa concesión, permite su aplicación en la práctica» en A. de la Hera, El Regalismo Indiano, en P. Borges, Historia de la Iglesia, cit., p. 83. Véase Asimismo P. de Leturia, «Antonio Lelio de Fermo y la condenación del «De Indiarum Iure» de Solórzano Pereira», [8], cit., pp. 335-408. 10 P. de Leturia [8], particularmente los estudios primero, segundo y octavo. 11 Las describe, A. de la Hera en «El Regio Patronato Indiano», en A. de la Hera [5], pp. 175-193. 12 Las características de este Estado misional son: «a) empleo del poder político en el servicio de Dios y b) concepción del Estado como empresa misional» en A. de la Hera, R. M. Martínez de Codes, «Concepción teológico–religiosa del Estado de las Indias», en Estudios en homenaje a su primer Rector y Fundador de la Universidad Hispano-Americana Dr. Vicente Rodríguez Casado, Madrid 1988, p. 161. 359La regulación estatal del factor religioso en el siglo XIX en México n Rosa María Martínez de Codes ¿patronato o vicariato? En la medida en que la Santa Sede otorgó el Patronato a los Reyes, estos legítimamente y sin discusión posible lo poseyeron y ejercieron, pero en realidad tal concesión patronal tuvo un contenido muy limitado, refiriéndose casi en exclusiva al envío de misioneros, a la creación y delimitación de diócesis, a la presen- tación de candidatos a las sedes episcopales y a otros beneficios, y a los derechos en materia económica o decimal.13 La enorme amplitud que a partir de aquí tomaron los derechos patronales, que fueron multiplicando su número a lo largo del siglo XVI, hasta alcanzar bajo Felipe II la que llegó a ser su máxima extensión —que ya nunca disminuyó,14 ha de con- siderarse fruto del ejercicio del Vicariato, ya que no cabe encontrarle otro apoyo ni doctrinal ni legal. La teoría vicarial vino a justificar la ampliación unilateral del Patronato, operada a lo largo del tiempo, y poco a poco aceptada por la Santa Sede al no oponerle apenas resistencia, consciente de que era el único modo de que, a) el Estado cumpliese con el propósito misional, que solo él podía llevar a cabo en cuanto que implicaba inmensos gastos y esfuerzos que condujesen a sufragar los viajes, a la sumisión de los indígenas, construcción, mantenimiento y atención de edificios de culto y asistencia religiosa y cultural, vigilancia para evitar la entrada en Indias de doctrinas heréticas, recaudación de diezmos, mantenimiento de los ministros sacros, y b) el propio Estado garantizase el buen orden de la vida eclesiástica indiana, que escapaba ineludiblemente al control de Roma en un mundo tan lejano e inabarcable para la Santa Sede como eran las Indias. Dando pues por aceptado que el conjunto homogéneo Patronato-Vicariato, crea- do por la doctrina y la normativa indiana a partir de unas muy concretas concesiones pontificias, presidió la dirección política y jurídica de la Iglesia indiana por parte de la Corona, pasemos ahora a reflexionar sobre los problemas y soluciones arbitradas por parte de los nuevos Estados nacionales, como consecuencia de la convivencia con el sistema descrito, su cuestionamiento y posterior sustitución por otro. Conviene recordar que la independencia de las nuevas naciones americanas no significó una ruptura en materia religiosa. La independencia que se buscaba era de España, no de la Iglesia. Quienes la hicieron no renegaron de su fe católica. Es más: el clero católico tuvo un intenso protagonismo en el proceso de emancipación. A título de ejemplo, de los veinte seis sacerdotes participantes en el cabildo abierto de 22 de 13 Véanse las facultades patronales efectivamente concedidas por la Santa Sede a los reyes castellanos y que, bajo el epígrafe «Las concesiones pontificias», incluye I. Sánchez Bella en su Iglesia y Estado en la América Española, EUNSA, Pamplona, 1991, cit., p. 18-27. 14 Véase P. de Leturia, «Felipe II y el Pontificado en un momento culminante de la historia de His- panoamérica», en P. de Leturia [8] p. 59-100; asimismo I. Sánchez Bella, Iglesia y Estado, cit., en la parte titulada «Actitud de la Santa Sede ante el Patronato indiano», en especial p. 86-91. 360 Derecho, instituciones y procesos históricos mayo de 1810 en las entonces Provincias de la Plata, diez y ocho votaron a favor de la emancipación de las autoridades peninsulares.15 No obstante, la ruptura del marco jurídico indiano se proyectó no solo en las ins- tituciones del gobierno político, sino también en las instituciones del gobierno ecle- siástico. La ruptura institucional implicó la crisis del regio Patronato, la consecuente alarma de la Santa Sede y la simultánea reacción política y eclesial de los gobiernos y clero americano. Las autoridades americanas, conscientes de hallarse ante una población que había sido educada en la más ortodoxa tradición cristiana y católica, buscaron el acerca- miento a la Corte romana, induciéndola tácita o expresamente a declarar la caducidad del real Patronato, y con él, el fin de las autoridades españolas en América, posibili- tando así un entendimiento directo. Esta solución, utópica en las dos primeras décadas del siglo XIX, ya que la Santa Sede no estaba dispuesta a comprometer su autoridad aliándose con gobernantes de dudosa estabilidad, granjeándose la enemistad de España y de las potencias integran- tes de la Santa Alianza, comenzó a ser viable cuando la relaciones entre el gobierno de Madrid y la Santa Sede se debilitaron ante el talante anticlerical de la legislación sancionada durante el trienio liberal (1821-1823). Las relaciones de información y de apología sobre los nuevos gobiernos ameri- canos, procedentes de la jerarquía eclesiástica superviviente, llegadas a Roma en la década de los años 1820, abrieron un camino de diálogo lento pero eficaz que con el tiempo dio sus frutos: el contacto directo con Roma y el reconocimiento por parte de ésta de la independencia de las repúblicas americanas.16 Al correr del siglo XIX y al compás del proceso político de independencia y for- mación de los estados nacionales, tres cuestiones entremezcladas atraviesan la historia de las relaciones Iglesia-Estado en América Latina durante todo el siglo XIX y parte del XX. Por una parte la confesionalidad católica del Estado, ardientemente defendida por la Iglesia Católica, contrapuesta a la introducción de la libertad de cultos o al menos la tolerancia al culto, aunque fuera privado, distinto del católico.17 Por otra parte la pretensión de los Estados de ejercer el patronato, que la Santa Sede no les reconocía por considerar que había sido una concesión personal a los reyes de España. Y, finalmente, el deseo de los nuevos Estados de establecer relaciones con la Iglesia mediante la suscripción de concordatos, que exigían la solución de los dos problemas anteriores. 15 R. M. Martínez de Codes, La Iglesia católica en la América Independiente, siglo XIX, Edición Mapfre, Madrid 1992, p. 59-148. 16 Ibidem, p. 41-57. 17 Una explicación de la evolución de la doctrina católica puede verse en A. Busso, «La libertad religiosa y su fundamento filosófico», en Congreso Latinoamericano de Libertad Religiosa, Lima, Pontificia Univer- sidad Católica del Perú, 2001, pp. 71-82. 361La regulación estatal del factor religioso en el siglo XIX en México n Rosa María Martínez de Codes Todas las nuevas naciones independientes mantuvieron, al menos inicialmente, la confesionalidad católica del Estado, aunque con fórmulas diversas. En general esa confesionalidad iba acompañada de la reivindicación del Patronato como atributo de la soberanía del Estado en base al principio de la retroversión de la soberanía del Rey al pueblo.18 La doctrina regalista, defensora de la tesis de que el patronato indiano era un derecho real de la Corona, y no un privilegio personal de los reyes, y que en consecuencia debía transmitirse con la soberanía, fue la posición oficial, con pocas excepciones, de los Estados hispanoamericanos. A mi juicio, la mejor defensa de la doctrina regalista en pro del patronato nacio- nal se encuentra en el Memorial ajustado de los diversos expedientes seguidos sobre la provisión de obispos en esta Iglesia de Buenos Aires, hecha por el solo sumo pontífice sin presentación del gobierno, con motivo del nombramiento de Mariano Medrano como vicario apostólico de Buenos Aires en 1834, y después como obispo.19 En el Memorial ajustado se encuentran las proposiciones que inspiraron muchas de las disposiciones constitucionales sancionadas por los gobiernos patrios hasta me- diados del siglo XIX. Ellas afirmaban la retroversión de la soberanía, la regalía del patronato, la del exequatur, el derecho de presentación, el de división de las jurisdic- ciones eclesiásticas, etcétera. Así por ejemplo, en la Gran Colombia el Congreso de Cúcuta de 1824 estableció el derecho de patronato, contra la voluntad de la Santa Sede, mientras que la Consti- tución de 1830 mantuvo tanto la confesionalidad estatal como la reivindicación del patronato.20 También reivindicaron tanto la confesionalidad estatal como el derecho al pa- tronato los sucesivos proyectos constitucionales argentinos, hasta la Constitución de 1853, aún vigente, donde se atenuó la fórmula relativa a la Iglesia Católica, que dejó de ser la religión del Estado, para ser solamente el «culto sostenido por el Gobierno Federal». Manteniéndose por el contrario el «arreglo del ejercicio del patronato en toda la nación por el Congreso» (art.67) hasta que se concluyó un acuerdo con el Va- ticano, ratificado por ley, en el año 1966, que modificó sustancialmente los preceptos constitucionales en materia de patronato.21 En Chile, la Constitución de 1833 proclamó a la religión católica como religión del Estado con exclusión del ejercicio público de cualquier otra (art.4), y al mismo 18 A. Levaggi, Manual de Historia del Derecho Argentino, t. III, Buenos Aires, 1991, pp. 49-54 y 123-125. 19 Autores clásicos que han tratado el tema, F. J. Legón, Doctrina y ejercicio del patronato nacional, Buenos Aires 1920; J. Casiello, Iglesia y Estado en la Argentina. Régimen de sus relaciones, Buenos Aires 1948; C. Bruno, El Derecho Público de la Iglesia en la Argentina, 2 tomos, Buenos Aires, 1956; R. de La Fuente, Patronato y concordato en la Argentina, Buenos Aires, 1957. 20 M. Félix Ballesta, «Aproximaciones históricas de las relaciones Iglesia–Estado en Colombia», Anua- rio de Derecho Eclesiástico del Estado, vol. XIII, 1997, Madrid, p. 81. 21 J. G. Navaro Floria, «Iglesia, Estado y libertad religiosa en la constitución argentina reformada», Memoria del IX Congreso Internacional de Derecho Canónico, México 1995. 362 Derecho, instituciones y procesos históricos tiempo atribuyó al Presidente, al Consejo de Estado y al Senado el ejercicio del Patro- nato,22 que fue desconocido por la Santa Sede. Resulta notorio que hasta la segunda mitad del siglo XIX la Santa Sede no se mostró dispuesta a conceder el Patronato, y solo en algunos casos, a cambio de la confesionalidad estricta del Estado, por la vía concordataria. Ecuador obtuvo un con- cordato en 1861 por el que le fue concedido al Presidente el ejercicio del patronato en la designación de obispos,23 que mantuvo hasta la firma del modus vivendi de 1937 todavía vigente, que lo suprime y reemplaza por el sistema de prenotificación oficio- sa,24 generalizado más tarde en muchos países. Perú obtuvo la concesión del Patronato por la bula Praeclera inter beneficia de Pio IX en 187525 y lo mantuvo hasta el Acuerdo de 1980.26 Colombia, después de una guerra civil no exenta de componentes religiosos, firmó un concordato en 1887,27 que puso fin a una época de grave conflicto entre el Estado colombiano y la Iglesia que incluyó una separación total y para nada amistosa dispuesta en la constitución de 1853.28 Posteriormente, otros acuerdos complemen- tarios fueron regulando aspectos parciales de las relaciones entre la Iglesia y el Estado en Colombia, de modo amistoso y favorable a la Iglesia.29 Bolivia firmó un concordato en 1851 bajo el gobierno del general Santa Cruz, que al igual que el firmado en 1862 por Venezuela no llegaron a tener vigencia.30 Por último cabe citar otros países como Argentina, Uruguay y Chile,31 que aun- que intentaron sin éxito la firma de concordatos, llegaron a otro tipo de acuerdos o modus vivendi no escritos con la Santa Sede. Sin lugar a dudas el caso de Argentina es el más notorio, por la pervivencia que tuvo en este país el ejercicio del patronato, sin mediar concordato o convenio alguno con la Santa Sede hasta 1966. 22 J. Precht Pizarro, Derecho Eclesiástico del Estado de Chile, Santiago, Universidad Católica de Chile, 2001, p. 35. 23 S. Castillo Illingworth, Foro Iberoamericano sobre Libertad Religiosa, Madrid, Ministerio de Justi- cia, 2001, p. 118. 24 J. Martín de Agar, Raccolta de concordati 1950-1999, Librería Editrice Vaticana, 2000. 25 Véase, F. J. Hernández, Colección de Bulas, breves y otros documentos relativos a la Iglesia de Amé- rica y Filipinas, vol. III, Bruselas, 1879, p. 406. 26 Véase, Martín de Agar [24], p. 678. 27 Véase, F. Retamal, «La libertad de conciencia y la libertad de las religiones en los grandes sistemas contemporáneos», Memoria del IX Congreso Internacional de Derecho Canónico, México, UNAM, 1996, p. 82. 28 V. Prieto, «El Concordato Colombiano de 1973», en Congreso Latinoamericano de Libertad Religiosa, IDEC, Lima 2001, p. 83. 29 I. M. Hoyos Castañeda, «El estatuto jurídico del hecho religioso en Colombia», Conciencia y Liber- tad, núm. 14, 2002, Madrid, p. 128-140. 30 Véase F. Retamal [27], p. 81. 31 C. Salinas Araneda, «La personalidad jurídica de las entidades religiosas en el Derecho chileno», en Congreso Latinoamericano de Libertad Religiosa, IDEC, Lima 2001, p. 97. 363La regulación estatal del factor religioso en el siglo XIX en México n Rosa María Martínez de Codes 3. E l caso de México: los intentos de regulación del ejercicio del patronato. De la continuidad a la ruptura México, al igual que el resto de los países de la América española, estuvo sometido al Regio Patronato Indiano durante todo el periodo colonial. Las dificultades que la regulación de la llamada «cuestión religiosa» planteó a los sucesivos gobiernos inde- pendientes en la fase de organización del Estado nación, junto con la radicalización ideológica del Plan de Ayutla de 1854, la expedición de la ley orgánica de la adminis- tración de justicia, conocida como Ley Júarez, de 23 de noviembre de 1855, mediante la cual se abolió el fuero eclesiástico y el fuero militar, y sobre todo, la ley de 25 de junio de 1856 que ordenaba la desamortización de los bienes de «manos muertas» y prohibía a las corporaciones civiles o eclesiásticas tener capacidad legal para adquirir en propiedad o administrar bienes raíces,32 dejaron muy poco margen para la nego- ciación con la Santa Sede de un concordato que solucionase la cuestión del Patronato nacional mexicano, aún sin resolver a mediados del siglo XIX. México fue el único país de la América española donde la ruptura de relaciones diplomáticas con la Santa Sede, decretada el 3 de agosto de 1859, se mantuvo hasta 1992, año en el que bajo la presidencia de Carlos Salinas de Gortari tuvo lugar la reforma más decisiva de la Constitución política mexicana en materia religiosa,33 po- sibilitando el establecimiento de relaciones diplomáticas con el Vaticano.34 Resulta difícil de entender cómo se llegó a una ruptura secular teniendo en cuenta que los principales textos normativos del periodo independiente hasta la Constitu- ción de 1857, hacían un reconocimiento expreso de la religión católica como religión oficial de la Nación mexicana. Sin ánimo de ser exhaustiva deseo recordar: * Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, sancionado en Apatzingán el 22 de octubre de 1814; * Plan de Iguala, proclamado por Agustín de Iturbide, el 24 de febrero de 1821; * Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos, sancionada por el Congreso General Constituyente el 4 de octubre de 1824; 32 R. M. Martínez de Codes, «Transformaciones del derecho de propiedad a través de la legislación desamortizadora. Los casos de España y México», en Derecho y administración pública en las Indias hispá- nicas, vol. II, Editorial de la Universidad de Castilla–La Mancha, Cuenca 2002, p. 1065-1085. 33 El alto número de publicaciones al respecto aconseja revisar los capítulos III y VII y el apéndice bi- bliográfico de la obra de R. González Schmal, Derecho eclesiástico mexicano. Un marco para la libertad religiosa, México 1997. 34 Véase, T. I. Jiménez Urresti, Relaciones reestrenadas entre el Estado mexicano y la Iglesia, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 1994. 364 Derecho, instituciones y procesos históricos * Las leyes constitucionales de la República mexicana, suscritas en la Ciudad de México el 29 de diciembre de 1836; * Bases Orgánicas de la República Mexicana, acordadas por la honorable Junta legislativa establecida conforme a los decretos de 19 y 23 de diciembre de 1842, sancionadas por el Supremo Gobierno provisional con arreglo a los mismos decretos el día 12 de junio de 1843. El texto que mejor expresa, en mi opinión, el espíritu de toda esta producción le- gislativa es el que encontramos en la Base 1ª del Plan de Iguala de Agustín Iturbide: No le anima otro deseo al ejército que el conservar pura la santa religión que profesamos y hacer la felicidad general. Oíd, escuchad las bases sólidas en que funda su resolución: La religión Católica, apostólica, Romana, sin tolerancia de otra alguna. No obstante, la aceptación de la religión católica como la oficial, no implicó la continuación del Regio patronato como tal. Desde que se juró la independencia en 1821, la Regencia, presidida por Iturbide, de común acuerdo con los representantes de los obispos de las diversas diócesis dio por «cesado el uso del patronato, que en sus iglesias se concedió por la Silla Apostólica a los reyes de España como reyes de Castilla y de León», argumentando que «para que lo haya en el gobierno del mismo imperio... es necesario esperar igual concesión de la misma Santa Sede».35 Los gobiernos posteriores entendieron, consecuentemente, que el ejercicio del Pa- tronato quedaba sujeto a la negociación con la Silla apostólica; por ello, la Constitu- ción de 1824, así como las centralistas de 1836 y 1843, conferían al Congreso Gene- ral facultades exclusivas para «celebrar concordatos con la Silla Apostólica, aprobarlos para su ratificación y arreglar el ejercicio del patronato en toda la Federación» (art.50 de la Constitución de 1824); al Presidente de la República, atribuciones especiales para «celebrar concordatos con la Silla Apostólica... previo el concordato, y según lo que él disponga, presentar para todos los obispados, dignidades y beneficios eclesiás- ticos, que sean del Patronato de la Nación, con acuerdo del Consejo» (art.17 de las Leyes constitucionales de 1836) y, con mayor énfasis, en el texto de 1843, recordaba que «son obligaciones del Presidente: celebrar concordatos con la Silla Apostólica, sujetándolos a la aprobación del Congreso» (art.86). No obstante y, pese a la contundencia de los textos constitucionales, hubo opinio- nes en contra por parte del Ejecutivo, especialmente durante los dos años (1833-1834) que el vicepresidente, Valentín Gómez Farías, asumió la presidencia de la República. Fue un periodo corto pero intenso en el que se dieron los primeros ensayos liberales de carácter legislativo tendentes a secularizar la educación y consolidar el regalismo. 35 J. García Gutierrez, Apuntes para la historia del origen y desenvolvimiento del Regio Patronato Indiano hasta 1857, México 1941, p. 283. 365La regulación estatal del factor religioso en el siglo XIX en México n Rosa María Martínez de Codes La disposición más importante en materia de reforma eclesiástica fue la Ley de 17 de diciembre de 1833, que disponía que se proveyeran en propiedad todos los curatos vacantes y que vacaren, a tenor de lo regulado en la Recopilación de Indias, ejerciendo por el presidente de la República para el distrito y territorios federales y los gobernadores de los estados, las facultades que correspondían antaño a los virreyes; los prelados que no obedecieran esa disposición serían sancionados con multa de 500 a 6.000 pesos y en reincidencia serían expulsados del país.36 La respuesta de los prelados fue casi unánime: estaban dispuestos a abandonar el país. La Iglesia mexicana negaba así la subsistencia del Patronato, que en todo caso tenía que ser declarado por la Santa Sede, no por las iglesias locales. El general Santa Ana, al asumir nuevamente la presidencia, suspendió mediante la circular de 21 de ju- nio de 1834 la aplicación de esta ley, junto con las penas de expulsión a la jerarquía. En la documentación que se encuentra en el Archivo de la Secretaría de Relacio- nes Exteriores, publicada en el volumen 27 de la serie titulada Archivo Histórico Diplo- mático Mexicano, se encuentran varios comentarios sobre la importancia que el clero y las administraciones de carácter conservador atribuían a la importancia de concertar un concordato. El clero local parecía el más beneficiado en esta coyuntura, porque recuperaba su independencia con respecto al gobierno de la República, en tanto que su dependencia de Roma aún era muy débil.37 La posición de la Santa Sede fue evolucionando conforme se sucedían los aconte- cimientos. En la década de 1820 y respecto a la provisión de las vacantes eclesiásticas no fue capaz de dar solución alguna. Los diferentes agentes y representantes envia- dos cerca de la corte de Roma no tuvieron entonces ningún predicamento. Llama la atención el relato de Lorenzo de Zavala sobre las gestiones realizadas por el ministro Francisco Pablo Vázquez en Roma, por encargo de la administración del general Bus- tamante, durante el breve pontificado de Pío VIII (1829-1830), relativas al nombra- miento de seis obispos motu propio para las sedes vacantes: La cuestión solo fue presentada bajo el aspecto de que unas regiones llamadas megicanas, careciendo de obispos, esperaban que su santidad, Motu propio, ed decir, no por consideración á los estados soberanos que reclaman, no por ningun tratado entre el Papa y la república megicana; no por concordatos, cuya palabra es una heregia para los ultramontanos; sino por compasión y atendien- do únicamente al bien de los fieles, su santidad viniese en acordar las bulas para los obispados de [...] El Sr. D. Francisco no fue recibido jamás por su santidad en audiencia pública y solo veía al cardenal Bernetti como por contrabando. 36 J. L. Soberanes Fernández, Derechos de los creyentes, UNAM, México 2000, pp. 21-27. 37 VV. AA., México y el Vaticano, Comité de Asuntos Editoriales, Cámara de Diputados, México 1998, pp. 223 y 55. 366 Derecho, instituciones y procesos históricos En realidad, hasta el pontificado de Gregorio XVI (1831-1846) la Santa Sede no aceptó las propuestas tramitadas por el ministro Vázquez recurriendo al ofrecimiento fallido de nombrar vicarios apostólicos para la administración de las diócesis u obis- pos in partibus. No fue hasta la década de los años 1830 cuando Gregorio XVI, en su primer consistorio (28 de febrero de 1831), restableció la jerarquía ordinaria en México, preconizando seis obispos residenciales, entre los cuales el destinado a Puebla fue precisamente el delegado del gobierno mexicano Francisco Vázquez. Gregorio XVI justificó en carta autógrafa a Fernando VII su postura con el si- guiente argumento: una vez que México no admitía en absoluto vicarios apostólicos, no hubo más remedio, para salvar allí la fe y la Iglesia que darles obispos residenciales, si bien, por consideración a los derechos reales, no los dio a presentación de aquel gobierno, sino motu propio. El silencio de la Corte de Madrid a la política de hechos consumados facilitó la extensión de la medida a Argentina y Chile.38 El reconocimiento oficial de México como nación independiente, en diciembre de 1836, por parte de la Santa Sede abrió una nueva etapa en el arreglo de los puntos de disciplina eclesiástica necesarios para la Iglesia mexicana, tales como la agregación de la diócesis de Chiapas a la archidiócesis de México, separándola de Guatemala, etcétera,39 pero no clarificó la cuestión del Patronato nacional ni posibilitó la celebra- ción de concordatos. De hecho, el procedimiento que se arbitró derivaba más de la costumbre que del principio mismo del patronato. El Ministro de Justicia y Negocios Eclesiásticos, Lic. Manuel Baranda, lo explica- ba con suma claridad: [S]e arregló el nombramiento de Obispos en la forma que hoy se está practican- do, y se reduce á que el Gobierno de la nación haga una especie de postulación que dá motivo para que la silla apostólica confiera el obispado a la persona pos- tulada. En orden á la provisión de canongías y de curatos, esto se verifica por las autoridades eclesiásticas, en virtud de leyes que así lo dispusieron, y que dejaron a la nación el ejercicio de la exclusiva. Es necesario convenir en que habiéndose dificultado el arreglo del patronato ha sido imposible que dejen de existir mu- chas cosas que se le parecen y que son enteramente iguales en sus efectos.40 Además, la Santa Sede demostró una constante renuencia a negociar el concor- dato que el gobierno mexicano propuso, por conducto de sus agentes, en ocasiones repetidas. En nota de 27 de marzo de 1839, por ejemplo, el cardenal Lambruschini decía al ministro Manuel Diez de Bonilla: 38 Ibidem, p. 299. 39 Martínez de Codes [15], p. 157. 40 VV. AA. [37], pp. 309-310. 367La regulación estatal del factor religioso en el siglo XIX en México n Rosa María Martínez de Codes El Santo Padre ha mandado [...] le signifique en respuesta que no podrá tener lugar el concordato propuesto, porque la naturaleza de la cosa no lo exige; pero que a su vez podrá el gobierno mexicano presentar a la Santa Sede un proyecto, tanto sobre el asunto de los diezmos, como sobre el patronato, entre tanto Su Santidad está bien dispuesto á tomarlo en consideración para adoptar aquellas providencias especiales que sean conciliables con los derechos y con la discipli- na de la Iglesia».41 Esta posición dual de no a la celebración de concordatos y si al arreglo del ejercicio del patronato, es lo que ha conducido a algunos autores a diferenciar entre la postura de la Iglesia mexicana y la postura de la Santa Sede. José Luis Soberanes afirma que: Si bien la Iglesia mexicana negaba la subsistencia del Patronato, la Santa Sede nunca lo hizo de forma expresa y terminante; es más, nombró obispos a quienes el gobierno mexicano sugería, toleraba que el mismo gobierno retuviera las bu- las y demás letras pontificias, por lo que no quedaba claro que Roma aceptara rotundamente la opinión de la Iglesia mexicana, o cuando menos se mostraba abierta a una negociación.42 Llama la atención que en el ánimo del Ejecutivo, incluso después de la alocución de Pio IX denunciando el proyecto de constitución mexicana en el Consistorio de 15 de diciembre de 1856, junto con la supresión del fuero eclesiástico, la prohibición del derecho al voto del clero, la intervención de los bienes de la Iglesia de Puebla, la ley general de desamortización de 25 de junio de 1856, la expulsión de la Compañía de Jesús y la admisión del libre ejercicio de todos los cultos,43 aún hubiera voluntad de negociar un concordato. Ello solo se entiende a partir de la lectura de la Constitución liberal de 1857, donde el art. 123 sugería la continuación del patronato estatal sobre la Iglesia.44 En el mes de mayo de 1857, el Presidente constitucional General Ignacio Co- monfort se desprendió de la colaboración de su ministro de Justicia y Negocios Ecle- siásticos, Ezequiel Montes, para enviarlo a Roma con carácter de Ministro Plenipo- tenciario. Las gestiones de Montes ante la Santa Sede fueron recogidas meses después en el informe que el nuevo Ministro de Justicia del gobierno reformista, Lic. Manuel F. Ruiz, leyó al Congreso. En él se confirmaba que estaba pendiente la negociación que el Supremo Gobierno había abierto con la Silla Apostólica, para buscar un arreglo amistoso a las cuestiones 41 Ibidem, p. 310. 42 Soberanes [36], p. 26. 43 El texto de la Alocución puede leerse en L. Medina Ascensio, México y el Vaticano, t. II, La Iglesia y el Estado liberal 1836-1867, México 1984, p. 289-295. 44 W. V. Scholes «Church and State at the Mexican Constitutional Convention 1856-1857», Américas, 4, 1947, p. 151 y 55. 368 Derecho, instituciones y procesos históricos que habían surgido en materias eclesiásticas, con motivo de la promulgación de la ley de 25 de Junio de 1856 y de la carta constitucional de 5 de febrero de 1857. «Existía —se lee en el informe— un expediente que solo contenía el proyecto de concordato que el gobierno creía posible y conveniente celebrar, y varias comunicaciones oficiales en que el Exmo. Sr. D. Ezequiel Montes, Ministro Plenipotenciario de la República cerca de Su Santidad, daba cuenta de los primeros pasos que había emprendido para hacerse reconocer en su carácter oficial, y de las conferencias que había tenido con el cardenal secretario Pontífice».45 El informe del Lic. Ruiz tiene gran interés, pues permite conocer la opinión que la Silla Apostólica se había creado de las leyes de la República y las condiciones que aquella exigía al gobierno para facilitar el arreglo del patronato. La Santa Sede estaba dispuesta a aceptar las leyes de reforma que hasta entonces se habían expedido;46 ofre- cía retirar todas las órdenes y circulares que los obispos habían expedido fulminando excomuniones y entredichos contra los que se habían adjudicado fincas, o habían ju- rado la constitución y no dificultaría la extinción de las comunidades regulares; pero exigía a cambio como condición necesaria: «que se devolviera al clero el voto pasivo; que se le devolviera el derecho de adquirir bienes raíces en lo sucesivo, y que el con- cordato, una vez ajustado, fuera ratificado por solo el Presidente de la República».47 Los términos tan ajustados de las concesiones de la Santa Sede, contrarios a las instrucciones del ministro Montes, no permitieron avanzar en la negociación de un proyecto de concordato hasta que el Gobierno de la República resolviera al efecto. Simultáneamente, los acontecimientos políticos que tenían lugar en México no posi- bilitaron ninguna respuesta: el Presidente Comonfort desconoció la Constitución de 1857 y abanderó a los alzados. En diciembre de 1857 el golpe de estado del General Féliz Zuloaga tuvo como consecuencia la instalación de dos gobiernos en México: uno en la capital, de carácter conservador, aceptado por el clero; y otro en Veracruz de corte liberal, presidido por Benito Juárez, amparado por la Constitución.48 La guerra entre los dos gobiernos se prolongó tres años, durante los cuales aún te- nemos documentación, aunque muy escasa, de los intentos del gobierno conservador por negociar un arreglo con la Santa Sede relativo a los bienes que la Iglesia había per- dido por la aplicación de la Ley Lerdo.49 Pero la actitud del gobierno constitucional, expidiendo las llamadas Leyes de Reforma, indecisa aún la suerte de la guerra, resolvió negativamente cualquier intento de negociación. 45 Medina Ascencio [43], p. 315. 46 En particular las llamadas Ley Juárez, Ley Lafragua, Ley Iglesias y parte de la Ley Lerdo. Véase, J. L Lama- drid Sauza, La larga marcha a la modernidad en materia religiosa, F. C. E., México 1994, pp. 75-85. 47 Medina Ascencio [43], p. 316. 48 G. F. Margadant, La Iglesia ante el Derecho mexicano. Esbozo histórico–jurídico, México, 1991, pp. 175-177. 49 El obispo de Puebla, Pelagio Antonio de Labastida, fue nombrado Ministro Plenipotenciario en misión «ad hoc» cerca de la Santa Sede por el General Félix Zuloaga. Véase, Medina Ascencio [43], p. 319. 369La regulación estatal del factor religioso en el siglo XIX en México n Rosa María Martínez de Codes No fue casual que de las siete leyes expedidas por Benito Juárez, entre julio de 1859 y febrero de 1863,50 la primera de ellas, de 12 de julio de 1859, resolviera de manera tajante la nacionalización de los bienes eclesiásticos, cuestión que bloqueaba cualquier intento de negociación al respecto y liquidaba las reivindicaciones del clero mexicano. Además, la ley no se quedó en la confiscación de todos los bienes que el cle- ro secular y regular habían administrado con diversos títulos, adoptó en el Manifiesto del gobierno constitucional a la nación, que la precedió «la más perfecta independen- cia entre los negocios del Estado y los puramente eclesiásticos». Consecuentemente, se decretó el cierre de la Legación mexicana ante la Santa Sede, concluyendo así el 3 de agosto de 1859 las relaciones que los sucesivos gobier- nos independientes habían mantenido con la Santa Sede. El efímero Segundo Imperio mexicano (1863-1867) reflotó la institución del pa- tronato «con los mismos derechos que los Reyes de España ejercieron en la Iglesia de América», conforme a las disposiciones que el emperador Maximiliano, en su calidad de Jefe de Estado y de jefe de la Iglesia, dictó y legalizó a través del Estatuto Provi- sional del Imperio Mexicano.51 Con su autoridad dual se comprometió a proteger el culto católico, apostólico, romano, «como religión del Estado», declarando, al mismo tiempo, la tolerancia de todos los cultos; cedió y traspasó al Estado todos los derechos «respecto de los bienes eclesiásticos que se declararon nacionales durante la Repúbli- ca»; suprimió el fuero eclesiástico (con la posibilidad de negociarlo con el Vaticano) y ejerció el derecho de exequator. Respecto a la regulación de la vida eclesiástica convirtió a los eclesiásticos en em- pleados del Estado para los efectos del culto; imputó al tesoro público los gastos de este; eliminó los derechos parroquiales, diezmos, primicias, etc.; mantuvo en vigor la extinción de las órdenes de religiosos decretada en la República y confirmó la secula- rización de los cementerios.52 La caída del Imperio liberó a la Iglesia mexicana del ejercicio autócrata de un Patronato imperial, no concedido por la Santa Sede, y dejó en vigor las Leyes de Re- forma. Miles de contratos trasladaron los bienes de la Iglesia hacia patrimonios de particulares, aunque nunca con el resultado fiscal o el efecto social que los liberales habían esperado.53 50 F. Tena Ramírez, Leyes Fundamentales de México, 1808-1989, México, 1989. 51 Véase, J. F. Ramírez, «Historia documentada», en Genaro García, Documentos inéditos o muy raros para la Historia de México, t. XIII, documento LXVI, núm. 1, pp. 218-220 y P. Galeana de Valadez, Las Relaciones Iglesia–Estado durante el Segundo Imperio, México 1991. 52 N. A. N. Cleven, «The ecclesiastical policy of Maximilian of Mexico», en Hispanic American Histori- cal Review, 9, 1929, p. 317 y ss. 53 J. Bazant, Los bienes de la Iglesia en México (1856-1875): aspectos económicos y sociales de la revolución liberal, México 1977. 370 Derecho, instituciones y procesos históricos La elevación a rango constitucional de las Leyes de Reforma, el 25 de septiembre de 1873 mediante la Ley de Adiciones y Reformas, anexa a la Constitución Federal,54 cerró un ciclo que no volvió a revisarse aunque las leyes no fueran aplicadas. La si- tuación nunca sería la misma que antes de la Reforma. En palabras de Jesús Reyes Heroles, «con las Leyes de Reforma se hizo tal tortilla, que era imposible que los huevos volvieran al cascarón. El avance legal e institucional fue en esta materia de tanta trascendencia, que treinta años de porfirismo no bastaron para retrotraer las relaciones Estado-Iglesia a su situación anterior».55 Transcurrieron más de ciento treinta años, exactamente ciento treinta y tres años, antes de que el Gobierno de la República anunciara el establecimiento de relaciones diplomáticas con el Vaticano. La decisión del gobierno de México fue un hecho con- secuente con las recientes reformas constitucionales aprobadas. Así se manifestaron la mayoría de los diputados miembros de la Comisión Permanente del Congreso de la Unión, en sesión celebrada el 23 de septiembre de 1992: Después de que fuimos partícipes de cambios drásticos a la Constitución Ge- neral de la República, sobre todo en lo relacionado a las reformas del artículo 130 constitucional, de que fuimos partícipes de la Ley Reglamentaria de los artículos 130 y 24 de la Constitución General de la República, coincidimos con todos los analistas políticos que el establecimiento de las relaciones entre el Estado Mexicano y el Vaticano era un paso obligado. Paso obligado que se convirtió en uno de los grandes temas que conforman el debate nacional en México en el siglo XXI. Y, aunque no es este el marco donde resulta oportuno esbozar el tratamiento actual del tema, no quiero dejar de mencionar algunas de las razones que, en opinión de los diputados de la Comisión, forzaron la ruptura de relaciones y justifican a finales del siglo XX su establecimiento: La actitud rijosa de la iglesia frente a la Constitución de 1857, y su papel francamente sedicioso en la Guerra de reforma, obligaron al Estado mexicano a tomar dicha posición (separación Estado-Iglesia). Este antecedente histórico debe se claramente justipreciado, hoy que se anuncia oficialmente la intención de reanudar relaciones diplomáticas con el Vaticano, porque no fue el capricho o la actitud sectaria lo que motivó el rompimiento de las relaciones con la Iglesia católica, fue —y de ello hay constancias claras— la posición de desco- nocimiento del orden constitucional de 1857, y de apoyo a fuerzas sediciosas conservatistas, lo que propició la ruptura.56 54 J. Reyes Heroles, «La Iglesia y el Estado» en México, Cincuenta años de Revolución, t. III. La Política, México, p. 367. 55 Véase, «Cámara de Senadores del Congreso de la Unión, Comisión de Relaciones Exteriores, Primera Sección, 24 de Noviembre de 1992», Estenografía Parlamentaria, turno 20. 56 Ibidem, turno 18. 371La regulación estatal del factor religioso en el siglo XIX en México n Rosa María Martínez de Codes La reanudación de relaciones con el Vaticano forma parte del proceso de moder- nización del Estado mexicano en cuestiones religiosas. Hoy día, la Iglesia católica es reconocida, en el marco constitucional y legal, por el Estado, junto con otras confe- siones e iglesias que han accedido a la titularidad de derechos y obligaciones que antes les era jurídicamente imposible ostentar. La falta de corresponsabilidad del régimen interno mexicano en materia religiosa con relación a lo dispuesto en los instrumentos internacionales, resultaba difícilmente sostenible. Por ello el anuncio oficial de establecimiento de relaciones con el Vaticano no solo no pone en cuestionamiento la secularización del Estado, única institución que está capacitada para regular la vida de los individuos; sino que permite, a mi jui- cio, avanzar en el reconocimiento de los derechos del hombre en materia religiosa, en un marco de soberanía y de respeto mutuo.